lunes, marzo 26, 2012


EL CASTAÑO SANTO DE ISTÁN

           ¿Qué tendrán los árboles que han atraído a través de los tiempos el interés de la humanidad con una fuerza que nadie ha podido resistir? Si repasamos el fluir de la historia del hombre, veremos que siempre hay un árbol en el eje de nuestra vida. Ya el Génesis nos dice que en el centro del Edén se levantaba el árbol del bien y del mal. Y, a partir de ahí, el árbol ha estado rodeado de un halo de misterio y de un carácter mágico que, aún hoy, no ha perdido. Incluso en el lenguaje cotidiano, cuando imploramos una protección que nos libre de cualquier mal, tocamos madera, dando por hecho que al buscar tal contacto la energía contenida en las venas de los árboles revertirá de algún modo sobre nosotros y nos comunicará parte de su fuerza.
            Alguien podría pensar que son unos árboles determinados los que disfrutan de esta mágica naturaleza, pero un repaso por costumbres, usos, tradiciones y leyendas nos permite ver que especies diferentes reciben idéntico reconocimiento y veneración: abedules, robles, fresnos, tejos, avellanos, castaños, hayas y todos los que queramos añadir.
            Pocos son los lugares que no cuentan con un árbol que, a su dilatada antigüedad, unan una larga estela de creencias, mitos y tradiciones. Con bastante frecuencia, muchos de estos árboles son reconocidos con el respetuoso y venerado nombre de el Abuelo. Otros muchos, unen a su familiar nombre la carga mágica que se les concede y se les denomina incluso Santos. Los que amamos el senderismo, se lo he dicho muchas veces a Zalabardo, sabemos de estas tradiciones y creencias y conocemos algunos de estos ejemplares. Yo mismo conozco unos cuantos, todos añosos y venerables, todos cargados conocedores y guardadores de creencias antiguas, todos visitados con reverencia y confiando en hallar bajo sus copas el remedio para nuestros males, externos e internos: el Chaparro de la Vega, junto a la Vía Verde de la Sierra, cerca del sevillano pueblo de Coripe; el Pinsapo Candelabro, que guarda el puerto Saucillo, en Yunquera; las Secoyas (¿son las únicas de España?) que se elevan en la Sierra de la Sagra, a 23 kilómetros del granadino pueblo de Huéscar; el Abuelo, castaño que vigila a los senderistas que transitan el sendero de la Estrella, en el barranco de San Juan, también en Granada; el Sabinar de Calatañazor, en las frías tierras sorianas.
            Ayer, último domingo de marzo, fuimos a hacerle una visita al Castaño Santo, de Istán. El día estaba precioso para andar. Da cierta grima decir tal cosa estando, como estamos, sumidos en esta inclemente sequía que nos azota. Pero un cielo levemente velado por nubes apenas espesas y que se iban deshaciendo poco a poco y una temperatura suave, unos 16 grados, hacían más llevadera la caminata, sobre todo para quien la emprendiese en su total completitud. Aunque nosotros, debo confesarlo, la parte más dura del trayecto la hemos realizado con el coche. Porque pronunciada y larga es la pendiente y los años ya no permiten según qué heroicidades.
            Al Castaño Santo, para quien sienta curiosidad por conocerlo, puede accederse desde Istán o desde San Pedro de Alcántara. Desde el primer lugar, el trayecto es mucho más largo. Nosotros escogimos la segunda opción. Desde San Pedro, se sube por la carretera de Ronda hasta llegar al campo de golf del club La Quinta. Allí habrá que buscar el puente del Herrojo y subir, siguiendo las pistas de entrenamiento del campo de golf, hasta un puente de hormigón que cruza el río Guadaíza. Lo cruzaremos y cogeremos la pista que parte a mano derecha. Ahí se inicia un camino terrizo, descarnado en muchos tramos, con grandes baches y respetables piedras; sobre todo, en su comienzo. Luego mejora algo. 

