sábado, diciembre 02, 2023

SACAR LOS PIES DEL PLATO (SOBRE ORIGEN DE ALGUNOS DICHOS)

 

Zalabardo, de quien ya dije que es persona prudente, me transmitía hace unos días su preocupación ante la etapa que nos ha tocado vivir. «No hay rincón del mundo al que miremos», me decía, «que no sea escenario de conflicto». Y proseguía: «Incluso nuestra más cercana sociedad es nido de conflictos. Quizá ya no baste andar con pies de plomo; tal vez la sensatez nos aconseje no sacar los pies del plato». Coincido con lo primero, pues nunca está de más ser cauteloso, precavido y no tener demasiadas prisas al actuar o al hablar; ser como el buzo que trabaja en las profundidades marinas y utiliza ese calzado que da origen a la expresión. Pero yo, que no soy tan prudente, no tengo tan claro lo segundo.

            Durante nuestra conversación le he recordado la abundancia en nuestra lengua de expresiones formadas en torno a los pies: buscar los tres pies al gato, poner pies en polvorosa, tener pies de barro, hacer algo a pies juntillas, no dar pie con bola, echar a los pies de los caballos, al pie de la letra, dar el pie, nacer de pie, tener fríos los pies y caliente la cabeza, entrar con pie derecho, dar el pie y coger la mano, saber de qué pie cojea alguien, darse un tiro en el pie…; esa lista ni siquiera muestra la mitad.

            Responde mi amigo que las conoce, como la mayoría de la gente. Pero no acaba de entender por qué razón dudo de la validez de no sacar los pies del plato, expresión que nos aconseja ‘no ir más allá de lo lícito y razonable’.  ¿Y por qué no?, digo a mi vez, y me veo precisado a aclararle mi posición; todos las conocemos, sí, aunque a veces se nos escape el desvío que el tiempo ha ido dando a sus sentidos originales.

          Sacar los pies del plato fue, en tiempos, una expresión nacida entre quienes se dedicaban a la cría de aves. Para asegurar que todos los pollitos recibiesen la alimentación adecuada, se los metía en un tiesto o plato de barro con bordes suficientemente altos para que el animal no pudiese escapar, ya que hacerlo suponía verse privado del alimento y morir. Por ello, alguien debía cuidar que el pollito que saltaba estos bordes, que sacaba sus pies del tiesto o plato, fuese devuelto a su lugar.


          Hasta ahí, bien. Pero resulta que, en la actualidad, le damos otro significado, ‘excederse, ir más allá de lo lícito o razonable’. Podría ser una norma válida, le digo a mi amigo, salvo si se mete por medio la corrección política, que para mí es la más incorrecta de las políticas. ¿Por qué? La corrección política, en sus inicios bien intencionada, pretendía evitar cualquier palabra o comportamiento ofensivos para otros. Eso siempre es recomendable. Lo malo viene cuando se desvirtúa su sentido y se rebasan unos límites que son peligrosos. La denominada corrección política ha desembocado en una situación en la que no hay persona, grupo o asociación que no vea ofensa en cualquier cosa que no se ajuste a sus propias ideas. Consecuencia: surge la tentación de obligar a que nos pleguemos a una norma que nace del mero capricho de ese grupo. Se comienza rechazando una palabra y se acaba prohibiendo una representación teatral o la edición de un libro. Es muy fácil denunciar lo que no gusta e implantar una política censora y prohibitiva.

            Por supuesto que eso no es nuevo. Tampoco es algo que inventara Alfonso Guerra cuando soltó aquello de «Aquí, quien se mueva no sale en la foto». Con anterioridad se dieron incluso amenazas peores. Basta repasar un poco la historia: Hipatia, Galileo, Giordano Bruno, Miguel Servet, Edward Jenner, Dian Fossey… fueron rechazados por defender ideas diferentes a las imperantes, es decir, por sacar los pies del plato. La corrección política mal entendida, hoy y siempre, aspira a la uniformidad, al pensamiento único. Esa es la razón por la que le digo a mi amigo que nunca hay que tener miedo a disentir del pensamiento general. Si no hubiese sido por tantos como, a lo largo de los años, han sacado los pies del plato, fueron rebeldes frente a la norma impuesta, hoy nos veríamos privados de los avances que les debemos.

        Metidos en faena, decido contarle a Zalabardo el origen curioso de algunas de esas expresiones. Empecemos por la de entrar con el pie derecho, que es ‘iniciar algo del modo correcto para alcanzar el resultado apetecido’. Catalogada hoy como superstición de orígenes muy remotos, que su uso se afianzó gracias a una rúbrica recogida por el Misal católico. Las rúbricas, aclaro, son normas de obligado cumplimiento en la práctica de los ritos litúrgicos. En Ordinarios, Oficios, Ceremoniales y Cantorales, miro un ejemplar de 1805, en el capítulo Rúbricas o cánones generales, aparece esta: «Llegado al altar en que ha de decir Misa […] se hará inclinación de cabeza a la cruz bajo la ínfima grada […] Luego, moviendo primero el pie derecho […] sube al altar…» ¿Por qué comenzar la misa accediendo al altar con el pie derecho? Se afirma que Cristo está sentado a la derecha del Padre; y en la iconografía de la crucifixión, a Dimas, el buen ladrón, se lo sitúa siempre a la derecha. Ergo, al cielo se entra con el pie derecho.

            No menos curioso es el origen de la expresión hacer o decir algo al pie de la letra. Hoy aceptamos que es ‘repetir algo sin variación, de modo escrupuloso, para que sea entendido en la plenitud del sentido aquello a lo que nos referimos’. No obstante, en la Edad Media era diferente. Los textos, escritos en su mayoría en latín, eran de difícil comprensión. Se hacía preciso traducirlos. Una de las primeras técnicas fue la llamada ad pedem litterae, que consistía en ir escribiendo bajo cada una de las palabras, bajo su pie, el significado equivalente.

            En otros casos, la expresión ha ido sufriendo a través del tiempo cambios tanto en su forma como en su sentido. Por ejemplo, buscar tres pies al gato. Su forma más antigua, le indico a Zalabardo, era buscarle cinco pies al gato; así la recoge Covarrubias, quien afirma que significa ‘hacerle entender a alguien mediante embustes algo imposible’. Sin embargo, en el Quijote, nos la encontramos ya como buscar tres pies al gato, que, aunque mi paisano Rodríguez Marín dice que es ‘buscar ocasión de pesadumbre y enojo’ habría que entender mejor tal como hoy se emplea y señala el diccionario de Seco, ‘meterse en complicaciones inútiles o peligrosas’.

