sábado, enero 30, 2021

¿FARMACIA O BOTICA?

 


            Las costumbres, como las modas, cambian con los tiempos. Zalabardo, que siempre fue consumidor fiel de la aspirina, es ahora adicto al paracetamol. Casi merece comisión por la propaganda que le hace. Pero es otra cosa lo que ahora importa. Salíamos ayer de la farmacia y, como es habitual en él, me soltó la pregunta de sopetón: ¿Por qué antes se hablaba de boticas y hoy no tenemos sino farmacias?

            Y, como siempre, no acepta que difiera una respuesta y la desea de inmediato. Tuve que hablarle del carácter mágico-religioso que tenía la medicina en tiempos muy remotos. La gente buscaba remedio a sus dolencias, del tipo que fueran, en los templos, en los oráculos o en los curanderos y brujos ambulantes, expertos en preparar hierbas y brebajes de muy variada naturaleza con los que combatir determinados males.

            Le cuento, por ejemplo, cómo todas las culturas han tenido rituales sustentados en la creencia del poder curativo de alguna materia o hecho. Entre los más antiguos, se encuentran los ritos relacionados con el agua, a la que siempre se otorgó una gran fuerza sanativa. Las religiones fomentaban estas creencias con el fin de conseguir adeptos. Daba igual que fuesen males del cuerpo o del alma. El agua lo curaba todo. El Nuevo Testamento recoge la historia de un Bautista a cuyo rito se sometió el mismo Cristo, que, más tarde, enviaría a un ciego de nacimiento a la piscina de Siloé para que recuperara la vista; la lista de santuarios y ermitas en los que hay un manantial de agua milagrosa sigue siendo inagotable.

            Otro ritual, muy extendido en la antigua Grecia, es el del pharmakós, que me lo explica muy bien Aurora Luque, a quien quedo agradecido. Con él se buscaba calmar a los dioses para liberar a la ciudad de cualquier mal. El sexto de Targelión, aproximadamente nuestro 29 de abril, se mataba o expulsaba de la ciudad a una persona que hubiese sido acusada de defectos físicos o de haber cometido un delito. Esta persona, el pharmakós, a quien se consideraba causante de los males, sufría este castigo para que la ciudad se salvase. La finalidad expiatoria y purificadora estaba clara. El pharmakós era, pues, lo que el chivo expiatorio en la cultura judía.

            —Vale, vale —me interrumpe—, pero, ¿qué tiene eso que ver con boticas y farmacias? Le pido paciencia y le aseguro que no olvido su pregunta. Además, le adelanto para su tranquilidad, que botica y farmacia son básicamente la misma cosa. Los griegos, continúo, tenían otra palabra, phármakon, que significaba tanto ‘remedio’ como ‘veneno’ y que, por influencia del ritual, acabó denominando preferentemente al ‘producto que se administraba para curar un mal’.



            La medicina, le insisto, antes que ciencia, era cosa de fe y de magia. Asclepio, Esculapio para los romanos, era el dios de la Medicina, porque tenía el poder de sanar e incluso hacer volver a la vida. Este don se lo dio su padre, Apolo, que se lo había arrebatado a Pitón. En su recuerdo, las personas que practicaban actividades sanatorias eran llamadas asclepiones. Incluso las actuales farmacias siguen luciendo como símbolo la copa de Higía, una hija de Asclepio. Es esa copa en la que se enrosca una serpiente y en la que se recogen los remedios de los que Pitón había sido poseedora. Con ello se quiere dar a entender que lo que puede matar, el veneno, administrado convenientemente puede curar.

            Hasta la aparición de Hipócrates, que vivió entre los siglos V y IV a.C. y a quien la leyenda consideraba descendiente de Asclepio, no puede hablarse de medicina en el sentido que hoy entendemos el término. Pero entre los médicos hipocráticos había tendencias diferentes. Unos, los dietéticos, consideraban que la salud del cuerpo dependía de los alimentos que se consumían; otros, los quirúrgicos se valían de la manipulación de los cuerpos y el uso de sus manos para curar; y un tercer grupo, los farmacéuticos, confiaban en la administración de remedios con propiedades para sanar.

            Ya llegamos al final. Todos aquellos productos que servían para elaborar remedios se conservaban en tarros, los albarelos, depositados en las estanterías de almacenes que, a la vez servían como tiendas para su venta. Estas son las boticas, palabra de origen griego, apotheke, que significa ‘almacén, tienda’. La botica no era más que un lugar de venta o almacenamiento de algo. Tengamos en cuenta que de esa palabra proceden también bodega y boutique.



            En tiempos en que la actividad farmacéutica no estaba reconocida, el médico prescribía un tratamiento que tenía que ser elaborado y vendido en las boticas. Dice Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española que farmacopola era ‘el que vende drogas o medicinas. Vulgarmente le llamamos boticario’. Cuando ya en los inicios del siglo XIX se regularizaron de modo oficial las enseñanzas de Farmacia, la palabra designaba tanto la ciencia como la actividad de venta; farmacia y botica coexistieron como la misma cosa. Las boticas se especializaron en venta de medicamentos y en la elaboración de las fórmulas magistrales; para venta de otro tipo de productos, aparecieron las droguerías.

            En mi novela La última travesía del Goede Hoop, ambientada en 1823, un personaje, don Miguel Torres, boticario en Marbella, prepara para uno de los contertulios de su rebotica un antitusígeno: cocimiento de cebada entera, azofaifas, higos pingües, pasas, culantrillo de agua y regaliz. Y en la misma novela, un farmacéutico de la calle Espartería, de Málaga, prepara contra la fiebre y la inflamación intestinal una pomada hecha con cuatro onzas de manteca fresca sin sal y una onza de alcanfor con la que se friccionará espalda, pecho y vientre. Estas fórmulas magistrales no las inventé; las saqué de una Farmacopea española, de 1833.

            Zalabardo se ríe porque dice que aprovecho para hacer propaganda de mi novela y le respondo que no hay más remedio, que, tal como están las cosas, de alguna forma tengo que difundir su existencia y buscar posibles lectores. Le pregunto si a él le ha gustado y me responde afirmativamente. Pero lo que me interesa, le aclaro, es que sepa también las farmacias conocen cierto declive, pues apenas encontramos alguna en que elaboren fórmulas magistrales; los fármacos vienen perfectamente envasados desde modernos y asépticos laboratorios. Así, vivimos la paradoja de que las farmacias funcionan como lo que eran las boticas a las que despojaron de su nombre, pues vuelven a ser tiendas de medicamentos.

sábado, enero 23, 2021

INTERNET Y LA CORRECCIÓN LINGÜÍSTICA

 

 


           Cualquier comparación, como el dios Jano, tiene dos caras: la positiva, concede la oportunidad de comprobar que no hay dos cosas iguales; la negativa, plantea el peligro de levantar un juicio valorativo que pueda nacer de una perspectiva equivocada.

            Zalabardo, hablábamos de Internet y de redes sociales, me pregunta si participo de la opinión de que hoy se escribe y se habla peor. Él, lo sé bien, no acaba de estar de acuerdo con esa manera de expresarse mediante acortamientos de palabras, símbolos, abreviaturas y cosas así; he querido hacerle entender que, con esa actitud, se suma a los defensores del tópico de que todo lo anterior fue mejor, cuando lo único cierto es que cualquier tiempo pasado ha sido… más antiguo. ¿Mejor, peor? Eso habría que estudiarlo muy detenidamente.

