domingo, mayo 20, 2012

CESAR, DIMITIR, DESTITUIR


           Soy consciente que he comentado estas palabras en alguna ocasión anterior y por ello pido disculpas. Son muchos ya los apuntes de esta Agenda y a veces resulta difícil no reincidir en temas ya tratados. Pero le digo a Zalabardo (que me mira como si dijera: pues si lo has dicho antes, habla de otra cosa y déjanos en paz) que voy a tratar de enfocarlo desde otra óptica porque, de no hacerlo, podría haber quien me echase en cara que me contradigo al defender unas veces la imparable mutabilidad de la lengua y, otras, la necesidad de defenderla de los cambios. Y podrían tener razón.
            Con excesiva frecuencia leemos en la prensa y oímos en radio y televisión, cojo el ejemplo del fútbol, que tal equipo ha cesado a su entrenador a causa de los malos resultados. Pero no se piense que se da solo en el fútbol. Ayer mismo, la edición digital de El País (aunque luego, acertadamente, la edición impresa corregía el error) titulaba: Hacienda tendrá el poder de cesar a quien incumpla los planes de ajuste. ¿No sabe quien lo redactó que ese verbo (cesar) no se puede usar así, que no se puede utilizar nunca como sinónimo de destituir o de echar? Para que nos entendamos: no es que no se pueda decir, pues lo dice, ni que no se pueda utilizar, pues lo utiliza; lo adecuado sería afirmar que no se debe decir ni utilizar de esa forma. Lo deja claro el Diccionario Panhispánico de Dudas, lo advierte a cada instante la Fundación del Español Urgente. A la persona que redactó tal titular le bastaba haber consultado el Libro de Estilo de su diario: cesar es un verbo intransitivo. ¿Y qué quiere decir tal cosa? Simplemente, que una persona puede cesar, pero no ser cesada. Dicho de personas, cesar significa ‘dejar de desempeñar un empleo o cargo para el que fue elegido’.
            Un ejemplo fácil: los presidentes de gobierno y sus respectivos ministros cesan tras estar en el cargo los años para los que fueron elegidos. Si quieren continuar, habrán de presentarse a las elecciones para lograr de nuevo la confianza de los votantes. Cesa, también, el profesional a la conclusión del contrato que firmó. Y si un cese se produce por propia decisión, antes del tiempo establecido, lo que corresponde es hablar de dimisión, ese verbo que en nuestro país casi nadie conjuga por mucho motivo que haya para ello. Pero si una persona ha de dejar un cargo porque ha perdido la confianza de quien se lo brindó, lo correcto es hablar de destituir, deponer o, más fácil, echar.
            Zalabardo, que ha estado oyéndome con sumo interés, o al menos eso aparenta, va y me dice: Bueno, vamos a ver, ¿no eras tú quien decía que el idioma pertenece al pueblo y que, cuando el pueblo decide cambiar, no hay fuerza que consiga pararlo? Yo me lo veía venir, aunque no esperaba que saltase tan pronto; por eso avisaba que quería enfocar este comentario con otra óptica para que no se me pudiera acusar de contradicción en los juicios.
            Por eso le digo de inmediato que suscribo cuanto él dice y que no voy a cambiar ahora, que mi opinión acerca de lo que pudiésemos llamar soberanía del pueblo sobre el idioma es la misma, pero que, en este caso, hay un componente, digamos, especial, que es lo que me lleva a escribir este apunte. Verás, le digo, da la casualidad de que el verbo cesar podríamos etiquetarlo de culto, lo que viene a decir que el pueblo común no lo utiliza. No oirás a nadie, en estos tiempos de tan grave índice de paro, que diga que lo han cesado; la gente, si acaso dice, que lo han echado o que lo han despedido.
            Cesar es, si nos fijamos, un verbo que se emplea en un lenguaje muy específico, el periodístico. ¿Y qué quiere decir eso? Pues simplemente que las personas que lo utilizan son, o eso se supone, gente culta. Son personas sobre quienes recae una gran responsabilidad porque su trabajo revierte sobre otras muchas. Un periodista debe escribir y hablar bien porque, lo piense o no, actúa de modelo para la gente común que no ha tenido la preparación que ellos han podido alcanzar. Es tan importante la función del periodista que no solo reconocemos que sean portavoces de la opinión pública, sino que, a la vez,  aceptamos que puedan ser creadores de opinión e, incluso, forjadores de la lengua.
            El periodista no solo usa el lenguaje, sino que puede crearlo o modificarlo. ¿Y por qué no debemos aceptar que empleen cesar en lugar de destituir? Me vais a perdonar que abra el diccionario y copie el significado de estas palabras. Cesar: ‘dicho de una persona, dejar de desempeñar un cargo’. Dimitir: ‘renunciar a un empleo o dedicación por voluntad propia’. Destituir: ‘separar a alguien del cargo que ejerce’. Hasta ahí todo claro y por eso vuelvo a pedir disculpas.
            Pero veamos un poco. Destituir tiene como sinónimos deponer, separar o echar; dimitir es lo mismo que renunciar o despedirse. Pero, mirad por dónde, cesar, en el sentido en que lo estamos utilizando, carece de sinónimos, a no ser que usemos la perífrasis quedar cesante, lo que viene a ser lo mismo. Esto significa que si confundimos cesar y destituir, si las dos palabras pasan a significar lo mismo, el significado preciso y exacto de la primera, ‘dejar de desempeñar alguien un cargo por finalización del tiempo para el que fue elegido’ se perderá, porque queda contaminado del sentido espurio ‘por voluntad de otro’. Y eso, simple y llanamente, no es sino empobrecimiento y degeneración del idioma, cosa que, a toda costa, por lo que decía de la responsabilidad, no se le debe tolerar a quien tiene el idioma como herramienta de trabajo, en este caso un periodista. Sin embargo, y por desgracia, ya lo dije una vez y no quiero insistir demasiado en ello, la formación lingüística de muchos de nuestros profesionales del periodismo deja bastante que desear. Y no solo en casos como el de las palabras que hoy comentamos.
            Miro a Zalabardo en solicitud de apoyo y aprobación de mis palabras. Pero Zalabardo se calla; no sé si es que desea permanecer neutral en esta cuestión o que, con su silencio, otorga.

lunes, mayo 14, 2012

¿DÉCADA O DECENIO?