 

           Y dejo para el final, seguir resultaría demasiado prolijo, poner pies en polvorosa, es decir, ‘salir huyendo de forma precipitada’. Son dos las interpretaciones en liza. Una, pretendiendo su historicidad, dice que el rey leonés Alfonso el Magno atacó cerca la localidad palentina Polvorosa a las tropas musulmanas, entre las que un eclipse de luna provocó tal pánico que las hizo huir. Vuelvo a mi paisano Rodríguez Marín, quien, comentando la expresión, que aparece en el capítulo XXI de la primera parte del Quijote, afirma: «En el habla de germanía, polvorosa significa calle y senda». Y no es el único en mantener esta interpretación, que es hoy la que parece más acertada y lógica.

sábado, noviembre 25, 2023

LOS DUEÑOS DE LAS PALABRAS (SOBRE NACIÓN Y PATRIA)

 

Así iniciaba Juan Ramón Jiménez, aún joven, Eternidades, de 1916: «No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra». Pueden servir esos versos para expresar cuánto nos cuesta a veces decir lo que pensamos. Fórmulas recurrentes que empleamos son: «No sé cómo te lo diría…», «A ver cómo te lo digo…». No siempre encontramos la palabra precisa o la sentimos insuficiente para exteriorizar lo que nos bulle dentro.

        Es complicado delimitar el campo significativo de una palabra; no es fácil decir qué entendemos por palabra. Eso debería servir para contenerse y no arriesgarse a según qué juegos, para pensar el uso que hacemos de las palabras. No en vano los gramáticos vienen luchando, sin haber llegado aún a una meta válida, para encontrar una definición de lo que la palabra es.

        Una de las más tradicionales la describe como un elemento lingüístico compuesto por uno o varios fonemas dotado de un significado. Definición insuficiente porque, entre otras cosas, la realidad nos muestra que una palabra puede tener varios sentidos. El estructuralismo quiso solventar la cuestión proponiendo la oposición entre término y palabra; el término, propio de los lenguajes técnicos, designaría el empleo monosémico de una unidad léxica. La palabra aludiría a la unidad léxica esencialmente polisémica. Intento que tampoco prosperó, porque lo que más utilizamos en nuestra relación con los demás son palabras y no términos.

        Dejemos, pues, que sean los especialistas quienes resuelvan la cuestión. Me interesa denunciar cómo tantas veces, al apropiarnos de una palabra, la prostituimos. Porque las palabras, sus significados ―uno o múltiple― no son propiedad exclusiva de nadie, son de todos y nadie tiene derecho a imponerles un sentido único e interesado. Es Zalabardo quien me sugiere hablar de esto, porque mi amigo no es un personaje que asiente a cuanto digo, sin rechistar, o que se doblega sin resistencia a mi pensamiento como alguien ha insinuado. Zalabardo es, eso sí, prudente y educado.


    
    En una época de crispación desatada, en la que desde una tribuna del Congreso se llama hijo de puta al presidente de la nación, en que el presidente de un partido, despechado por no haber conseguido la investidura, lo llama mentiroso, en que el presidente de otro partido incita a la rebelión y al golpe de estado, vemos usar las palabras con enorme irresponsabilidad. Zalabardo, en cambio, guarda la compostura y la serenidad y es él quien me aconseja moderación cuando el cuerpo me pide decir palabras más gruesas. Mis palabras no son una defensa de Pedro Sánchez; ni a Zalabardo ni a mí nos gusta; pero pensamos que el ciudadano de a pie muestra su disconformidad en las urnas; y el político profesional, que habla en representación de los ciudadanos que lo han elegido, debe hacer valer sus ideas en el Parlamento con argumentos veraces y no en la calle con algaradas e insultos.

        Asistimos al bochornoso espectáculo de dejar volar libremente demasiados insultos y no el argumento, al reinado de la desmesura y no la razón. En eso pensaba al señalar la dificultad de hallar la palabra necesaria Y lo peor es que esa falta de comedimiento, esa propensión a la injuria, se disimula tras el empleo, prostituido, de palabras que merecen mayor respeto: nación y patria. Cuando tal cosa sucede, a Zalabardo y a mí se nos plantea la duda de si, al hacerlo, se sabe de qué se habla, si se hace a sabiendas o de forma ignorante.

        Sería un proceso largo de explicar e intentaré resumir. Nación, aunque pueda extrañar, proviene de una raíz indoeuropea gen-, ‘dar a luz’. De ahí procede gente, ‘tribu, pueblo’. Una forma sufijada *gna-sko- acaba en el latín nascor, germen del que salen tanto nacer como nación. Porque nación es el ‘lugar en que se ha nacido’. La evolución de su significado tampoco es fácil. Un artículo muy interesante y documentado de Andrés de Blas Guerrero y Pedro Carlos González Cuevas incluido en el Diccionario Político y Social del siglo XX Español nos puede orientar bastante. De ahí tomo que, en España, se han dado dos formas principales de entender qué sea una nación.

        Una interpretación, que podría llamarse «liberal», la entiende como una gran comunidad aglutinada en torno a la defensa de un orden de derechos y libertades. Es una interpretación política, fruto de la historia, que admite emergentes nacionalidades culturales que podrían hallar su encaje dentro de un «Estado integral». Otra interpretación, «conservadora», la entiende como la decantación de un largo pasado de raíz católica. España, defiende esta postura, nace con la conversión al catolicismo del rey visigodo Recaredo, se desarrolla a lo largo de la Reconquista y llega a su plenitud con los Reyes Católicos, que logran la unidad nacional y la evangelización de América.

        En la guerra civil, los sublevados monopolizaron la causa nacional retomando la tesis tradicional conservadora (aunque excluyendo el liberalismo y la Ilustración del XVIII). Negaron los hechos diferenciales, las pluralidades lingüísticas, o cualquier intento de descentralización del Estado. A la muerte de Franco, la democracia recupera la idea de que en la nación que llamamos España cabe el autogobierno de las regiones y que somos una «nación de naciones» o un «Estado plurinacional». La Constitución lo recogió así, aunque con la oposición de Alianza Popular, que se arrogó el papel de defensora de la «unidad de la patria».

 


       Y en esas estamos, porque quienes defienden un concepto centralista, unitario, de nación, se amparan en un viejo y manido concepto de patria, que, frente a lo que se pretende hacer creer, debería ser un concepto más fácil de entender. Patria deriva de la raíz pðter-, ‘padre’, y designa ‘lo relativo al padre’ aunque, de manera más amplia, pasa a designar ‘la tierra natal o adoptiva a la que se siente unido el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos’, noción que nos permite hablar de la patria chica para hacer mención del lugar en que hemos nacido. Eso debería convencernos de que puede haber una patria catalana, una patria asturiana, una patria motrileña…, sin que ninguna de ellas tenga que entrar en colisión con una patria española. Salvo que queramos abandonar el terreno de lo político, que acoge a todos, y adentrarnos en el más farragoso de los sentimientos religiosos, que apuntan más a lo personal.

        No estaría mal recordar las palabras de Cicerón en De natura deorum: «Non curat singulos homines. Non mirum: ne civitates quidem; non eas; ne nationes quidem et gentis», es decir, que Dios no se cuida de los individuos particulares, ni tampoco se cuida de las ciudades, ni tampoco de las naciones ni de los pueblos. También deberíamos recordar que Neruda decía que, a veces, las palabras se arrastran como serpientes. O que Blas de Otero pedía la palabra, sí, pero unida con la paz.

sábado, noviembre 18, 2023

¿PERO QUIÉN ES ZALABARDO?