            ¿Tiene un carpintero de hoy —le pongo como ejemplo— mejores herramientas que uno de hace varios siglos? Indudablemente; lo que no podemos afirmar es que por ello sus virtudes al trabajar la madera superen a las del que careció de ellas. El lenguaje no es carpintería, claro está, pero evoluciona continuamente y el hablante dispone de medios que hace, no ya siglos, solo unas decenas de años, no existían. Disponemos de más herramientas para comunicarnos. Es el uso de la herramienta lo que hará mejor, o peor, tanto al carpintero como al hablante.

            Porque no cuesta trabajo ver que la lengua, siendo la misma para todos, presenta, sin embargo, lo que llamamos niveles o registros de habla, que dependen de circunstancias de muy diversa índole: la clase social, el grado de cultura, el objetivo pretendido, la situación en que nos hallamos, etc. No nos expresamos igual en una reunión técnica de trabajo, por ejemplo, que en una reunión de amigos. Ni nos dirigimos de igual forma a un desconocido que a alguien con quien nos une una gran confianza.

 


           Pensemos lo que sucede con el tuteo. Su diferencia con usted marca el grado de confianza entre personas. Pero lo cierto es que se está imponiendo su uso indiscriminado. No acaba de gustarme, aunque sé que pudiera generalizarse dentro de un tiempo. Por la generación a la que pertenezco, todavía tiendo a hablar de usted a quien me atiende en un establecimiento; aunque, cuando voy a la carnicería o a la panadería a la que acudo con frecuencia, nos tuteamos. A mis alumnos les permitía que me tutearan para establecer un lazo de confianza. Los alumnos, como los profesores, podíamos llegar a clase afectados por problemas muy distintos. Otorgarles esa confianza del tuteo ayudaba a que ellos y yo olvidásemos, siquiera temporalmente, nuestro problema.

            Si volvemos a los registros o niveles de habla, lo que importa es saber cuál de ellos —culto, familiar, técnico, popular, vulgar incluso— es el que debo utilizar en una situación precisa. Eso es hablar bien o mal, saber amoldar el registro a la situación. Cualquier otra opinión, aun siendo respetable, la veo poco convincente. Sin entrar en la calidad de los mensajes, sino en su cantidad, hoy se escribe y se habla más que en ninguna otra época, lo que ha sido posible gracias a unas herramientas que, pienso en Zalabardo y en mí, no teníamos hace treinta años: Internet, Facebook, Twitter, WhatsApp…

            Aquello de: “Señorita, deseo una conferencia con Salamanca” y la respuesta: “Salamanca tiene una demora de cuatro horas” es algo desconocido para las generaciones actuales. Afortunadamente. Mientras, escribo esto, he estado chateando con un buen amigo. Chat, palabra novedosa; conversación, charla… Pero ni él me ha visto ni lo he visto yo, ni nos hemos oído. ¿Qué ha sucedido con los gestos o las inflexiones de la voz tan importantes en la comunicación? Pues que han desaparecido.

            Internet, las redes sociales, piden, imponen una comunicación breve y rápida. Zalabardo y otros muchos, entre los que me incluyo, se extrañan de la lengua que se usa en Internet: acortamientos, abreviaturas… Pero seamos conscientes de que en esos medios se utiliza un registro informal que permite bastantes licencias. ¿Cómo se manifiestan en ellos esos gestos y modulaciones de voz perdidos? Ahí encuentran su sentido las abreviaturas, los emojis, los acortamientos y otros recursos semejantes.

            Puede que a muchos sorprenda que nada de eso es nuevo. Si no los mismos, recursos de idéntica finalidad se empleaban ya en la Edad Media, porque escribir era una tarea lenta y pesada y los instrumentos que se poseían eran rudimentarios; además, el papiro era un material caro. ¿Qué justifica, si no, el empleo de tantas abreviaturas — o § para indicar párrafos y apartados, τ en lugar de et— y tantas abreviaturas? En la imagen que encabeza este apunte, una línea del Beato de Liébana, hay que leer euangelium domini nostri Ihesu Christi, es decir, las cuatro últimas palabras están abreviadas. Y símbolos no alfabetizables los continuamos usando hoy con toda naturalidad: @, &, #...



            La FundéuFundación para el español urgente— publicó una serie de consejos para expresarse en Internet. Le enumero a Zalabardo algunas: respetar la ortografía; procurar, puesto que de una forma de diálogo se trata, ser cortés y respetuoso con la forma de hablar de otros lugares; al ser escritos dirigidos a un amplio número de personas, usar las palabras más precisas y adecuadas a lo que queremos comunicar, para evitar confusiones en quien nos lea; no abusar de la escritura consonántica (bss, pq); no escribir todo con mayúsculas, que en Internet se interpreta como grito, deseo de mostrar superioridad o descortesía; no abusar de los emojis para manifestar los gestos y emociones; buscar siempre la brevedad. Y algunos consejos más.

            Le confieso a Zalabardo que esto último me cuesta; me veo incapaz de comunicarme en WhatsApp mediante solo dos o tres líneas. Soy de otra época, la de las cartas y durante una larga etapa de mi vida llegué a escribir incluso más de una diaria. ¿Quién escribe hoy una carta? En fin, concluyo, la lengua de Internet no es más que un registro como otros, un registro de habla informal. Si actuamos dentro de unos cánones precisos, no es nada censurable.

 

sábado, enero 16, 2021

DISTANCIA SOCIAL

 


            Me cuenta Zalabardo que, paseando por Muelle Uno, le vinieron unas imperiosas ganas de orinar. Mientras vaciaba su vejiga, vio que encima de algunos sanitarios habían pegado en la pared un cartel con este aviso: Hemos anulado este urinario para ayudarle a mantener la distancia social. A Zalabardo, me cuenta, le entró curiosidad por saber a quién le habrían entrado ganas de mear en aquel lugar y, por un momento, pensó si esperar o no para saberlo. Pero mi amigo, que es de otra época, abandonó el lugar en cuanto terminó, porque no se le han olvidado aquellos consejos de otros tiempos que instaban a saber cuál es el lugar de cada uno así como a saber guardar las distancias.

            Tuve que reírme porque mi amigo, que es despierto e inteligente, a veces peca de ingenuo. Y le hago ver cómo en el lenguaje se nos cuelan expresiones que no son incorrectas en su construcción, pero que pueden resultar inconvenientes en no pocos casos. Y le cito cuatro ejemplos: poner en valor, a día de hoy, nueva normalidad y guardar la distancia social.

            Las cuatro, cada una con su historia independiente y nada novedosas, saltan con fuerza a la palestra gracias al lenguaje de los políticos. Sabido es que el lenguaje cambia con el tiempo, muchas veces he repetido que eso no es invento mío, lo que no es criticable, salvo que el cambio sea para peor. También es sabido que el personal tiende a imitar el modo de hablar de aquellos a quienes considera dotados de una autoridad, moral, académica o del tipo que sea. Y, en el terreno de la política, bien demostrado está que basta con que el líder de un grupo o partido diga algo que tenga algún viso de novedad para que sus incondicionales —desde un ministro hasta el último de los concejales del más perdido pueblo— lo repita hasta la saciedad.

            Vamos con poner en valor. La expresión, le digo a Zalabardo es totalmente correcta y está en la línea de poner en práctica, poner en peligro, etc. Su significado es muy claro: ‘hacer que algo o alguien sea más apreciado, resaltando sus cualidades’. Equivalentes suyos son poner de relieve, valorar, reconocer, reivindicar… Pero lo que choca es que los rectores de cualquier municipio, o los impulsores de cualquier acto, para destacar una tradición local o la antigua torre de la iglesia, solo sepan usar poner en valor. Ahora que estamos saliendo del primer centenario de la muerte de Galdós y entrando en el séptimo de la de Dante, ¿es necesario que alguien venga a ponernos en valor sus obras?

