sábado, octubre 01, 2022

NO DONDE NACES, SINO CON QUIEN PACES

Francisco Delicado ―de quien no hay seguridad sobre si nació en Córdoba o en Jaén―cuenta en el mamotreto XLVII de La Lozana andaluza cómo Silvano, uno de los personajes, presume de haber conocido al autor de la historia en Martos, población que califica como su tierra, lo que hace a Lozana preguntar si no era nacido en tierras cordobesas, como su padre. Silvano le responde con el refrán que da título a este Apunte y que Gonzalo de Correas tenía recogido como No con quien naces, sino con quien paces, con el que se quiere señalar que hacen más las compañías que el linaje y la crianza. Y hasta nuestros días ha llegado en su variante No se es de donde se nace, sino de donde se pace. Muchas probabilidades tiene este refrán de proceder de una sentencia latina, ubi bene, ibi patria, que podemos traducir como ‘en donde se está bien, allí está la patria’, que llegó a emplear el mismo Cicerón.

            No cabe duda, comento con Zalabardo, de que los seres humanos guardamos hacia la tierra natal o adoptiva un sentimiento anudado con lazos muy fuertes: de afecto, de cultura, de historia o de muy diferentes tipos. A mí mismo me sucede con Osuna, mi pueblo. A ese lugar solemos llamar patria, que en su origen no significa otra cosa sino ‘la tierra de nuestros padres’, aunque en mi caso sea yo el único nacido allí. Con los siglos, esta palabra se ha interpretado de muchas maneras, incluso se ha identificado con nación, hasta ser raíz de dos términos antagónicos: patriotismo y patrioterismo. Pero no voy a entrar en esa cuestión; para quien quiera saber la evolución del concepto encerrado en patria solo recomendaré la lectura del muy profundo artículo que Ismael Saz le dedica en el Diccionario político y social del siglo XX español.

            Le pregunto a Zalabardo si recuerda el revuelo que se organizó en algunos sectores del espectro político español cuando la vicepresidenta Yolanda Díaz tuvo la ocurrencia de proponer que sería interesante abrir el debate sobre si debiera sustituirse patria por matria (no recogida en el DLE, punto que no importa, ya que sabido es que no es el diccionario quien crea las palabras), término que a su juicio designa un espacio que nada tiene que ver con la tierra de nacimiento o con el Estado, sino con un lugar interior en el que se puede crear un espacio propio.

            Quienes tanto se escandalizaron de este razonamiento no cayeron en la cuenta, o tal vez prefirieron ignorar, que matria no es ningún neologismo, que ni la ha inventado Yolanda Díaz ni es de nuestros días, sino que viene avalada por una larga historia. Se suele decir que Plutarco (historiador griego de nacimiento, pero a quien su amigo el cónsul Lucio Mestrio Floro apoyó para que se le concediera la ciudadanía romana) fue el primero en utilizarla cuando escribió que los cretenses llamaban a su país matria, conscientes de que los mayores beneficios se los debemos a nuestras madres. Pero ello no debe arrastrarnos a caer en el error de pensar, como algunos, que patria/matria es reflejo de la oposición padre/madre. Es preciso saber que, en latín, patria era femenino y la terra patria designaba el lugar del que procedían indistintamente tanto el padre como la madre.

            A matria se han referido varias veces Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Jorge Luis Borges, Virginia Woolf, Julia Kristeva… Larga lista. Y Ernesto Sábato, argentino y Premio Cervantes en 1984, escribió que la patria es la infancia y quizá por eso sería mejor llamarla matria. Tal vez estuviese recordando un poema de Rainer María Rilke en el que afirma que la verdadera patria es la infancia. Quizá pudo también tomar la idea de Miguel Delibes, quien hablando del afecto con que son acogidos los niños de sus novelas dijo que la infancia es la patria común de todos los mortales.

            Pero le pido a Zalabardo que regresemos al refrán del comienzo y a la sentencia latina, ubi bene, ibi patria, ‘donde nos sentimos bien, allí tenemos la patria’, porque cualquier otra cosa me parece que es encerrarnos en unos límites asfixiantes y romper lazos con quienes nos rodean. Le recuerdo el poema de Machado recogido en Los sueños dialogados en el que escribe: Mi corazón está donde ha nacido, / no a la vida, al amor… Alberto Cortez interpreta también una bella canción en la que dice: No soy de aquí, / no soy de allá


           
A Zalabardo, que jamás me ha revelado su origen, le pregunto si es bueno sentirse tan atado a un concepto rígido de patria. Me contesta que él se siente mejor siendo de muchos lados. Y me cuenta que un actor argentino, Eduardo Blanco, decía en 2010 en una entrevista que le hicieron: Uno no es solo de donde nace, aunque lo sea, ni de donde pace, aunque por descartado, sino también de donde tiene sus muertos. Y me repite una frase, de la que afirma no recordar quién fue su autor, que hiela un poco la sangre: Empieza uno teniendo una patria y acaba echando de ella a todo el mundo. De Zalabardo aprendí a rechazar todo tipo de nacionalismo patrioteril y quizá, por su influencia, cuando me preguntan de dónde soy responda, un poco con ironía: De Osuna, ¿de dónde se puede ser mejor?, aunque aparentemente parezca que incurro en contradicción al responder cuando me preguntan si soy sevillano: Sí, pero no ejerzo.

domingo, septiembre 25, 2022

ERRORES DE INTERPRETACIÓN Y CRÍTICA


En Corazón tan blanco, una de las más interesantes novelas del recientemente fallecido Javier Marías afirma el protagonista narrador: Es preferible correr algunos riesgos y encajar los incidentes (a veces graves) y los malentendidos (duraderos a veces) que inevitablemente producen las imprecisiones de los intérpretes. Cierto es que el contexto en que Marías, o su personaje, dice tal cosa es diferente al que me voy a referir yo, pero no por eso deja de valer para mi propósito.

            Muchas veces he hablado con Zalabardo de la complejidad del proceso comunicativo y del cuidado con que hay que enviar y recibir cada mensaje. Porque no se trata solo de que yo quiera decir algo, sino de acertar a decirlo del modo debido para no inducir a error a mi interlocutor; como tampoco basta con que el receptor oiga o lea lo que le digo, sino que es de necesidad imperiosa una recta interpretación de lo que he querido decir. A eso alude el personaje de la novela de Javier Marías, a que cualquier malentendido, la más pequeña interpretación errónea de unas palabras, puede originar incidentes de muy diferente nivel de gravedad.

