lunes, septiembre 10, 2012

COGER LA OCASIÓN POR LOS PELOS



          Me hace notar Zalabardo que en nuestra lengua existen muchas expresiones y sentencias que tienen como protagonista el pelo: traer algo por los pelos, salvarse por los pelos, venir (o ir) al pelo, pelillos a la mar, faltar un pelo, tomar el pelo a alguien, no tener pelos en la lengua, ahogarse con un pelo, contarle los pelos al diablo, lucirle a uno el pelo, dejarse los pelos en la gatera, perder el pelo de la dehesa y, cómo no, la que da pie a este apunte: coger la ocasión por los pelos.
            De todas ellas me gustaría referirme a la última, por dos razones. Una es porque presenta dos formas casi semejantes en su significado aunque parezcan ser contradictorias en sus enunciados: coger la ocasión por los pelos y la ocasión la pintan calva. La segunda es que, detrás de la expresión, hay una historia curiosa a la que vamos a atender. Empecemos por decir que el significado de ambas es el mismo, aunque con leves matices. Coger la ocasión por los pelos es ‘aprovechar una coyuntura en el último momento, antes de que pase la oportunidad’. Y la ocasión la pintan calva es el ‘aviso de que se deben aprovechar las oportunidades cuando se presentan porque luego será tarde’.
Ambas expresiones son sumamente antiguas y, en el origen, las dos se unen en una misma historia, la de la diosa Ocasión, es decir la que disponía el momento más favorable para tener éxito. J. Humbert, en su Mitología griega y romana, nos dice lo siguiente: La representan en figura de doncella y con un solo mechón de pelo en la parte anterior de la cabeza. Uno de sus pies descansa sobre una rueda que gira rápidamente y el otro queda en el aire; en su mano derecha lleva una navaja, como indicando con ello que siendo la ocasión fugitiva es necesario apresarla en el momento en que se nos ofrece y cortar todos los obstáculos. Cuando haya pasado, vanos serán los esfuerzos que se hagan para alcanzarla.
Esta descripción nace de la escultura que de la diosa hizo Fidias, que vivió en el siglo V a. C., aunque otro escultor de un siglo posterior, Lisipo esculpió una figura semejante e incluso escribió este diálogo entre un viajero y la estatua de la diosa:
—¿Y esa cabellera que desciende hasta tu frente?
—Es para ser cogida fácilmente por el primero que me encuentre.
—Observo que no tienes un solo cabello en la parte posterior de la cabeza.
—A fin de que ninguno de aquellos que me hayan dejado pasar sin cogerme pueda luego realizarlo.
Por fin, Fedro, autor del siglo I a. C. compuso esta fábula titulada El tiempo:

De paso acelerado, suspendida en el filo de una navaja,
calva pero con abundante pelo en la frente y desnuda de cuerpo,
de quien serás dueño si puedes asirla, pero una vez escapada
ni el mismo Júpiter la podría recobrar,
significa que la ocasión de las cosas es fugaz.
Para que la tardanza perezosa no impida los proyectos
inventaron los antiguos esta imagen del tiempo.

En cualquier caso, todas las representaciones de la diosa, ya sea en piedra o por escrito, nos incitan a la acción, a la rapidez de reflejos en aprovechar el instante en que algo se nos ofrece, a no sumirnos en la duda cuando estamos ante una oportunidad sobre la que no sabemos si se repetirá. Es algo así como decir que quien duda, pierde.
Me pregunta Zalabardo si otras expresiones y refranes de nuestra lengua (andando, que mañana es tarde, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy o a quien madruga, Dios le ayuda) tienen algo que ver con ella. No le puedo asegurar que haya una relación firme entre ellas aunque, en el fondo, presentan la coincidencia de insistir en el valor de la inmediatez de actuación, en el reconocimiento de que, si algo tiene un momento oportuno para hacerse, todo cuanto sea retraso es inconveniente.
En cualquier caso, lo que yo quería señalar aquí, le aclaro, es que en ocasiones suele haber una bella historia  tras algunas expresiones que utilizamos casi sin reparar en ellas y que explican un sentido que, de otra manera, ignoraríamos. A veces, no es ya una historia bella, sino una anécdota curiosa la que nos aclara la expresión, como sucede con salvarse por los pelos, que, según parece, obedece al siguiente hecho, por lo que cuentan, entre otros, Fernando Díaz Plaja y Julio Guillén Tato: Habiéndose dado en 1809 orden por las autoridades de Marina de que todos los marinos de la armada española habían de cortarse el pelo, dos oficiales enviaron una carta al rey en la que manifestaban el malestar de la marinería ante dicha orden porque, no sabiendo muchos marinos nadar, cuando había un naufragio bastantes se salvaban debido a que el pelo les servía de enganche o agarradero por los que ser así librados de morir en el mar. Tal carta sirvió para que una Real Orden de 26 de noviembre dejó sin efecto la orden anterior, con lo que muchos marinos podrían seguir salvándose por los pelos.