            A día de hoy. También de significado claro: ‘Hasta este momento en que estamos hablando’. Pero sucede que la mayoría de los políticos, Zalabardo opina que todos, ante una pregunta que consideran incómoda, ¿a cuento de qué van a decir algo que podría dejar patente su ignorancia o restarles votos? Pues eso, se limitarán a decir que a día de hoy no hay nada decidido. No afirman ni niegan, aunque dejan la puerta abierta. Esa actitud no solo no solo muestra falta de transparencia, sino desconocimiento de que también existen formas como en estos momentos, en la actualidad, por el momento


            Los otros giros de los que hablo a Zalabardo, aparte de su empleo por los políticos, vienen avalados por los efectos de la pandemia que sufrimos. En los primeros tiempos, el presidente Sánchez nos auguraba que, si cumplíamos con fidelidad unos determinados consejos, pronto entraríamos en la nueva normalidad. Bastantes protestamos porque no queríamos eso, sino recuperar la normalidad perdida. La normalidad, o normal, es lo que consideramos ‘habitual u ordinario’. Está dentro de la normalidad que, en autovías, no podemos sobrepasar la velocidad de 120 km./h. Si las autoridades deciden que hay que rebajar esa velocidad a un máximo de 100 km./h., no cabe duda de que pasamos a una nueva normalidad, porque lo habitual u ordinario pasa a ser diferente. Luego una normalidad puede ser nueva. Pero, en el caso del que hablamos, el presidente debería haberse referido a la normalidad que antes disfrutábamos; aunque, a la vista de la situación, va a ser verdad que estamos abocados a una nueva normalidad, ya que tendremos que cambiar bastantes de nuestros hábitos.

            Y vamos a lo que indujo a Zalabardo a hacerme la pregunta. ¿Qué es eso de la distancia social? En este caso debo decir que sí se cae en error o confusión. Comencemos por aclarar conceptos: distancia, según el DLE, puede ser el ‘espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos’ y, también, la ‘diferencia, desemejanza notable entre unas cosas y otras’. El primer significado remite a una cuestión física, que puede ser medida en metros. Por ejemplo, explico a Zalabardo, una distancia física apreciable me separa de Curro y Pepa Garrido, amigos, que viven en Lantejuela; y no digamos la que me separa de Algarra y Desamparados, que viven en Cataluña. Pero ese distanciamiento no afecta más que al espacio.



            El otro significado de distancia implica una diferencia de grado, un determinado aislamiento de una persona o colectivo en el cuerpo social. La Zagaleta, en Benahavís, recinto cercado, vigilado, con tiendas, bancos, club y campos de golf propios, es la urbanización más exclusiva y cara de Europa. Zalabardo sabe perfectamente que ni reuniendo el total de mi pensión de cuarenta años podría comprarme una casa allí; y, si pudiera, tendría que superar primero el veto que quienes allí moran pueden imponer a cualquier aspirante a residente. Eso es ejemplo claro de distancia social, de clase. Si quisiera entrar allí, un guardia lujosamente uniformado me diría: “¿Pero quién eres tú? ¿Sabes acaso quiénes viven aquí?” Porque hasta ese dato se mantiene reservado.

            Por eso, si ante el peligro de contagio por la pandemia una de las medidas preventivas es que no nos acerquemos demasiado a otras personas, lo que las autoridades deberían habernos aconsejado es guardar la distancia física, o interpersonal, o de seguridad. Lo paradójico del caso es que, en la traducción al inglés del rótulo citado, se dice security distance. La distancia social ya queda bien establecida si hacemos la comparación entre los habitantes del barrio de Salamanca y los de la Cañada Real, en Madrid, o entre los de La Zagaleta de Benahavís y el barrio de La Corta, en Málaga.

lunes, enero 11, 2021

NUESTRA VERDAD Y LA DE LOS OTROS

 


            Pasaron las fiestas —si es que consideramos posible festejar algo en estos tiempos de pandemia— y me reencuentro con Zalabardo. Mejor sería no hablar de reencuentro, pues no hay momento en que no estemos unidos; lo que hemos hecho no es otra cosa que retomar nuestras charlas en campo abierto.

            Y, como no podía ser de otra forma, nuestro primer tema de conversación ha girado en torno a cómo el verbo incendiario de un individuo irresponsable llamado Donald Trump ha puesto en peligro la estabilidad de todo un país y de uno de los mayores logros humanos, la democracia, al incitar desde las redes a sus seguidores para que lo acompañasen en su rabieta de niño rico y consentido que no ha logrado su capricho.

            Al hablar de las redes sociales y visto cómo se mueve la realidad que nos rodea, resulta difícil no insistir en una duda que no acabamos de resolver: ¿son buenas o malas las redes sociales? Para nosotros, que estamos más cerca de los ochenta que de los setenta, las redes no suponen lo mismo que para un veinteañero. A Zalabardo y a mí, su nacimiento provocó el mismo asombro que para don Quijote supuso la aparición de los molinos manchegos: los jóvenes, en cambio, han nacido dentro ya de ese mundo. Precisamente por eso, coincidimos en que no son las redes las culpables de lo que pasa. Las redes no actúan por sí mismas, no son más que una herramienta y hay que juzgarlas como lo que son: su bondad depende del uso que hagamos de ellas, no de cómo, cuándo y por quién fueron creadas.

            En consonancia con lo anterior, Zalabardo y yo creemos que no son las redes quienes provocan esta polarización peligrosa que observamos en la sociedad. La culpa es de quienes descargan sus obsesiones en ellas. Pongamos el caso de los reenviados. Mi amigo sabe bien el poco aprecio que les tengo. Hay, sin duda, excepciones, y tampoco puedo condenar por igual cualquier reenvío. El meollo de la cuestión está en que quien reenvía deja a un lado su propia visión de los hechos y asume la visión de otro. Aquí está el peligro y la trampa, en conocer o no la autoría del reenviado (son demasiadas las atribuciones falsas) y en no poseer el sentido crítico preciso para discernir qué propósito persigue quien inicia el recorrido de un mensaje que se reenviará millones de veces.

            Le digo a mi amigo que, en su día, me pareció hilarante la historia de Encarna y sus empanadillas creada por Martes y Trece o el chiste del viajero al que preguntaban por las galas, lusas, helenas, etc., tal como se lo oí contar a mi amigo Carlos Rodríguez; pero me cansan que me lo repitan una y otra vez quienes no son ellos y más si el momento no es el oportuno.



                 Con el lenguaje sucede igual. El viernes pasado leí un artículo, Filólogos, de Juan J. Millás. Su recuerdo de una afirmación de Walter Benjamin, que “no nos comunicamos a través del lenguaje, sino en el lenguaje”, trajo a mi memoria otros textos leídos sobre la misma cuestión. El propio Benjamin, en uno de sus ensayos, sostenía que Dios no creó al hombre a partir de la palabra, porque eso sería subordinarlo al lenguaje; lo que hizo fue dejar que el lenguaje se desplegase libremente en el hombre. De esa forma, lo convirtió en un ser creativo y lo creativo se convirtió en conocimiento. Tal afirmación encierra de manera implícita la necesidad de que los humanos queramos ser creativos y nos sobre con ser loros repetidores.

