EL PACTO POR LA EDUCACIÓN
Hablaba el otro día con José Antonio Garrido y me decía que un docente nunca se convertirá en un ex-profesor, sino que su condición de profesor lo acompañará siempre. Es posible que tenga razón y es este un asunto que he discutido más de una vez con Zalabardo, pues hay ocasiones en las que noto cómo aún perviven en mí actitudes profesorales. Él me las recrimina e intenta convencerme de que un jubilado debiera mantenerse al margen de los asuntos que afectan al mundo educativo, mirarlos desde la barrera y dejar que sean otros quienes los encaren. A veces casi me convence, pero termino reaccionando y le digo que siempre será mejor adoptar una actitud activa y comprometida; que, como decía Celaya, hay que tomar partido hasta mancharse.
Eso me pasa, por ejemplo, con el pacto por la educación, del que tantos hablan y sobre el que, por desgracia, me siento bastante pesimista. Y es así porque tengo la impresión de que se sigue un camino que tal vez no sea el adecuado. ¿Qué me hace pensarlo? Pues dos hechos bastante explícitos. Uno, que aun siendo muchos los políticos que hablan de la necesidad de reformas y de pacto, aún no he oído a nadie, entre los que tienen capacidad para decidir, reconocer sin ninguna clase de tapujos que el sistema actual, basado en el modelo de la LOGSE, ha sido un rotundo fracaso y que es preciso empezar casi desde cero, sin prejuicios partidistas, que hay muchos. Ya sé que ese reconocimiento lo expresa el PP, pero ellos son negacionistas en todo. Y el otro, que tengo la impresión de que se está dejando marginados en este debate a los profesores, que, por estar en primera línea, son quienes conocen mejor cuáles son las patas del banco por las que el sistema cojea. Ya está bien que haya tanta gente de despacho que se arrogue conocimientos de los que, por lo común, carece. Bien está que hablen los políticos; bien que hablen los sindicatos; bien que lo hagan también las asociaciones de padres. Pero si no se deja hablar a los profesores, que son quienes más tiran de este carro, todo resultará esfuerzo baldío.
¿Y qué puedo decir yo desde mi condición de jubilado? Pues algo que he venido repitiendo desde hace tiempo y que se sustenta en mi experiencia como profesor desde el año 1968, con la sola excepción del periodo de tiempo que me tuvo ocupado el servicio militar. Se resume en lo siguiente:
Primero. Que los niños y adolescentes no maduran todos a la misma vez sino que cada uno tiene lo que llamaríamos su ciclo propio e intransferible. Lo que unos alcanzan a los diez años, otros lo consiguen a los nueve y otros, a los once o a los doce. Quiero decir con esto que, siendo prudente establecer unas edades adecuadas para el inicio de cada nivel educativo, ya no lo resulta tanto que también hayan de fijarse edades tope para su terminación; es decir, que es preciso acabar cuanto antes con la promoción automática por razón de edad. Aparte de otras consecuencias negativas, eso provoca que el alumno que es conocedor de que pasará de curso suceda lo que suceda no se esforzará en adquirir los conocimientos del nivel en que está.
Segundo. No tengo nada contra la enseñanza privada. Muchos años trabajé en ella. Quien quiera invertir su dinero en un centro educativo es libre de hacerlo y buscar obtener beneficios, dentro de un orden, con ello. Pero los fondos públicos deben ir dirigidos fundamentalmente a mantener, aumentar y mejorar la red de centros públicos. Todos los escolares deberían disponer de una plaza en un centro estatal si así lo desean, lo que acabaría con el sistema aberrante de los centros concertados. Y si, por alguna razón, se destinan fondos públicos a mantener centros privados, estos deberían someterse a un rígido control en todos sus aspectos, el económico, el didáctico-pedagógico y el ideológico.
Tercero. Habría que estudiar bien la posibilidad de ofrecer a los alumnos cuanto antes, pudiera ser a los 14 o 15 años, la opción de elegir entre dos vías formativas: la de la Formación Profesional y la del Bachillerato. Ello se haría teniendo en cuenta dos supuestos: que tanto el Bachillerato como la Formación Profesional posean un mínimo de calidad exigible y que el acceso a una u otra vía se haga tras un proceso de formación e información adecuados y no según aquella errónea tendencia de tiempos pasados que derivaba en que quienes aprobaban iban al Bachillerato y los que no a la FP.
Y cuarto. Que haya un tronco de enseñanzas comunes, y en castellano, en todo el Estado, sin que ello supusiera detrimento para el respeto a las lenguas y a las peculiaridades culturales de cada Comunidad.
Cabría enumerar una serie de consideraciones diversas: la duración del Bachillerato, quizás un año más, al menos; que se refuerce la figura del profesor y la de los claustros, y, a la vez, que se les exija en consonancia con lo que se les concede. Se podría seguir, aunque ya irían apareciendo cuestiones accesorias que se discutirían por quienes fuesen designados para dar entidad a ese pacto que necesitamos como el comer.
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