lunes, septiembre 03, 2012

LECTURAS BUENAS Y MALAS


             Tengo que reconocer, le digo a Zalabardo, que me cuesta mucho emitir juicios categóricos sobre las lecturas realizadas o apoyar con argumentos rotundos el consejo de alguna de ellas. Parto de la convicción de que un libro no habla por igual a todas las personas y de que no todos leemos una novela, pongo por caso, desde la misma perspectiva. El estado de ánimo, el momento del día, la temperatura…, son factores, entre otros, que intervienen a la hora de juzgar la impresión que una lectura nos ha provocado.
            Todo ello hace que me resista, lo digo arriba, a expresar opiniones a favor o en contra que pudieran parecer dogmáticas. Evito que me pase lo que se lee en aquel diálogo de Juan de Mairena:
            —A usted le parecerá Balzac un buen novelista —decía a Juan de Mairena un joven ateneísta de Chipiona.
            —A mí, sí.
            —A mí, en cambio, me parece un autor tan insignificante que ni siquiera lo he leído.
            Y es que, por otra parte, opino, también, que no hay libro malo que no tenga alguna cosa buena. Esto no lo digo yo, que ya lo dijo alguien que ahora mismo no sé quién fue. Por tal motivo, son muy pocos los libros que, una vez iniciada su lectura, no concluya, aunque desde el principio sienta que no acaba de convencerme. Y eso que siempre he dicho públicamente que lo mejor que se hace con un libro que no gusta es dejar de leerlo. Bueno, pues no soy capaz de aplicarme mi propio consejo.
            Ahora que el verano comienza a declinar, reparo en que estas vacaciones he dedicado poco tiempo a otras actividades que no fuesen leer. De junio acá me he echado al coleto cinco lecturas de esas que algunos llaman imprescindibles (¿cuántas lecturas hay, en verdad, que merezcan dicha consideración?) y cuatro relecturas de textos que deseaba repetir. Las lecturas nuevas han sido, aunque no por este orden, La carretera, de Cormac McCarthy, Las partículas elementales, de M. Houellebecq (pese a que me aconsejaron que no la leyera), En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, El fútbol a sol y a sombra, de Eduardo Galeano (por eso del Europeo de fútbol) y Trilogía de Nueva York, de Paul Auster. Tras su lectura me reafirmo en dos cosas: la primera, ya la he dicho, que todo juicio sobre una lectura no pasa de ser relativo; y la segunda, que cada día me cuesta más encontrar lecturas que me satisfagan de forma plena. Las relecturas han sido El difunto Matías Pascal, de Luigi Pirandello, Ficciones, de Jorge Luis Borges (aunque en realidad inicialmente solo quería ver La biblioteca de Babel) y Camino de perfección, de Pío Baroja. Y ahora estoy enfrascado en Crimen y castigo, de Dostoievski.