 


La pregunta me la han planteado varias veces: ¿Pero, quién es Zalabardo? A veces ha sido una variante: ¿Quién se esconde tras Zalabardo? Comienzo aclarando que Zalabardo es un personaje de ficción. Ni seudónimo ni heterónimo. El seudónimo es un nombre supuesto tras el que se esconde una persona real. Cecilia Böhl de Faber escribió bajo el nombre de Fernán Caballero, seudónimo. El heterónimo es algo más; a ese nombre supuesto se le añade, además, una identidad y una biografía e incluso se le atribuyen obras. Un caso claro: Juan de Mairena, heterónimo famoso del que se valió Antonio Machado. Zalabardo no es ni una cosa ni otra; es un personaje ficticio al que, con el tiempo, he convertido en mi amigo y, no pocas veces, confidente.

            En el apunte anterior me comprometí a desvelar quién es y cómo apareció en mi vida. ¿Qué sentido tendría dilatar la cuestión si lo puedo hacer hoy mismo? Vamos a situarnos en un tiempo y un espacio. 1975 es fecha fácil de recordar: muere Franco y en España se inicia una nueva era. En 1977 fue legalizado el Partido Comunista y en 1978 fue aprobada, en referéndum, la Constitución. Es decir, vivíamos los primeros y esperanzadores pasos de la Transición. Ese mismo año, 1978, se creó el Instituto Nacional de Bachillerato Mixto nº 3, en la Barriada Nueva Málaga. Con el tiempo, ese largo nombre terminaría siendo IES Pablo Picasso.

            Pusimos en marcha ese instituto un grupo de profesores nuevos, que no novatos, pues casi todos teníamos amplia experiencia docente. Todos con inquietudes, con deseos de renovar el campo de la enseñanza, de aplicar reformas pedagógicas. También coincidieron allí ideologías bastante diversas. Y aunque había acuerdo en las ganas de trabajar, con frecuencia surgían roces debidos al modo distinto de enfocar cada asunto. En los ambientes educativos de Málaga se extendió la idea de que el Picasso era un «instituto conflictivo». Yo no diría tanto. El paso del tiempo me ha hecho ver que, pese a la diversidad ideológica, a todos nos empujaba el deseo de defensa de la libertad y de fortalecimiento de un espíritu renovador. Emulando a Calderón, podría decirse de nuestra actuación que «errar lo menos no importa si acertó lo principal». Por eso, a nosotros nos gustaba más hablar del «espíritu del Picasso».


           Me digo a veces que tal vez la existencia de esos roces es lo que me sugirió la idea, era ya 1996 y el instituto había alcanzado su madurez, de hacer algo que ayudara a una mejor convivencia entre los profesores. Opté, aprovechando la celebración de la Semana Cultural, por escribir un cuento del que dejé copias en la Sala de Profesores: ¿Quién mató a Matías Zalabardo? (relato-concurso).

            ¿Qué tenía aquel breve relato? Su trama: tras la vuelta de vacaciones de Navidad, en un aula aparece el cadáver de un alumno identificado como Zalabardo, a quien, no obstante, nadie conocía; ni siquiera en los registros de Secretaría existía documentación acreditativa de que estuviese matriculado. A esto se unía que, en mi intención de atraer la atención, los personajes de la historia fuésemos los profesores que componíamos el claustro, presentados con nuestras manías, nuestras virtudes y nuestros defectos, aunque siempre en un tono humorístico. Un segundo factor clave era que el difunto Zalabardo había dejado, escritas con su propia sangre en el suelo, unas pistas que delataban a su asesino; pero estas pistas, según se interpretaran, podían conducir a muchos de nosotros. Y, por fin, me pareció fundamental que en el relato no se desvelara el final. Eso me permitía invitar a mis compañeros a resolver el enigma de aquella muerte.

            ¿Por qué el nombre de Zalabardo? Pura casualidad. Era un apellido raro, pero sonoro y llamativo, que, curiosamente, aparecía en un elegante rótulo azul con letras blancas ―Inmobiliaria Zalabardo― sobre un local en la esquina entre las calles Martínez Maldonado e Ingeniero de la Torre Acosta, por donde yo pasaba cada día. ¿Y por qué no llamar así a mi personaje? Me gustó, además, que el posible origen de ese apellido fuese un término marinero, ya que salabardo significa «arte de pesca consistente en un bolso de red sujeto a una armadura con mango, que se emplea para extraer la pesca de las redes grandes», una red que nos recogiera a todos.

 


           La historia caló entre los profesores más de lo que yo pudiese esperar. Hubo interés en tratar de adivinar quien de ellos podría haber sido el asesino e incluso entre algunos había temor a ser el «malo» de la historia. Como se aproximaba la jubilación de un profesor de Física, Pepe Melero (febrero de 1996), le dediqué el cuento y esperé al acto de despedida para desvelar el misterio. A la vista de la buena acogida, y creyendo que Zalabardo podía ser un elemento integrador, no tardé mucho en «resucitar» al personaje y, en mayo, escribí El regreso de Matías Zalabardo. ¿Importaba mucho que en el relato inicial ya apareciera muerto? Los lectores aceptan las licencias de ese tipo con toda naturalidad. El curso 1998-99 volví a la carga con ¡Maldición, otra vez Zalabardo! Y, aprovechando el 25 aniversario de la creación del instituto, en el 2003 escribí Que veinte años no es nada (¿Qué decir entonces de veinticinco?). Apuntes para unas memorias de Matías Zalabardo. Incluso el propio instituto hizo una publicación, Todo Zalabardo, que recogía las diferentes historias.

            Pero se recuerda en el Quijote la máxima de Hipócrates, «toda hartazga es mala», y ahí se cerró el ciclo. No obstante, llegó 2006, se habían impuesto los ordenadores y apareció la moda de los blogs. También yo me sentí atraído por esa tendencia, me abrí una cuenta y di comienzo al mío. Si Alonso Quijano anduvo ocupado ocho días hasta ponerse como nombre don Quijote, no sé cuánto estuve dándole vueltas al caletre para ver qué nombre elegir. Hasta que me pareció buena idea recuperar al buen Zalabardo. De personaje literario lo transformé en apócrifo amigo y acompañante leal. La atribuí ser dueño de una agenda que no utilizaba y que había puesto a mi disposición para que en ella escribiese lo que me pareciera. Así nació La Agenda de Zalabardo.

            Entre el cuento inicial y la posterior Agenda, el personaje Zalabardo vivió, y yo con él, bastantes vicisitudes. Tantas, que llevo años empeñado en escribir su historia en forma de novela. ¿Su título provisional?: El extraño, inquietante e inverosímil caso Zalabardo. Dedico un tiempo a ella, la dejo reposar y más tarde continúo. La verdad es que no tengo prisas por terminarla.

            Y esta es la historia de mi Zalabardo. En el próximo apunte retomaremos la línea habitual.

sábado, noviembre 11, 2023

EL LIBRO DE VISITAS DE ZALABARDO

 

Un libro de visitas es eso, un libro con las páginas en blanco ―en estos tiempos el soporte puede ser otro, electrónico― que encontramos en ciertos lugares y acontecimientos de tipo público ―museos, restaurantes, instituciones, bodas, funerales…― para que quien lo desee deje expuesto cuanto le parezca oportuno. En las páginas webs y en los blogs, por ejemplo, la función de ese libro la ocupa el espacio que se deja para comentarios de los visitantes.

