APUNTES DE VIAJES: UNA CIUDAD ENCANTADA Y ALGO MÁS
Me aconseja Zalabardo que me atenga únicamente a las impresiones recibidas como simple viajero y huya del tono complaciente propio de las guías turísticas. Si pareció eso mi apunte anterior, de verdad que lo siento, porque solo pretendía dejar constancia de la admiración que me produjo una ciudad de la que no tenía otros datos que los de la fama de sus casas colgadas, su semana santa y su museo de arte abstracto.
El segundo día estaba reservado para visitar la provincia. Y como no podía ser completa, seleccionamos la zona que nos pareció de mayor interés: la serranía. El día amaneció cubierto y con amenaza de lluvia, aunque, por suerte, abrió unas horas después. Sí hacía, en cambio bastante frío. Salimos de la capital con 3º y, cuando comenzamos a subir por las primeras estribaciones de la sierra, la temperatura bajó hasta los 0º.
El primer destino sería la Ciudad Encantada, a unos 35 kilómetros de Cuenca y cerca de la población de Uña. Antes, sin embargo, se imponía hacer una parada para acercarse a la imponente oquedad llamada el Ventano del Diablo, balcón natural que se asoma a un río Júcar que lucha en una profunda hoz por encontrar su camino entre las rocas.
La Ciudad Encantada es un curioso capricho de la naturaleza, que ha hecho que el agua, la nieve y el aire moldeen las rocas calcáreas de la zona hasta conseguir formas inverosímiles a las que la imaginación popular ha otorgado nombres no menos caprichosos: los osos, la foca, el mar de piedra, la tortuga, la lucha entre el elefante y el diplodocus, etcétera. Una cosa me disgustó sobremanera en este paraje: que muchas de las flechas que indican el recorrido que debe seguirse y algunos nombres de las diferentes formas estén marcados con pintura sobre la misma roca. Alguien debería evitar ese desmán.
Más adelante, siguiendo por la misma carretera y adentrándonos más en la sierra, a unos diez kilómetros después de pasar el pueblo de Tragacete, se puede disfrutar de un espectáculo casi sin parangón: el nacimiento del río Cuervo. El año ha sido especialmente sonoro, no creo que nadie discuta este dato, y esto se nota en estos parajes. Una vez llegado a un anchuroso aparcamiento que hay junto a la carretera, basta caminar unos doscientos metros para encontrarse con la cascada tobácea cuya foto acompaña el apunte. Remontando el curso, se puede llegar pronto al mismo nacimiento del río. La pena es que no pudimos hacerlo, porque es tanta el agua que hay este año que parte del sendero está inundado y habría que meterse en el agua hasta media pierna.
Esto nos dio ocasión para continuar la visita y dirigirnos hacia otro lugar, la hoz de Beteta, ya a unos ochenta kilómetros de la capital. La hoz de Beteta, áspera garganta por la que discurre el río Guadiela, va desde Beteta a Puente Vadillo. Por la margen izquierda del río, entre este y una alta muralla de piedra, discurre un sendero botánico bastante educativo, ya que hay frecuentes paneles que nos explican la fauna y flora de la zona. La misma razón que en el recorrido anterior, el exceso de agua que corta el camino, nos impidió recorrerlo completo. No obstante, pudimos hacer el tramo que va desde la Fuente de los Tilos hasta el comienzo de la subida a la Cueva de la Ramera, que algunos llaman también de don Quijote.
Y ya nos quedaba el tercer día, el de la vuelta, lunes. En el viaje de regreso teníamos previstas unas visitas, pero a la hora de organizar las cosas no tuvimos en cuenta que si bien en Andalucía ese lunes era festivo, no lo era, en cambio, en Castilla-La Mancha y los lunes no festivos son días de cierre para museos y monumentos. Así que nos quedamos sin ver las ruinas de Segóbriga, en Saelices, o la Casa de Dulcinea y el Centro Cervantino de El Toboso. Tuvimos que conformarnos con visitar los molinos de viento de Mota del Cuervo, que la gente del lugar señala como los auténticos contra los que luchó don Quijote, y dar un paseo por las calles de El Toboso.
Y eso ha sido esta escapadita. Ya veremos cuál y cuándo es la próxima.
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