            Leyendo el libro del novelista vascongado, le cuento a Zalabardo, me vino a la cabeza la primera vez que intenté leerlo. Y digo que lo intenté porque no me dejaron. Cuando me encontraba cursando sexto de bachillerato, hace de esto la friolera de 52 años, creo que empezaba a ser lector ávido. El instituto de mi pueblo, no se olvide que, en tiempos, había sido universidad, tenía una buena biblioteca. Pero, no olvidemos tampoco los años de que hablo, el préstamo de libros se guiaba por lo que se dijese de ellos en Lecturas buenas y malas a la luz de la moral y de la religión, del sacerdote jesuita Antonio Garmendia de Otaola, el ejemplo más flagrante que yo haya podido conocer de lo que es la censura. Por aquellas fechas, también uno es raro, a mí se me ocurrió leer, entre otras cosas, Camino de perfección y La regenta. Mi interés por ellos nacía tan solo de que el profesor de literatura los había citado en clase de forma elogiosa.  Los dos libros me fueron denegados por inmorales. No tardé mucho en transgredir la prohibición, pues los leí nada más llegar a la facultad, gracias al préstamo que de ellos me hizo un compañero.
            Hace unos días, cuando terminaba la relectura de la novela de Baroja, sentí curiosidad por ver qué se decía en el libro del padre Garmendia, Lecturas buenas y malas. Localicé un ejemplar en la Biblioteca Provincial, de la avenida de Europa, y allí nos dirigimos Zalabardo y yo. Buscamos el artículo Baroja y lo primero que pude leer fue lo siguiente: autor antiespañol, anticatólico, antihumano. No está mal, ¿verdad? Después de reseñar una serie de citas ‘condenables’ de Camino de perfección, se sigue diciendo: A estas blasfemias se sumarán otras muchas, concebidas en el fondo oscuro de un corazón viejo, insatisfecho y cargado, que ya hizo harto daño a pasadas generaciones, y no tiene derecho a manchar el alma de una generación heroica que se esfuerza por seguir en el camino de la virtud. En servir a Dios y a la Patria, que tan malparados quedan en la despreciable prosa del barbudo impío. ¿Debo seguir copiando lo que sigue? Solo el final: Muy mala. Prohibida por el canon 1399. De la novela de Leopoldo Alas, dice: En el fondo rebosa porquerías, vulgaridades y cinismo […] Con razón se indignó la ciudad [Oviedo] con su publicación. Y critica a continuación que Azorín reprobara esta indignación en un artículo publicado en ABC.
            Por capricho, seguí consultando juicios acerca de determinados autores y obras. De Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, se dice: Una diferencia casi abismal separa sus primeros versos de los últimos, considerados algunos de aquellos como vergonzosos y malditos por el propio autor, que quisiera negarles la vida, como si uno tuviera derecho, en ninguna ocasión, a matar a un hijo. Tanto más que estos hijos del espíritu […] no son del padre que los engendró y a tal de ellos pudiera ocurrirle que […] encontrase más fácil cobijo en almas ajenas, que otros considerados por el padre como más legítimos. […] Solamente para personas formadas, siempre que les interese esta poesía moderna. La poesía de este autor está casi vacía en absoluto de Dios y de todo lo trascendente.
            Para terminar, unas líneas curiosas. De Sonata de otoño, de Valle-Inclán, se afirma: En ella sale por primera vez la figura del Marqués de Bradomín, “feo, católico y sentimental” —aunque en realidad fuese tan solo lo primero—. Resulta rechazable.
           Leyendo tales sandeces, me preguntaba Zalabardo qué diría el bendito padre Garmendia de la novela de Houellebecq. Yo me limito a contestarle que, si no fuera por el mucho daño que hizo, la censura de aquellos años daría risa.

lunes, agosto 27, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (Y CUATRO)