                Hay ocasiones en las que Zalabardo me plantea preguntas en las que no sé discernir cuánto hay de inocencia y cuánto de trampa para ver si me pilla en algún renuncio. Esta vez se ha limitado a decirme: ¿Da igual usar década que decenio? Yo, que a veces estoy más despierto de lo que aparento, le digo que síy que no, aunque, le aclaro, estoy más porque la respuesta es no, pese a que no estoy seguro.
            Como veo que no acaba de asimilar lo que le digo, continúo: ambos términos significan ‘conjunto de diez años’, con la particularidad de que década exige que sean referidos a las decenas del siglo de que se trate. Con ejemplos se ve mejor: 871-880 o 1921-1930 son, claramente, décadas. En cambio, el decenio se refiere a diez años cualesquiera, siempre que sean consecutivos. Ejemplo: 653-664 o 1997-2008 son decenios. Se infiere de aquí que cualquier década es un decenio, aunque no lo contrario. Al menos eso es lo que fija el Diccionario Panhispánico de Dudas. Una cosa más: toda década debe empezar en año terminado en 1 y acabar eaño terminado en 0, por lo que la década marcada en la imagen de un poco más abajo es, atodas luces, incorrecta. Sería década 2001-2010, no 2000-2009.
            Si todo es tan claro, ¿por qué entonces hay tanta confusión?, continúa. Y me enseña dos recortes de prensa del mismo día, domingo 29 de abril. En uno de ellos, una entrevista que J. M. Martí Font hacía a Xavier Sardá y se publicaba en el diario El País se leía: Este cambio se ha producido en menos de una década. En el otro, un artículo de Javier Marías, publicado en el suplemento dominical de dicho diario podíamos ver: …tan leal, justo y sin tacha ha demostrado ser a lo largo de tres decenios ¿Hablan o no hablan de lo mismo? Tengo que reconocerle que sí, que uno habla de un periodo de diez años y el otro de un periodo de treinta; pero, como no especifican comienzo ni final, hay que deducir que hablan de… decenios, con lo que quien se ajusta a la norma académica es el novelista Marías.
            Pero ser académico o reconocido estilista del lenguaje no exime de la confusión. Digo esto porque, en estos días, he estado leyendo el último libro de Vargas Llosa, que por cierto me ha parecido sumamente interesante y de lectura recomendable. Su título es La civilización del espectáculo. Recordaba que en algún momento hablaba de décadas, lo que me ha llevado a realizar el cómputo de las veces que el término aparece; este es el resultado: …algunos de los ensayos que en las últimas décadas abordaron este asunto… (p. 6); …Seis décadas después… (p. 75); …Esta idea se concretó casi cuatro décadas más tarde… (p.85); …en las primeras décadas del siglo XX… (p.130); y …que fundó hace cuatro décadas la Iglesia de la Cienciología… (p.142). De los cinco casos, solamente el de la página 130 se ajusta a lo que se mantiene en el Panhispánico. En los demás casos, el Nobel peruano debería haber utilizado decenio. Pero no lo hace
            ¿Qué pasa entonces? Me acuerdo en este momento de lo que decía hace unos días durante el desayuno Javier López, refiriéndose a que había oído no sé dónde el término soldada, como mujer que milita en el ejército; echaba de menos que la Academia sea más clara y tajante en estos asuntos. Sabéis que yo coincido también en esta cuestión. Y para este caso, con el DRAE hemos topado. Si os digo que he revisado todas las ediciones del diccionario académico no os miento y Zalabardo puede dar fe. E incluso otros anteriores a la existencia de la Academia.
            Encuentro que la primera palabra documentada, al menos en los diccionarios, es década, recogida ya por Nebrija en 1495, por Covarrubias en 1611 y por Terreros y Pando, en 1786, amén de todos los académicos, desde la primera edición de 1732. Pero… ¿por qué siempre tendrá que haber peros? En los diccionarios clásicos se define como ‘obra compuesta de diez libros’, ‘las cosas que se reparten de diez en diez’ o algo por el estilo. Y en los académicos hay que decir que el artículo referido a esta palabra ha experimentado grandes cambios desde el principio. Evito reproducir aquí (se pueden ver en la web de la RAE) todas las acepciones de la palabra según las diferentes ediciones. Solo llamaré la atención sobre el hecho de que hasta la de 1989, ¡es decir, casi hace dos días como quien dice!, no aparece la acepción ‘periodo de diez años, referido a las decenas de un siglo’ que es lo que dispone el Panhispánico; pero aún hay más: en 2001 se le añade una nueva acepción: ‘decenio’. O sea, lo que ya he dicho antes, que cualquier década es un decenio, aunque no lo contrario.
            Con decenio, en cambio, no existe ningún problema: desde la primera edición, en 1732, se viene definiendo más o menos de la misma forma: ‘periodo de diez años’; y sanseacabó. Nada más. Sin rodeos ni vericuetos.
            ¿Qué razón condujo a esta ‘especialización’ de década en 1989 y a medio separarse de decenio? La verdad es que no lo sé. ¿Por qué, además, el Panhispánico de Dudas insiste en que década es ‘periodo de diez años referidos a cada una de las decenas de un siglo’? Tampoco lo sé.
            Pues alguien nos lo debería explicar, añade Zalabardo. Y como no supe qué contestarle, nos pusimos a hablar de otros asuntos.

lunes, mayo 07, 2012

FLAMENCO Y PREJUICIOS (II)

