CIEN
Hace escasamente un mes, leía en El País Semanal un reportaje acerca de los libros que más huella dejaron en sus lectores. Los encuestados era cien escritores en lengua castellana y con sus respuestas se confeccionó una lista de los cien títulos más influyentes. Con anterioridad, en el apunte titulado Lo más de lo más (31 de diciembre de 2006), dejé nuestra opinión, la de Zalabardo y la mía propia, en torno de estas listas que a cada cierto tiempo aparecen tratando de englobar "lo mejor" de cualquier materia o asunto. En esta encuesta a la que me refiero ahora, a los consultados se les pedía que diesen una relación, por riguroso orden de importancia, de los diez libros que de algún modo cambiaron sus vidas o, como se dice en algún lugar del trabajo, o cuya lectura les llevó a sentir que querían ser escritores.
El resultado, como en cualquier tipo de clasificaciones de esta naturaleza, es perfectamente discutible y cada uno es libre de mantener su opinión al respecto. Aparece en primer lugar el Quijote, seguido de En busca del tiempo perdido, la Odisea, El proceso y La metamorfosis. Esos son los que conforman los cinco primeros puestos. Curioso el hecho de que Kafka, con dos libros diferentes, ocupe los lugares cuarto y quinto. Pero no es eso de lo que quiero hablar aquí. Ni tampoco de que, puestos a seguir el juego, yo hubiera colocado en el primer lugar de los libros que de verdad me calaron, y me empujaron a buscar otras lecturas semejantes, Moby Dick, que en la lista de EPS ocupa el séptimo lugar; son muchas las ocasiones en que he hablado con Zalabardo de la fuerza que tiene la escena en que el capitán Ahab clava sobre el palo mayor del Pequod una moneda de oro que ofrece a quien sea el primero en divisar a la ballena blanca, o cómo impone, o al menos a mí me imponía, imaginar la mole de ese arponero gigantón, Queequeg, cuyo nombre siempre me pareció tan difícil de pronunciar.
De lo que quiero tratar hoy es algo diferente, aunque surgido de un dato notable que podemos extraer del análisis de la lista: la escasa presencia de títulos que correspondan a lo que solemos llamar literatura infantil y juvenil. Podrían argüirse muchos argumentos, aunque yo tengo mi personal opinión. La he discutido bastantes veces con Zalabardo: ¿qué se ofrece hoy para leer a los niños? Si repasamos los catálogos editoriales, nunca ha existido tal cantidad de libros dedicados a los más jóvenes. Cualquier editorial muestra su oferta para cada edad y para cada etapa. Pero Zalabardo coincide conmigo en que la mayor parte de lo que se ofrece no son sino lecturas ñoñas, de vocabulario simplista y pobre, y casi incapaces de provocar la menor conmoción de ánimo en quien las lee. ¿Qué leen los niños y jóvenes de hoy? ¿Qué se les recomienda en los centros escolares? No quiero dar nombres de autores ni títulos porque podría ser injusto. Que me perdonen quienes confeccionan esas listas y quienes se dedican a escribir esos títulos que se componen obedeciendo a moldes prefijados. Que me perdonen todos ellos, pero Zalabardo y yo creemos que en esas relaciones hay mucha literatura sin alma. Es un producto industrial y cargado de sucedáneos, como la insana bollería que se les da, incapaz de competir con el bizcocho que hacen nuestras madres, con el libro que encierra literatura de verdad.
Me recuerda Zalabardo que en nuestra época se leía de todo y que las joyas de la literatura para los jóvenes se amparaban tras los nombres de Verne, Salgari, Twain, London, Stevenson y tantos otros. Y que las obras más complejas entraban en esos catálogos gracias a unas pertinentes adaptaciones o mediante antologías de los fragmentos más al alcance de las mentes en formación. Yo recuerdo siempre que se trata este asunto que leí el Quijote, en una edición escolar por supuesto, cuando aún estaba en la enseñanza primaria; y Zalabardo me ha relatado varias veces que a él le entusiasmaba el episodio de la Odisea en que Ulises daba muestras de su ingenio al decirle a Polifemo que su nombre era Nadie.
La conclusión a la que quiero llegar es que no hay que tener miedo a la lectura; se trata tan solo de facilitarla, sin excesos pero sin menospreciar la capacidad de nuestros jóvenes. Sin cortapisas. Dejando que los niños y jóvenes se vayan adentrando en la selva de los libros hasta que cada uno encuentre su camino, sin obligarlos a seguir un sendero único. Sería una buena experiencia, yo la he practicado alguna vez, aunque de modo parcial, plantearle a un grupo de alumnos lo siguiente: podréis leer este trimestre el libro que libremente elijáis si el próximo leéis el que yo os indique. Posiblemente, una vez llegado el momento, a muchos de ellos se les podría permitir que escogieran de nuevo su lectura.
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