            A todo esto, Juan Ángel permanecía como testigo mudo de cuanto acontecía. Al cabo de uno o dos minutos, el aparecido, ¿qué otra cosa considerarlo?, retomó su discurso: “Te he contado que, por casualidad, supe de ti. Un compañero del Hogar del Jubilado me hizo saber que en casa de su hija, que es profesora, había visto un cuadernillo grapado con unas historias de alguien que llevaba mi mismo nombre, lo que ya era casualidad. Un día me lo llevó y así vi tu nombre y me imaginé que eras tú. No creerás que me gustó demasiado”.
            Hablaba pausado, sin prisa, como quien dispone de todo el tiempo del mundo: “Hasta que un día pasó algo. Verás. Por el Hogar vino una señorita muy pizpireta que nos reunió a todos en un salón y nos contó que era monitora enviada por el Ayuntamiento para impartir clases de informática a cuantos tuvieran interés. A mí, todas esas modernidades me daban miedo. Pero, lo que son las cosas, algo se me movió por dentro y me apunté al curso. Los primeros días, y los últimos, para qué te voy a decir, los pasé fatal. Cuando tenía que encender el ordenador, pensaba que aquello explosionaría en mi cara antes de darme cuenta. Y cuando un día empezó a hablar de que el teclado se disponía de acuerdo con el sistema qwerty, te juro que pensé que aquella mujer desvariaba”.
            “Después, empezamos a hacer cosas: ‘Hoy aprenderemos a usar un procesador de textos’. ‘Hoy practicaremos con el correo electrónico y abriremos una cuenta para enviar e-mails’. ‘Hoy vamos a chatear’. La tía era una máquina, no nos dejaba ni a sol ni a sombra. ‘Como todos ustedes tendrán muchas cosas que contar y muchos recuerdos que compartir’, dijo un día, ‘hoy nos haremos un blog’, así como suena”. Se tomó un breve respiro. “Ya te podrás imaginar que yo fui incapaz de casi todo, porque los dedos se me volvían mazas y no atinaba con las teclas ni a la de tres. Pero ella siempre se me acercaba, se inclinaba a mi lado y con su exuberante teta izquierda (en realidad, las dos lo eran igualmente) me acariciaba la oreja derecha y yo me derretía. Al tiempo, me guiaba en la tarea.
Ahora me encuentro con un cursillo hecho y hasta dispongo de un blog”. “¿De un blog?”, le dije; “¿y qué piensas hacer con él?” “Pues eso es lo que yo digo. Se llama La Agenda de Zalabardo. Agenda porque, le dije a la monitora, no me gustaba eso de blog. Y de Zalabardo, porque Zalabardo soy yo”. La explicación no podía resultar más diáfana. Y siguió: “Pero eso es lo único que hay hasta ahora, el título. Y aquí es donde tú entras”. “¿Donde yo entro? ¿Dónde y para qué entro?”, contesté.
            “Un día se me encendió una lucecita”, continuó sin hacerme caso. “Me dije: tengo una Agenda, o como se llame, que no me sirve para nada y es de cajón que cuando alguien tiene algo debe buscarle una utilidad. En ese instante pensé en ti. Mi paisano, me dije, ha escrito mucho sobre mí. Ahora le voy a dar yo un lugar en el que continuar escribiendo”. “¿Qué yo escriba en tu blog?”. “No”, rectificó, “en mi Agenda”. ¿Quieres que escriba historias sobre ti en ese blog, perdona, en esa Agenda que tienes?”, inquirí. “No, sobre mí ni se te ocurra, que de eso ya has escrito bastante”. “¿Y sobre qué escribiré?”
Con esa pregunta me había metido, sin pretenderlo, en la boca del lobo. “De lo que quieras. ¿No dicen que en esas páginas cabe cuanto se quiera decir? Tú eres licenciado en filología; pues habla de lengua. Tú eres aficionado al campo y al senderismo; pues habla de tus caminatas. Tú amas la naturaleza; pues habla del medio ambiente. Tú eres profesor; pues habla del instituto y de la enseñanza. Habla de lo que te dé la gana siempre que no ofendas a nadie, porque la única condición que te impongo es que mantengas mi nombre en el título, por ser lo único que he sido capaz de hacer en el mundo de la informática”.
            Y, como bien sabéis, empecé a escribir en la Agenda de Zalabardo. Con los días, la amistad entre los dos fue recobrando los esplendores de los años ya perdidos. Nos vemos diariamente, paseamos, hablamos, sobre todo hablamos mucho. Y no siempre del pasado ni de batallitas de viejos. A veces medio discutimos, poco porque es tan buena persona que resulta casi imposible discutir con él.
            Lo que no he conseguido es que abandone esa propensión hacia el ocultamiento. Le pedí con insistencia que me acompañara al instituto para que todos supieran que Zalabardo no era un producto de mi imaginación. Siempre se negó. Últimamente, ya jubilado, le he dicho en alguna ocasión: “Mira, ahora solo subo un día a la semana para desayunar con los compañeros. Ven siquiera a pasar una mañana con nosotros”. Nada que hacer. Solo Juan Ángel lo conoce, porque fue testigo de nuestro reencuentro.
            Y esa es la historia que quería contar a quienes preguntan por Zalabardo. Sé que he dado pocos datos suyos, pero a mí me parecen suficientes y a él le parecen demasiados. ¿He acertado en la narración de la historia? ¿He reflejado fielmente los detalles? ¿He alterado, aunque impremeditadamente, alguno? He intentado que revisara el relato, pues lo califica de “historia no oficial”, pero fiel a sus principios se ha negado. Dice que sería dar conformidad a algo con lo que no comulga. Y sin ninguna malicia, con la naturalidad con la que siempre nos decimos todo, cierra la charla: “Las consecuencias de cuanto has contado caerán sobre tu conciencia”.

lunes, agosto 20, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (TRES)