    Continuamos con el apunte anterior. Toca ver, pues, el segundo de aquellos argumentos que explicaba a Zalabardo. Naturalmente, faltaría más, el flamenco no tiene que gustar a todos, pero digamos, para desterrar otro prejuicio, que en este género no todo es quejío y jipío. Muchos son los intérpretes de flamenco que han luchado por evolucionar, por hallar nuevas rutas y caminos, por crear nuevos estilos, por lograr eso que se ha dado en llamar fusión; lo mejor es que muchos lo han conseguido.
    Nadie niega el valor de aquellos clásicos que fueron don Antonio Chacón, Manuel Torre o, más tarde, Antonio Mairena. Y hay quien se mantiene dentro de esa línea, pero si aspavientos ni alharacas ni presumir de “puro” (¿cuántas veces he dicho que todo purismo es malo?). Hay uno, ya fallecido, que se llamó Camarón. Ahí es nada y, además, también él experimentó. Y otro, Rancapino, considerado por bastantes el representante más fiel de esa tendencia, que difícilmente se prodiga, y canta, diríamos, solo lo justo. De él contaba Felipe González, que se declara amigo suyo, que una vez le dijo: no sé por qué te llaman Rancapino,  si tú no solo no has arrancado nunca un pino, sino que no has trabajado en tu puñetera vida.
    Otros muchos han seguido ese camino de la búsqueda continua: Morente, quizás más que nadie, Carmen Linares, el joven Miguel Poveda, Lebrijano, Mayte Martín… La lista podría ser larga. No solo han buscado nuevos aires estos intérpretes, sino que han añadido nuevas letras. El flamenco no bebe ya exclusivamente de la tradición popular anónima; de un tiempo a esta parte, las letras proceden, también, de muchos clásicos, antiguos y modernos: Carmen Linares canta poemas de Juan Ramón Jiménez (http://www.youtube.com/embed/l9VoaF4Wh4s); Morente ha cantado a García Lorca, a San Juan de la Cruz, a María Zambrano; José Menese dedicó un disco a los clásicos del Siglo de Oro (Quevedo, Góngora, Lope, Santa Teresa…); El Rampa dedicó otro a Cernuda y su libro Desolación de la quimera o, por no seguir más, Calixto Sánchez otro a Antonio Machado. Incluso El Cabrero, quién lo diría, canta un soneto de Borges por bulerías.
    Y terminemos con lo tercero, consecuencia de lo anterior: Basta con oír algunas cosas para prendarse del flamenco y comprender que es un campo muy amplio en el que podemos encontrar lo mismo cardos que bellas margaritas. Una noche, en el programa citado de Jesús Quintero, ya entredormido, me llegaron los acordes de Manhattan (http://www.youtube.com/embed/z8gJLy2We7k), de Enrique Morente, versión de la canción First we take Manhattan, de Leonard Cohen. Así conocí Omega, un disco fundamental del flamenco de nuestro tiempo. Ese disco, junto a los poemas de Cohen, incluye otros muchos de Poeta en Nueva York, de Lorca. Miguel Poveda no duda entra cantar copla y, al mismo tiempo, los poemas del exilio de Alberti. ¿Y qué decimos del último disco de Lebrijano, quien ya en ocasión anterior se hizo acompañar de la Orquesta andalusí de Tánger, dedicado a temas de García Márquez, Cuando Lebrijano canta se moja el agua?(http://www.youtube.com/embed/9mqZAJh7IJo).
    Quisiera hacer una última propuesta para esos curiosos que quieran acercarse al flamenco de nuestros días: comprobar la maestría con que mezcla Morente un poema de María Zambrano con un poema anónimo del siglo XI en su Generalife (http://www.youtube.com/embed/lp-VI0SxQYw); o cómo Montse Cortés interpreta con ritmo de seguiriya la canción de Léo Ferré, traducida al español, Avec le temps (http://www.youtube.com/embed/PMk-6rUlKWg).
    Si transitamos por estas sendas, le digo a Zalabardo, podríamos recorrer poco a poco, dejándonos arrastrar casi, el camino inverso que nos conduciría hasta ese flamenco más clásico, el que representaron Antonio Mairena y que dicen que interpretaban como nadie don Antonio Chacón, o Manuel Torre, a quienes solo he podido oír en reproducciones de viejas grabaciones. Creo que, de esta forma, romperíamos algunos de los prejuicios que tengamos. Comprenderíamos, tal vez que, como afirmaba Demófilo, el padre de los Machado, los cantes flamencos constituyen un género poético, predominantemente lírico, que es el menos popular de todos los llamados populares. Sin que se deslice ningún matiz peyorativo en el uso del adjetivo popular. Y si, al final, sigue sin gustarnos el flamenco, pues no pasa nada. Aunque parezca mentira, Zalabardo me dice que él conoce a gente a quien tampoco le gusta el jamón.

domingo, abril 29, 2012

FLAMENCO Y PREJUICIOS (I)