            Cuando tras el verano reanudé estos encuentros semanales que Zalabardo y yo mantenemos con los lectores, confesé que, hasta ese momento, había atendido poco los comentarios que se hacían a nuestros apuntes. La comunicación pretendida era, por tanto, incompleta. Y asumí la culpa de esta descortesía porque, aunque la Agenda sea propiedad de Zalabardo, soy yo el responsable de lo que en ella aparezca. Prometí, entonces, que, periódicamente, respondería a lo que se me dijese en el espacio para comentarios, es decir, en el libro de visitas, pues no hay mayor muestra de desagradecimiento que la de no atender a quienes a ti se dirigen.

            El apunte de hoy va sobre eso. No siempre citaré el nombre de quienes han dejado su comentario, porque no me ha sido revelado. En ese caso, por defecto, el sistema lo adjudica a Desconocida, que interpreto como «persona o procedencia desconocida», aunque a veces haya rasgos que permiten reconocer en ellos la voz de una mujer o de un hombre.

            Por una razón de curiosidad y asombro, le digo a Zalabardo, deseo comenzar mencionando un comentario hecho el pasado 1 de julio por una persona sin identificar que habla de un apunte publicado en los albores de esta Agenda, allá en 2006. Me asombra que, pasados 17 años, aún rebrote y sea leído alguno de aquellos escritos primerizos. Se limita esta persona a comunicarme que, en su niñez, oía a su padre utilizar la frase que yo comentaba en el apunte, ¡Sardina al pie de la torre! Si la lectura del apunte le sirvió a esta persona para recordar a su padre, me doy por satisfecho.

            Hay seguidores fieles que no necesitan hacer comentarios. Es un placer para mí que nos lea Eulalia Pedrinaci, la estimada Lali, compañera en la Universidad de Granada; Mario Pavón, que fue, alumno mío; Salvador Cortés, que suele compartir, como Mario, lo que publico, Juan Manuel Verdugo… Muchas personas. Gracias a todos. De agradecer son el seguimiento y los frecuentes comentarios de Carlos Ipiéns, entrañable y querido amigo; los de Víctor M. Pérez Benítez desde su blog Siroco. Encuentros y amistad; los de un «desconocido» ―entrecomillo porque creo saber quién es― que me decía el pasado 3 de noviembre haber estudiado la tradición de la Ureña en Cuevas de San Marcos, los de Jorge W. Álvarez. Felices nos sentimos por haber alegrado a Mar, que el 11 de septiembre iniciaba su comentario del apunte Por la peana se adora al santo con unas risas.

            Y especialmente agradecido debo sentirme hacia Daniel M., que el 30 de octubre se dirigió a mí por Venimos de la guerra con unos elogios que no creo merecer. Me abruma. Sinceramente le digo que ya me gustaría a mí parecerme a ciertos articulistas. Soy seguidor de muchos columnistas y he admirado a muchos ya difuntos ―Eduardo Haro-Tecglen, Vázquez Montalbán, Paco Umbral, Antonio Gala, Javier Marías― como admiro a otros felizmente vivos ―Manolo Vicent, Maruja Torres, Lola Pons, Javier Cercas, Muñoz-Molina, Irene Vallejo, Juan José Millás, Rosa Montero, Manuel Jabois…―con quienes jamás osaría compararme.


           Sin embargo, quiero recordar lo que una vez me dijo un amigo, lamentablemente desaparecido, Pablo Cantos: que no hay que abusar de la captatio benevolentiae, aquel tópico literario por el que se rebajan los méritos propios para ganarse el favor del público. A este respecto, recuerdo también el episodio que Antonio Machado incluye en Juan de Mairena en que al escuchar el profesor apócrifo a uno de sus alumnos comenzar una exposición así: «Señores, nadie menos autorizado que yo para dirigiros la palabra: mi ingenio es nulo; mi ignorancia, casi enciclopédica…», lo interrumpió de esta manera: «No se achique usted tanto, señor Rodríguez. Agrada la modestia, pero no el propio menosprecio». Quiero decir con esto que hay ocasiones en que quedo bastante contento con los textos que publico, contento del que participa Zalabardo, mi amigo y confidente. Por citar solo algún ejemplo, me siento orgulloso de que Álex Grijelmo, autor del Libro de Estilo de El País y columnista de dicho periódico, en uno de sus artículos de la serie En la punta de la lengua, citara en términos muy positivos La Agenda de Zalabardo y calificara de muy acertado el apunte en que analizábamos la muy extendida confusión entre lo que es un «comité de expertos» y lo que sea un «comité de sabios». Y cómo no voy a sentirme orgulloso de que en el instituto en que me jubilé hace ya quince años ―el IES Pablo Picasso―, una profesora, Elena Picón, propusiera a sus alumnos como material de trabajo El orgullo de ser un país plurilingüe, un apunte publicado en la Agenda el pasado 23 de setiembre.

            Pero mi alegría no se queda en eso. Dejo para el final el comentario más entrañable que he recibido en mucho tiempo. El día 13 de octubre pasado, una mujer que no da su nombre declara ser hija de Rafael Zalabardo, funcionario del Estado y que son seis hermanos, todos residentes en Málaga. Me cuenta más cosas familiares. Pero me interesa destacar que le produce alegría ver en este blog ese apellido suyo, del que se siente ufana por su rareza y escasez. Su caso no es único. Ya hace años, recibí un cometario de un tal José Zalabardo, residente en una ciudad inglesa, que me preguntaba la razón de haber elegido este nombre. Si ambas personas me siguen leyendo, prometo contar toda la historia. Ahora me limito a decir que, en Málaga, en la esquina entre la calle Martínez Maldonado e Ingeniero De la Torre Acosta, en la zona de Las Chapas, había una Inmobiliaria Zalabardo. De ahí lo tomé yo, pero a eso siguieron otros acontecimientos.



            Porque es verdad que Zalabardo es un apellido raro. En España, según datos del Instituto Nacional de Estadística, son 106 personas quienes lo tienen como primer apellido y 100 como segundo; total, 206 Zalabardos. Aunque ya antes creo haber contado algo, no me importará repetir, en el apunte próximo, esta curiosa historia.

            Y a todos, Zalabardos o no, muchísimas gracias por seguirme.

viernes, noviembre 03, 2023

LA UREÑA Y OTRAS TRADICIONES PERDIDAS

 

Costumbres y tradiciones de hondo arraigo las hay dondequiera que vayamos. Las que tienen que ver con la muerte, quizá porque esta no deja de ser algo tan incomprensible para los humanos que nos cuesta no pensar en ella, se encuentran entre las más generalizadas. El día de Todos los Santos y el día de los Difuntos son fechas en que, paradójicamente, lamentamos y celebramos la muerte al mismo tiempo. Y es una de las fuentes más universales de tradiciones.

            Entre las más sonadas, en los últimos tiempos se ha implantado Halloween, si bien con un sentido alejado bastante del primitivo religioso. Le digo a Zalabardo que el Halloween de otro tiempo (‘víspera de Todos los Santos’), posible cristianización de la fiesta celta de Samhain, que tenía un carácter más pagano, ha ido perdiendo sus connotaciones religiosas hasta quedar convertido en fiesta totalmente profana.


