Dudaba sobre el tema que ocuparía el apunte de hoy. No quería caer en el tópico sensiblero de estas fechas.
Prefería un tema desinhibido y que, a la vez, pudiera ser curioso. En esas estaba cuando he recordado una pregunta que me ha lanzado Zalabardo muchas veces: ¿hay en nuestra literatura escritores a los que se les adjudiquen más
anécdotas y situaciones jocosas, ingeniosas o, simplemente, llamativas, que a Quevedo, Benavente o Valle-Inclán?.
Además, muchas de ellas carentes de fundamento.
Entonces se me encendió una bombillita y recordé la historia de la
manquedad de este último y el origen épico de la misma que él se encargó de propalar. Pero hay otras que carecen de esa épica. De entre ellas, durante mucho tiempo ha circulado una que se daba como
real y que no es sino un refrito de otras que, ¡vaya usted a saber!, a lo
mejor tampoco contienen toda la verdad. Se dice que, en una tertulia madrileña,
Valle-Inclán vertió unos juicios
negativos sobre una persona, ante los que el joven escritor Manuel Bueno se levantó airado: “No le
consiento que hable usted así de esa persona. Es mi padre”. A lo que Valle respondió: “¿Está usted seguro,
joven?” Manuel Bueno fue a darle un
bastonazo a Valle; este trató de evitarlo,
pero el golpe hizo que un gemelo de la camisa se le clavara en la muñeca. La
herida evolucionó mal, se gangrenó y ya sabemos las consecuencias finales.
Esta historia, al parecer, es mezcla
de otras dos. Ambas las cuenta Ramón Gómez de
la Serna en su libro Don Ramón María del Valle-Inclán, de
1944. Copio la primera:
En
el Café de la Montaña —entre las calles de Alcalá y la carrera de San Jerónimo—
que es donde se reunían Valle, Benavente, Manuel Bueno, Fernández Bahamonde,
Palomero y Ricardo Baroja, se puso a discusión aquel duelo pendiente [una
disputa entre el caricaturista portugués Leal
da Cámara y un tal López del
Castillo]. “Es inútil que traten
ustedes de ese duelo —dijo Manuel Bueno—. No puede verificarse porque Leal da
Cámara no tiene edad para batirse”. “No sea usted majadero, que usted no sabe
una palabra de eso” —replicó Valle-Inclán. Manuel Bueno, al oírse insultado
así, dio un paso atrás y levantó en el aire su bastón con barra de hierro. (págs. 46-47)
El final de la historia (el gemelo,
la gangrena…) es el conocido. La otra versión, en la que hay cambio de protagonistas, es la siguiente. En una
discusión sobre Echegaray, Valle-Inclán dijo:
“¡Ese
don José tiene la obsesión de la infidelidad conyugal! Todos sus dramas son
autobiografía de marido burlado”. Un joven que había cerca de él le interpeló:
“Opine usted de la obra, pero no de la vida privada”. “¿Y quién es usted para
intervenir?”, preguntó don Ramón. “El hijo
de don José Echegaray”. “¿Está usted seguro, joven?” (pág. 79)
Y el revuelo consiguiente puede
imaginarse. Aun así, hay elementos coincidentes y la consecuencia final es la misma y verdadera. Pero quiero traer aquí otra anécdota con la que quiero demostrar cómo discurren ciertas historias
que se pretende que sean verdaderas con la añagaza de presentar como protagonistas a personajes históricos aunque luego resultan un fiasco. Pienso en una que se puede leer en el mismo libro. Sucedió, según Gómez de la Serna, en una tertulia en
el café de Levante (pág. 78):
Un
día irán a decirle a Benavente, que suele hablar bien de don Ramón: “Pues él
bien se desahoga contra usted”. Benavente empalidecerá un poco, se llevará su
puro habano a los labios y exclamará: “¡Quizá estemos equivocados los dos!”
La escena intenta mostrarnos el
ingenio y rapidez de reflejos de don Jacinto
Benavente, que en ese aspecto no tenía nada que envidiar a Valle-Inclán. Pero, casi por casualidad, me encuentro en internet la misma anécdota aplicada a dos protagonistas diferentes: Voltaire y el médico suizo Albrecht von Haller y las palabras que Gómez de la Serna pone en boca de Benavente, en esta versión las pronuncia el autor de Candide cuando le preguntan cómo es
que elogia al suizo si este solo habla mal de él.
Lo que ya ignora mucha gente es que
en un divertido libro de Juan de Timoneda
titulado Sobremesa y alivio de caminantes (Valencia, 1568) encontramos este breve cuento:
Eran
dos amigos, el uno texedor y el otro
sastre. Vinieron por tiempo a ser enemigos, de tal manera que el sastre decía
en absencia del texedor mucho mal, y el texedor mucho bien en absencia del
sastre. Visto por una señora que passava, preguntó al texedor qué era la causa
que dezía bien del sastre, diciendo el otro tanto mal dél. Respondió: “Señora,
porque mintamos los dos”.
Le pregunto a Zalabardo si sería
posible que de este cuentecito obtengamos la enseñanza de que es preciso cuidar
nuestras palabras de modo que nadie nos las pueda criticar como mendaces ni
tengamos que recurrir, como el tejedor de la historia, a justificar que “quizá
mintamos todos”. Sobre todo, ahora que con la navidad no hacemos más que
dedicarnos parabienes. Por nuestra parte, la de Zalabardo y la mía, deseamos
sinceramente que quienes lean este apunte sean felices. No ya estos días, sino
siempre.
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