            En el acto de la comunicación no solo importa que emisor y receptor se valgan del mismo código; para que el mensaje no quede distorsionado cumplen una función especialísima el contexto y la situación. El contexto lo forman los elementos que anteceden y siguen a una unidad lingüística determinada y ayudan a concederle su valor; la situación, en cambio, la constituyen las condiciones psicológicas, sociales e históricas (factores extralingüísticos) que hay que tener en cuenta para interpretar correctamente un mensaje. Le pongo a Zalabardo dos ejemplos. Si digo No me gusta la elección de Luis Enrique, quedará la duda, dicho así sin más, de si lo que no me gusta es que Luis Enrique haya sido elegido o no me gusta lo que Luis Enrique ha elegido. Y si le digo a alguien ¡Qué hijo de la gran puta estás hecho!, faltará conocer todos los elementos extralingüísticos que intervienen para saber si estoy insultándolo o elogiándolo.


            Ese riesgo citado en la novela, le digo a Zalabardo, se da con más frecuencia de la deseable en las redes sociales. La brevedad e inmediatez que en estas se exige hacen que contexto y situación queden marginados. La consecuencia: surgen los malentendidos, las interpretaciones equivocadas (a veces de manera maliciosa) que dan pie a incidentes más o menos graves. El comportamiento de nuestros políticos, por ser algo bien visible, nos lo muestra casi a diario. La supresión del inicio de unas declaraciones de la ministra Irene Montero nos deja una frase de la que se valen sus enemigos para acusarla de defensora de la pederastia. Y no es que la ministra me resulte simpática; pero es una mentira maliciosa lo que dicen que ha dicho. Por la otra parte: ¿Se puede llamar insolvente a Feijóo? Me parece que no es lo adecuado. En insolvente hay una carga de profundidad, negativa, que hace que el adjetivo sea más duro que incompetente, por ejemplo. En el caso de Montero se oculta el contexto; en el de Feijóo se aplica una connotación situacional.

            Y, como suele ocurrir, un tema nos lleva a otro y Zalabardo y yo pasamos a hablar de la crítica, del derecho a ejercerla y de la conveniencia de aceptarla. Porque es un principio innegable que todo aquel que expone en público una actitud o una idea está expuesto a ser criticado. Pero es fácil ver que no nos gusta ser criticados y nos cuesta aceptar una crítica. Muchos incidentes acaecen porque consideramos crítica cualquier cosa que los otros digan. De ahí la necesidad de entender e interpretar bien. Baltasar Gracián decía que no puede ser entendido el que no sea buen entendedor. También dice que algunos serían sabios si no creyesen serlo. Y, también, que no se debe criticar a bulto: el mal gusto habitualmente nace de la ignorancia.


            Zalabardo me apostilla que, aunque no soportamos que nos critiquen, no dejamos de criticar a los demás. Y me deja caer esta frase de Friedrich Dürrenmatt: uno está expuesto a la crítica como a la gripe. Entonces recuerdo un artículo que escribió hace años Ferran Ramon-Cortés en el que, entre muchas otras cosas, afirmaba que si la crítica es una observación [impresión personal desligada de cualquier juicio hacia la persona], se tomará bien; pero si la crítica implica un juicio [una catalogación de la persona, no de lo que dice], lo más probable es que siente mal.

            Todas estas reflexiones me hacen volver al principio: si nos esforzamos en interpretar bien, evitaremos los malentendidos; si no hay malentendidos, no habrá conflictos; si procuramos ser mejores entendedores antes que exigir ser entendidos, sabremos diferenciar las observaciones de los juicios molestos. Si alcanzamos esa meta, no necesitaremos creernos sabios, pero es posible que estemos rozando, aunque sea muy superficialmente, el manto de la sabiduría.

domingo, septiembre 18, 2022

SOBRE CACHONDEO

 

Le cuento a Zalabardo que una estancia de algunos días en la costa gaditana me ha dado ocasión para meditar acerca del origen y relaciones entre el sustantivo cachondeo, el adjetivo cachondo/a y el verbo cachondear(se). Lo que parece tarea fácil no lo es tanto. Pudieran ser, las tres, formas de una misma familia o, por el contrario, un ejemplo más de homonimia, palabras coincidentes en su forma, pero con origen diferente.

            A Zahara de los Atunes se entra cruzando el río Cachón, dato que hay que tener muy en cuenta ya que los zahareños presumen de ser los inventores del cachondeo, palabra a la que asignan su origen precisamente por el nombre de ese río. Entre sus argumentos, dicen contar con un testigo crucial, el mismísimo Cervantes. Echan mano de algunos fragmentos de La ilustre fregona, donde se dice del joven Carriazo que pasó por todos los grados de pícaro hasta que se graduó en las almadrabas de Zahara, donde es el finisbusterrae de la picaresca. Poco más adelante leemos: No os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes; y aún un poco más: Aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta. Allí campea la libertad y luce el trabajo.

            Zahara de los Atunes, como varios otros pueblos cercanos, vive de la pesca de este pez y la técnica de la almadraba es todo un arte que se viene practicando desde muy antiguo. Cuentan en la zona que los almadraberos, al terminar la faena, se reunían junto al río Cachón para descansar y solazarse y allí sucedía todo lo que cuenta Cervantes y aún más. Por eso, asistir a tales reuniones era estar o irse de cachondeo. Este tipo de reuniones atraía a gran cantidad de ociosos y maleantes. Hasta tal punto que el marqués de Santillana recoge el refrán Roncalde, que del almadraba viene, comentado por Rodríguez Marín, en su edición de esta novela diciendo que tan de vagos era el andarse en las almadrabas que cuando tornaban, les daban vaya por los caminos, roncándoles, para echarles en cara su haraganería. Quizá esto sirva para explicar el significado que el DLE da al término, ‘falta del rigor o seriedad necesarios, juerga, jolgorio’ o para el que da al verbo cachondear(se), ‘burlarse, guasearse de algo o alguien’.


           El problema podría surgir cuando vemos que el diccionario académico hace proceder la palabra de cachondo. El Diccionario académico, el etimológico de Corominas y algunos otros, afirman que cachondo/a, ‘que está en celo’ o ‘persona dominada por el apetito sexual’, es voz que deriva del latín cattulus, ‘cachorro’. Mantienen algunos que por imitación de verriondo (de verres) y de toriondo (de toro) surgió una forma catuonda, catulonda o cachionda para designar a la ‘vaca en celo’ y que acabaría en cachonda, pues originalmente existió la forma femenina que solo más tarde se trasladaría también al masculino.