            Los tiempos cambian y las costumbres también. Hasta las «tradiciones de toda la vida» dejan de ser intocables. Pero no hay que escandalizarse por ello. Sin embargo, le digo a mi amigo, lo que a mí sí me hace reflexionar es que no siempre estos cambios se produzcan de modo natural, sino impulsados por razones económicas y comerciales. Eso provoca, pienso, que, en no pocas ocasiones, una tradición exótica desplace a otra de sabor autóctono. No digo que haya que ir contra lo nuevo; lo que pretendo decir es que no hay por qué arrinconar lo antiguo si, en el fondo, viene a ser casi lo mismo que la novedad impuesta.

            El día 1 de noviembre lo pasé en Casabermeja, disfrutando de lo que allí llaman Fiesta de la Laureña. No es fiesta única, ya que en muchos pueblos de la comarca de Antequera (Fuente de Piedra, Cuevas Bajas, Algaidas, Villanueva del Rosario…) se recuerda y hay quienes se esfuerzan por recuperar la antigua tradición de la Ureña (ese es su nombre más correcto), que por toda esta zona se mantenía desde mucho antes de que entre nosotros se supiera nada del halloween actual. De esto saben bastante, porque lo han vivido y han escrito sobre ello, mis buenos amigos Juan Benítez, de Cuevas de San Marcos, aunque residente en Antequera, Paco Álvarez Curiel, de Villanueva del Rosario o Luis Lozano, de Casabermeja.


            En la Ureña, sigo contándole a Zalabardo, se reconocen muchos elementos presentes en Halloween como la fecha (víspera de Todos los Santos) o la importante participación de los niños, que, disfrazados o no (en Villanueva del Rosario son los maramantas), recorren las casas solicitando golosinas mediante un rito concreto ―en una es el «truco o trato» y en la otra «la ureña». Las diferencias, aparte de las marcadas por la sociedad de procedencia, son que en Halloween se piden golosinas y en la Ureña alimentos propios de la estación.

            En esencia, la Ureña consiste en lo siguiente. Los monaguillos, que habían de pasar la noche de la festividad de Todos los Santos, así como ese mismo día, tocando las campanas ―doblando por los difuntos― eran recompensados con algo que los ayudase a sobrellevar la tarea. Ese algo que se les daba, la Ureña, no eran golosinas, sino productos alimenticios propios de ese tiempo de otoño: membrillos, batatas cocidas, castañas, dulces típicos de esos días, morcilla o chorizo de la matanza…


            Hoy ya no hay monaguillos y son todos los niños quienes participan en la fiesta. En su recorrido en petición de la UreñaJuan Benítez y Paco Álvarez Curiel coinciden en este punto con leves matices― los niños interpretaban cancioncillas cuya primera parte recogía la petición: «Ureña, Ureña, / vamos por leña. / ¿Hay Ureña?». Si su petición era atendida, se respondía: «En esta buena casa, / a la gloria vayan, vayan. / Las ventanas son de hierro / y las puertas de madera». Si, por el contrario, no se les daba nada, se cantaba: «En esta mala casa, / al infierno vayan, vayan. / Las ventanas son de alambre / y las puertas de cartón». De un pueblo a otro, estas canciones pueden variar. No estoy seguro de si es en Fuente de Piedra donde, en plan de broma, hay quien contesta a la petición: «Coge el borriquillo / y ve por leña», aunque en realidad accedan luego al regalo. En Casabermeja, donde pase ayer el día de Todos los Santos, la canción comienza: «Ureña, Ureña, / ¿Me da la Ureña?». En caso afirmativo, se responde: «En casa de buena larga / cuando alguien falte al cielo vaya»; y en el caso negativo: «En casa de mala larga /cuando alguien falte, al infierno vaya».


           Que la Ureña es una tradición de siglos lo explica lo siguiente. A mí me extrañó siempre su nombre, Ureña, que mi amigo Álvarez Curiel aclara con un argumento que tiene muchos visos de verosimilitud. Toda esta comarca dependía de la castellana familia Téllez, a la que Enrique IV concedió el Condado de Ureña ―y a uno de sus miembros, Juan Téllez-Girón, Felipe II otorgó el Ducado de Osuna. Este aguinaldo, en origen, lo darían los señores, aunque, pasado el tiempo y generalizada la costumbre, se continuara utilizando el nombre de Ureña.

            ¿Y cómo es la fiesta en Casabermeja? Intentaré explicársela a Zalabardo y a cuantos me lean de la manera más clara posible. Todo el festejo se desarrolla entre la iglesia y la ermita de San Sebastián, patrón del pueblo, que se encuentra en el interior del cementerio. A media mañana, los niños se reúnen en la iglesia para vestir los trajes de monaguillos o los que la Hermandad del Santísimo Sacramento tiene preparados al efecto. Luego, bajan por la calle de San Sebastián hacia la ermita. Allí se encomiendan al santo y le hacen una ofrenda colocando cada niño una vela a los pies del altar. Tras esto, salen ya a la calle a pedir la Ureña por las casas.


           Luego está la sesión de la tarde, donde la petición de ureña cede paso a otros actos culturales. Una vez iluminada toda la calle de San Sebastián con velas, se inicia una visita nocturna, guiada, por el cementerio, Monumento Nacional y Bien de Interés Cultural. Es uno de los más bellos cementerios de España y Luis se encargó de servirnos de experto guía e informarnos sobre toda la historia, estructura arquitectónica, mitos y leyendas del lugar. A esa visita siguió un recital músico-poético ―cada año se homenajea a un escritor― que estuvo dedicado en su presente edición a Rosalía de Castro. Todas las lecturas fueron hechas por habitantes del pueblo.

            Y, por fin, el Ayuntamiento ofrecía su propia Ureña a todos los participantes y visitantes de la localidad: chocolate y magdalenas con que combatir el frío de la noche. Que este año no ha sido tanto, pero que en estas fechas es ya lo que procede.

sábado, octubre 28, 2023

VENIMOS DE LA GUERRA


Afirma Alessandro Baricco, dramaturgo, novelista y periodista italiano, autor de una versión de la obra homérica que «no son unos años cualesquiera para hablar de la Ilíada. Son años de guerra». Y en el poema Fin y principio de la escritora polaca Wislawa Szymborska, premio Nobel 1996, leemos: «Después de cada guerra /alguien tiene que limpiar / No se van a ordenar solas las cosas. / Digo yo / […] También habrá quien a veces / encuentre entre hierbajos / argumentos mordidos por la herrumbre / y los lleve al montón de la basura».

            Le recuerdo a Zalabardo estos dos textos porque, en efecto, da un no sé qué ―qué bien explicó Feijoo, el fraile del XVIII, no el político de ahora, pues los políticos actuales enredan más que aclaran, el valor de esta expresión para lo que a veces no acertamos a decir― hablar en estos momentos ―demasiado largos y continuados― de la Ilíada, obra que, según define igualmente muy bien Baricco, «es esencialmente una historia de guerra y uno de sus propósitos es cantarla, glorificarla». Y el segundo texto, el de la escritora polaca, lo escojo porque en él aparecen unidas, no sé si la autora era consciente de ello dos palabras, guerra y basura, que tienen el mismo origen y se remontan a un significado común.

