Hay libros, le comento a Zalabardo,
que llegan a nuestras manos casi por casualidad y que, sin embargo, nos
sorprenden muy agradablemente. Eso me ha pasado, recientemente, con el Diccionario
marítimo español, de 1831. Aparece sin nombre de autor (solo se dice: Redactado por orden del Rey Nuestro Señor),
pero todo lleva a creer que su autor es Martín
Fernández de Navarrete o que fue confeccionado
sobre el que él compuso. Fernández de
Navarrete, nieto del almirante don Pedro
Fernández de Navarrete, de quien se dice que un vocabulario naval suyo
corría manuscrito entre los oficiales de la Armada a finales del siglo xvii, fue ejemplo fiel de lo que
consideramos hombre ilustrado: Consejero de Guerra, Director del Depósito
Hidrográfico, miembro de la Real Academia de la Lengua, de la que
fue bibliotecario perpetuo y director de la Real Academia de la Historia.
El susodicho diccionario (que, si no
estoy equivocado, no ha sido superado pese a los años que tiene) me está
prestando una ayuda incalculable en la investigación del naufragio, en 1823,
del buque holandés Buena Esperanza y en la novela que sobre tal asunto me tiene
ocupado. Confieso que desconocía su existencia y que me puso sobre su pista el cabo 1º Arturo Antón Delgado, del Órgano
de Historia y Cultura Naval del Ministerio de Defensa, a quien estoy
altamente agradecido.
¿Por qué traigo aquí este
diccionario? Porque en su prólogo, que tampoco sé quién redactó, se lee lo
siguiente:
Las
lenguas de todos los pueblos y naciones acrecientan su caudal y su riqueza en
proporción de lo que progresa su cultura e ilustración. Por esa causa los
idiomas de los pueblos salvajes, o que no han recibido todavía el beneficio de
la civilización, son siempre pobres, toscos y diminutos; y los de las naciones
cultas, por el contrario, crecen y mejoran según adquieren nuevas ideas, que es
necesario expresar con nuevos signos o
vocablos […] De aquí nace también que el lenguaje común gana tanto en exactitud
y propiedad, cuanto mayor es la instrucción de los que lo cultivan.
La cita es larga, pero creo que vale
la pena; contiene alguna idea que podríamos discutir, pero es interesante que
meditemos sobre su contenido. Porque, en estos tiempos que corren, me temo que
nuestra lengua se está empobreciendo, como se empobrece nuestra cultura, lo que significaría que estamos inmersos
en proceso de empobrecimiento general del país.
Ya sé que los recortes se están
haciendo en todos los ministerios. Pero si hubiese que decantarse por dos áreas que, a pesar de la peor de las crisis, no debieran verse afectadas por ninguna
clase de recorte presupuestario, esas debieran ser la educación y la sanidad (públicas, por supuesto). Porque de la formación de nuestros alumnos dependerá el beneficio futuro del
país y porque con la salud no caben componendas. Y menos, si esas componendas se aplican para salvar de sus propios desmanes a los
bancos, tan remisos luego a conceder créditos a quienes los necesitan.
Pero no creáis que solo este
ministro cuyo nombre no mencionaré más es el culpable de la situación que
vivimos en la enseñanza. Antes que él han pasado otros, cuyos nombres tampoco
merecen ser mencionados, que han ayudado bastante a que estemos como estamos. Porque todos se han enrocado tras el medro político de su propio partido y no han sabido mirar hacia el futuro.
Lo he dicho muchas veces: se necesita un pacto de estado por el que los
partidos se comprometan a dejar la enseñanza fuera de las
rencillas políticas y a diseñar un sistema educativo que no quede en manos de
ineptos cuyo mayor mérito es la fidelidad al ideario del propio partido. Así sucede que todo depende, una y otra vez, del capricho del grupo que gane las elecciones.
Mientras ese pacto no se consiga, estoy harto de repetirlo, ningún
ministro de educación merecerá que se mencione su nombre. Ese pacto lo
agradecerían, sin duda, los profesores que sufren tan continuados cambios de
rumbo. Pero lo agradecerían, más que nadie, los alumnos, que recibirían mejor formación. Y
lo agradecería el país. Aunque algunos no quieran darse cuenta de ello.
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