            Insistiendo en esta idea de que somos seres humanos que vivimos en el lenguaje, Rafael Echevarría mantiene en un artículo que el lenguaje no solo nos permite hablar “sobre” las cosas, sino que hace que las cosas sucedan. Y Gustavo Martín Garzo, en una entrevista, contesta que nos alimentamos de palabras porque las necesitamos para entender el mundo que nos rodea y, sobre todo, para vivir nuestra propia realidad. Echevarría insiste en que a partir de lo que decimos, o de lo que callamos, se moldea nuestra realidad. Vemos, pues, que defienden tesis muy parecidas.

            Volviendo al tema de las redes y los reenviados, digo a Zalabardo que Echevarría, apoyado en la concepción de la naturaleza generadora, creativa, del lenguaje, que ya anunciaba Walter Benjamin, desarrolla dos ideas: una, que al hablar generamos cinco actos lingüísticos: juicios, declaraciones, afirmaciones, pedidos y promesas; y la otra, que nuestro decir, nuestra manera de decir y nuestro callar abren o cierran muchas posibilidades para nosotros y también para los demás de conocer la realidad en que vivimos. No podemos olvidar, por tanto, que quien en su red social se limita a reenviar, no está generando ninguno de esos actos, ya que se limita a repetir los que han generado otros, y que lo que llega de su actuación al receptor es la realidad o la verdad de otra persona, no la suya. No tener esto en cuenta da lugar a ese caldo de cultivo en que se cuecen, por desgracia, tantas verdades paralelas como como circulan en la actualidad. Y de eso no son culpables las redes.

sábado, diciembre 26, 2020

¿CULTURA GENERAL O CULTURA DE WHATSAPP?

 

  


          Estamos viviendo unas navidades extrañas, marcadas por la soledad que impone la prudencia de no reunir a cuantos quisiéramos ver en torno a una mesa compartiendo alegría y afectos. Zalabardo dice que jamás ha conocido unas navidades así; tampoco yo. Y aprovecha la situación para entregarse a la nostalgia de recordar otros tiempos y otras circunstancias. Pero como la memoria camina por donde le da la gana pronto aparecen los temas más heterogéneos que podamos imaginar.

            Removiendo en ese revuelto baúl de recuerdos que parecen olvidados, mi amigo me pide que piense en aquel tiempo en que la gente cifraba sus esperanzas en algo poco valorado hoy. Los padres, de eso es de lo que me habla, aspiraban a que sus hijos conociesen al menos las cuatro reglas, porque ese podía ser el camino para sortear la miseria. Luego, ya se vería cómo se daban las cosas; y a eso le siguió otro objetivo guiado por la misma esperanza: que, al menos, llegaran a tener una cultura general.

            En nuestro mundo tan altamente especializado, ambicionar una cultura general se entiende como síntoma de conformismo en quien no es capaz de otra cosa. Nos puede el prejuicio de que hay que saberlo todo, aunque acumulemos más ignorancia que verdadero conocimiento. Si damos por bueno que la cultura es el conjunto de modos de vida, conocimientos, costumbres, nivel de desarrollo artístico o industrial que define y cohesiona a un grupo social o a una época, deberíamos entender que la cultura general es el equivalente a aquella meta que se impusieron los humanistas de siglos pasados.

            La cultura humanística supone disponer de una serie de conocimientos que, aunque no sean muy profundos, abarquen una amplia variedad de temas. Es una cultura que nos capacita para construir un criterio propio, que nos proporciona instrumentos para responder de manera exitosa a cuestiones de muy diferente naturaleza con las que topamos cada día.



            Esa cultura no nos convierte en especialistas de nada, pero nos abre vías para levantar un pensamiento opuesto al pensamiento único imperante. La adquirimos, o nos ayudaban a adquirirla en nuestra primera edad, en la escuela; después, en nosotros estaba ampliarla accediendo al ámbito universitario. Pero puede lograrse también mediante medios más informales, la simple curiosidad por lo que nos rodea o la experiencia que los años nos va aportando. También la titulitis es una pandemia sin vacuna eficaz.

            La conclusión a la que quiere llegar Zalabardo es que la cultura general de otra época va siendo sustituida por una cultura de Internet. Zalabardo la llama cultura de whatsapp. Es una cultura pobre, de cimientos débiles y que, consecuencia del lastre de una mala utilización de Internet, demuestra que tener a nuestro alcance más información no siempre enriquece nuestro bagaje de conocimientos.

            Esta cultura de whatsapp es, por lo pronto, acrítica y propia de quien no sabe argumentar sus opiniones. La manifestación más visible la tenemos en la moda de los reenvíos indiscriminados. Pensamos que cualquier chorrada publicada en Internet es dogma y nos falta tiempo para difundirla sin analizar su contenido y sin, eso es lo peor, detenernos un segundo en determinar su veracidad.

            La falta de mentalidad crítica queda patente cuando no somos capaces de ver que en Internet circulan demasiadas frases, juicios, opiniones que asumimos solo porque bajo ellas aparece el nombre de algún personaje ilustre, ya sea literato, científico, pensador o político. Y dado que la mayoría de las veces ese personaje es un difunto que no puede aclararnos la duda, deberíamos ser cuidadosos para no difundir lo que algún desaprensivo ha inventado. Porque, una vez colgados en la red, nadie podrá detener esos falsos mensajes, por muchas voces que alerten de su carácter apócrifo.



            Se podrían poner muchos casos, pero ayudo al razonamiento de Zalabardo con algunos muy concretos. Dolores de Cospedal, del PP, atribuyó a don Quijote, durante un discurso, una frase que Cervantes no escribió: Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones… A mayor abundancia, poco después la repitió Begoña Villacís, de Ciudadanos, en un acto del Día del Libro. El PSOE felicitó a sus militantes un Día de Andalucía con un poema de García Lorca que, vaya por Dios, era en realidad la letra de unas sevillanas de Los Amigos de Gines. Dos cosas muestran este tipo de errores: que quienes los cometen no han leído ni a Cervantes ni a Lorca, lo primero; lo segundo, que no disponen de lo que ayudaría a no cometerlos, como saber que nunca don Quijote llama querido a su escudero o que difícilmente Lorca pudo hablar del Puente de San Rafael, inaugurado por el general Franco en 1953, casi veinte años después de la muerte del poeta. Saber eso sería cultura general.

            ¡Cuántas citas falsas e interpretaciones erróneas nacen del desconocimiento del Quijote! El tan repetido Ladran, luego caminamos tampoco lo encontraremos en su boca, pues pertenece a un poema de Goethe, posiblemente inspirado en un antiguo proverbio árabe. Y el Con la Iglesia hemos topado, Sancho también prueba el desconocimiento de la novela, pues Cervantes no escribió Iglesia, sino iglesia, y tampoco topado, sino dado. La frase no ataca nada, solo constata un hecho simple. Vagaban de noche por El Toboso buscando el palacio de Dulcinea y don Quijote, al verse ante un alto edificio, aclara a su escudero: Con la iglesia hemos dado; es decir, lo que hemos encontrado es la iglesia del pueblo y no el palacio que buscamos.