            Cuando hablo antes de problema es porque Corominas, en una entrada anterior, habla del origen de cacho, que hace derivar del latín cacculus, ‘olla, cacharro’. De cacho, dice, procede cachar, ‘hacer pedazos algo’ y ‘hablar de alguien burlona o irónicamente’. La verdad sea dicha, no veo mucha relación entre cachorro y cacharro, pese a la similitud fonética.

            Confieso a Zalabardo que no puedo asegurar nada porque tampoco hallo lugar en que se me aclare cómo esto segundo pasa a lo primero o, si así lo queremos, al revés. En conclusión, yo no me atrevería a privar a los zahareños de sentirse orgullosos por ser inventores de una palabra. Y menos aún si, cuando repaso este apunte antes de subirlo a la Agenda, leo un artículo de Elvira Lindo en el que califica de cachondas a unas señoras que se divierten sin que el adjetivo nos haga pensar de ellas que son unas salidas ni unas vacas en celo. Por eso, dejaría estar las cosas como están, con esa pizca de ambigüedad que no acertamos a aclarar y que los zahareños continúen felices por su invento.


            Por cierto, cuento a mi amigo, cuestión que nada tiene que ver con esta es la del nombre del pueblo y su gentilicio, zahareño. No tengo la menor idea sobre la lengua árabe y todo lo digo por referencias. También aquí hay dos bandos sobre el origen del nombre de la población, Zahara, que relacionan con Sahara, porque dicen que coinciden con la misma raíz, ṣaḥrā, ‘desierto’. Pero, ya en el siglo XVI, Covarrubias recogía en su Tesoro el término zahareño, que define como ‘pájaro esquivo y dificultoso de amansar. Es término del arte de cetrería y arábigo, y dicen venir de la palabra çahara, que significa peñasco o breña, por haberse criado estas aves en las hendeduras de los altos riscos’. Todo cobra sentido si conocemos cómo son las costas en que se asienta este pueblo, si pensamos que hay un tipo de manzanilla, que se da en la Axarquía y en Sierra Nevada, en terrenos rocosos, llamada zahareña y si pensamos que zahareña es también la persona ‘arisca, desdeñosa, huraña’, como el ave de que hablaba Covarrubias. Eso lleva a pensar, con el lexicógrafo toledano que fue capellán de Felipe II, que el origen de Zahara será más bien ṣaḫrî, que significa ‘peñasco, roca’.

sábado, septiembre 10, 2022

…, NO, LO SIGUIENTE

 


Zalabardo me ha oído con frecuencia repetir que hay tres principios de máxima validez referidos a la lengua. El primero, que el pueblo es su dueño y es quien la hace y deshace; el segundo, que es algo en constante mutación; y tercero, que ni la Real Academia, ni la Gramática ni el Diccionario dictan cómo hay que hablar, sino que se limitan a reflejar cómo se habla en cada momento.

            Sabido eso, digamos que el hablante tiene la responsabilidad de tratar con mesura y respeto la lengua heredada, la obligación de procurar que, si no evoluciona a mejor, nunca lo haga a peor. Academia, Gramática y Diccionario son orientadores y guías, pero no depositarios exclusivos de esa lengua.

            Esta responsabilidad, claro está, recae sobre unos más que sobre otros. Quienes se valen de la palabra como principal instrumento de su actividad ―periodistas, profesores, políticos…― han de ser más cuidadosos, porque son referentes para el pueblo, que termina asimilando las formas y giros lingüísticos que manejan. No olvidemos que habrá palabras, giros, que podrán gustarnos o no, pero que, si se generalizan, acabarán triunfando e integrándose en el fondo común. Por eso hay que dejar claro que aunque en el Diccionario aparezca almóndiga, eso no quiere decir que sea un término correcto, pues ya en él se lee que es de uso vulgar; o por eso hay que hacer entender que el hecho de que una palabra no aparezca en el Diccionario no la invalida de ninguna manera; o, por eso, nadie debe decir que el sufijo -nte no tiene femenino…


           He comentado a veces con Zalabardo dos giros que no me gusta, pero que parecen instalados ya en nuestra lengua común. Uno es la negación sistemática con para nada en lugar del claro y rotundo no. Y el otro es ese extraño giro no, lo siguiente, para expresar un grado que o no existe o se puede decir de otra manera. Ya en 2018, un cronista deportivo escribía: Zidane no es torpe, es lo siguiente; y en 2021 repetía: Militao no es torpe, es lo siguiente. No es pues un vicio reciente. ¿Cuántas veces habrá repetido este hombre lo mismo, ignorando que en nuestra lengua podría haber utilizado el superlativo, torpísimo, o echar mano de incompetente, nulo, negado, inhábil, obtuso, incapaz, ceporro, tarugo, zoquete, garrulo, maleta y no sé cuántas formas más para destacar la mucha torpeza que él veía? Pero prefería lo siguiente, con olvido de que, por su prestigio profesional, muchas personas acabarían empleando tan fea expresión.

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, creo que más condenables que este tipo de errores son las manipulaciones conscientes del lenguaje con fines no siempre lícitos. Sobre esta cuestión he encontrado, casi por casualidad, un libro publicado en 2018 y que no conocía: Las manipulaciones del lenguaje, de Nicolás Sartorius. Quien no tenga una memoria muy débil sabrá que este abogado fue cofundador de Comisiones Obreras, partícipe en los debates para la redacción de la Constitución, figura importante en la Transición y parlamentario hasta 1993. Luego debe saber de qué habla.


            La tesis de Sartorius en este diccionario o glosario de expresiones y palabras que hoy circulan de forma abundante es que el lenguaje ha sido históricamente manipulado ―por los políticos, en especial durante las dictaduras, y por la religiones― para evitar palabras y expresiones que serían más adecuadas, pero peor aceptadas. Me voy a quedar con tres: posverdad, externalizar y viral.

            Posverdad podría sonarle a alguien poco avisado como ‘lo que está más allá de la verdad’, con lo adquiriría un barniz positivo. Sin embargo, el DLE dice de posverdad que es una ‘distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales’; o sea, posverdad es igual que mentira. Y es un arma tan nociva que transforma la realidad en asuntos de enorme transcendencia. Sartorius da ejemplos: Trump llegó a ser presidente con la excusa, posverdad, de que Hillary Clinton ponía en peligro la seguridad de los EEUU; el brexit triunfó con la afirmación, posverdad, de que Gran Bretaña pagaba los gastos de la UE; el procès catalán se ha sostenido sobre el mantra, posverdad, “España nos roba”.