      Si alguien tiene tanta o más paciencia que el santo Job, ese es Zalabardo, que soporta cualquier planteamiento que se le haga. Comentábamos el litigio por la muerte de Enrique Morente y, de ahí, saltamos al flamenco y su grado de aceptación entre el público. Entonces se me ocurrió decirle al respecto: Tres afirmaciones debo hacerte que considero, con la prudencia que hay que considerar cuanto se dice, universalmente válidas. La primera, que todo el mundo, incluidos tú y yo, actúa movido por una gran cantidad de prejuicios; qué sea un prejuicio nos lo ilustra bien el corto diálogo que Machado incluye en su Juan de Mairena, en el que un joven pedantón pontificaba: A mí, [Balzac] me parece un autor tan insignificante que ni siquiera lo he leído.
    He de confesar que, en ocasiones, a mí me ocurre algo parecido. Procuro no partir de ideas preconcebidas cuando decido qué libro leer, qué película ver o qué música oír; hay libros que me gustan y libros que no. Creo haber leído de todo (¡ojo, no todo!), desde Nieztsche hasta Agatha Christie, por citar ejemplos; aun así, algo me ha impedido acercarme a la saga de El Señor de los Anillos a las aventuras de Harry Potter. ¿Es eso un prejuicio? Pues yo diría que sí.
    Segunda afirmación: no todas las cosas han de gustar a todo el mundo. Lo contrario nos llevaría al aburrimiento. Si enfrento la pareja musical integrada por Simon y Garfunkel con la que forman Los Pecos, no dudo por cuál me decantaría. Sin embargo, no faltará quien defienda una opinión diferente a la mía (o a la Zalabardo, según me aclara él mismo). Lo que no impide que podamos establecer diferencias objetivas entre un dúo y otro.
    Y la tercera afirmación: algunas veces, a lo mejor muchas, no sabemos explicar racionalmente por qué algo nos gusta (o nos deja de gustar). Aquel fraile gallego llamado Benito Jerónimo Feijoo explicó muy bien esta cuestión con su carta sobre el no sé qué. Hace muchos años, yo escuchaba por la noche en la radio el programa El loco de la colina. No sé si era la voz de Quintero, los temas de los que hablaba o cualquier otra cosa lo que me empujaba a acudir a su cita todas las noches. Aunque, quizá, lo que me fascinaba era la sintonía del programa. Quise saber más de aquella música y me enteré que era la primera parte de Shine on you crazy diamond. Así conocí a Pink Floyd y me uní a sus admiradores. Si ahora me preguntan por qué esta admiración, no sabría explicarla.
    Todo está muy bien, me interrumpió Zalabardo, ¿pero qué tiene eso que ver con el flamenco? Le contesto  que, a mi entender, con el flamenco pasa mucho de esto. Existen, primero, muchos prejuicios sobre esta faceta de la música; y no seré yo quien niegue la culpa que en ello puedan tener los propios flamencos. Segundo, no a todo el mundo le tiene que gustar el flamenco y nadie debe rasgarse las vestiduras por ello, aunque sea preciso reconocer que hay “flamenco” y “flamenco”. Y, tercero, hay veces en las que fortuitamente nos topamos con una muestra de flamenco que nos atrae y nos hace acercarnos a él casi sin saber por qué.
    Vamos con lo primero: hubo un tiempo en el que el cante flamenco estuvo unido, sometido, a una determinada clase y a un determinado comportamiento. En los pueblos, al menos en el mío, todos conocían las juergas que los señoritos organizaban y cómo contrataban a intérpretes de flamenco para que entretuvieran sus ocios. Pero también se sabía que había quienes no se plegaban y usaban su cante para exteriorizar un profundo rechazo al estado de cosas imperante. Yo hablo de la segunda mitad del periosdo franquista, cuando ya me daba cuenta de las cosas que sucedían, y cuando surgieron algunos cantaores rebeldes que cantaban para quienes quisieran oír su queja. Aunque a algunos extrañe, había flamencos que hablaban cuando la mayoría del país callaba. Aconsejaría a quien lo desee que preste atención a las letras de los ejemplos que inserto. No quiero obligar a nadie a escuchar una música que no le agrada. Pero si alguien siente curiosidad, puede atender a las letras de los ejemplos que aporto (si el vídeo no comienza a la primera, pínchese sobre ‘ver en YouTube’): la Nana del despertar (http://www.youtube.com/embed/uhJ0FtrpccA), de Manuel Gerena, en la que acuna a su hijo transmitiéndole toda la angustia y rabia del jornalero; la bambera Qué bien me suena tu nombre (http://www.youtube.com/embed/XUh9z6oWHbI), de José Menese, sobre los guerrilleros de Cristo Rey, tan terroristas como ETA o el Grapo, o el no menos rebelde pregón por milongas Como el viento de poniente (http://www.youtube.com/embed/n_Y7288c8CE), de El Cabrero. No creo que haga falta decir los obstáculos que la censura puso en el camino de estos artistas a la hora de actuar o de buscar distribución de sus discos solo por su rebeldía y actitud antisistema.
    Y como veo que este apunte me podría quedar bastante largo, convengo con Zalabardo en que cortemos aquí y sigamos la próxima semana.

domingo, abril 22, 2012


JUGAR CON LAS PALABRAS  

    Zalabardo tiene la virtud de saber siempre en qué momento debe darme algún toque de atención sobre el discurrir de esta Agenda. El otro día me decía con muy buenas palabras, la verdad es que no sabe emplear otras, que llevo un tiempo escribiendo unos apuntes que me califica como excesivamente serios, un tanto en contradicción con lo que en la cabecera declaramos. Reconozco que tiene razón y le pido que me sugiera algún tema que pueda apartarse de esa seriedad.
    Como si estuviera esperando mis palabras, dijo de inmediato: ¿Te acuerdas del mensaje que te envió hace poco José Luis Rodríguez? Podrías emplearlo ahora. Efectivamente, recuerdo aquel correo: me remitía una serie de curiosidades de nuestra lengua (palabras más largas, palabras con las cinco vocales, palíndromos, anagramas, etc.). En realidad, aquel documento no era nada nuevo; por Internet circulan muchas páginas de ese tipo y la última vez que yo vi una semejante fue en www.manualdeestilo.es.
    A los dos nos gustan los juegos de palabras: crucigramas, palabras cruzadas, componer frases cuyas palabras contengan solo la misma vocal, etc. Cosas así. En ocasiones, Zalabardo y yo jugamos con palabras y buscamos curiosidades en nuestra lengua. Por ejemplo, proponer nombres que contengan las cinco vocales y cosas así, a ver quién falla antes. La verdad es que nuestra lengua, supongo que todas, ofrecen cosas curiosas. Veamos algunas:
    Las palabras más largas. Nos encontramos con que las palabras más largas de nuestra lengua (que aparezcan en el DRAE): son contencioso-administrativo (compuesta sintagmática), con 25 letras, electroencefalografista, con 23 letras, esternocleido-mastoideo y electroencefalográfico, ambas con 22 letras (las tres, compuestas propias), e in pártibus infidélium (compuesta sintáctica o locución), con 20 letras. Podríamos citar también anticonstitucionalmente, de 23 letras, válida, pero que no aparece en el Diccionario oficial. Bien mirado, nuestra lengua no va muy allá en este aspecto puesto que en alemán, por citar otro idioma, cuentan con una palabra compuesta por 80 letras:  Donaudampfschifffahrtselektrizitätenhauptbetriebswerk bauunterbeamtengesellschaft.
    Una actividad muy divertida es la que considera las palabras en función de la cantidad y calidad de las vocales que en ellas aparecen. Una supuesta entrevista con la escritora Lucía Etxebarría en la que esta afirmaba (ignoro si tal afirmación es real) que la única palabra española que contenía las cinco vocales es murciélago encendió la Red con aportaciones de listas de palabras que contradecían a la novelista: euforia, abuelito, auténtico, reumático, peliagudo, encubridora… Incluso hay una página,  www.solosequenosenada.com/2010/12/07/todas-las-palabras-que-contienen-todas-las-vocales-aeiou-listado-completo/, donde se afirma que en nuestra lengua son 42.266 las palabras que cumplen tal condición, aunque si eliminamos las que contienen que, qui, gue, gui, en las que la u no suena, se quedan en 30.500. Lo que no tenemos es ninguna palabra que presente las cinco vocales en su orden usual (aeiou), aunque sean bastantes las que las llevan en orden inverso: sudorientas, suroccidental, ugrofinesa