            Pero no se trata solo del Quijote o de Lorca. En Internet circula un poema, El día más bello, hoy, que se atribuye falsamente a Teresa de Calcuta. O la frase Creo que es necesario pasar tiempo solo. Necesitas saber cómo estar solo y no estar definido por otra persona, que pronunció la actriz Olivia Wilde y no Óscar Wilde a quien se atribuye. Ninguno de los muchos desmentidos ha servido para que la gente se convenza de que el poema La marioneta no es de García Márquez, sino del mexicano Johnny Wech. Y el vizcaíno Alfredo Cuervo escribió en 2001 el poema Queda prohibido llorar sin aprender, que circula como si fuera de Pablo Neruda. Y, teniendo en cuenta de la dificultad de saber qué escribió o no Buda, sorprende que se le atribuyan unas palabras de san Pablo a los Corintios.

            Pero así funciona la cultura de whatsapp. Y no creamos que solo caen en la trampa quienes carecen de estudios. Porque el papanatismo actual (aquí podríamos colocar la cita de Einstein acerca de que hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana…, pero tampoco Einstein dijo nunca tal cosa), es de tal magnitud que una y otra vez encontramos personas muy especializadas en un tema que, no obstante, están horros de esa cultura general, más modesta, pero tan valiosa como la otra.

            Volveremos el año próximo. ¡Felices fiestas!

sábado, diciembre 19, 2020

ESTAR EN EL SÉPTIMO CIELO

      Me confiesa Zalabardo su preocupación y hastío, consecuencia de la situación por la que atravesamos. Lo que le provoca ese sentimiento, me dice, no es tanto la pandemia, que, al cabo es una de las grandes calamidades que cada cierto tiempo azotan a la humanidad. Lo que no acaba de entender es que los rectores de la sociedad no salgan del absurdo debate sobre si interesa más la economía que la salud y lo que lo enfada es la falta de alguien con criterio claro y mano firme que nos haga comprender que siempre será mejor una sociedad de pobres vivos que de ricos muertos. Y no puedo menos que estar de acuerdo con él.

            Por eso vemos bien iniciativas como la del Ayuntamiento de Parauta, en la Serranía de Ronda, que han invertido el dinero presupuestado para las fiestas navideñas en comprar un jamón y otros productos para cada familia de la localidad. Con trabajo y voluntad, la economía se recupera y la Navidad puede ser celebrada sin tener que recurrir a aglomeraciones peligrosas; la salud perdida, en cambio, no hay quien la recupere.

            Ayer, caminando por Gibralfaro, el monte, no el castillo, solos, sin necesidad de mascarillas porque allí ni corríamos riesgo de contagio ni nos convertíamos en transmisores del virus, pensábamos en todo esto. Hacía un día fantástico y sobre nuestras cabezas brillaba un cielo esplendoroso. Le pregunté a Zalabardo si recordaba Il cielo in una stanza, la bella canción de Gino Paoli: “Cuando estás conmigo, la habitación no tiene paredes sino árboles en número infinito y no existe otro techo sino el cielo sobre nuestras cabezas”; más o menos, así dice la canción. Allí estábamos nosotros con el cielo sobre nuestras cabezas y sin otras paredes que ese laberinto de árboles en los que jugueteaban las ardillas.

            “Esto es estar en el séptimo cielo”, dijo mi amigo, para, a continuación, pedirme que le explicara el origen de la expresión. No es que la palabra cielo tenga muchos significados en nuestra lengua ni que estos sean complejos (‘esfera aparente azul que rodea la Tierra’, ‘morada de ángeles y santos que gozan de la visión de Dios’, ‘providencia’, ‘parte superior de algo’, ‘lo que se mira y considera con embeleso’ y poco más).

 


           Sí es cierto que hay expresiones necesitadas de alguna explicación: clamar al cielo es ser algo manifiestamente escandaloso; escupir al cielo es hacer algo que se vuelve en contra de uno  mismo; juntársele a alguien el cielo y la tierra es verse en trance peligroso; ser algo llovido del cielo significa que nos llega de manera impensada en el momento necesario; tomar el cielo con las manos es enfadarse dando clara manifestación de ello; ve el cielo abierto quien haya la coyuntura favorable que lo saca de un apuro…

            Y estar en el séptimo cielo se dice de quien se encuentra en situación o lugar extremadamente placentero. ¿Pero qué es ese cielo, dónde se halla y cuántos otros hay? La cultura en que nos hemos criado nos hace pensar, primero, en Dante: pero sucede que su Paraíso está dividido en nueve círculos o cielos, no en siete, de los que el séptimo es el de la meditación, el que acoge a quienes se dedicaron a actividades contemplativas. Si atendemos a la tradición judaica, nos enfrentaremos a la disputa de si son dos, tres, siete o diez los cielos existentes, según nos aclara Robert Graves en Los mitos hebreos. Quizá, entonces, llamo la atención de mi amigo, deberíamos echar mano de la tradición islámica, que tan honda herencia dejó por estas tierras, aunque muchos se resistan a aceptarlo. En el Corán, 71, 14-15, se lee: “¿No habéis visto cómo ha creado Dios siete cielos superpuestos?” Y el séptimo de esos cielos es el paraíso del que disfrutarán los bienaventurados.

            Sin embargo, aclaro a Zalabardo, yo me adhiero a las palabras de Sebastián de Covarrubias, el autor de nuestro primer diccionario, en 1611, Tesoro de la lengua castellana o española, que dice: “No me meteré en averiguar el número de los cielos, ni sus movimientos, ni si su materia es corruptible o no; quédese [esa disputa] para los filósofos, y principalmente para los teólogos”.

            Tampoco nosotros nos dejamos llevar por esas disquisiciones. Nos bastaba estar allí arriba, el mar ante nuestra vista, el cielo sobre nuestras cabezas, y las ardillas retozando en los árboles.




domingo, diciembre 13, 2020

SOBRE LEYES, LIBERTADES Y DERECHOS


 


          Tras unos meses de soportar la ineptitud, o falta de voluntad, o ambas cosas a la vez, de nuestros políticos para hacer frente común a la pandemia que aún no logramos contener, asunto que no es político, sino sanitario, y que afecta a toda la ciudadanía —al parecer ya no somos ciudadanos ni ciudadanas, ahora nos corresponde ser ciudadanía—, llegamos a un periodo en el que los partidos se ponen a lo que, en teoría, sería su función básica: gobernar unos y controlar a los que gobiernan, otros.

            Pero tampoco en esto de la gobernanza —otra palabra apreciada por quienes atienden más a lo que dicen que a lo que hacen— hay visos de que las cosas marchen por los cauces deseables. A Zalabardo y a mí no nos escandaliza que haya disparidad de opiniones respecto a cualquier cuestión. La discrepancia es natural y conveniente, una especie de prueba del algodón de la libertad. Lo que nos escandaliza es el modo en que se manifiesta esa disparidad y las consecuencias que ello tiene para el pueblo llano.

            Hablamos de esto porque, recientemente, hemos asistido a sesiones parlamentarias que deberían sonrojarnos. Primero, porque el debate ha sido sustituido, sin el menor atisbo de disimulo, por el insulto; y, segundo, porque cuesta entender determinados comportamientos políticos. Todo ello a raíz de la aprobación de los presupuestos, lo que debería ser motivo de tranquilidad para el país y de la tramitación de dos leyes, una ya votada sobre el sistema educativo y otra, en periodo de discusiones, sobre la eutanasia.

 


           En los tres procesos ha sido duro el enfrentamiento. Y eso que hablamos, al menos en las dos leyes citadas, de cuestiones que tocan muy de cerca a los derechos de las personas, derechos que estarán siempre por encima de cualquier ley o derecho dictados por un grupo social concreto o por un Estado, sea este del signo que sea. El derecho a la educación y el derecho a una vida, y una muerte, dignas caen de lleno entre los derechos humanos. Pese a ello, en la situación presente, como en otras anteriores en las que los gobernantes eran de otro signo, los partidos han respondido exactamente igual: no con argumentos, sino con la amenaza de que esas leyes serán derogadas el día que ellos lleguen al poder.