            En el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, de Roberts y Pastor, encontramos que de la raíz wers-, ‘confundir, mezclar’, nos llega, a través del latín verrō, barrer y basura. Sin embargo, la misma raíz derivó en las lenguas germánicas primitivas a *werz-a, ‘desorden, discordia, pelea’, que los germanos que llegaron a la Península Ibérica sobre el siglo V nos transmitieron como guerra, desplazando al latín bellum, del que nos quedan solo unos cuantos cultismos.



            Hago partícipe a Zalabardo de que la guerra no debería ser una excusa para entretenerse en meras cuestiones filológicas. Como dice Baricco, son años de guerra. ¿Y cuándo, desgraciadamente, no lo son? Pero le digo a mi amigo que, si acudo a este novelista y periodista italiano, amante de la obra de Homero, es porque defiende que «la experiencia de la guerra ha sido la más alta, la más noble para muchas sociedades. Nosotros no nos reconocemos ya en esos valores, pero venimos de ahí, no de sociedades pacifistas. Venimos de sociedades que glorificaban la guerra. Eso nos ha de volver más realistas y despojarnos de falsas ilusiones». Ya se quejaba Hécuba en Las troyanas, de Eurípides: «hoy termina la guerra y empieza otra cosa que quizá sea peor». Esta frase apoya la desconfianza de que habla el italiano. Nos llamamos pacifistas, sí, pero con mucha facilidad olvidamos que venimos de la guerra, que somos herederos de una estructura social que se sustenta sobre la guerra. Una guerra que no acaba. Sirvan de muestra los medios de comunicación: aún no ha concluido una y ya hay otra que concita nuestro interés y nos hace olvidar la anterior.

            Si vivimos ―me pregunta Zalabardo― en un mundo que viene de la guerra, una guerra que no acaba, ¿tiene sentido que defendamos la lectura de la Ilíada? Tengo que responderle a mi amigo con palabras de Baricco: «La muerte en batalla es el punto más alto de la civilización homérica, pero la Ilíada contiene también una gran resistencia contra la guerra. Es como una gran contradicción en el seno de la obra. Numerosos personajes, especialmente las mujeres, expresan un deseo de paz. La Ilíada es un gran monumento a la guerra que encierra amor a la paz». Dice Andrómaca a Héctor en el canto VI: «Marido querido, tu valor será tu perdición; piensa en tu hijo pequeño, y en mí, desdichada, que muy pronto seré tu viuda, pues los griegos te atacarán todos a una y acabarán contigo». Y en el canto IX será Aquiles quien diga: «Valoro más la vida que todas las riquezas de Troya cuando estaba en paz antes de que llegaran los griegos, o que todos los tesoros que hay bajo el suelo de piedra del templo de Apolo en los acantilados de Pito. Los corderos y las vacas se pueden robar y, si se desea, se pueden comprar trípodes y caballos, pero la vida no se puede robar ni comprar cuando se pierde».



            Y aunque Hécuba, en Las troyanas, tras la caída de Troya, dijera que serán los vencedores quienes escriban la historia, Alessandro Baricco sostiene que «una de las cosas más sorprendentes de la Ilíada es la fuerza, yo diría, la compasión, con que son referidas las razones de los vencidos. Es una historia escrita por los vencedores y, a pesar de todo, en nuestra memoria permanecen también, cuando no sobre todo, las figuras humanas de los troyanos».

        Casandra había dicho: «Sensato es el hombre que huye de la guerra. Pero si esta ocurre, solamente queda no convertirse en un infame». Muchos siglos después, Baricco apostilla: «Hoy la paz es poco menos que una conveniencia política; no es, en modo alguno, un sistema de pensamiento». O sea, que Hécuba se equivoca: la guerra no ha terminado hoy y lo que empieza es peor de lo imaginado; y habrá muchas Andrómacas viudas y niños huérfanos, si no muertos. Porque fluye mucha infamia por este mundo nuestro y son demasiadas las víctimas inocentes. Es mucha la basura que nos deja la guerra, aunque ambas palabras tengan la misma cuna. 

sábado, octubre 21, 2023

¡VAYA TELA!


El jueves y el viernes pasados he estado con los amigos, con los compañeros que iniciamos juntos el bachillerato allá por 1956 (¡vaya tela!), compartiendo unas horas y recordando episodios de aquellos tiempos, y también más recientes, cosa que, mientras hemos permanecido juntos, nos ha hecho felices y permitido olvidar cualquier tipo de preocupación presente (¡tela marinera!). Y como suele decirse que la mejor tertulia es la que se celebra en torno a una mesa, si el vienes comimos, más informalmente, en el Bar Bistec, de la Plazuela de Santa Ana (¡tela!), el jueves tuvimos la comida oficial en la Plaza de San Lorenzo, en AZ-ZAIT (¡vaya tela del telón!), donde, dada la calidad de lo que nos pusieron y la atención prestada, a nadie se dolió lo más mínimo soltar la tela.

            Naturalmente, a esta reunión no pudo acompañarme Zalabardo, pero yo le doy cuenta de todo ―quizá de todo no, porque habría mucha tela que cortar―, aunque sí de lo principal; y no porque él me vaya a poner en tela de juicio, sino porque disfruta con mis cosas tal como yo disfruto con las suyas. Y ya de paso, aprovecho para hablarle un poco de tela y las expresiones en que aparece.

 


           Las telas de que hablo ―le explico a Zalabardo, aunque él de esto también sabe tela― tienen dos orígenes distintos y, lógicamente, significados diferentes. Existe en latín un vocablo telum, ‘dardo, lanza, arma arrojadiza’, de donde deriva la forma tela, casi absolutamente perdida en nuestra lengua salvo en la expresión poner en tela de juicio. El otro es el vocablo tela, ‘paño’, que es del que proceden las demás expresiones.

            Deberíamos comenzar por la primera, que quizá se explique en menos tiempo y suena algo más rara. Poner en tela de juicio, como muy bien explica José Luis García Remiro en Estar al loro, es poner en duda la certeza o el éxito de una cosa. Su origen hay que buscarlo en la Edad Media. La tela, ‘lanza’, pasó primero a designar la ‘valla que se colocaba en las lizas para que los caballos no se topasen’ y, posteriormente, el ‘lugar donde se dirimían los pleitos y apuestas’. Por eso, se pone en tela de juicio a alguien cuando se juzga que su comportamiento u opinión se pone en entredicho. De ahí también que se pueda entender como ‘examen, disputa o controversia’.

            La otra tela está más relacionada con el tejido y con la marinería. Por eso ―aunque esta afirmación no pueda no pasar de ser una suposición mía, le digo a mi amigo― las primeras de todas las interpretaciones deban de ser las de tener (o ser) tela marinera y tener tela que cortar. Tanto en un caso como en otro, se hace alusión a la complejidad o lo increíble que algo pueda parecer y, por tanto, a su naturaleza asombrosa. La tela marinera es la que se emplea para hacer las velas para los navíos, tarea que precisa gran cantidad de tejido y tiempo para su elaboración, que debe ser cuidadosa y, por lo mismo, difícil. Y, claro está, por el tipo y variedad de velas, es mucho lo que se tarda en cortar y coser las diferentes piezas. Ya tenemos, pues, que tener algo tela que cortar, es, al mismo tiempo, algo que requiere paciencia, porque es largo, porque exige destreza, porque es difícil y que asombra, porque no todos pueden dedicarse a ello.

