sábado, mayo 09, 2020

EMPECEMOS PONIENDO LOS PUNTOS SOBRE LAS ÍES…

Alfabeto latino clásico

            El punto es algo muy simple, una mínima marca que puede hacerse tan solo marcando con un punzón. ‘Señal de dimensiones pequeñas, ordinariamente circular, que, por contraste de color o de relieve, es perceptible en una superficie’, dice el DLE, que llega hasta cuarenta y tres acepciones más. No obstante, da un resultado sorprendente si buscamos expresiones en las que aparezca: ser un punto, tener algo su punto, estar a punto, encontrarle el punto a algo, punto en boca, punto redondo, y punto pelota…, sin olvidar quizá las que mayor atractivo tienen: poner el punto sobre las íes, lo dijo Blas, punto redondo y ser un punto filipino, que nos hacen pensar en sentidos en los que quizá antes no habíamos reparado.
            Pido a Zalabardo que, a la vista de lo dicho, seamos razonables y comencemos poniendo los puntos sobre las íes, que el DLE define: ‘determinar y precisar algunos extremos que no estaban suficientemente especificados’; o sea, ‘aclarar algo que puede no estarlo tanto’. ¿De dónde viene eso de poner los puntos sobre las íes? Algunos sostienen que la expresión surgió en el siglo XVI, pero trato de hacer ver a Zalabardo que su antigüedad es mayor. No porque lo diga la Academia Andaluza, centro de enseñanza de español con sede en la bella población gaditana de Conil, sino porque una revisión, aunque ligera, de la historia de nuestro alfabeto así nos inclina a creerlo.
 
Equivalencia entre mayúsculas y cursivas
          
El alfabeto latino, uno de los sistemas de escritura dominantes en el mundo, tuvo su origen en la adopción y adaptación de la variante occidental del griego por parte de los etruscos, allá por el siglo VII a.C. En el llamado latín arcaico constaba solo de 21 letras y, ya en torno al siglo II a.C., se transformó en lo que conocemos como latín clásico, con 23 letras. La caligrafía más conocida y extendida es la que recibe el nombre de lapidaria, por su empleo en columnas, estelas, lápidas y monumentos de todo tipo. Eran letras solemnes, de trazo claro y semejantes a las actuales mayúsculas.
            Pero, aparte de esas inscripciones que conocemos por los monumentos, el latín se escribía en soportes de menor firmeza que las piedras; funcionarios, mercaderes, escolares, necesitaban una escritura de trazo más fácil y más ágil. En un primer momento, para textos importantes que requerían cuidado y elegancia, se recurrió a la letra llamada uncial, casi idénticas a las mayúsculas, aunque sobre caja baja; algo semejante a lo que hoy llamamos versalitas. Hacia el siglo I aparecieron las que hoy llamamos minúsculas: la cursiva romana antigua y, más tarde, en el siglo III la cursiva romana nueva, que es la que se usó durante todo el Bajo Imperio y gran parte de la Edad Media, base de las escrituras visigodas, carolingias y otras.
 
Folio 72r de las Glosas Emilianenses
          
Pero esta cursiva romana nueva, muy fácil de escribir y manejar, presentaba un problema no pequeño al que, antes o después habría que darle solución: si en una palabra confluían dos íes, cosa no rara en latín, ιı (ojo, la i latina no tenía punto) se podían confundir con la u, de trazo muy semejante. Y, en latín, y le doy pruebas a Zalabardo sobre un breve fragmento de la Eneida de Virgilio, tal posibilidad no es rara: Tyrιι, Iudιιs, medιιs, ιmperιιs, spolιιs, ιιt, alιι, socιιs… (palabras todas ellas que hoy transcribimos como Tyrii, Iudiis, imperiis, etc.). Estas confusiones se irían haciendo cada vez más frecuentes en quienes no tuviesen un conocimiento claro de la lengua latina.
            El deseo de evitar la confusión, hablamos de tiempos en se escribía a mano, pues ni existía la imprenta, ni las máquinas de escribir, ni nada de eso, agudizó el ingenio de quien pensó en poner una marca que caracterizara a la ι, es decir, que pusiera el punto sobre las íes para evitar equívocos. Naturalmente, todo esto se hizo con bastante inseguridad y sin un criterio uniforme. Cada zona, cada monasterio, cada copista, tenía el suyo y la regularización fue un proceso lento.


           Le pido a Zalabardo que tenga la paciencia de repasar conmigo algunos textos antiguos. El  Beato de Liébana, que, escrito hacia el siglo VIII, pero conservado en una copia de finales del XI o comienzos del XII, respeta la cursiva romana y permite ver formas como ɑudıuı, en lugar de audiui. Igual sucede con los Cartularios de Valpuesta y las Glosas Emilianenses fechados en torno a los siglos IX y XI. En ellos podemos leer, por ejemplo, en Valpuesta, alιquιι en lugar de aliquii, y en las Glosas, cuι est honor et Imperιữ, en lugar de cui est honor et Imperiữ. Gonzalo de Berceo, ya en el siglo XIII, en la estrofa de todos conocida del comienzo de su Vida de Santo Domingo, escribe paladιno, veʒιno, latιno y vιno. Sin embargo, el Cantar de Mio Cid, compuesto hacia 1200, pero que nos ha llegado en una copia del siglo XIV, muestra que ya alguien se había decidido a poner los puntos sobre las íes, puesto que encontramos aguiiauã (aguijaban), guiſa (guisa) o caſtiello (castillo).
 
Cantar de Mío Cid
          
Por fin, la llegada de la imprenta impone el empleo de la i minúscula tal como hoy se conoce de manera definitiva. La Gramática, del andaluz Nebrija, impresa en 1492, comienza: Cuando bien comigo pienſo mui eſclarecida Reina… Y la Biblia Políglota Complutense, compuesta entre los siglos XV-XVI, desde su prólogo utiliza palabras como beatiſſime, impreſoriis, formis, linguas, aparte de una extraña vniuſcuiuſque (‘todos y cada uno’), que a la manera antigua hubiese sido unιuſcuιuſque. ¿Imaginas —pregunto a Zalabardo— el trabalenguas que hubiese sido esa palabra, escrita a mano, para alguien no muy ducho en latín?
 
Gramática castellana de Nebrija
 
Biblia Políglota Complutense
         
Como la ración de hoy me parece más que suficiente, sugiero a Zalabardo que dejemos para la próxima entrega la explicación de otros puntos.

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