¿Y los palíndromos y los anagramas? Se pueden pasar muy buenos ratos con ellos. Un palíndromo es una palabra que leída en un sentido u otro suena igual. Por ejemplo, reconocer, sometemos, sirimiris, arenera, anilina o erigiré. Por supuesto, cuantas más letras tenga la palabra, más difícil es que sea palindrómica. Hay palíndromos que son frases; ¿quién no conoce ese de dábale arroz a la zorra el abad? Pero serán menos quienes conozcan una variante: Adán dábale arroz a la zorra. El abad, nada. O este otro: Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina.
    Por su parte, los anagramas son palabras surgidas de la alteración del orden de las letras de otras: ecuatorianos / aeronáuticos; Andalucía / alucinada; irónicamente / renacimiento… En la página que he citado antes, encontramos largas listas; por supuesto, no se me ha ocurrido comprobar la veracidad de lo que dice, pero, por ejemplo, las letras de áptero permiten 101 combinaciones posibles válidas. O las de norte nos ofrecen entro, roten, tenor, terno, treno


    Hay otros posibles juegos con palabras. Por ejemplo, ver quién encuentra la más larga en la que no se repita ninguna de sus letras (centrifugado tiene doce letras, todas diferentes y, además, contiene las cinco vocales). O buscar palabras que presenten alto número de tildes o virgulillas (punto superior de la i o la j, tildes acentuales, tilde de la ñ…); me dice Zalabardo que ha leído que pedigüeñería es la única palabra que presenta los cuatro tipos de tilde que actualmente se utilizan en nuestra lengua (no se cuentan la cedilla de ç ni el trazo horizontal de t y f) y ajilimójili la que más tildes presenta, 7. O buscar palabras en las que, eliminando la primera sílaba, siempre nos quede una palabra válida (independiente > dependiente > pendiente > diente > te; incluso, si no tenemos en cuenta el diptongo, hallaríamos una más: diente > ente > te).
    Y, así, no sé hasta cuántos posibles modos de entretenerse con las palabras. Hay muchas páginas que nos ofrecen sugerencias entretenidas. A la ya citada, uno otra más: www.carbajo.net/palabras/palabras.html.
    Para concluir, le propongo a Zalabardo una adivinanza que prueba cómo se puede jugar con las palabras: ¿Cuál es la palabra más erótica de nuestra lengua? Como no me sabe responder, le digo que camaroneros, por las siguientes razones: es un derivado de camarón, considerado el marisco de mayor poder afrodisiaco; además, si la descomponemos, obtenemos otras tres palabras que también juegan lo suyo en este sentido: cama, ron y eros. Entonces, él se rasca la barbilla y me contesta retador: Pues si te crees tan listo, te voy a poner yo otra: ¿Cuántos nombres de varón castellanos puedes decirme que no contengan ninguna de las letras del nombre Carlos? Como condición, no valen diminutivos ni hipocorísticos (nada de Pepe ni Chechu), no valen nombres de origen foráneos (fuera Kevin) ni de otras lenguas españolas (eliminados el Bikendi vasco, el catalán Higini o el gallego Fiz) y deben estar recogidos en el santoral.
    Tras pensar, le digo que no tengo ni idea, pero se niega a darme la respuesta. Por tanto, ahí queda el enigma.

lunes, abril 16, 2012


ALGO, SI NO BASTANTE, ENREDADOS

    Bien sabido es que el mundo de las redes sociales no nos preocupa demasiado ni a Zalabardo ni a mí. Posiblemente, yo así lo creo, la edad tenga bastante que ver en esto y si ahora estuviéramos en la veintena (¡casi nada!) dispondríamos de cuenta en Twitter, en Facebook y donde hiciera falta. Pero, por el momento, nos conformamos con esta Agenda y con el correo electrónico, sin despreciar nada más.
    Pero lo que ni mi amigo ni yo acabamos de asimilar es el vocabulario que generan estas redes. Nuestra posición al respecto es clara: nada hay que objetar a los neologismos siempre que no supongan un atentado claro a la lengua en la que pretenden introducirse.
    La lengua, lo he defendido infinidad de veces, es propiedad de los hablantes, lo cual no impide lo dicho antes. La función de la RAE es, si queremos decirlo así, la de vigilar, orientar y dar fe de los usos que han adquirido carta de naturaleza; pero, llegado el caso, también la de llamar la atención sobre qué debemos evitar. Pongo un ejemplo claro: cuando apareció la moda de los blogs, se discutió bastante la conveniencia o no de tal vocablo. Se habló de utilizar bitácora, cuaderno de bitácora o ciberbitácora, entre otras soluciones; pero bitácora se aparecía como una palabra de poco calado entre los hablantes de español. Se podía haber optado por diario o por agenda, que es la solución adoptada en este espacio. Pero, finalmente, prevaleció blog y esa es la palabra que, al parecer, acabará recogiendo el DRAE y que, a mi pesar, también yo voy empleando, aunque creo que nunca aceptaré el uso de post, nombre que corresponde a cada una de las anotaciones que se van introduciendo en el blog; y es que si hablamos de una agenda, lo procedente, a mi humilde entender, es hablar de anotación o apunte.
    Volviendo al principio, lo que echo  de menos, confieso a Zalabardo, es la tarea de orientación que la Academia debería emprender. No se trata de limitarse a dar fe de lo que se usa, sino de desaconsejar lo que no debe usarse y proponer lo adecuado. Hay instituciones que trabajan en este sentido; ahí está, por ejemplo, la Fundación para el español urgente, pero no me parece suficiente, por muy loable que sea su labor.
    En Francia, por citar un ejemplo próximo, funciona una Comisión general de terminología y neologismos (en la que participan, entre otros, la Academia Francesa y el Ministerio de Cultura), cuyos trabajos se van recogiendo en una base de datos que podemos consultar, FranceTerme (www.franceterme.culture.fr), y que, periódicamente, publica en el Journal Officiel (equivalente a nuestro BOE) la lista de palabras, expresiones y definiciones francesas que corresponden a otras extranjeras. Así, nos encontramos con que se recomienda logiciel en lugar de software, matériel en lugar de hardware, jeu décisif (en tenis) en vez de tie-break; o que deben rechazarse e-book o e-reader y adoptar livre numérique y lisieuse, respectivamente. Esta página de la que hablo dispone, además, de un enlace, Vous pouvez le dire en français (Puede decirlo en francés), que nos remite a los números del Journal Officiel que recogen las formas aconsejadas para sustituir a términos extranjeros. Para blog, por ejemplo, esta Comisión propone bloc-notes o, abreviadamente, bloc. Lógico.


