jueves, septiembre 11, 2008



ÍTACA

Una de las tareas que en estos últimos tiempos me he impuesto es la de llevar a cabo una limpieza, un expurgo, de mi biblioteca, pues como he comentado a veces con los compañeros no dispongo ya de lugar para colocar un nuevo volumen y estos se me van amontonando un poco sin orden ni concierto, con el consiguiente enfado de aquellas personas con quienes he de convivir y han de aguantarme. El escrutinio se hace difícil, pese a que Zalabardo me presta su ayuda; aunque no sé si esto es precisamente lo que lo dificulta, pues cuando no soy yo quien se resiste a eliminar un ejemplar es él quien pone pegas; y ya se sabe eso de que el uno por el otro, la casa sin barrer.

Así, examinando una antología de poemas de Constantino Cavafis, Zalabardo encuentra, concretamente entre aquellas páginas que recogen el poema Ítaca, un sobre de papel amarilleado por el tiempo. ¿Qué hay aquí?, me pregunta; y yo, que al instante he reconocido el sobre, le digo que lo abra. Dentro hay una reseca hoja de ficus con un texto escrito no en su haz, sino precisamente en el envés. Dice así el texto: "25-V-64. A Anastasio para que no se le olvide el día que estuvimos en el parque Mª Luisa estudiando 'libertad'. Con mucha simpatía Mª Isabel". Lo más curioso, como se podrá ver en la imagen, es que al final aparece la siguiente observación: "Esto ahora no tiene valor pero dentro de 3 ó 4 años (D.M.) gusta leerlo y verlo". Aunque me la sé de memoria, vuelvo a verla y a leerla, y le cuento a Zalabardo su historia, después de cuarenta y cuatro años de haber sido escrita. Pero, a decir verdad, cada cierto tiempo vuelvo a esta hoja, la saco, la observo y la leo. Tengo la costumbre de guardar muchos recuerdos similares a esta humilde hoja de árbol: una entrada de cine, el programa de una exposición, algún recorte de periódico, papeletas de examen de la facultad, un billete de tranvía... Y los tengo guardados de cualquier manera, en un libro, en un cajón, en una estantería; pero me resisto a deshacerme de ellos. A esta hoja, en concreto, le concedo un especial valor y no está guardada donde está por ningún capricho, aunque antes estuvo en otros lugares. En el poema de Cavafis que le da cobijo, entre otros, se pueden leer los versos que siguen: Ten siempre a Ítaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Mas no apresures nunca el viaje. / Mejor que dure muchos años.

Mi destino, mi Ítaca, el paraíso de mi niñez, adolescencia y primera juventud, perdidos ya niñez, adolescencia, juventud y paraíso, es Osuna, mi pueblo, y los dos años que pasé en la facultad de letras de Sevilla. Hasta allí llegué en compañía de mis amigos, compañía que aumentó con otras amistades nuevas. De allí, de Sevilla, ya no regresaría más a Osuna (mi familia cambió su residencia a Jaén) y, cuando luego hube de marchar a Granada para cursar la especialidad, ya el ambiente fue distinto y las amistades, necesariamente, de nuevo cuño. Atrás quedaron muchas amistades bruscamente interrumpidas que no han hallado continuidad ni sustitutivos: Maribel, que firma la hoja, entrañable compañera y hermana del que fue autor teatral de mediano renombre Alfonso Romero. Los dos, más María del Carmen Olid, hija del director del instituto en que habíamos hecho el bachillerato, estábamos aquella soleada mañana de mayo preparando en el sevillano Parque de Mª Luisa, aunque parezca mentira, un examen de filosofía, luchando contra aquel tocho que se nos hacía insoportable y cuyo autor era Antonio Millán Puelles.

Y atrás quedarían, junto a otros más, unos amigos cordiales a quienes no he olvidado nunca, ni siquiera en la lejanía y separados por el silencio: Pepe Zamora y José Manuel Ramírez, con quienes más sintonizaba, o Pepe Cayetano Navarro, por quien sentía una cierta pelusilla ya que siempre sacaba mejores notas que yo, y Manolo Galindo, a quien los frailes del colegio solían confiar los papeles protagonistas en las veladas teatrales del colegio, papeles que, en el fondo de mi alma, hubiese deseado interpretar yo. Y Mari Pepa Márquez, pizpireta y polvorilla como nadie más, o María Medina, hacia quien sentía un irrefrenable amor que ella, altiva, nunca correspondió, o Mercedes Montes, su prima, de quien luego supe que, desdichadamente, había fallecido a una edad relativamente temprana.

Han sido muchas las ocasiones en que he sentido el impulso de regresar para tratar de reanudar los hilos debilitados por el tiempo. Pero, al final, apartaba de mí la idea, porque, como dice Cavafis, es preferible el camino a la meta. El camino, el recuerdo, en mi caso, mantiene vivo y palpitante todo aquello de que hablo, sin miedo a desvanecerse o a debilitarse a causa del transcurrir temporal. El camino es la constante remembranza de aquella mañana de mayo, de aquella revista que editábamos sirviéndonos de una vieja y desvencijada multicopista, de aquellos paseos interminables por la Plaza de España en las largas tardes de verano, o las dilatadas veladas que pasábamos en la terraza del Casino, espacio de muchas conversaciones, confidencias e intercambio de sueños. Mientras camino, puedo recordarlos como eran, como éramos, eludiendo la degradación que sobre todas las cosas ejerce la edad. El camino es sed de vida. El día que alcancemos la meta, la jornada en que lleguemos ante las puertas de Ítaca, tal vez estemos arrojándonos en los brazos de la muerte.

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