            Zalabardo me pregunta si no estaremos siendo víctimas de un dilema semejante al terrible que hubo de afrontar Antígona: cumplir el ineludible deber de honrar al hermano muerto y darle sepultura o respetar un decreto redactado por una bandería con el fin de escarmentar al disidente. Con todas las salvedades que queramos hacer, me gusta la manera en que mi amigo me plantea el problema que sufrimos; porque estoy convencido de que es algo que realmente todos padecemos.

            Ninguno de los dos somos expertos en Derecho, ni en Moral ni en Ética. Pero recordamos lo que decía Montesquieu sobre las leyes: que son herramientas políticas necesarias para generar mayor prosperidad individual y social. Desde esta perspectiva, coincidimos en que la ley, cualquier ley, debiera ser útil, justa y duradera; que pueda ser puesta en práctica sin problemas y sin forzar ninguna conciencia; que sea adecuada a las circunstancias en que se ha de aplicar y que su finalidad sea la de buscar un bien. Las leyes, más que una imposición, deberían ser una garantía de la defensa de los derechos. Una ley que defienda un derecho de todos, sin obligar a ninguno, que proteja la libertad de que cada persona pudiese ejercer su voluntad, no tendría que ser condenada por nadie.

            Pero parece que eso es difícil. En la reciente aprobación de los presupuestos, nos ha extrañado que un partido, con responsabilidad de gobierno pese a su representación parlamentaria escasa, en lugar de buscar el necesario consenso en cuestión tan importante, haya puesto todo su interés en que vote en contra otro partido que estaba dispuesto a apoyarlos. A la par, el partido mayoritario en el gobierno ha aceptado el feo juego con tal de no perder apoyos.

            Y, en lo de las leyes citadas, le expreso a Zalabardo mi preocupación sobre si es admisible tan virulento choque a la hora de hablar de principios que habría que considerar inherentes a la condición de persona. Porque cuesta entender que, pese a que se parta de supuestos ideológicos distintos, sea tan difícil alcanzar acuerdos en temas de tal calado.

 


           La Declaración de los derechos humanos dice en su artículo 2 que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole”. Y en el artículo 5 que “Nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

            ¿No es la educación lo que nos hará ciudadanos más libres y más capaces y más preparados para conseguir una sociedad más justa, más culta y más rica, en todos los sentidos? Luego nadie debería manifestar recelo sobre la necesidad de construir el mejor sistema educativo posible. Sin embargo, los recelos enturbian cualquier otro criterio. Y sobre la eutanasia, ¿no es cruel y degradante negar a las personas, cuando queda demostrada la incapacidad médica y social para garantizar una vida digna, que tenga al menos la opción de una muerte digna?

            Dicho lo anterior, me apunta Zalabardo que ninguna ley sobre educación podrá evitar que quien lo desee sea un borrico, como no evitará a nadie estudiar y practicar la religión acorde con sus creencias; eso sí, en el lugar adecuado. Del mismo modo, ninguna ley sobre eutanasia podrá conculcar los derechos y las creencias religiosas de quien no quiera acogerse a ella.       

            Por eso nos extraña que quienes más las atacan sean partidos que hunden sus raíces en un sistema cuyo cuerpo legislativo lo componían, en su mayor parte, leyes restrictivas y represoras de cualquier tipo de libertad. Porque es una incongruencia que ahora apoyen sus demandas en la exigencia del respeto a la libertad y a los derechos quienes fueron los primeros en negar todo derecho y toda libertad.

sábado, diciembre 05, 2020

UNA COPA, GARCÍA LORCA Y CÓMO UN BELLO NOMBRE PUEDE CONVERTIRSE EN INDESEADO

 


            Bajábamos de pasear por el monte y, a medio camino, hicimos una parada para comprar un poco de vino moscatel en la Venta El Mijeño. Mientras nos lo preparaban, nos extrañó ver un raro artilugio de hierro que colgaba del techo. Una especie de corona con dos horcones cruzados. Del centro pendía una cadena acabada en un gancho de cuatro puntas; y, de la parte circular, otras cinco cadenas, más cortas, también terminadas en ganchos, aunque menores y de solo tres puntas.

            Preguntamos al ventero por él. Aunque desconocía su nombre, nos dijo que, según le habían contado, se utilizaba antiguamente para sacar de los pozos los cubos que caían al fondo por haberse roto la cuerda. Zalabardo y yo recordábamos haber visto alguno en el pueblo, pero no de tanto artificio como este; en mi casa había uno que era un gancho simple; lo llamábamos, si mal no recuerdo, rastra.

            Lo que son las cosas. Al llegar a casa, envié la foto a amigos del pueblo. Les avisaba que no era ninguna adivinanza, sino que les preguntaba simplemente si conocían aquello. Las respuestas casi me abochornaron, de sólidas y firmes que eran. “Claro que sí; eso se usaba para rescatar los cubos caídos a los pozos y creo que se llama copa”, fue una respuesta; “Eso es una copa y en mi casa teníamos una igual que mi madre acabó regalando”, era otra y, por fin, otra que me dio la puntilla: “Todo el mundo sabe que eso es una copa”.

            Al parecer, Zalabardo y yo no formamos parte de todo el mundo, pues no recordábamos ese nombre, copa, ni haber visto una de esas características; sí otras más sencillas. Hemos buscado después en diccionarios diversos, sin éxito. No lo recoge el DLE ni el María Moliner. Tampoco el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, ni en Vocabulario popular andaluz, de mi amigo Álvarez Curiel, ni en el clásico Vocabulario popular malagueño, de Juan Cepas, ni en el Palabrario andaluz, de David Hidalgo… En ninguno, copa aparece con ese significado. Encontramos rastra, que sí conocía, gancho, que es muy genérico, y garabato, que creo que se usa más en otras funciones. Pero nada de copa, lo que me hace pensar, le digo a Zalabardo, que sea muy específica de mi pueblo, Osuna, o de su entorno.



            La copa me ha hecho pensar en el pozo, más estricto en su significado que aljibe (¡cuántos recuerdos me trae el de mi instituto!) y algunos términos relacionados con él y que también van quedando en desuso: el brocal o pretil, antepecho de mampostería, de hierro, bronce o, incluso, mármol para evitar. La garrucha por la que se desliza la cuerda que sujeta al cubo; creo que en mi pueblo nunca se ha dicho roldana y motón es término más bien marinero. El arco sobre el brocal que sostiene a la garrucha creo que se llama horcón o machón, pero esto no puedo asegurarlo.

            Hablando de pozos, Zalabardo me pregunta si recuerdo los pozos medianeros. ¡Cómo no recordarlos! Nunca hubo ninguno en mi casa, pero sí conocí el de la casa de mis abuelos. Los pozos tenían un valor importante en tiempos en los que no existía agua corriente en las viviendas y el pozo medianero, aparte de su carácter solidario por compartir su caudal entre dos casas colindantes —una tapia lo dividía en dos— tenía una función social grande, pues los vecinos se comunicaban a través de ese hueco. También podía resultar indiscreto, ya que por aquel vano uno podía enterarse de cuanto pasaba en la casa vecina, aunque sus moradores no quisieran.

