Berceo,
bien mirado, era lo que hoy llamamos un comunicador. Divulgaba, vulgarizaba, en
el buen sentido del término, historias en un periodo en el que había tantos
iletrados. Finalmente, era un hombre de humor ya que, como premio a su labor,
poca recompensa pedía (creo que lo que
hago bien vale un vaso de buen vino).
Transmito esta reflexión a Zalabardo
después de leer en la edición digital de un periódico una breve noticia sobre
el hallazgo en Málaga, en el interior de un automóvil, de los restos de una
mujer desaparecida hace cinco meses. Siendo tan trágico y macabro el contenido
de esas apenas doce líneas, en los foros, los lectores se sintieron inclinados
a comentar más aspectos de forma que el propio contenido. Indudablemente, algo
fallaba.
El redactor, anónimo, pues la
noticia estaba firmada por la redacción de Sevilla, escribía, entre otras
cosas, lo siguiente: La descripción del
coche se corresponde con la de una mujer de 28 años desaparecida. Supongo,
está claro, que la descripción del coche coincidiría con la del coche de la
pobre mujer fallecida, no con ella.
Pero es que, aparte de la defectuosa
redacción, el texto se mostraba descuidado en la documentación. Se afirmaba que
el vehículo apareció en una zona llamada Las
Erizas, descampado situado al final de la Avenida James Bowles. Empecemos por aclarar que en Málaga no hay ninguna
avenida llamada así (sí la hay en Grahamstown, ciudad sudafricana que desconozco
tanto como ignoro quién pudo ser ese señor que le dio nombre). En Málaga, en cambio,
hay una avenida Jane Bowles, escritora norteamericana nacida en 1917, que vivió
sus últimos años en nuestra ciudad, donde murió en 1973. Está enterrada en el cementerio
de San Miguel. Y Las Erizas no es un descampado al final de dicha avenida, que pertenece a la barriada de Las Virreinas,
sino que se encuentra bastante más arriba, después de haber cruzado al otro
lado de la Ronda del Oeste. No hay más que consultar los propios mapas de los
distritos de la ciudad que incluye el Ayuntamiento en su página web. Aparte de
que, en alguno de mis cotidianos paseos, he andado por allí.
Pero una de las cuestiones que me
atrajeron fue la discusión en torno a si es posible o no hablar del cadáver
de una persona. Primero, aviso a Zalabardo, hay que plantear una cuestión general. Se lee en muchos sitios
(de los que no escapa la propia Wikipedia) que cadáver es el acrónimo de
una inscripción que los romanos colocaban en muchas tumbas: caro data vermibus, es decir, ‘carne que
se entrega a los gusanos’. Lo peor es que, con toda inocencia, o ignorancia,
tal etimología se atribuye a San Isidoro.
Lo cual es totalmente falso porque el santo sevillano no escribió nunca tal
cosa; lo que escribió, si alguien se molesta en leerlo es: cadaver nominatum a cadendo, quia
iam staret non potest, es decir (más o menos), ‘el nombre cadáver
procede de cadendo (“cayendo”), debido a que ya no puede estar de pie’.
Esto prueba que San Isidoro hacía
derivar el término del verbo latino cadere, ‘caer’. Este verbo, a su vez,
procede de una raíz indoeuropea kad-, ‘caer’, de la que también
surgen caduco, ‘que va a caer’, casual, ‘fortuito’, ocaso,
‘caída del sol’, occidente, ‘lo que está en el ocaso’ y bastantes más.
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