sábado, octubre 22, 2022

MIS PALABRAS PERDIDAS

Nos llega una edad, comento con Zalabardo, en que cualquier mínimo detalle sirve para que se nos disparen los recuerdos y la mente vuele por lugares y tiempos que creíamos perdidos, pero que, de repente, se levantan ante nosotros con una fuerza inusitada. Esta vez han sido dos los detonantes casi simultáneos: la lectura de una breve reseña periodística y el hallazgo de una vieja foto que me ha aparecido ordenando papeles.

            Hace unos días, Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, hablaba de la necesidad de defender una lengua, cualquier lengua, y el desatino que es ofenderla. Lo hacía remitiéndose a unas palabras de aquel Isidoro, obispo de Sevilla hace la friolera de casi quince siglos y tan interesado por la historia y origen de las palabras, en las que afirmaba que las personas y las lenguas andan a la par, como cogidas de la mano, pero que las lenguas no nacen de las personas, sino que somos las personas quienes nacemos de las lenguas. Es decir, que la lengua nos modela más de lo que nosotros modelamos la lengua. La lengua materna es la que nos hace ser lo que somos. Por eso, cuando perdemos siquiera una de las palabras de esa lengua, se va perdiendo una parte de esa personalidad que nos configura.

            Casi a la par, revolviendo papeles para decidir qué me resultaba ya prescindible a estas alturas de mi vida, topé con una antigua foto. Con ella encabezo este apunte. Le digo a Zalabardo que en esa calle transcurrió parte de mi niñez, en Osuna, hace 60 años. Nos asombra verla sin un solo coche aparcado junto a sus aceras y ni siquiera circulando. En aquella época no se tenía idea de hasta qué punto los automóviles nos esclavizarían.

            Le cuento que, a la derecha, en primer plano, se ve la que fue mi casa. Que frente vivía un amigo, José Joaquín, de quien no tengo la menor noticia sobre qué habrá sido de él. Que más arriba, un poco más del punto desde el que la foto está tomada, había un sastre de cuyo hijo era también amigo y nos prestábamos los tebeos de Mendoza Colt. Que la torre del fondo, a la izquierda, es del convento de una comunidad de monjas. Que, entre la casa de José Joaquín y el convento había una espartería que ahora soy incapaz de situar…


            Una espartería donde, con esparto, palma y pita y se elaboraban productos muy variados. ¿Queda en mi pueblo alguna espartería? ¿Quedan esparterías en otros lugares, aquí en Málaga, por ejemplo? Busco por curiosidad y leo que, en Madrid, quizá la única que se mantiene abierta es una llamada Espartería Sánchez. Y pienso ―ya dije antes con qué facilidad se abre la espita de los recuerdos― que, si estuviera ahora a mi lado mi muy querida amiga Pepa Márquez, tesoro inagotable de palabras que los demás casi ni utilizamos, que hasta hemos olvidado su existencia, me ayudaría a recordar la ingente cantidad de las relacionadas con la artesanía del esparto y que se nos pierden sin remedio, desdibujando lo que un día fuimos y dando lugar a una imagen nuestra más moderna, es posible, pero desligada de las raíces que un día nos dieron sentido.

            La labor básica en una espartería es la de la pleita, trenzado de tres o más ramales, según la anchura que se quiera obtener, de esparto, o de palma, o de pita, con que luego se confeccionará todo lo demás. De la pita machacada se extraía la fibra que se emplearía fundamentalmente en cordelería, por ejemplo, la guita, la soga o la tomiza (Pepa suele hablar más de jical, ‘hiscal’); o para algofifas con las que fregar los suelos. Existiendo algunas almazaras en el pueblo, parte importante de la producción era la de los capachos, seras redondas y planas para colocar las aceitunas en la prensa de moler. La sera, más propiamente, era una espuerta grande y sin asas para el transporte de materiales. Si la sera era doble, más estrecha y lisa por en centro para colocarla sobre los lomos de un animal, habría que hablar del serón.


           También salían de aquella espartería muchas esteras, piezas de esparto, generalmente de un grosor acusado y dimensiones variables que se utilizaban para cubrir el suelo o como persianas. Las alfombras las han jubilado de los suelos, y finas láminas de plástico, metal o madera las han sustituido en puertas y ventanas. Como ahora no se ven esas esteras de esparto, tampoco se ven los soplillos, esos aventadores, por lo común redondos y con mango con que se avivaba el fuego de los fogones; las vitrocerámicas y las cocinas de gas los han hecho innecesarios.

            Cuando un objeto se pierde, parece que la palabra que lo designa se torna inútil y acaba por perderse. Todo en la vida cambia, todo se transforma, las personas mueren y otras van ocupando el espacio que han dejado libre. Igual ocurre con las palabras. Hay quienes no le dan importancia a este hecho, pero otros sentimos la pérdida de las palabras como la de las personas cercanas que han significado algo en nuestra vida.

            Y pensaba en Pepa Márquez porque, aunque algunos vean con extrañeza que sepa tantas palabras que ya están fuera de la circulación, yo la admiro y la veo como uno de los personajes de la novela Farenheit 451 que, frente a una sociedad que condena y quema los libros por considerarlos peligrosos, formaron un grupo de resistencia en el que cada persona memorizaba un libro para que no se perdiera. Así memoriza Pepa muchas palabras y, con ello, no pierde la vitalidad que le otorgan las raíces que la mantienen unida a un tiempo, a unos objetos y a sus nombres que otros muchos vamos perdiendo.

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