Me lo he preguntado muchas veces: ¿cuántas casualidades tuvieron que conjurarse para que un nombre elegido al azar viniera a coincidir con el de una persona real que el pasado me devolvía, sin aviso previo, a un tiempo presente? ¿Cuántas para que ese nombre llegara a ser el de un ente de ficción, producto de la más calenturienta fantasía? ¿Y cuántas para que, contra toda lógica y contra cualquier atisbo de verosimilitud, ese personaje, de la noche a la mañana, deviniera en otro, no ya personaje sino individuo de carne y hueso, cuya material y real existencia se empeñaban en defender, contra toda lógica, otras personas (¿cuántas en realidad?)
Naturalmente, decidí acabar con aquellas historias y las “aventuras” de Zalabardo concluyeron de forma violenta. Pasaba el tiempo y las aguas parecían volver a su cauce natural. Pero, como imaginaréis, cuando un problema se niega a ser resuelto la solución no se alcanza tan fácilmente. Una tarde, posiblemente sería primavera, aunque no lo juraría, me encontraba con Juan Ángel (¿no es casualidad que aparezca en cada uno de los momentos críticos de esta historia?) en la Antigua Casa del Guardia, allí en la Alameda Principal. Alguien se me acercó por la espalda, o eso me pareció, y me tocó, levemente, con dos dedos en el hombro. Como la clientela en ese establecimiento suele ser por lo común numerosa y los roces frecuentes, no hice ningún caso pensando que había sido un mero accidente fortuito. Pero el toque, nunca mejor llamado toque de atención, se repitió y ahora con más fuerza. Me volví y pude contemplar frente a mí a una persona de estatura mediana, algo más alta que yo, de complexión recia, aproximadamente de mi edad, aunque diría que peor conservado, y con un rostro que, aunque no lograba identificar, me resultaba lejanamente conocido.
Debió notar mi perplejidad porque, tras un leve instante de dejarse observar, sin parar de mostrar una sonrisa franca, se limitó a decir: “Pero, bueno, ¿es que no me conoces?” Ante la seguridad y naturalidad con que se dirigía a mí, tuve que reconocer algo avergonzado que no, que no sabía quién era. Una nueva pausa y, con el tono más natural del mundo, dejó caer estas palabras: “Pues va ser verdad que continúas siendo un despistado; aunque no lo creas, yo soy Zalabardo, Matías Zalabardo”.  
            Juan Ángel no dijo nada, pero su rostro adoptó un gesto propio de quien se adivina espectador de un instante memorable. Zalabardo, o quien decía llamarse Matías Zalabardo, me hablaba con toda naturalidad, como se hace con una persona a la que se conoce desde mucho tiempo atrás. Recordó nuestra etapa de niños en el pueblo, nuestros juegos, citó amigos comunes. Y según su voz iba fluyendo mi cerebro recobraba escenas que creía olvidadas y me retrotraía a tiempos que alguna vez creí imposibles de recuperar. Esa voz que manaba firme, pero suave y serena, se me iba haciendo cada vez más familiar, como si la hubiese oído sin interrupción desde siempre.
            Reaccioné al fin y le dije: “¿Pero qué haces tú aquí?” “Pues ya ves, eso mismo te podría preguntar yo, aunque la verdad es que tu pista la localicé pronto y he venido siguiendo tus pasos como haría un detective”. “¿Y cómo nunca me has llamado ni te has puesto en contacto conmigo?” “Pues la verdad es que no lo sé. Temía que el tiempo hubiese erosionado nuestra amistad como el viento erosiona la piedra arenisca y no quisieras saber nada de mí”. “¿Cómo puedes pensar eso?”, le pregunté. “Aunque te parezca inverosímil, conozco cuanto has escrito convirtiéndome en protagonista de tantas barbaridades. Llegué a pensar que era una especie de venganza por alguna ofensa que no recordaba haberte inferido”. Traté de explicarme: “Verás, ese de los escritos no eras tú, pese a lo que puedas imaginar. Todo es consecuencia de tal cúmulo de impredecibles casualidades que, aunque quisiera, no sería capaz de explicarte”. “Ni yo quiero que me expliques nada”, fue su escueta respuesta.
Quise dar un giro a la charla y le pregunté cómo, dónde y con quién vivía y qué le hizo venirse a Málaga. A todo me respondió sin reserva; pero lo dicho cabe en pocas palabras. Vivía solo y había permanecido soltero durante toda su vida, estaba jubilado y su pensión le resultaba suficiente para mantenerse. Apenas si algún otro suceso sin importancia ilustraba su vida.
            “Pero si decido presentarme ante ti, es porque, de alguna manera, quiero someterte a un pequeño e inocente chantaje”. Seguro que puse cara de estupor por lo que oía, pero no se inmutó y, con su inalterable sonrisa, continuó: “No te preocupes, que no es nada del otro mundo. Déjame que te explique. Durante un tiempo has estado haciendo uso de ni nombre y has creado una imagen que, debes confesármelo, nunca ha sido la mía. Me has llevado de acá para allá sin ninguna clase de miramiento”. Yo intentaba defenderme: “Perdona que te diga de nuevo que ese no eras tú. Admito que tal vez haya hecho un uso indebido de tu nombre, pero nada más”. “Calla, por favor, que no pienso reprocharte nada. Y deja que te explique a qué tipo de chantaje, que en realidad no lo es, he pensado someterte”. Yo temblaba.
(concluirá…)

lunes, agosto 13, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (DOS)