            Y el pozo, le digo a Zalabardo, hace que me remonte a García Lorca. Se dice que uno de sus últimos escritos, La casa de Bernarda Alba, está inspirado en la historia real de Frasquita Alba, de la que Lorca se enteró a través del pozo medianero que había entre la casa de esta Frasquita y la de su tía Matilde, en la que el poeta pasaba largas temporadas, especialmente en verano. Aquel pozo medianero sirvió para que escaparan todos los secretos que, quizá, Frasquita Alba hubiera deseado mantener ocultos.



            ¿Y qué tiene que ver cuanto llevamos hablado con eso del nombre bello que se convierte en despreciado?, me pregunta Zalabardo. Le cuento entonces que la toponimia nos revela esas curiosas historias sobre el nombre de los lugares. La tía de Lorca, y su vecina Frasquita Alba, vivían en Asquerosa, a apenas 5 kilómetros de Fuente Vaqueros, pueblo de nacimiento del poeta, y sus habitantes estaban mohínos con el nombre, que generaba para ellos el gentilicio de asquerosos. Tanto es así que hacia 1940 decidieron cambiarle el nombre por el de Valderrubio. ¿Por capricho?, No, por una cuestión muy simple, la de que el pueblo vivía fundamentalmente del cultivo del tabaco rubio y, por tanto, el nombre equivalía a ‘valle del tabaco rubio’.

            Es posible que los valderrubienses desconocieran el origen del nombre viejo, o, aun sabiéndolo, prefirieran sacrificar el bello nombre por otro que no los hiciera sentirse tan incómodos. ¿Pero puede ser bello un nombre como Asquerosa?, me pregunta Zalabardo. Y le respondo que Asquerosa no, sino el que debería haber sido en condiciones normales. No es muy seguro, pero parece que el nombre primitivo del pueblo procedía del latín Aqua rosae, ‘agua de rosa’, que debió derivar hacia Acuarosa o algo parecido; pero, cosas del destino, y de nuestra fonética andaluza, apareció ese antipático Asquerosa indeseado. Y eso no hay, al parecer, quien lo soporte.


[Imágenes: una copa; patio y pozo de la antigua Universidad de Osuna; patio de la casa de Valderrubio con su pozo medianero]

 

sábado, noviembre 28, 2020

VÍSTEME DESPACIO, QUE TENGO PRISA

 

 


           En el acto de presentación de Crónica de la lengua española 2020, la Real Academia de la Lengua manifiesta que su intención es difundir sus trabajos, explicar los problemas que afectan a la lengua y exponer los posibles criterios para enfrentarse a ellos y solucionarlos en la medida de lo posible. En resumen, confiesa su deseo de transparencia e información en su labor.

            La intención es muy loable, pues no pocos son los que consideran que la Real Academia es un refugio de momias, un lugar en el que los elegidos, que ocupan el cargo de forma vitalicia, acuden a rascarse la barriga, a tomar café, a contarse sus batallitas o a entablar otras con los compañeros de sillón que no les resultan simpáticos. En suma, que allí no se hace nada de provecho, creencia que es falsa de toda falsedad.

            Zalabardo y yo somos de los que creemos que en la Real Academia se trabaja y que la tarea que se les pide no es baladí. Eso de limpiar, fijar y dar esplendor no es fácil, eso de ser vigilante de lo que el pueblo habla, no para censurar o elogiar, sino solo para dar fe del estado en que el idioma se encuentra y reflejar el resultado de la observación en el Diccionario y en la Gramática es más complejo de lo que muchos creen. Hay que tener un criterio sólido para limitarse a informar lo que la palmaria realidad muestra, huyendo de imponer lo que pudiera ser una opinión particular.

            El trabajo de los académicos es, o debiera ser, abnegado y callado. Y lento, pues la lengua nunca ha mostrado prisas en su evolución. Cualquier cambio, cualquier modificación se ha ido gestando de modo pausado hasta asentarse y crear el poso suficiente para mantenerse. Observar este proceso, analizar los diferentes estadios y dar cuenta de todo ello es la misión de los académicos.

 


           Pero vivimos en una sociedad de prisas, donde se prefiere la inmediatez al análisis sereno —me parece una estupidez la actitud del jefe prepotente que lanza a su subordinado un ¡lo quiero para ayer!— y la RAE parece haberse contagiado o haber cedido a las presiones de quienes la acusan de inoperancia. Y, para que no acusen de vagos a sus miembros, se lanza a su peculiar ejercicio de visibilización, palabra muy de estas modas y prisas.

            Creo percibir lo que digo en el DLE, el diccionario canónico de nuestra lengua. Todo diccionario exige revisiones, porque, como digo, la lengua pasa por una serie de estadios sucesivos que se van imponiendo unos sobre otros de forma natural. Pero noto que los intervalos de revisión son cada vez más cortos y no se concede el tiempo necesario para que un término se asiente o no. Y la Academia, imitando a los medios que dan cuenta de ello, lanza periódicamente al aire el número de adiciones, modificaciones, aclaraciones, etc. que tienen lugar: ¡2557 nuevas palabras en el Diccionario de la Real Academia! Se diría que se comportan como esos usuarios de las redes que presumen no tanto de la calidad de lo que suben a sus cuentas sino de la cantidad de seguidores y amigos que tienen.

            Y no debiera ser así. La lengua pide calma, sosiego. Los hablantes deberíamos ser menos impulsivos y más rigurosos. Y la Academia no debería precipitarse ante la avalancha de peticiones sobre por qué no entra esta palabra o se quita aquella otra, por qué no se cambia una acepción y se pone otra y cosas así. No se trata de llegar al millón de palabras que nos dé el premio, sino de tener las justas para una comunicación fluida y eficaz.

            De esto hablamos Zalabardo y yo al mirar la lista de adiciones, rectificaciones o aclaraciones que aparecerán en la próxima versión. Porque encontramos cosas curiosas. ¿Erróneas? No, simplemente que demuestran esas prisas o esa presión del entorno. La gente debería entender que para que una palabra sea válida no tiene por qué aparecer en ningún listado; basta con que haya quien la utilice y nos entendamos con ella. Su empleo se generalizará o no, pero ahí está. Y ya digo que la lista actual no es que me parezca errónea, sino que no pasaría nada si algunas no estuvieran.

            Uno de los temas que me plantea Zalabardo es la rapidez con que se da entrada a todo el vocabulario referido a la lamentable epidemia que sufrimos. Entre ellas, vemos cuarentenear, ‘pasar la cuarentena’. La palabra se ajusta fielmente al modo en que nuestra lengua puede generar nuevas palabras; por tanto, es legítimo su uso. Pero, si le damos entrada en el Diccionario, ¿no sería justo dársela también a gripear, ‘pasar la gripe’ o jaquequear, ‘estar padeciendo jaqueca’ o tantas más parecidas? En este caso concreto, sorprende el rápido ingreso de covid y que solo ahora aparezca ébola, palabra de más larga historia.

 


           Otro caso: se añade a galdosiano —será por eso del centenario— y berlanguiano; ¿por qué no aparecen machadiano, lorquiano, juanrramoniano, valleinclanesco y todas las que hacen referencia al estilo o seguimiento de un autor? Y si se puede hablar de precipitación al dar entrada a algunas palabras, ¿por qué esa tardanza en recoger chupasangre o pegapases, que ya tienen sus añitos? Lo mismo sucede con términos arquitectónicos como naos, escena, orquesta y algún otro que hasta ahora no aparecían recogidos del modo debido.