            Externalizar, ‘encargar el trabajo que se realizaba en una empresa o institución dentro de sus locales y por sus plantillas a empresas y personal externos a ellas’ es algo frecuente en nuestros días. Se externaliza la sanidad o la enseñanza públicas derivando la atención a centros privados o subvencionando colegios privados. ¿Se mejora con ello la sanidad o la educación? Ni mucho menos. Al externalizar, lo que se hace es obtener la fuerza de un trabajo sin asumir las obligaciones de una relación laboral. El estado deja la gestión de esas atenciones en manos de empresas privadas sin hacerse cargo de esos trabajadores que, en no pocos casos, se convierten autónomos y no miembros de una plantilla. Afirma Sartorius que externalizar sale mucho más barato que construir centros o formar profesores y su objetivo final es hacer desaparecer al trabajador como sujeto de derechos y eje del sistema productivo.


           Y nos queda viral. A esta palabra, ‘relativo a un virus’ en su origen, se le ha añadido el significado de ‘mensaje que se difunde con gran rapidez, exponencialmente, en las redes sociales, mediante constantes envíos y reenvíos’, con lo que se la dignifica. ¿Dónde está la manipulación? En que la rapidez de difusión de una posverdad, una mentira, o un bulo, informaciones premeditadamente falsas, es decir, hacerlas virales, quita al receptor la facultad de analizar la veracidad del mensaje, cosa que poco importa, porque lo que el emisor busca es que, con tanta machaconería, se acabe creyendo que podría ser verdadero.

sábado, septiembre 03, 2022

SOBRE DOGMAS Y AXIOMAS

 Pese a los muchos años que llevo jubilado, no consigo desprenderme de lo que constituye el ritmo de los cursos. Por eso, durante el verano, dejo guardada la Agenda de Zalabardo para reiniciarla en septiembre, cuando el verano se nos aleja y empieza a asomar el otoño. Ojalá vengan las aguas que tanto faltan y se sosieguen los ánimos encrespados que hemos debido soportar en tantos ámbitos. Pero Rusia sigue con su ataque a Ucrania y nuestros políticos no pierden la afición a la gresca que ya mostraban antes de las vacaciones.

            Le digo a Zalabardo en el reencuentro que he hecho lo posible por abstraerme de esa situación anómala buscando refugio en la lectura y los paseos. Y también he meditado sobre la naturaleza de las redes sociales, que juzgo positivas aunque generen peligros, riesgos y situaciones que no pueden sortearse más que bloqueando alguna de esas extrañas amistades de Facebook o algún contacto de Whatsapp. Aunque la decisión no resulte grata.

            La razón, le digo a mi amigo, es que me cuesta entender el nivel de intolerancia con que no pocas personas se mueven en las redes. Que alguien defienda ideas que no tienen por qué ser compartidas por los demás es algo lógico y natural. Pero duele ver hasta qué punto una religión, una doctrina política, un sistema de pensamiento― conjuntos de creencias en principio todas respetables, salvo contadas excepciones― puede derivar hacia conductas sectarias y fanáticas. Le digo a mi amigo que las personas debieran estar por encima de sus ideas, aunque algunos no parecen entenderlo así.

            Reflexionando sobre esto, he recordado dos lecturas, una añeja y otra más reciente. Valle-Inclán dice en uno de sus esperpentos: «La crueldad y el dogmatismo del teatro español solamente se encuentra en la Biblia»; y poco más adelante: «[Nuestro teatro] tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática». Y en una de las lecturas de este verano, Luis García Montero: «las constituciones no son libros sagrados, intocables que se cierran para siempre en un propio ser, sino obras en marcha obligadas a responder ante los cambios y necesidades de su sociedad». Todo esto debería ser algo sabido: una gramática solo da cuenta del estado de la lengua en un momento dado y una constitución responde a las necesidades de un momento preciso. Si la lengua cambia o en la sociedad surgen necesidades nuevas, gramática y constitución habrán de adaptarse a esos cambios.

            Por desgracia, eso no es así entre nosotros. Hay quienes se empeñan en que cualquier conjunto de ideas ―religiosas, políticas, sociales…― es inmutable por definición o por el capricho de alguien. Grave error nacido de otro error aún mayor: que la verdad viene siempre del mismo lado. Los que eso piensan convierten sus ideas en dogmas sin entender, porque se empeñan en ignorarlo, que nunca un dogma debe confundirse con un axioma.

            Zalabardo sabe bien, lo hemos hablado varias veces, que ambas palabras tienen origen griego. Axioma, en sus inicios, significaba ‘lo que guía como justo’ y los diccionarios actuales lo definen como ‘verdad o proposición que, por su evidencia, no necesita demostración’. Dogma, en cambio, significaba ‘parecer, decisión, opinión’, aunque ahora se entiende como ‘proposición o conjunto de creencias que se consideran indiscutibles e innegables’. Con facilidad entenderemos que el axioma es algo natural, que no necesita más que ser observado para su aceptación, mientras que el dogma es siempre algo forzado, creado para someter a otros. Cuando decimos que un todo está formado por la suma de todas sus partes, nadie duda de que enunciamos un axioma. No se nos impone y no se trata de creerlo o no, pues basta con su simple evidencia. Pero si alguien nos dice que el autoritarismo solo se da en la extrema derecha y en el fascismo está enunciando un dogma, una opinión que se desea imponer pese a que puede ser rebatida con facilidad.

            Axiomas y dogmas se dan solo en todas las esferas de la vida y no solo en las religiones o la política, aunque quizá en estas resultan más notables. El axioma es intemporal, una verdad que está ahí y que nadie impone ni se ha de demostrar; el dogma nace en un momento dado y por una necesidad de someter a pensar lo mismo a todos los seguidores de ese sistema.


            El austriaco Paul Watzlawick diseñó una clara teoría sobre los axiomas de la comunicación; citemos solo el primero: es imposible no comunicar. Es una verdad de Perogrullo. La comunicación no es solo un acto de voluntad, pues cualquier movimiento, cualquier palabra, cualquier vestuario, cualquier gesto, etc., puede ser interpretado; por lo tanto, no comunicar es imposible. Y en geometría, pocas cosas hay tan claras como que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos.

            La sencilla validez del axioma prevalece aunque no reparemos en ello. Todo lo contrario que el antipático dogma, que suele nacer de un conflicto en el que una parte pretende imponer sus creencias a los que piensan de diferente manera. Por eso es discutible el dogma jurídico de que no hay pena sin ley, es decir, que si no existe una ley que lo avale, tampoco hay conducta merecedora de castigo. Tan discutible como el referido a la nutrición que afirma que el veganismo es la única forma de vida equilibrada.