    No se trata de ser puristas, ni mucho menos fundamentalistas, sino de ser lógicos y naturales en el uso de nuestra lengua y defenderla frente a injerencias foráneas evitables. Esto no es ya responsabilidad solo de académicos; también otras personas: profesores, locutores, periodistas, etc., tienen mucho que decir.
    El neologismo no es malo en sí mismo y nada hay contra él si lo usamos con mesura y cumple unos requisitos. Alguien ha propuesto cibercharla para sustituir a chat (los franceses hablan de dialogue en ligne). El hecho de que Twitter sea un nombre propio (aunque procedente de uno común, ‘gorjeo’, y por eso el pajarito de su logo), justifica que podamos aceptar tuit, para el mensaje, tuitero para la persona que hace uso de él o tuitear para el proceso.
    Lo que censuro, aclaro a Zalabardo, son otras actitudes, como que un locutor de radio, en un programa de gran audiencia, declare desconocer cuál sea el gentilicio de los nacidos en Mali o por qué se les llama vomitorios a las puertas que permiten el acceso o salida de las gradas en un estadio y, a continuación, no sienta rubor en pedir que los oyentes introduzcan opiniones sobre los temas que proponen en su hashtag. Este término inglés (acrónimo de hash, ‘almohadilla’ y tag, ‘etiqueta’) designa la palabra o palabras precedidas por el signo llamado almohadilla, número, grilla o cuadradillo que introducen un tema sobre el que se puede aportar cualquier opinión; ¿por qué no nos limitamos a decir, entonces, tema o etiqueta?
    Como censuro también que el propio Defensor del lector del diario El País utilice en su página la expresión trending topic. ¿Qué nos impide afirmar que un asunto propuesto en Internet por una determinada etiqueta (que no hashtag) se ha convertido en tema del momento o en asunto más comentado? Y hoy mismo me topo, en un titular de primera página del mismo diario, con el anglicismo crowdfunding. Es cierto que, en el desarrollo, explican el significado; pero ¿por qué no usan desde el principio financiación colectiva, mecenazgo o suscripción popular, que son expresiones bien conocidas en español?
    Y terminemos con estos enredos léxicos. El otro día leía un reportaje que daba cuenta a los lectores de cómo se está imponiendo el streaming. ¿Qué diantres será eso, pregunté a Zalabardo, que, pobrecito mío, se limitó a encogerse de hombros? Tras buscar, nos enteramos de que no es más que un sistema que permite, en un ordenador o soporte similar, ver un vídeo sin tener que descargarlo previamente en el disco duro. Zalabardo me dijo haciendo un gesto de fastidio: ¡Vaya, hombre, ahora que casi había aprendido a descargarme una película resulta que eso ya no se lleva!
    ¿Y cómo traduciríamos el dichoso streaming? La Fundación para el español urgente propone tres soluciones: transmisión de vídeo en flujo continuo / transmisión en flujo / vídeo en flujo continuo. Las tres me parecen largas en exceso. Zalabardo me hace una propuesta, no sé si en broma: ¿por qué, si los ingleses no hacen ascos a los acrónimos, no los imitamos en esto? Así, podríamos hablar, continúa, de transviflu, transflu, vicon o algo por el estilo. No sé qué decirle; en cualquier caso, no hay más que poner a funcionar la imaginación.
    Ante el desamparo en que los hablantes comunes nos encontramos frente a esta avalancha de términos extraños que amenaza con ahogarnos, me pregunto yo: ¿no hay quien pueda hacer algo? Esa es la labor orientadora y educadora que echo de menos en la Academia y en quienes se dedican a la comunicación. En Francia, creo, lo hacen mejor. Que luego obedezcamos es otro cantar.

lunes, abril 09, 2012


¿ES POSIBLE DECIR NO?

