Muy pocas veces nos sentamos juntos
ante el televisor Zalabardo y yo si no es para ver un partido de fútbol. La
verdad es que, tanto él como yo, vemos cada día menos la televisión. Las
programaciones no levantan mucho entusiasmo que digamos.
Pero, un día, algo nos llamó la
atención. Fue un anuncio breve, a veces pienso si no fue una ilusión (pues no
lo hemos vuelto a ver más). Sí he encontrado otros parecidos en Internet; pero
ya se sabe, ese es otro mundo. En televisión uno esperaría (aunque me
consideren iluso) más seriedad. En resumidas cuentas, el susodicho anuncio solicitaba el envío a un determinado teléfono del siguiente mensaje: nombre – amor – nombre de tu pareja. Tras este simple proceso se
recibiría una respuesta con el grado de afinidad existente entre los dos.
Zalabardo me preguntaba si aún
quedan incautos, ignorantes, que se dejan arrastrar por tales engaños. Le
respondo que el inocente es él si cree lo contrario.
Y le conté la anécdota que viví, de
primera mano, cuando hacía la mili, es decir, ayer mismo. Estaba destinado en
la Caja
de reclutamiento (nombre que, por cierto, se remonta al siglo xvi), organismo que se encargaba de la
clasificación, inscripción y sorteo de los mozos para el servicio militar así
como control de reservistas. Para los tiempos que corrían, era un destino en verdad
apetecible. A lo que iba, todo aquel que creyera disponer de una causa eximente
que lo librase del servicio militar debía presentarla ante el tribunal competente.
Pues bien, un joven se presentó alegando que él no podía ir a la mili porque estaba
aliñado.
¿Puede alguien imaginar la reacción de
los miembros de un tribunal militar de los de entonces ante tal excusa? Porque
aquel cándido muchacho no pretendía convencer a nadie de estar aderezado
(condimentado
como una vulgar ensalada o adobado como un pescado). Lo que el
buen mozo pretendía demostrar es que su novia lo había sometido a un sortilegio
amoroso y no podía separarse de ella, pues ese es, en nuestra tierra andaluza,
uno de los significados de aliño. Creo que en varios lugares de
América llaman a lo mismo amarre. Algo parecido expresa el término ligazón, empleada por Valle-Inclán como título de una de sus piezas.
Pero el aliño no lo daban solo
las esposas celosas. También lo utilizaban algunas mujeres temerosas de que sus
novios, que habían de pasar (entre el centro de instrucción y el cuartel) dos
años alejados de su residencia, las olvidasen por otras. Pero José Mª de Mena, al hablar de los
ingredientes, calla es uno fundamental de dicho aliño; porque la disminución
del apetito sexual en la milicia se conseguía, según es fama, y según costumbre
impuesta, según he leído en alguna parte, por las tropas británicas durante la
Segunda Guerra Mundial, aportando una suficiente dosis de bromuro en el
desayuno. Para que el aliño del que hablamos fuese de
verdad efectivo y el hombre quedara atado por vida a la mujer que no quería perderlo,
debía llevar, aparte de lo ya dicho, unas gotas de la sangre menstrual de la
enamorada celosa.
En lo que Mena tiene toda la razón es en que tal costumbre tuvo como consecuencia
que a cualquier persona que presentase aspecto distraído, bobalicón o ensimismado,
se le dijese que parecía estar aliñado, por los negativos
efectos que tal pócima provocaba en ocasiones.
¿Tiene alguien curiosidad por saber
la decisión del tribunal militar ante aquella petición? Pues eso, que el aliñado
fue enviado de inmediato, como todo quisque, al campamento de reclutas de
Obejo, en la sierra cordobesa, a “cumplir sus deberes para con la patria”, y en
donde, se le dijo, “se se anularía cualquier aliño y saldría hecho un
hombre de verdad”.
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