            Pero le repito a Zalabardo que son las religiones los cuerpos de creencias más dados a sostenerse sobre dogmas. Si no estoy equivocado, que pudiera ser, el credo islámico, lo que se llaman cinco pilares del islamismo, fueron expuestos por Abu Hanifah en el siglo VIII para impedir las desviaciones de algunos grupos de fieles. Y, en la Iglesia Católica se discutió mucho para definir el dogma de la virginidad de María, como se discutió el problema de los hermanos de Jesús que cita el Nuevo Testamento, que los católicos resuelven diciendo que no eran sino primos y, los ortodoxos, hijos de un matrimonio anterior de José. Cuando en un grupo dos o más partes se empecinan en que sus creencias son las verdaderas, nace el conflicto, la escisión, el cisma, y cada una acaba definiendo su opinión como dogma, que no puede discutirse ni negarse. El axioma de que todos los ángulos rectos son iguales es una verdad universal, anterior a Euclides, que se limitó a expresarla. En cambio, la infalibilidad del papa ha sido algo tan cuestionado a lo largo de los siglos que tuvo que ser formulada como dogma por Pío IX a finales del siglo XIX.

domingo, junio 05, 2022

TERUEL: DE LUGARES, TRADICIONES Y LEYENDAS

Una breve estancia por tierras de Teruel explica que faltásemos a la cita la semana anterior. Tampoco creo que sean muchas las quejas por la ausencia. Lo que sí quiero avisar es que, tras este apunte, Zalabardo y yo nos tomaremos un descanso para regresar una vez que pasen las calores. Es costumbre de esta Agenda desde su aparición en 2006.

           


Zalabardo, que es listo y me conoce bien, no comete la torpeza de decir: «¿Teruel? ¿Y qué vas a hacer en Teruel?» Tampoco caerá en el irrespetuoso tópico de «¿Pero Teruel existe?» y cosas así. Sabe mi amigo que no me atraen, por ejemplo, Punta Cana y lugares semejantes porque para playa y bullicio ya tengo al lado la Costa del Sol. De sucumbir al turismo impuesto por agencias, me iría a Ipanema, más que nada porque me ilusionaría encontrar «a coisa mais linda», la garota a la que cantó Vinicius de Moraes.


            Teruel, provincia que desconocía, me ha permitido disfrutar de las múltiples posibilidades que ofrece al viajero. Ya justificaría la visita apreciar de cerca esas joyas del arte mudéjar que son la catedral, las torres de San Pedro o la del Salvador y otros lugares. Pero es que se puede hacer un recorrido por los pueblos de la Sierra de Albarracín, donde, aparte de su núcleo principal, Albarracín, una auténtica joya, se puede tomar conciencia de qué es eso de la España vaciada: pueblos en cuyas calles apenas se ve a nadie, hermosas iglesias en estado ruinoso, cerradas, casas abandonadas. En Gea, un vecino nos paró y se interesó por nosotros: «¿Están ustedes de pensión?» Le dijimos quiénes éramos, de dónde veníamos y qué buscábamos. Nos confesó que, de sus 94 años, solo ha estado dos fuera del pueblo, en Barcelona. «Pero ahora los jóvenes se van», dijo en tono triste. Estábamos junto al abandonado convento del Carmen: «Esto era un convento de frailes. Al lado había uno de monjas. Entre uno y otro había un pasillo subterráneo que los comunicaba; parece que tenían sus cosillas». Y se reía.

           


En Calomarde, Carmen, no dudó en dejar las patatas puestas al fuego, «si se queman, haré otra cosa», para enseñarnos la iglesia, de la que tenía llave: «Aquí no hay cura. El que viene, ha de atender a varios pueblos; en este vivimos unas veinte personas y, cuando viene los domingos, a la iglesia solo vamos dos o tres».

 


           En este paseo por la Sierra de Albarracín encontramos pueblos semejantes: Royuela, Frías de Albarracín, Griegos, Villar del Cobo, Tramacastilla… Sin cura, sin farmacia, sin tienda… Carmen nos dijo entre carcajadas: «Una vez, uno que pasó por el pueblo me preguntó dónde estaba el Mercadona». Pero, a falta de otras cosas, tienen maravillas naturales, como la Cascada Batida, un gozo para los sentidos, o el nacimiento del Tajo, que obliga a pensar que, por grande e importante que uno pueda llegar a ser, todos tenemos un momento en que hemos sido pequeños e insignificantes.

 


           A Teruel nos atrajo otra ruta que, sorprendentemente, desconocen muchos turolenses, la Ruta del Silencio, que no me explico por qué Turismo de Aragón se empeña en llamar pomposamente, en inglés, The Silent Route: 63 kilómetros con pueblos y paisajes maravillosos y sorprendentes (Cañada de Benatanduz, Villarluengo, Pitarque, Montoro de Mezquita, Ejulve…)


            Y, claro está, a Teruel acudimos para saludar, de parte de un amigo, Rafael Jiménez Pradas, al torico. Lo saludamos y él nos pidió que devolviésemos el saludo a nuestro amigo. Y, cómo no, a Teruel acudimos hechizados por la historia de Diego de Marcilla (en realidad Juan Martínez de Marcilla) y de Isabel de Segura, los famosos Amantes de Teruel, trágica historia de un amor ejemplo que dura más allá de la muerte. ¿Se puede morir de dolor? En este caso, parece que fue así.


            Digo «parece» y digo «historia». Porque este relato levanta muchas dudas. Y le digo a Zalabardo que ahí reside, al menos para mí, el atractivo de esta tradición; porque yo, vaya por delante, respeto que en Teruel nadie ponga en duda esta tradición que, cuentan, se remonta al siglo XIII, pero me quedo con que es una leyenda basada, eso sí, en unos hechos que pudieron ser reales, al menos en parte.

 


           Ana Carmen Bueno Serrano tiene un magnífico estudio, Los Amantes de Teruel a la luz de la tradición folclórica (2012) que nos ilustra muy bien sobre los hechos. Teruel, como cualquier otra ciudad medieval, presentaba historias de familias enfrentadas y de familias que pretendían imponer su dominio. No todas sus actuaciones eran lícitas ni justas. Pero los poderosos buscaban los medios para legitimar su linaje y separarlo de cualquier historia turbia. Dice esta estudiosa que un relato maravilloso de un rito de amor y muerte entre miembros de familias podía convertirse en mito de fundación y legitimación de esas familias. Así, el enfrentamiento entre dos extremos absolutos, la verdad y la mentira, la ficción de entretenimiento y la exaltación de un amor mítico-sagrado, constituyen la dicotomía perfecta sobre la que germina la leyenda.

