domingo, junio 09, 2013

JUEZA, BACHILLERA, CANCILLERA

            ¿Mercedes Alaya —me ha planteado más de una vez Zalabardo—, es juez o jueza? Y no me queda más opción que responderle que yo también albergo esa duda, aunque, acabo, tengo formada una firme opinión al respecto.
            Aviso de antemano que no voy a caer en la trampa de plantear nuevamente el manido asunto del sexismo lingüístico. Me voy a referir tan solo a una cuestión diáfana para quien quiera ver que la lengua no es inmutable y se adapta, con más naturalidad de la que algunos piensan a la evolución social de cada momento histórico. Y aunque la lengua tengan sus normas (y estas no están como comúnmente se dice para infringirlas), no hay por qué considerarlas inalterables o indiferentes a la realidad. Quiero decir que si una norma ha de ser modificada, no hay que rasgarse las vestiduras por ello.
            La pregunta de Zalabardo surge porque no resulta extraño encontrarse en un mismo periódico, en páginas diferentes, las dos formas; un redactor, en una información, la llamaba juez al tiempo que otro, unas páginas más adelante, la llamaba jueza. Le digo, cosa que él y los lectores de esta Agenda saben, que nuestra lengua reconoce dos géneros en los sustantivos, masculino y femenino. Pero, que aun así, existen sustantivos que, indistintamente, se emplean en las dos formas: son los que llamamos de género ambiguo (el/la mar, el/la puente, etc.). Del mismo modo, en sustantivos que designan seres sexuados, nos topamos con unos que poseen una única forma, masculina o femenina, para designar tanto al macho como a la hembra (jirafa, pingüino, etc.); los llamamos de género epiceno. Y, por fin, están aquellos sustantivos que poseen una única forma (que diferenciaremos por el artículo que le pongamos) para los dos géneros (atleta, pianista, modelo, etc.); decimos que estos son de género común.
            De los tipos citados, le comento a Zalabardo, este último es el que más conflictos plantea a los hablantes. A los hechos me remito: la Nueva gramática de la lengua española dedica su segundo capítulo al género. Y de los diez apartados que recoge, cuatro van referidos al género común (págs. 94 a 113). Cuáles son las terminaciones propias de estos nombres, qué excepciones hay, en qué contextos históricos la norma ha sido contravenida, etc., allí podemos verlo. Que aparezcan bastantes excepciones ya da muestra de la complejidad del caso. Que el DRAE y el Diccionario Panhispánico de Dudas recojan a su vez un número cada vez mayor palabras que, siendo según la norma y la historia de género común, pasan a tener dos formas válidas, una masculina y otra femenina, nos hace ya pensar en que la mutabilidad de esa norma es un proceso natural.
            La dificultad de la cuestión se encuentra, según mi criterio, claro está, en el hecho de que entre los nombres de género común tiene cabida un elevado número de palabras que designan actividades, profesiones y oficios que pueden ser desempeñados tanto por una mujer como por un hombre pero que, en tiempos pasados, los desempeñaban “casi” con exclusividad, hombres. El caso más notable, al menos para mí, es el de los grados jerárquicos en el ejército. Bien es verdad que no debemos olvidar la historia de Catalina de Erauso, la monja alférez, que escribió ella misma. Como tampoco debemos olvidar las denominaciones nao capitana o  nao almiranta que los cronistas emplearon para referirse a la Santa María, la nave en que Colón llegó a América.
            Hace unos días me entretuve en hacer un recuento de las palabras que el DRAE recoge como de género común. Ante la cara que puso Zalabardo, le expliqué que no fui contando una por una, pues la edición digital del diccionario académico permite dicho conteo en cuestión de segundos. Palabra arriba, palabra abajo, son 1300 sustantivos de género común. Nada hay que decir de la mayoría de ellos. ¿Quién discutiría atleta, modelo, ebanista o la mayoría de los acabados en –nte, derivados de participios de presente latinos? Aunque, ya digo, de siempre ha habido excepciones que la lengua ha asumido sin mucho trauma (cercanos son ese feo, para mí, modisto o esas formas, más normales, clienta, presidenta o asistenta, amparados incluso por el DRAE o el DPD).
            Y esa es la tesis propia de la que hablaba al comienzo. Sin dejar de respetar lo que sean los sustantivos de género común, ¿qué impide que, al amparo de los signos de un tiempo en que la mujer ha alcanzado una proyección social que la ha alejado de ese segundo plano en que se mantenía, utilicemos doble forma para algunas palabras que antes solo han tenido una? Nada que decir de astronauta, cofrade, conserje, agente, mártir, testigo, miembro y tantas otras, es decir, de la mayoría. ¿Pero por qué no vamos dando carta de naturaleza a arquitecta, médica, árbitra, cancillera, jueza, bachillera, coronela, jefa, concejala, fiscala, bedela y todas cuantas permitan adoptar una forma específica para el femenino en los casos en que las mujeres van accediendo a la función correspondiente?

           Ya digo, es una manera propia de ver las cosas, pero no me parece en absoluto descabellada. Y no creo que ello suponga infringir el espíritu y naturaleza de la lengua. Sin embargo, muchos recordaremos también que hubo una mujer que se negaba a ser torera y defendía que ella era torero; como también es verdad que encontramos más de una y más de dos que reniegan de ser médicas o arquitectas, pongo por  caso. Ante esto, digo a Zalabardo, hay que aceptar que todas las opiniones son válidas y respetables.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Hello. And Bye.