              Las reacciones a las palabras de Juan Ángel fueron de todo tipo: en algunas de las aulas decían: “¿Zala qué? En otras: “Ese no es de este grupo”. Hasta que, oh sorpresa, en un aula, un alumno que medio dormitaba en una de las mesas del fondo, contestó con toda naturalidad: “Profe, Zalabardo no ha venido hoy. Debe estar enfermo”. Y el profesor del grupo, un sustituto que apenas llevaba unos días ejerciendo, corroboró: “Es verdad, yo hoy no lo he visto”. Juan Ángel y Carlos no daban crédito a sus oídos, pero cerraron el pico y siguieron la ronda.
            Cuando me enteré de aquella anécdota, quedé lo que se dice totalmente flipado. Les pregunté de dónde habían sacado aquel nombre y me dijeron: “Nos lo hemos inventado sobre la marcha”. Porque, de ahí mi gran sorpresa, la cuestión era que Zalabardo, Matías Zalabardo, era el nombre de aquel compañero de infancia al que había pretendido ocultar bajo el ridículo nombre de Alibóndigo. Juan Ángel, que siempre quiere sacarle jugo a cualquier situación, dijo tan solo: “Pues sí que es casualidad; ¿y sabes lo que te digo?, que podrías escribir una historia que se desarrollase en el instituto y de la que fuese protagonista este supuesto amigo tuyo. El resto de los personajes seríamos, por supuesto, los propios profesores”.
            Nadie dudará de que la vanidad es un pecado sumamente atrayente. Al principio, me sentí halagado con la idea que me sugería Juan Ángel. Comencé pues a estructurar la historia. Pero, al propio tiempo, algo que se llama inseguridad hacía crecer la incertidumbre sobre si mi casi olvidado compañero de niñez merecía aquello y si estaba bien que implicase a los compañeros actuales en un juego tan vacío de sentido. Tomé una decisión: escribiría la historia pero Zalabardo habría de morir y qué mejor ejecutor de su muerte que el inductor de aquella farsa. Aquella fue la primera, y para mi desgracia no definitiva, historia de Zalabardo. Porque Juan Ángel, que en algún avatar anterior debió haber militado en las huestes del diablo, se mostró encantado con el resultado. “Te ha quedado guapo el cuento”, afirmaba el muy ladino; “deberías continuar la serie”. Yo me sulfuraba: “¡Pero si Zalabardo ha muerto y has sido tú quien, con tus propias manos, le has dado muerte!”. “No importa”, contraargumentaba, “licencias poéticas más descabelladas que la de resucitar a un muerto se han visto”.
            Recaí en el pecado de la vanidad, de la soberbia y de la innoble asunción del halago fácil, si es que son pecados. Retomé la historia de Zalabardo (¿sería posible que nadie se extrañara de su inexplicada resurrección?) y los episodios (serían varios) se sucedieron. En el instituto aparecieron actitudes diversas y extrañas: algunos se sentían ofendidos por el retrato que de ellos se hacía; otros, en cambio, se molestaban por considerar que su aparición resultaba excesivamente efímera. Otros más mantenían que no se respetaba como es debido a la Junta Directiva. En la sala de profesores, algunos corrillos se ponían en guardia cuando yo aparecía (¿qué culpa me cabía a mí?) y musitaban, para que no los oyera: “Cuidado, que por ahí viene Zalabardo y luego se chiva de todo”. Rosé no perdía ocasión de exclamar a cada instante: “Joío por culo el Zalabardo este, las cosas que se le ocurren”.
            Pero, el destino nos juega malas pasadas muchas veces (¿lo he dicho ya?). Y algo que no debía haber ocurrido, que no tenía que haber ocurrido, ocurrió. Estábamos en una sesión de evaluación. El tutor iba planteando caso por caso, alumno por alumno, y comentábamos su situación, su rendimiento, su progreso o retroceso, su grado de avance en la adquisición de habilidades básicas (aunque ahora me parece recordar que por aquel entonces todavía nadie hablaba de tales habilidades, pero ya advertí al principio que la memoria me puede fallar en algunas cosas). Concluida, aparentemente, la sesión y pronunciadas por el tutor esas benditas palabras de “Pues bien, ya hemos terminado”, una voz provocó un estado de inquietud en el aula. Fue la de Manolo Laza, (¿por qué tenía que haber asistido precisamente aquel día?) que dijo ante la estupefacción de todos: “De terminar, nada de nada; nos falta aún Matías Zalabardo, que ese sí que es el último de la lista, como le corresponde por su apellido”.
El tutor, de forma amable, quiso cortar lo que consideró simple broma: “Pero, Manolo, déjate de coñas, que Zalabardo no existe, que lo suyo es un cuento”. “¿Cómo que un cuento?”, lo recriminó, casi ofendido, Laza; “pues a mí me asiste a clase y es quien mejor examen me ha hecho; como que lo he calificado con un diez y ya sabéis que yo soy muy rácano con las notas”. Es fácil imaginar el guirigay que se organizó. “Ya está otra vez Manolo con sus extravagancias”, decían los más, al tiempo que otros se manifestaban ciertamente cabreados. Y, mal que bien, así hubiera quedado la cosa de no ser porque en aquel preciso momento tomó la palabra Juan Ruiz, considerado por todos persona ecuánime y poco conflictiva. Lo que dijo nos dejó aún más anonadados: “Bien es verdad que Zalabardo dejó hace mucho tiempo de venir por clase; yo mismo lo tengo borrado de mi lista e incluso creí que se había dado de baja. Pero no creo que nadie pueda negar su existencia. Por lo que a mí respecta, coincidiré con quienes le hayáis dado clase en que nunca fue un alumno ejemplar; tenía pésima ortografía, faltaba más que asistía, no estudiaba ni presentaba las tareas. Pero tengo a la vez que reconocer que, en mi asignatura, se mostraba con frecuencia interesado; incluso una vez me sorprendió al solicitarme que, en lugar de exigirle la traducción de un fragmento de De bello gallico, le aceptara como tarea de clase traducir al latín el himno del Barça. ‘Anda, profe, que César es un tío muy antiguo; aparte de que yo, como tú, soy catalino’, me dijo. Y acepté su propuesta”.
(continuará…)