 


           ¿Fue historia lo que ocurrió entre Diego de Marcilla e Isabel de Segura? Contarlo como historia unos hechos pasados ayuda a que el pueblo los tome como tradición. Y esa tradición convierte en verdad la leyenda. Dos jóvenes de clase social diferente se enamoran; él, pobre, fue rechazado por la familia de ella. Diego pide a Isabel que espere cinco años, pues se marchará a la guerra y volverá con nombre y riquezas. Pasado el plazo, algo impide la vuelta de Diego. A Isabel, su familia le impone una boda acorde a su rango a la que no puede negarse. Ya casada, regresa Diego. Ella, sin poder cumplir su promesa y fiel a su marido, le niega lo único que él le pide: un beso. Diego muere de dolor. Isabel cuenta a su marido lo sucedido y este le afea no haber concedido aquel beso. Isabel acude a las exequias de Diego dispuesta a posar sobre el cadáver el beso antes negado. Su dolor es tanto, que muere. Todos acuerdan unir en la muerte a quienes no pudieron unirse en vida y se los entierra juntos

 


          Pero, le digo a Zalabardo, aunque nadie en Teruel dude de esta historia, y no hay que pedirles que renieguen de ella, hay muchas dudas sobre la autenticidad y la fecha del texto en que la historia se narra. Y no podemos olvidar que, en el folclore popular y en la literatura encontramos leyendas muy semejantes (Romeo y Julieta, Calisto y Melibea…). En el siglo XIV, y eso hace a muchos decir que el relato se inspira en la historia de los Amantes, Boccaccio incluyó en su Decamerón (Jornada cuarta, cuento 8) lo que sucedió entre Girolamo y Salvestra. Pero ya en el siglo XII, antes por lo tanto que la historia de los Amantes, tenemos la Historia de la perra llorosa, que Pedro Alfonso incluyó en su Disciplina clericalis. Y al siglo XI pertenece la leyenda vikinga de Hialmar y Gunhilda, todas ellas muy parecidas.


            O sea, que hemos ido a Teruel por muchas razones y hemos vuelto dejando cosas sin conocer. Pero la satisfacción es grande. Y ahora, esta Agenda se cerrará para cargar pilas y volveremos con el mismo ánimo. Buen verano a todos.

sábado, mayo 21, 2022

POR LA BOCA MUERE EL PEZ

 

El abogado del Lincoln es una serie que emiten en Netflix. Zalabardo y yo hemos disfrutado viéndola. A los dos nos gusta este tipo de historias de abogados, detectives, etc. Creo recordar que la serie ya tuvo su versión en película, El inocente, y también recordamos Doce hombres sin piedad, El jurado, Las dos caras de la verdad, Testigo de cargo y tantas otras. En la serie, el protagonista, un abogado que dejó de ejercer por problemas personales, vuelve a desempeñar su profesión obligado por una jueza que le asigna todos los casos de otro abogado amigo al que han asesinado. No voy a contar aquí la serie. Me refiero a ella por un momento puntual de uno de los episodios. El protagonista mira un pez con la boca abierta disecado colocado en la pared y bajo el cual se lee: «Por tener la boca abierta».

            Hace unos días, envié por whatsapp a unos amigos varias fotos del atardecer en el paseo marítimo de Pedregalejo. Uno de ellos, Rafael Jiménez Pradas, me escribió contándome que él, hace tiempo, solía venir por esta zona y le gustaba entrar en el chiringuito Maricuchi. No sé cuánto tiempo es el «hace tiempo» que me indica. Cuando yo llegué a Málaga, hace cincuenta años largos, no conocía aún a Zalabardo. Quien quisiera comer buen pescado en la playa podía escoger entre Maricuchi, El Cabra, El Morata y poco más. Eran, creo recordar, los más populares. Con el tiempo, el paseo marítimo de Pedregalejo se ha llenado de una larga serie de chiringuitos, casi todos de calidad excelente.

            Viendo la serie que cito, le cuento a Zalabardo lo que Rafael me dice y le aclaro, además, que la fecha de mi llegada a Málaga trabajé en un colegio de la zona y entre mis alumnos tuve a un hijo del dueño de Maricuchi. Hay hechos fortuitos que nos llevan a enlazar el presente con el pasado. En este caso, una foto de un lugar, el recuerdo de un amigo, un chiringuito en la playa, una serie de televisión y el recuerdo, mío, de un antiguo alumno se aúnan para crear la sensación de que el tiempo se nos estrecha o ensancha de forma caprichosa.


            La anécdota, en este caso, resulta, además, divertida. En un ejercicio de clase pedí a los alumnos, entre otras cosas, que explicaran el significado del refrán Por la boca muere el pez. Y este muchacho, usando una forma de expresión muy gráfica, dijo exactamente, pues no olvido su respuesta: «Por la boca muere el pez quiere decir, como si dijéramos has metido la pata, mecachis en la mar».

            En efecto, Por la boca muere el pez nos avisa de la necesidad de ser discretos al hablar, de no hacerlo sin reflexionar bien lo que se dice, de que ser lenguaraces sin necesidad tiene el peligro de poner en dificultades a otras personas o a nosotros mismos. Todo ello, partiendo de la imagen del riesgo que para un pez supone abrir la boca ante el anzuelo que se le pone delante. Y bien que lo aclara Gonzalo de Correas en el siglo XVII al recoger esta variante: El pez que busca el anzuelo busca su duelo, por las negativas consecuencias que suele tener. José María Sbarbi nos dice que la forma original del refrán es Por la boca muere el pez: cuenta con lo que se habla, argumento al que se suma el filósofo Julián Marías cuando defiende la forma Por la boca muere el pez y el hombre por la palabra.

            El acierto de este refrán se observa, le digo a Zalabardo, en haber dado pie a otros parecidos que transmiten la misma enseñanza. Por ejemplo, estos dos en los que el sujeto de la imagen sigue siendo un animal: Si el juil (pez endémico de algunas zonas mexicanas) no abriera la boca, nunca lo pescarían o Cantó el cuquillo y descubrió su nido; u otros en que ya se alude claramente a humanos: En boca cerrada no entran moscas, Quien mucho habla mucho yerra o Cada uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice.