    Hace unos días, el escritor alemán Günter Grass (1927), premio Nobel de Literatura en 1999 y premio Príncipe de Asturias de las Letras en el mismo año, publicó un poema titulado Lo que hay que decir, en el que critica duramente a Israel y pide a Occidente que presione al Gobierno de Tel Aviv para que deje de lado su amenaza de utilizar la fuerza contra Irán.  Si alguien no lo ha leído, yo le aconsejaría que lo hiciera (www.internacional.elpais.com/internacional/2012/04/03/actualidad/1333466515_731955.html). Una ola de condenas se ha levantado contra él no solo en su propio país sino en muchas partes por ese poema; y, lo que es peor, el primer argumento que se ha esgrimido en su contra ha sido el de su juvenil pertenencia a la Waffen-SS. Nunca él negó dicha pertenencia y en su autobiografía Pelando la cebolla (2006) dejó clara muestra del lastre que ello ha supuesto en su vida: la afirmación de mi ignorancia no podía disimular mi conciencia de haber estado integrado en un sistema que planificó, organizó y llevó a cabo el exterminio de millones de seres humanos. Aunque pudiera convencerme de no haber tenido una culpa activa, siempre quedaba un resto, que hasta hoy no se ha borrado, y que con demasiada frecuencia se llama responsabilidad compartida. Viviré con ella los años que me queden, eso es seguro.
    Zalabardo me pide que repare en cómo los humanos cargamos las tintas sobre los errores de nuestros semejantes tanto como propendemos a minusvalorar las muestras de arrepentimiento que den por ellos. Le pregunto entonces si cree que una persona ha de quedar marcada por siempre con el estigma de sus equivocaciones del pasado; y más si ha dado prueba más que suficiente de su pesar. Me pide, además, que piense eso de quién podrá tirar la primera piedra. Le digo que, a mi juicio, tengo la impresión de que el Günter Grass maduro es una persona de cuyo compromiso con la política, con el arte, con la literatura o con los derechos humanos poco se puede dudar. Aun así, él es bien consciente de la losa que no se le permite descargar de sus espaldas y lo dice en unos versos de su poema: ¿Por qué he callado hasta ahora? / Porque creía que mi origen, / marcado por un estigma imborrable, / me prohibía atribuir ese hecho, como evidente, / al país de Israel, al que estoy unido y quiero seguir estándolo.
    Pero ha podido más en él un sentido de justicia y la necesidad de proclamar la verdad, aunque duela a otros, y ha lanzado su denuncia a los cuatro vientos. Pero un breve repaso a la historia nos muestra que a los poetas (Grass ha enunciado su crítica en forma de poema) siempre se les ha querido forzar a dejar ciertos asuntos molestos y de-dicarse a otras cosas. Claro, que son muchos los poetas que se han rebelado contra esta exigencia de silencio. Y el primero del que me acuerdo ahora, Francisco de Quevedo, fue el autor de estas duras palabras (y hubo de pagar por ello) que arrojó en pleno rostro al hombre más poderoso de su época: No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises, o amenaces miedo. / ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
    Ya más cerca de nosotros Gabriel Celaya definiría la poesía como arma cargada de futuro y escribió: Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. Un poco más arriba, en el mismo poema, había afirmado: Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan / decir que somos quien somos / nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
     Y aunque había poetas, nunca han faltado, que se escondían dentro de una dura concha esteticista y allí permanecían ajenos a lo que acontecía a su alrededor, había otros a los que un ansia de denuncia política de un sistema social hipócrita y opresor, hasta la humillación, del hombre, les impulsaba a gritar lo que muchos callaban. Jaime Gil de Biedma fue uno de ellos y de él pudimos leer: Por lo visto es posible declararse hombre. / Por lo visto es posible decir NO. / De una vez y en la calle, de una vez, por todos / y por todas las veces que no pudimos. Porque, en algunos sitios y en algunos lugares era peligroso decir determinadas cosas.
    Algunos lograron hacer llegar su voz muy lejos. Pablo Neruda, Premio Nobel de Literatura en 1971 y de quien se dijo que ningún poeta del hemisferio occidental de su siglo admitía comparación con él, también sintió esta punzada en el estómago que le impedía estar callado y escribió un poema titulado Que no, que nunca, en el que gritaba: Fuera de aquí la hiena y el escualo! / Que no maten los malos a los buenos, / ni tampoco los buenos a los malos. / Soy un poeta sin ningún precepto / pero digo, sin lástima y sin pena: / no hay asesino bueno en mi concepto. Y aquellos que lo alabaron por escribir versos como, por ejemplo, Puedo escribir los versos más tristes esta noche, o Quítame el pan, si quieres, / quítame el aire, pero / no me quites tu risa, se escandalizaron y dijeron con desprecio que la política no es asunto de poetas.
    De esta opinión, le aclaro a Zalabardo, de la que mantiene que el poeta es un artista que no debe sobrepasar nunca unos límites, ya fue consciente también Bertolt Brecht que, resistiéndose a mantener silencio en determinadas cuestiones, acuñó aquella expresión de Malos tiempos para la lírica, título de un poema que terminaba así: En mí combaten / el entusiasmo por el manzano en flor / y el horror por los discursos del pintor de brocha gorda. / Pero solo esto último / me impulsa a escribir.
    Si esto no fuera así, si se ahogara la voz del poeta, tal vez pudiera suceder que tuviésemos que descubrir horrorizados, como descubrió Neruda en Madrid, que una mañana todo estaba ardiendo / y una mañana las hogueras / salían de la tierra / devorando seres, / y desde entonces fuego, / pólvora desde entonces, / y desde entonces sangre.
    Por todo esto, pido que leáis despacio, y hasta el final, el poema de Grass; después, que cada uno decida por sí mismo qué palabras parecen más razonables, las de quienes ahora lo censuran o las del poeta que defiende que hay que decir / lo que mañana podría ser demasiado tarde.