            Podría continuar porque hay más. Pero no quiero callar lo que más ha sorprendido a Zalabardo, tal vez porque los dos somos de pueblo y, además, de un pueblo que en gran medida vive del cultivo de la aceituna y el cereal. Me pregunta mi amigo cómo hasta ahora el DLE no se había enterado de que no todas las aceitunas son iguales, sino que hay variedades: hojiblanca, verdial, cornicabra, arbequina, picual… Que les pregunten, si no, a nuestros amigos Curro Garrido o Antonio Delgado, que de esto saben un rato, si esas aceitunas existían o no antes de que el DLE recogiera sus nombres.

            En fin, bienvenidas sean las adiciones, rectificaciones y supresiones; pero que no se olvide que nunca las prisas fueron buenas y nunca ha sido mal consejo eso de que, para andar bien, es importante dar los pasos de uno en uno.

sábado, noviembre 21, 2020

¿QUIÉN ESTÁ EN LA PRIMERA BASE?



            Quien no conozca ese hilarante diálogo de Bud Abbott y Lou Costello debería buscarlo en Internet y pasar un rato verdaderamente divertido. Y si, por ser jóvenes, no saben quiénes fueron Abbott y Costello o de qué diálogo hablo, pueden pensar en la película Rain Man, en la que el personaje autista encarnado por Dustin Hoffman lo repite en algunas escenas. Zalabardo y yo disfrutamos cada vez que lo ponemos.

            Mi propuesta sería un ejercicio de desintoxicación frente a frases que, bien a nuestro pesar, nos toca soportar de vez en cuando: esa manida, fallida y lamentable nueva normalidad del presidente Sánchez, la inefable afirmación de Rajoy cuando dijo que las decisiones importantes se toman en el momento de tomarlas, la perla que nos soltó Carmen Calvo sobre que el dinero público no es de nadie. Aunque ninguna alcance la grandeza de la inolvidable definición de España como unidad de destino en lo universal que, aún a mis años trato de entender. Como quien trata de enterarse del nombre de Quién’ está en la primera base.

            Ahora nos arrojan a las narices la octava reforma educativa en cuarenta años. Se llama, creo que se nos van acabando los nombres para las próximas leyes de reforma, LOMLOE (o sea, Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación). Me acuerdo del absurdo diálogo de Abbott y Costello: “¿Qué modifica esta Ley orgánica? La Ley orgánica” y me lo tomo a risa por no llorar, pues lo cierto es que me exasperan estas ocho reformas, todas fallidas, porque ninguna nació amparada por el consenso de que la educación no es cuestión de rencillas partidistas, sino acompañadas de la amenaza de la oposición: Será derogada en cuanto gobernemos nosotros. Y, para nuestro mal y desgracia del sistema educativo, la amenaza siempre se ha cumplido.


            Es desesperante, confieso a Zalabardo, que hayamos de sufrir a unos políticos, y aquí no se salva ninguno, incapaces de comprender que un sistema educativo ha de estar desligado de las intrigas y ambiciones de cada partido. ¿No hay quien tenga el nivel de inteligencia preciso, que no es tanto, para ver que solo un gran pacto nacional, libre de fanatismos, pondrá fin a esta cuesta por la que nuestra educación se desliza dejando tras de sí generaciones cada vez peor formadas y una sociedad cada día más ignorante?

            Sin caer en el corporativismo, quiero salvar de esta debacle al profesorado (necesitado también de reformas) porque ellos, junto a los alumnos, son los primeros en sufrir tanta sinrazón. Esta ley de ahora amenaza con que removerá de sus puestos a los profesores que demuestren falta de condiciones para ocuparlos y engaña a los alumnos con el señuelo de que se podrá obtener el título aun sin aprobar. Seamos serios. ¿No han pasado esos profesores por unos años de aprendizaje y formación universitaria y no han superado un proceso de selección, una oposición regulada por la Administración que ahora dice que hay muchos que no valen? ¿Quién anima a trabajar a unos alumnos a los que se empieza diciendo que aun sin aprobar se puede alcanzar el título? ¿No sería mejor remover de sus puestos a los gobiernos, ministros y políticos incapaces de poner en marcha un sistema educativo eficaz?

            Siempre he dicho a Zalabardo que nuestro sistema educativo necesita una reforma a fondo, como también la necesita el profesorado en su formación; pero nunca de la manera tan zafia como se viene haciendo una vez tras otra. Defiendo la enseñanza pública, lo que no significa atacar a la concertada, aunque a esta hay que prohibirle prácticas que ahora se le consienten e impedir que, por estar sostenida con dinero público, convierta un derecho inalienable de las personas en negocio; creo en una educación igualitaria que no segregue por sexos ni por extracción social; creo que hay que estudiar la razón que provoca el alto índice de repetidores en nuestro sistema y poner los medios para rebajarlo, pero no me parece solución conceder los títulos aun careciendo de los conocimientos y formación precisos; creo que a las personas que presentan una discapacidad cualquiera hay que atenderlas del modo más adecuado a su situación y necesidades, integrarlas lo más que se pueda en el sistema regular, pero sin olvidar la educación especial; creo que la religión, cualquier religión, es algo que pertenece al ámbito privado de cada persona y nunca un centro educativo debiera ser lugar de catequesis ni que la solución sea que la nota cuente o no para el expediente (¿se puede calificar la religiosidad de alguien tal como se califican sus conocimientos matemáticos, por ejemplo?). Podría seguir.

            ¿Y qué piensas de ese problema de que el castellano, o español, que de las dos maneras se llama, sea o no lengua vehicular?, me pregunta Zalabardo. Me veo precisado a aclararle a mi amigo qué es eso de lengua vehicular. El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico dice que es la usada habitualmente por la comunidad educativa en sus relaciones cuando existen diferentes lenguas maternas entre sus miembros. Y el Diccionario de enseñanza y aprendizaje de lenguas dice que es aquella empleada como medio de instrucción en la educación formal. Suele tratarse de la variedad estándar de la lengua oficial, como, por ejemplo, el italiano en Italia. En países plurilingües, la lengua empleada para este fin puede variar dependiendo de la zona: tal es el caso, por ejemplo, de España, donde se emplean, además del castellano, el gallego, el catalán, el valenciano y el euskera. En ningún caso se dice que una lengua vehicular excluya el conocimiento de ninguna otra.



            Según esto, digo a Zalabardo, si en España hubiésemos alcanzado un nivel de normalidad democrática, esta cuestión ni se plantearía. Bastaría conocer la Constitución. El punto 1 del artículo 3 dice que el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Y el punto 2 añade: Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. Es triste que esto no se entienda en el sentido que realmente tiene y sigamos manejando el conflicto lingüístico como moneda de cambio a la hora de dar o quitar un voto. Es una de las facetas del fanatismo, le pongamos el color que le pongamos. A quienes usan el idioma como arma arrojadiza y moneda de transacciones partidistas habría que decirles que la vía para solucionar los problemas no está en silenciar la vehicularidad del castellano, sino en el cumpliendo la Constitución y en el reconocimiento de la efectiva cooficialidad de las otras lenguas españolas en sus territorios. ¿Acaso olvidamos que el Tribunal Constitucional suprimió algunos aspectos de la Ley de Educación de Cataluña, pero avaló la constitucionalidad de los artículos referidos a la inmersión lingüística? Así que la patochada de ahora sobra, pues no es sino un hipócrita e indigno silencio sobre algo que no se puede silenciar para reconocer algo más que reconocido en una R.O. de 1979 y en una ley de 1983, reconocimiento avalado por el Tribunal Constitucional en 2019. Lo que hay es que cumplir las leyes que ya existen.