            Este consejo de ser prudente y discreto a la hora de hablar no se encuentra solo es esas perlas de la sabiduría popular que son los refranes. En Oráculo manual y arte de la prudencia, del siglo XVII, Baltasar Gracián escribe: «Hablar con prudencia. Con los competidores por cautela; con los demás por decencia. Siempre hay tiempo para soltar las palabras, pero no para retirarlas».

            Zalabardo y yo seguimos hablando de la cantidad de traicioneros anzuelos que se muerden por imprudencia y de la cantidad de palabras que ya no se podrán retirar por mucho que se quiera.

sábado, mayo 14, 2022

HACER NOVILLOS


Mi pueblo, Osuna, está de feria este fin de semana. A mediados de mayo, mi pueblo toma el relevo de la de Sevilla y de la de Jerez. Hace muchos, muchos años, que no voy por la feria de mi pueblo. Lo cierto es que me atraen poco las ferias, como me atrae poco cualquier tipo de festejo que congregue multitudes. No obstante, estos días regreso a mi niñez y recuerdo las casetas de tiro, los puestos de turrón y la bamba que se alineaban junto a las tapias de lo que era el Asilo. Como recuerdo mi atracción favorita, el látigo, y, cómo no, el Gran Circo Americano, en el que los payasos Hermanos Tonetti me hacían reír. No sé si la memoria me juega alguna mala pasada, pero así lo recuerdo yo.

            Con ocasión de la feria, sugiero a Zalabardo, no estaría mal una reflexión sobre la expresión hacer novillos ‘dejar de ir a un sitio donde se tiene obligación o costumbre de ir, particularmente faltar los chicos a la escuela para irse a jugar’, según la definición de María Moliner. Zalabardo pone cara de extrañeza, porque no entiende qué pueda tener que ver una cosa con otra. Le digo, por lo pronto, que feria, ‘festejo, tiempo de vacación y descanso’, era, en un tiempo, la fiesta que se celebraba en días de mercado, en especial en aquellos en que se compraba y vendía ganado. Y hacer novillos, quién lo duda, es como tomarse unas horas de fiesta, de feria.

            No era yo, según recuerdo, niño dado a hacer novillos. En el pueblo, durante el bachillerato, quienes hacían novillos se iban al cerro de la Gallega, a los paredones, a la fachada principal de la Colegiata o, los que alargaban más la ausencia, al camino de las cuevas, a la cueva del Caracol o a las canteras. Recordaba todo esto hace unos días viendo a unos grupos de alumnos del instituto en que me jubilé, aquí en Málaga, cómo tomaban el sol en el Parque del Norte en lugar de estar en clase. Benditos ellos que todavía tienen tantos años por delante.

            El origen de hacer novillos es bastante confuso. No acaba de convencerme lo que sostiene Alberto Buitrago en su Diccionario de frases hechas, que lo sitúa en la costumbre de algunos jóvenes de abandonar su obligación para irse a una dehesa con intención de torear a escondidas alguno de los becerros que en ella pastan. No lo creo porque, aparte de ser una costumbre solo de quienes pretenden ser toreros, es algo que tiene lugar por la noche; además, en el lenguaje taurino, a eso se le llama hacer la luna.

            Zalabardo me dice que sigue sin tener claro que relacione la feria con faltar a clase. Le aclaro entonces que, ya en 1611, Covarrubias recoge en su Tesoro de la lengua castellana o española la expresión ir a novillos, de la que dice que es ‘término aldeano cuando un mozo ha salido del lugar con ánimo de ver el mundo y se vuelve dentro de poco tiempo, como hace el que va a comprar novillos a la feria’. Ya tenemos aquí la feria y el acto de afirmarse como adulto saltándose una obligación. Pero tampoco acabo de estar convencido y me parece una explicación tan incompleta como la de Buitrago. Ya le digo a mi amigo que estamos ante una expresión de origen oscuro.


           Por eso tomo otro camino y le pido que recuerde el capítulo tercero de La vida y hechos de Estebanillo González, pero mi amigo confiesa no haber leído esta novela picaresca y me veo obligado a citarle este fragmento: «…cargando con quince tornillos, novillos amadrigados del Cuartel de Nápoles, los llevé de nuevo a Roma a que hiciesen confesión general…». Le explico entonces que, desde época temprana, se llamó tornillo al soldado que deserta de la milicia, porque ‘se torna y abandona su puesto’. Todavía recogen este significado la Academia y María Moliner. Y los novillos de que se habla en el Estebanillo no son toros, sino, nuevos, novatos, bisoños si preferimos el término italiano. Tal vez, por analogía, la expresión entrase en el lenguaje estudiantil y el tornillo novillo pasase a designar al estudiante que descuidaba sus obligaciones y abandonaba las clases. Hacer como los (tornillos) novillos quedó finalmente en hacer novillos.

            Lo que pudiera sorprender, le digo a Zalabardo, es la cantidad de variantes que, con el tiempo, han surgido para señalar la ausencia a clase. La más extendida, sin duda, es hacer novillos, la que hemos comentado. Pero en mi pueblo, de él hablaba al comienzo y los nacidos allí que me lean podrán dar fe, siempre se dijo hacer la rabona. Supongo su origen en lo que recoge el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, que dice que los cazadores llaman rabona a la liebre que se les escapa y rabonero a ‘quien hace la rabona, que falta a su trabajo’.

            Cuando llegué a Málaga, me encontré con que lo común aquí es hacer piarda, o pialba, según recoge Juan Cepas. Y siento decir que no he encontrado ni texto ni persona que me aclare el origen de piarda. Por fin, para ‘faltar a clase’, el español de ambos lados del Atlántico nos ofrece una numerosa serie que es casi imposible enumerar completa: en Madrid, hacer pellas; en Cataluña, hacer campanas; en Valencia, hacer fuchina; en Asturias, pirar clases; en Canarias, hacer huyona; en Euskadi, hacer pira. Muchas de estas expresiones son corrientes también en el español americano. Más propias de allí son: echarse la brincona, en México; hacerse la pera, en Ecuador; hacer la chancha, en Chile; irse de jobillos, en Puerto Rico…




domingo, mayo 08, 2022

EL MAL DE PRIMAVERA

 

Tras abandonar la cama y disfrutar contemplando cómo Venus se va apagando entre las primeras luces del día, leía esta mañana una entrevista con Javier Marías en la que nos confiesa que escribe sobre temas que le parecen «peligrosos, injustos o estúpidos». Comentamos Zalabardo y yo que aquí se puede aplicar lo de que cada maestrillo tiene su librillo, por lo que hay que desechar cualquier intento de hallar dos escritores que escriban igual. Sirva si queremos en el curioso caso del Pierre Menard nacido de la mente de Borges, que emprendió la tarea de escribir un Quijote que, aunque idéntico punto por punto y coma por coma al de Cervantes, paradójicamente, era un libro diferente.

