domingo, noviembre 24, 2013

NO PRONUNCIES SU NOMBRE



            Hay libros, le comento a Zalabardo, que llegan a nuestras manos casi por casualidad y que, sin embargo, nos sorprenden muy agradablemente. Eso me ha pasado, recientemente, con el Diccionario marítimo español, de 1831. Aparece sin nombre de autor (solo se dice: Redactado por orden del Rey Nuestro Señor), pero todo lleva a creer que su autor es Martín Fernández de Navarrete o que fue confeccionado sobre el que él compuso. Fernández de Navarrete, nieto del almirante don Pedro Fernández de Navarrete, de quien se dice que un vocabulario naval suyo corría manuscrito entre los oficiales de la Armada a finales del siglo xvii, fue ejemplo fiel de lo que consideramos hombre ilustrado: Consejero de Guerra, Director del Depósito Hidrográfico,  miembro de la Real Academia de la Lengua, de la que fue bibliotecario perpetuo y director de la Real Academia de la Historia.
            El susodicho diccionario (que, si no estoy equivocado, no ha sido superado pese a los años que tiene) me está prestando una ayuda incalculable en la investigación del naufragio, en 1823, del buque holandés Buena Esperanza y en la novela que sobre tal asunto me tiene ocupado. Confieso que desconocía su existencia y que me puso sobre su pista el cabo 1º Arturo Antón Delgado, del Órgano de Historia y Cultura Naval del Ministerio de Defensa, a quien estoy altamente agradecido.
            ¿Por qué traigo aquí este diccionario? Porque en su prólogo, que tampoco sé quién redactó, se lee lo siguiente:
            Las lenguas de todos los pueblos y naciones acrecientan su caudal y su riqueza en proporción de lo que progresa su cultura e ilustración. Por esa causa los idiomas de los pueblos salvajes, o que no han recibido todavía el beneficio de la civilización, son siempre pobres, toscos y diminutos; y los de las naciones cultas, por el contrario, crecen y mejoran según adquieren nuevas ideas, que es necesario expresar con  nuevos signos o vocablos […] De aquí nace también que el lenguaje común gana tanto en exactitud y propiedad, cuanto mayor es la instrucción de los que lo cultivan.
            La cita es larga, pero creo que vale la pena; contiene alguna idea que podríamos discutir, pero es interesante que meditemos sobre su contenido. Porque, en estos tiempos que corren, me temo que nuestra lengua se está empobreciendo, como se empobrece nuestra cultura, lo que significaría que estamos inmersos en proceso de empobrecimiento general del país.

           ¿En qué me baso para tan catastrofista consideración? Pido permiso a Zalabardo para apropiarme de una cita de Camilo José Cela, perteneciente a su novela Oficio de tinieblas 5 y adaptarla a mi intención. Zalabardo me dice que no hay problema y eso me anima. La cita, ya transformada, diría: el ministro, no pronuncies su nombre, o sí, pronúncialo una sola vez, el ministro se llama Wert, no vuelvas a pronunciar su nombre. Pues bien, ese ministro, cuyo nombre no pronunciaré más, parece dispuesto a desmantelarnos el mundo de la educación pública, del idioma, de la investigación, de la cultura.
            Ya sé que los recortes se están haciendo en todos los ministerios. Pero si hubiese que decantarse por dos áreas que, a pesar de la peor de las crisis, no debieran verse afectadas por ninguna clase de recorte presupuestario, esas debieran ser la educación y la sanidad (públicas, por supuesto). Porque de la formación de nuestros alumnos dependerá el beneficio futuro del país y porque con la salud no caben componendas. Y menos, si esas componendas se aplican para salvar de sus propios desmanes a los bancos, tan remisos luego a conceder créditos a quienes los necesitan.
            Pero no creáis que solo este ministro cuyo nombre no mencionaré más es el culpable de la situación que vivimos en la enseñanza. Antes que él han pasado otros, cuyos nombres tampoco merecen ser mencionados, que han ayudado bastante a que estemos como estamos. Porque todos se han enrocado tras el medro político de su propio partido y no han sabido mirar hacia el futuro. Lo he dicho muchas veces: se necesita un pacto de estado por el que los partidos se comprometan a dejar la enseñanza fuera de las rencillas políticas y a diseñar un sistema educativo que no quede en manos de ineptos cuyo mayor mérito es la fidelidad al ideario del propio partido. Así sucede que todo depende, una y otra vez, del capricho del grupo que gane las elecciones.
            Mientras ese pacto no se consiga, estoy harto de repetirlo, ningún ministro de educación merecerá que se mencione su nombre. Ese pacto lo agradecerían, sin duda, los profesores que sufren tan continuados cambios de rumbo. Pero lo agradecerían, más que nadie, los alumnos, que recibirían mejor formación. Y lo agradecería el país. Aunque algunos no quieran darse cuenta de ello.

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