lunes, abril 02, 2012


ANTES MIS DIENTES QUE MIS PARIENTES

            No se crea nadie que, después de haber dedicado en los últimos tiempos dos apuntes a comentar sendos refranes me he quedado enganchado, ahora no sé cómo desprenderme del tema. Todo es una pura casualidad. Sucede simplemente que al decidir el asunto que hoy iba a tratar se me ha venido a la cabeza esta sentencia recogida por mi paisano Francisco Rodríguez Marín (1855-1943), ilustre cervantista, mediano poeta, serio lexicólogo, insigne folclorista cuando tan poca gente se dedicaba a ello e interesante paremiólogo, en una curiosa obra titulada Más de 21000 refranes castellanos no contenidos en la copiosa colección del maestro Gonzalo Correas. Que a Correas se le escapasen tantos refranes causa extrañeza; que Rodríguez Marín reuniera tantos que no estuvieran en el Vocabulario del cacereño, admira. Tal vez todo ello ayude a comprender esa mina sin fondo que son los refranes.
            ¿Y dices que no vas a hablar de refranes?, me interrumpe Zalabardo. Le respondo que así es, que solo quiero dejar constancia, aunque parezca haberme ido por las ramas,  de que hace un rato he recordado el que cito en el título, cuyo fin es denunciar el egotismo, no tan diferente del egoísmo, que muchas veces hunde sus garras en nosotros.
            Trato de hacer observar a Zalabardo que no es mal ejercicio, cada cierto tiempo, volver la mirada atrás, analizar cuanto hayamos hecho y ver si, en ello, reconocemos algún daño para alguien, por acción u omisión, o podría percibirse una sobrevaloración en lo realizado, como si concediéramos a nuestras obras más mérito del que realmente les cabe, vicio en el que caemos con más frecuencia de lo que es permisible. Porque tengo la impresión, le digo, de que las personas tendemos en demasía a mirarnos el ombligo, como si el nuestro que el nuestro fuese especial, siendo lo cierto que, como ya dejó bien sentado Álvaro de Laiglesia en su novela Todos los ombligos son redondos, nadie tiene nada de lo que presumir en ese aspecto.
            Me pregunta Zalabardo si es que he sido afectado por algún tipo de virus que genere una especie ansia por caer en trance seudofilosófico. Me apresuro a negar su sospecha y le aclaro que solo sucede que, siguiendo el consejo que antes doy para los demás, he mirado hacia atrás en esta Agenda mía (que, en realidad, es suya) y no puedo evitar sorprenderme de los cambios que, de modo casi imperceptible, al menos para mí, ha ido experimentando. ¿Para bien o para mal? Ya me gustaría a mí saberlo, añado.
            Todo nace, le confieso, en el preciso momento en que descubrí que podía seguir la estadística de acceso a la Agenda y comprobé que, contra lo que yo creía, recibía más visitas de las por mí imaginadas. Tampoco se trata de un número excesivo, no vayamos a exagerar ahora las cosas. Pero, en cualquier caso, lo noto en este análisis del que hablo, no pude evitar cambiar algunas cosas. No fue un proceso premeditado sino, más bien, algo inconsciente.
            Me asaltó un cierto miedo, o vergüenza (no sé bien qué) a ser mirado, leído, por personas que yo no imaginaba. Me preguntaba si a alguien podría interesar cuanto dijera este jubilado. Y de pronto, al ver esas estadísticas reparé en que gente a la que yo no conocía y que vivía en Venezuela, en Argentina, en Estados Unidos, en Alemania, en Francia, aparte de en España, y otros países, visitaban La Agenda de Zalabardo. Y me sorprendió que un apunte, aquel en el que comentaba la versión del Padrenuestro en argot cheto (los chetos, recordad, forman un grupo juvenil argentino equivalente a lo que aquí llamamos pijos) haya recibido más de 4000 visitas.
            Eso lleva, o me llevó a mí, lo confieso, a reflexionar sobre la responsabilidad que asumía, a cuidar lo que iba a decir, a vigilar cómo lo escribía. No ya para hacer mejor el apunte, sin que esté de más cuidar el estilo, sino para evitar hacer daño a nadie.
            Primera consecuencia, veo que esa especie de inconsciencia de tiempos pasados, ese aire de juego inocente, se ha perdido; otra: antes, por ejemplo, citaba a muchos de los amigos y compañeros e incluso me atrevía a hacer bromas que ya hoy intento evitar. Pocas veces doy nombres, pocas veces hago chistes sobre actitudes o comportamientos de las personas que conozco. Porque temo que alguien se pueda sentir herido. Antes, veía la Agenda como una especie de prolongación de la mesa donde nos sentamos a desayunar un día por semana. Ahora, en cambio, me asalta la sensación de estar en mitad de una plaza en día de mercado.
            No me digas que sufres agorafobia, se interesa Zalabardo, que, sentado a mi lado, vigila cuanto escribo. Le respondo que no es eso, sino que, como consecuencia de lo expuesto antes, me invade otra preocupación: que alguien pueda creer que me envanezco porque algún apunte mío haya sido leído por cuatro gatos a los que no conozco.
            Y me gustaría dejar claro que soy plenamente consciente de que mi ombligo es tan redondo como el de los demás, y que por mucho que me lo mire no voy a ver en él nada diferente. Que el blog es un género en continua extensión al alcance de cualquiera y no se exige ningún mérito especial para firmar uno. Que hay tropecientos mil, y que, como en la sentencia bíblica, muchos son los llamados y pocos los escogidos y que este, si acaso, es del montón.
            Por eso he pedido autorización a Zalabardo para incluir en nuestra Agenda una relación de otras agendas, bitácoras o blogs (parece que esta denominación, por fin, es la que ha triunfado) que nosotros leemos. No son las únicas, que hay más, pero no es cuestión de elaborar un catálogo que tampoco reflejaría la verdad. Son blogs de personas que hablan sobre asuntos que nos interesan, algunos además bien escritos (como ya dije en ocasión anterior). Y lo hago para invitar a que los leáis a ellos. Solo deseo hacer una advertencia. Ignoro por qué (ni Zalabardo ni yo tenemos mucha soltura en estas cosas de Internet) el enlace de El Boomeran(g) | Blog literario en español aparece con un nombre diferente y se abre por una página, Novedades, que no es la principal. Después de darle muchas vueltas, hemos averiguado que pinchando sobre el título se puede ir a la página de inicio. También otra: periódicamente, iré renovando la lista, aunque corra el riesgo de creer que difundo blogs que quienes me lean conocen ya bien.
            Igalmente, se habrá advertido otra modificación. Mi perfil aparece ahora encabezado por una foto. No somos, está claro, Zalabardo y yo, puesto que él se niega a dar la cara; ya es de sobra conocida su timidez. He optado entonces por algo que pudiera tomarse como pequeña broma. La foto fue tomada allá en la Alameda de Santiago de Compostela, sentado en un banco e imitando su postura, junto a Valle-Inclán, de quien nunca he negado mi admiración por su figura y, sobre todo, por su obra.