            Zalabardo me dice: «Fíjate en ti mismo. Si dejas a un lado la excepción de la historia de ese barco holandés que naufragó en Marbella, se observa en tu producción un interés por la memoria, por el recuerdo, y por la persistencia del pasado en tu vida actual que te acerca a muchos otros autores, aunque te sientas diferente».

            Tiene razón mi amigo. La novela en la que me ocupo ahora es la historia de un escritor que, ya al final de su vida, vive por voluntad propia en una residencia y, observando desde su ventana cuanto ocurre en el exterior, reflexiona sobre la muerte ―que de niño le robó a su madre y después le ha ido robando a su esposa y a la mayoría de sus amistades―, sobre el tiempo y sobre la memoria que se resiste a perder los recuerdos. ¿Qué te distingue? Que aunque escribas novela, y por tanto ficción, por todas partes aparecen episodios que, aun vividos por seres imaginarios, se anclan en tu personal experiencia. Valga este ejemplo de un profesor y el mal de primavera:

«La primavera es ya en sí misma, siempre, un regalo. Aunque, y eso me ocurrió en una época ya lejana, a veces pueda sentar mal. O eso fue lo que me dijo un profesor al que pedí aclaración sobre la razón de un suspenso. Su respuesta, que comenzó de manera extensa y razonada, concluyó, no obstante, con un cierre desconcertante: “Pero…, amigo mío…, le ha sentado mal la primavera”. No hubo descortesía ni desdén en sus palabras; su trato fue educado y sus palabras no permitían interpretar intención burlesca ni tono hiriente. Sentado tras la mesa de su despacho, me dispensó una acogida amable y me dirigía una mirada amistosa. A pesar de todo ello, los errores o las omisiones en mi ejercicio siguen siendo, después de tantos años, un enigma y permanecen extraviados en un limbo del que no podrán ser rescatados, imprecisos velados por una niebla que aún no se ha disipado, como sí se disipó la de esta mañana.


El destino caprichoso y voluble ha querido, no obstante, que esta primavera que se ha presentado llamando con su magnificencia a mi ventana, con el azul del cielo y el aroma del azahar, y el feliz añadido ―que Manolo llamaría añadiúra― de esa presencia inesperada, me haya transfundido unas dosis de optimismo que necesitaba, porque hay días en que me levanto con el ánimo abatido, impedido por los grilletes de un desconcierto similar al del día ya remoto en que viví un instante que pudo no haber sucedido pero que sí sucedió, un episodio que tiene más de ridículo que de incomprensible y que, porque no lo puedo olvidar, forma parte de mis pesadillas recurrentes. Me lo dijo así, llamándome amigo, él, tan rígido en su porte y conducta. No era frecuente en aquellos tiempos que un profesor, en la solemnidad de su despacho, llamase amigo a un alumno. Todos en la universidad, alumnos y profesores, ponían exquisito cuidado en guardar las buenas formas. Los profesores eran don Tal o don Cual y los alumnos éramos señor Tal o señor Cual. Incluso aquel profesor de latín tan enemigo de protocolos y formalidades, que predicaba en clase una ideología ácrata, que no dudaba en unirse a nosotros para tomar unos vinos, o nos acompañaba al teatro en las localidades más baratas, que participaba en las tertulias estudiantiles, y al que el resto del claustro miraba un poco de soslayo por su excesiva cercanía a los alumnos, respetaba este código. No como aquí, donde hasta el más humilde empleado, nos tutea: “¿Cómo andas hoy de ánimo?”, me ha preguntado al entrar en la habitación, sin dejar de masticar chicle, una rubia de mórbidos mofletes sonrosados, peinado juvenil y mirada que le confieren un aspecto aniñado, casi de nínfula. No la conozco. Nunca antes la había visto. La otra, la morena menuda y vivaracha que hojeaba mis libros, no ha venido. Estará de vacaciones. “Tienes que alegrar esa cara, que se note que estamos en primavera”, ha añadido. Incluso el jardinero que me provee de botellas de anís me habla de tú: “Que quede claro; si un día te pillan, yo no tengo nada que ver en esto”.

La repentina aparición de Eladio y la llegada de la primavera me han hecho recordar aquel suceso tan lejano y temer que el alevoso destino trate de chafarme tan gozosas coincidencias. Aquel profesor me lo soltó así, de improviso: “Amigo mío, le ha sentado mal la primavera”. Desde entonces, cada año recuerdo tan estrambótica anécdota y me pongo en guardia y me digo: “oído al parche, que ya estamos en primavera”; lo hago por precaución, por si debo aplicarme el pertinente antihistamínico que combata esa alergia que pudiera amargarme la estación. A ella, a Cloe, la divertía y disfrutaba recordando cómo me molestaron sus risas cuando le conté la entrevista. Me dolieron más esas risas burlonas que el suspenso en sí. No tardó en darse cuenta de ello y aprovechaba la menor ocasión para zaherirme; me soltaba a la cara, aunque no hubiera motivo suficiente: “¿Qué te pasa, te ha sentado mal la primavera?”, sin importar que estuviésemos en verano o en invierno. Ahora caigo en que recuerdo este episodio porque hace unas noches soñé con él, con aquel profesor tan serio que me suspendió por causa de la primavera que se me atragantó. No fue un sueño normal, sino una pesadilla. Tengo más pesadillas que sueños. Solía repetírselo con insistencia y ella me afeaba esa tendencia que yo parecía no notar: “Hijo, qué repetido eres, qué manía la tuya de decir lo mismo”. Tal vez eso, las pesadillas, no que lo repita, explique las pocas horas que duermo, la creencia de que he dormido todo lo que me tocaba dormir a lo largo de mi vida. Una mañana pregunté a Eladio, el hombre de la plaza, si su sueño era plácido o sufría pesadillas. “No necesito dormir para tener pesadillas”, me contestó con una frialdad que me dejó perplejo, “mi pesadilla es seguir aún vivo”. Fue una respuesta instantánea, acelerada, pero sin apresuramiento, que casi ni tuvo que meditarla. ¿De qué materia se nutrirán las pesadillas, como las mías o como las de Eladio, que no tienen fin? Hamlet se preguntaba por los sueños que sobrevivirán al de la muerte una vez nos liberemos del inexplicable torbellino de la vida. ¿Me atormentarán mis pesadillas aun después de muerto?»