lunes, agosto 06, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (UNO)


           Para esta Agenda, ya se acabó el verano y estamos de vuelta. Nunca es tarde si la dicha es buena.
           Ya dejé dicho aquí que no soy usuario de las redes sociales (sin que ello signifique ningún desdén hacia ellas) y que por eso no podré presumir nunca de tener millares de amigos ni de seguidores. Pero, aún así, en esta modesta Agenda, sobre la que he tenido noticia de que en un ranquin de blogs europeos, ignoro quién lo gestiona y según qué criterios, ocupa el veintinueve milésimo quingentésimo noveno lugar (¡ahí es nada, el puesto número 29509 dicho en cristiano!), también recibimos algunas cartas y mensajes. No son de esos que proliferan en otros lugares de Internet, tan escuetos y, para mí, tan fríos (tk mxo xati y cosas así). Aquí recibimos, si acaso alguna vez se recibe alguna, cartas de las de antes, de esas que comienzan: Muy señor mío, ante todo espero que se encuentre bien (a.D.g.) en compañía de toda su familia… Y que terminan: y sin otro particular que comunicarle, se despide de usted s. s. s. q. e. s. m. Como veis, también hay muchas abreviaturas, pues estas no son invento de la modernidad.
            Pero de estas cartas, lo que a mí más me revuelve el estómago es que la mayoría no se interesa por mí (faltaría más), ni siquiera por los contenidos de la Agenda. El más alto porcentaje de misivas tienen por objetivo a Zalabardo. Que quién es ese señor, que por qué no le doy mayor participación, sino que lo relego a un segundo plano, que si en verdad existe y no es un mero apócrifo con el que escudarme de mis propias limitaciones... Cosas así. De modo que, ahora que con la canícula se agradecen los temas intrascendentes, he creído llegado el momento de contar la verdad.
Y aquí me ha surgido el primer problema. Todos sabemos, aunque los jóvenes, por razón de edad, se muestran un poco suficientes y no terminan de creer lo que digo, que la memoria suele jugar malas pasadas y no escasean las ocasiones en que, al contar algo, nos dejamos elementos ocultos o falseamos otros sin ninguna mala intención; solo porque, de buena fe, caemos en el error de creer que las cosas fueron como nos gustaría que hubiesen sido, aunque la historia y la realidad digan otra cosa. Total que, consciente de lo que digo, solicito ayuda a Zalabardo para que, entre los dos, aportando cada uno lo que al otro se le olvide, construyamos una mínima biografía que disipe las dudas de esos corresponsales curiosos.
            Pero Zalabardo, terco donde los haya, se cierra en banda. Y me dice que, si yo quiero convertirme en uno de esos lechuguinos juntaletras como los que van destripando a todo bicho viviente en las revistas rosas, amarillas o de cualquier otro color con el único fin de satisfacer las bajas pasiones de los curiosos ociosos, no espere que él participe. Le ruego, le razono, le explico que no es eso. Le planteo incluso, cosa que exacerbó su enfado, que nosotros, en cuanto que mantenemos abierta esta Agenda, somos un poco algo así como Isabel Pantoja, que tanto debe a su público y al que tanto quiere. Zalabardo, que tenía cerca una copa que una vez ganó en el colegio en una prueba de lanzamiento de peso, me la arrojó con tal furia que, si no ando atento, a estas horas andaría descalabrado.