 


           Pero no olvidemos, señalo a mi amigo, que, por lo que se pide a la velas, hay que usar un tejido de calidad y resistente. Esa calidad y el trabajo que requiere su elaboración supone un alto desembolso económico. Quien tiene velas, tiene tela, que vale un dinero. Ya surgió el nuevo significado, ‘dinero’. La persona que tiene tela es un adinerado y soltar la tela es pagar el precio de algo. Nos queda ya menos. En este proceso evolutivo, llega un momento en que tela también adquiere valor de adverbio con el sentido de ‘mucho’. Por eso se dice tener tela de (dinero, tiempo, trabajo, dificultades, miedo, etc.) y, con la compañía de vaya, en exclamación que manifiesta nuestro asombro admirativo o nuestra queja ante lo que nos parece excelente o ante lo que nos provoca fastidio. Si digo ¡Vaya trabajo!, me puedo referir tanto a la magnífica suerte que he tenido, a lo bien que me ha salido o a lo que me molesta por su dificultad.

            Concluyo. Si poner en tela de juicio es una expresión muy generalizada, todas las demás se circunscriben más al territorio andaluz. Y dada nuestra tendencia a la hipérbole, si queremos expresar de algo el alto valor que le concedemos, no decimos solo ¡vaya tela! ―que podría resultar ambiguo―, sino que decimos ¡vaya tela del telón! Y para rematar, le digo a Zalabardo que ¡vaya tela la lluvia que nos cayó el jueves! Pero falta hace; que nadie se queje.


sábado, octubre 14, 2023

CUESTIÓN DE FE

 


He paseado este viernes por el sendero que une Parauta y Cartajima, atraído, como otras muchas personas, por publicidad en torno al llamado Bosque Encantado. La sensación que traigo es agridulce, más agria que dulce. La belleza del Valle del Genal es innegable y, en cualquier estación, podemos gozar de un paisaje de ensueño. Dentro de pocos días, esa masa de castaños adquirirá el característico y maravilloso color que le ha valido el nombre de Bosque de Cobre.

            ¿Pero qué es el Bosque Encantado de Parauta? Sinceramente, le digo a Zalabardo, me ha parecido un pastiche, un intento de convertir la naturaleza en parque propio de la factoría Disney. Con el agravante de que siempre quedará la duda de hasta qué punto lo hecho allí ―tallar y pintar de chillones colorines unos cuantos árboles― no provocará daño en esos árboles. El Valle del Genal es un paraje lo suficientemente bello que no necesita artificios que agreden su más fiel esencia.


            De un sendero tranquilo, delicia de senderistas y paso obligado de quienes faenan sus parcelas de castañares, han hecho una feria. Incluso el Ayuntamiento ha adaptado el polideportivo como aparcamiento. ¿Por qué esa avalancha de visitantes? Está claro: por la publicidad, por cuanto se ha dicho acerca de las «maravillas» de un sendero cuyo encanto se ha sustituido por otro de guardarropía. No se acude para apreciar la belleza de los castaños; se va a ver muñequitos de colorines que jalonan el camino. Se diría que en cualquier ocasión y ambiente, así se lo digo a mi amigo, se cumple lo que decía Goebbels sobre que repetir una mentira con insistencia la convierte en verdad. Claro que le contraargumento con una frase de Isaac Bashevis Singer en Keyle la Pelirroja: «Que una mentira perdure en el tiempo no demuestra que sea verdad.

            ¿Cuál pudiera ser la razón―me pregunta Zalabardo― de que acuda tanta gente como dices? Le contesto que no estoy muy seguro, pero que, me temo, sea la fuerza persuasiva de las redes sociales. Facebook, WhatsApp, Tik-Tok, Twitter (ahora X) no paran de bombardearnos con mensajes que, reenviados tantas veces, acaban por calar en la gente. No culpo a las redes, culpo al uso inadecuado que hacemos de ellas. Rosa Montero habla de esas numerosas personas temerosas de que «el decorado de la vida se les desmorone». ¿Vivimos quizá en un decorado? Muchas veces pienso que sí y que no cejamos en el afán de buscar nuevos decorados por si perdemos este en que estamos. Y ese decorado, que puede ser una mentira repetida miles de veces, acabamos por sentirlo como verdad: «Si tantos lo dicen…» Esa es la frase que nos hace creer aun sin la evidencia de que sea cierto lo que se dice. O sea, que es cuestión de fe. Vivimos en un mundo en el que se valora la fe muy por encima del análisis.

 


           Hubo un tiempo en que se censuraba que los medios de comunicación empleasen el llamado condicional de rumor porque tal cosa significa presentar suposiciones o rumores como si fuesen noticias. Un mensaje como el oído hoy en televisión: En la contraofensiva israelí habrían muerto… no contiene certeza ninguna si no hay confirmación de lo que se dice. En la actualidad, son las redes la vía por la que discurren suposiciones, rumores e incluso desvergonzadas mentiras. Y los desprevenidos usuarios acaban creyendo tantas informaciones carentes de confirmación. Tantas, que la Comisión Europea para investigar la Ley de Servicios Digitales ha llamado la atención de las principales empresas del sector y les pide que corten el flujo masivo de informaciones sin contrastar que circulan a través de internet.

            Has mencionado la fe ―me dice Zalabardo―. ¿Pero qué es la fe? Y yo le contesté que ojalá lo supiera. De pequeño, me inculcaron que fe es «creer lo que no vemos». A falta de argumento más sólido, en el más aséptico de los diccionarios, valga el de Manuel Seco, leemos que la fe es la «creencia [en algo de lo que no se tienen pruebas o evidencia]». Y en Wikipedia, esa especie de chistera que nos permite extraer conejos como cualquier mago, se dice que la fe es la «seguridad o confianza en una persona, cosa, deidad, opinión o doctrina».

            ¿Y qué es tener seguridad o confianza en algo? Llegaríamos a la conclusión de que es crearse (y creerse) una ilusión de verdad. Recurro de nuevo a Rosa Montero que nos tilda a casi todos de picajosos porque exigimos que cuanto se nos pone por delante sea verdadero dando a la palabra verdad un sentido notarial. Al exigir ese cien por cien de verdad en todo, piensa ella que estamos excluyendo lo que sea novela, ficción, lo que no pasa de imaginado. O sea, que nos empeñamos en que lo que no pasa de ser decorado, que es artificio, sea verdad. Lo que yo he visto hoy no es un bosque, ni está encantado. Es un decorado, una ficción; y he acudido a ella, como han acudido cuantos por allí pasan, movido por la fe, por una confianza que me ha defraudado.

            Si acudo a mentes más serias y preclaras que la mía, encontraremos definiciones demoledoras de la fe. Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, matemático y escritor, premio Nobel de Literatura, nos pide que nos fijemos en que cuando hablamos de la seguridad, o confianza o creencia en algo, nunca nos referimos a que dos más dos son cuatro o a que la Tierra es redonda. Según su tesis, la fe aparece cuando, ante la falta de evidencias, recurrimos a las emociones. Por eso mantiene que la fe es dañina, porque la evidencia, que debería ser idéntica para todos los seres, es sustituida en diferentes culturas por emociones no coincidentes.