            Esa es la razón de que asuma yo solo la misión. Los fallos, errores y omisiones que puedan aparecer, lo aviso de antemano, serán solo míos y de nadie más.
            Y como en el principio fue el verbo, la palabra, vamos allá. La cosa es que en el colegio tuve un compañero, uno de esos tantos que con el tiempo vamos olvidando, que, sin yo poder explicarme el motivo, se me venía a la cabeza de vez en cuando como si de un fantasma se tratase. Era, en su mocedad, un tipo algo raro: taciturno, reconcentrado, tímido, amante de la soledad, pero bueno y servicial como ningún otro. Muchos años después, yo ya era profesor en el instituto Picasso, se me ocurrió escribir un cuentecito, para el que me inspiré en él. Naturalmente, oculté su nombre y decidí llamarlo Alibóndigo. Iluso de mí, pensé que así, con un nombre tan estrambótico, nadie reconocería a quien, en realidad, nadie conocía. Aquel cuentecito creo que lo leyó solamente Juan Ángel de la Calle, quien, como lector impenitente, es capaz de leerse hasta las instrucciones de uso que acompañan los envases del papel higiénico.
            Pero he aquí que el mundo da muchas vueltas y las casualidades a veces no lo son tanto, como si el azar pretendiera reírse de nosotros. Por aquellas fechas debían celebrarse elecciones para el Consejo Escolar del Centro. Y el director, anticipándose a todos estos espabilados que ahora tienen la desfachatez de proclamar que los profesores trabajan poco y por eso está bien bajarles el sueldo (a cualquiera de ellos metería yo, siquiera una semana, en un aula de secundaria obligatoria, con las consiguientes evaluaciones, preparación de clases, correcciones de tareas, funciones tutoriales, reuniones con el departamento de orientación, atención de padres, etc.), consideró que dar media jornada libre a los alumnos para que ejercieran su derecho al voto significaba al mismo tiempo que los docentes “disfrutarían” de unas horas de asueto que ni les correspondían ni merecían.
En vista de ello, ideó una estratagema: dos miembros de la Junta Electoral, provistos de una urna, visitarían todas las aulas y, pasando lista del grupo, matarían no ya dos, sino tres pájaros de un tiro: que los profesores diesen el callo como debe ser, que ningún alumno se escaquease y que votase el mayor número posible de ellos (así luego se podría presumir de alta participación y cosas así). Eso, a lo que se ve, era defender la libertad de voto. ¿Y quiénes fueron los miembros de la Junta Electoral encargados de tal función? Pues, mire usted: Juan Ángel de la Calle y Carlos Rodríguez. Juan Ángel, respetuoso y estricto observante de cualquier norma, reglamento u ordenanza (según pueden dar fe cuantos lo conocen) y fiel seguidor del Arcipreste de Hita en aquello de que hay que anteponer los placeres a las preocupaciones porque allí donde hay tristeza hay pena, dijo al segundo: “Ya que tenemos que hacer esto, procuremos no aburrirnos y hallar solaz en la obligación”. Y, como dicen que cuando el diablo no sabe qué hacer mata moscas con el rabo, al llegar a un aula, y pasaron por todas, tras citar al último de la lista, decía muy serio: “Zalabardo, Matías Zalabardo”. En mala hora se le ocurrió tal cosa.
(continuará…)