 


           Y Peter Boghossian (1966), filósofo y pedagogo, profesor universitario, duda de casi todas las definiciones que en la actualidad se dan de la fe, porque en nuestros días se comprueba que quien dice «yo tengo fe en tal cosa» no está expresando su confianza o esperanza de que tal cosa sea verdadera, sino que lo que afirma es «yo que tal cosa es verdadera». Le digo a Zalabardo que, en mi opinión, lo que nos empuja a lanzar tal aserto es la influencia de los medios y las redes que nos asedian: «lo ha dicho la tele, o la radio, o lo he visto en internet; ¿cómo va a ser mentira?» Pero eso es lo que digo yo. Lo que Boghossian mantiene es que, dado que la fe siempre se sostiene en la «ausencia de evidencias que apoyen la creencia», la mejor definición que de ella se podría dar es que la fe es «fingir saber algo que no se sabe». 

            ¿Y cómo se descubren y desarman los argumentos de quienes mienten? Ahí está la madre del borrego. Si alguien quiere entretenerse en averiguarlo, podría comenzar estudiando la paradoja del mentiroso, cuyo primer planteamiento se atribuye a Epimónides, en el siglo VI a.C. ―«Todos los cretenses mienten» y él era cretense; ¿mentía o no?― Y desde entonces no se ha dejado de volver a ella. Pablo de Tarso la utilizó en su epístola a Tito. Y Cervantes la reprodujo en el Quijote, en el episodio del puente, la horca y la pregunta que se haría a quien quisiera pasar. Quizá por esta dificultad aún nos aferremos tanto a la fe.

sábado, octubre 07, 2023

HISTORIA DE PALABRAS. MARRANO


Si le decimos a alguien que es un zorro, un lince, un asno… lo alabamos o lo insultamos aplicándole cualidades que consideramos propias del animal que sirve de comparación (la astucia, la agudeza de visión, la torpeza…). Es posible que no exista demostración científica de que tales cualidades definan de manera cierta a esos animales, pero la conciencia colectiva ha asumido esa idea y la defiende. Tanto, que raro es el animal al que no concedemos una cualidad que no pueda ser aplicada a una persona (hiena, elefante, gallina, buitre, león…).

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, extraña toparse con una palabra en la que se ha producido el viaje inverso, en que primero está la persona a la que asignamos un adjetivo o un sustantivo y luego el animal al que aplicamos ese adjetivo o ese sustantivo. Eso es lo que sucede con marrano, pese a que la controversia acerca de qué fue primero, la gallina o el huevo, el nombre de un animal o el que se aplicaba a una persona, no esté del todo resuelta.

            Le pido a mi amigo que coja un diccionario, cualquiera, y busque marrano. En todos encontraremos, como primera acepción, ‘cerdo’; y en las siguientes aparecerán ‘persona sucia y desaseada’, ‘persona grosera, sin modales’, etc. Aunque no siempre fue así. De hecho, esos mismos diccionarios recogen, ya al final, la siguiente acepción: ‘Dicho de un judío converso. Sospechoso de practicar ocultamente su antigua religión’.

            Sabemos que, durante un determinado periodo de nuestra historia, entre los siglos XV y XVI, hubo un movimiento de intolerancia grande hacia judíos y musulmanes no solo en España. Pero dice el historiador Joseph Pérez que «solo en España se llevó a cabo una intolerancia organizada, burocratizada, con un aparato administrativo». Judíos y musulmanes eran implacablemente perseguidos, se les privaba de sus bienes y se los obligaba a acatar la religión cristiana, bajo pena de expulsión e incluso de muerte. Para evitar los peores males, la expulsión o incluso la muerte, muchos rabinos judíos aconsejaron cristianizarse formalmente, aunque luego en privado y en conciencia se siguiera manteniendo la fe anterior. A estos falsos conversos es a quienes se llamó, con un matiz claramente peyorativo, marranos.



            Y aquí viene plantearse el porqué del nombre. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana recoge las dos tesis en disputa. Por un lado, dice que muchos judíos conversos pedían «que no se les forzase a comer carne de cerdo porque les provocaba náusea y fastidio». Y cuando se descubría que uno de estos conversos no lo era de corazón, se los llamaba con el nombre que daban a aquel animal impuro que, según su religión, debían rechazar, el marrano.

            No obstante, a continuación, habla del verbo marrar, procedente de una raíz indoeuropea mers-, ‘perturbar’ y dice que significa ‘faltar’ y que de ella viene la palabra marrano, que se da al judío que faltaba a su juramento y no se convertía llana y simplemente. Esta es la razón, deduce Joseph Pérez, de que este nombre marrano pasara también a designar al animal considerado impuro que los judíos se negaban a comer.

            García de Cortázar señala en su Breve historia de España que «la renuncia a su fe no ahuyentaba del todo el peligro; los conversos seguían marginados por las leyes, rechazados por los pobres e incluso por los poderosos, que levantan barreras de autoprotección con el concepto de limpieza de sangre». O sea, que la medida no solucionó, sino que aumentó el problema. Ni siquiera, le digo a Zalabardo, una de las figuras más señeras de la Inquisición, fray Tomás de Torquemada, se libró de críticas, ya que era descendientes de conversos. Quizá esto explique que sean precisamente ellos, los conversos de conveniencia, no ya los judaizantes, los marranos primitivos, los que muestren siempre mayor nivel de fanatismo e intolerancia, siquiera sea como recurso para disimular su falsa conversión.

            En cualquier caso, le digo a mi amigo, las dos tesis continúan enfrentadas en la actualidad. Pero no es el caso de los judíos el que me interesa. El meollo de la cuestión lo veo en quienes, tras abjurar públicamente de una idea, en su interior no ha abandonado la idea que defendían anteriormente. Y si olvidamos los conflictos religiosos ―cualquier idea religiosa es respetable aunque no la compartamos―, podríamos recuperar la palabra marrano para este sentido, es decir, para el falso converso a una idea. Pensaba esto anoche cuando, en la presentación de un libro de Juan Carlos Usó, en El Tercer Piso, de Librería Proteo, el farmacólogo José Carlos Bouso pedía la recuperación de la palabra droga frente a alucinógeno, porque no considera correcto que ocultemos una palabra que nos resulta incómoda y la sustituyamos por otra sin tener en cuenta que un problema no desaparece con un simple cambio de palabra.

Así, le digo a Zalabardo, no estaría mal recuperar marrano para todos aquellos advenedizos a una idea, para quienes proclaman una conversión que resulta falsa según todas las evidencias. Serían, pues, marranos los políticos que piden austeridad y respeto a unas leyes al mismo tiempo que las vulneran y se suben el sueldo. Serían marranos los obispos que predican la pobreza o la castidad y viven en un palacio y justifican los abusos sexuales de los clérigos bajo su mando. Serían marranos los empresarios que exigen moderación salarial a la vez que critican a los gobiernos que les piden tributar por sus desmedidas ganancias. Serían marranos quienes dicen «yo no soy machista [o racista, o…], pero…». Quienes pretenden imponer un pensamiento único, un lenguaje único, un sentido de la libertad único… también entrarían en esta categoría de marranos. Es decir, cuantos presumen de una condición que desmienten con su conducta.