            Quien sea valiente y realice la aventura a pie tiene por delante 13 kilómetros de pendiente en algunos casos bastante acusada. Si optamos por el coche, lo aconsejable es que sea 4x4. Quienes hacen esto último, dejan el coche bien en Fuensequilla, hacia la mitad del camino, donde hay un mirador, o bien en Venta Quemá, otro mirador, a unos cuatro kilómetros de la meta. Aquí lo dejamos nosotros. El panorama que se divisa desde estos lugares es espectacular.
            Desde Venta Quemá, el camino es ya fácil y se hace casi sin notar (apenas una hora de camino y otra para regresar al coche). Al llegar a una acusada curva, una flecha nos indica por dónde se baja, unos trescientos metros, hasta el árbol. Es la zona que llaman Hoyo del Bote. Allí nos encontraremos cara a cara con este singular árbol, el más antiguo de toda aquella sierra y cuya edad, se dice, se acerca a los 1000 años. Podremos admirar sus colosales dimensiones y hablar del número de personas que, acogidas bajo su copa, asistieron a la misa que allí mandaron celebrar los Reyes Católicos poco antes de la reconquista de Marbella. Podemos también hablar de los bandoleros que habitaron sus tierras aledañas, pues estamos en una ruta, la que hoy se llama Puerta Verde de Marbella, que llega hasta Ronda. Pero, sobre todo, podremos tocar su tronco con la esperanza de que se nos comunique algo de su energía.

lunes, marzo 19, 2012


OTRO REFRÁN: EL DEL BOTICARIO, SU OJO Y LA PEDRADA

    No hace mucho que dediqué un apunte a un refrán del Quijote con el que no pretendía sino mostrar mis dudas sobre la “clara sabiduría” de los refranes españoles. Decía allí que hay algunos que resultan en verdad oscuros, bien por su dificultad intrínseca, bien por la dificultad para señalar su origen y razón de lo que enuncian. En aquel apunte, además de analizar uno de los muchos que aparecen en la novela cervantina, dejaba para posterior ocasión el análisis de aquel afirma que algo viene como pedrada en ojo de boticario.
    Bastantes años atrás, aún era corta mi experiencia docente, planteé con mis alumnos realizar una especie de experiencia a partes iguales lingüística, etnográfica y folclórica: recopilar en el entorno de sus familias refranes y romances tradicionales. Vaya por delante que el trabajo fue todo un éxito por el abundante y valioso material recogido. Conocedor Zalabardo de su existencia, me pide que se lo muestre y pasamos un buen rato leyéndolos. Y, claro, me encuentro con algunos que avalan esta dificultad que denuncio en muchos de los romances. El paso del tiempo y el desconocimiento de su origen es, probablemente, la causa de los problemas que hoy nos plantean. Tengo algunos que ya utilizó el mismo Marqués de Santillana y que mal que bien, pueden entenderse (Del mal pagador, siquiera en pajas o Yo que me callo, piedras apaño). Hay uno, Agua marzal, hambre y mortandad, que no es más que una variante de otro muy clásico perteneciente al grupo de los que podríamos llamar refranes meteorológicos y que afirma, en su versión más original, que Pascua marzal, hambre, guerra o mortandad, porque da a entender que cuando el Domingo de Ramos cae en el mes de marzo es presagio de mal año. Algo parecido se dice de los febreros bisiestos. Por cierto que encuentro uno que afirma que Seco marzo, lluvioso mayo; falta nos haría que esto fuera verdad y que también fuese lluvioso abril después del seco invierno que venimos soportando. Pero hay uno sobre el que no he encontrado nada pese a haber buscado y que no acierto a interpretar: Que la parta mi hijo y que la queme mi nuera.
    Y vamos con el que da pie a este apunte: Como pedrada en ojo de boticario. El Diccionario de Autoridades de 1726 dice que es una frase vulgar que se usa para expresar que una cosa viene muy a propósito de lo que se está tratando, interpretación que se viene repitiendo desde entonces sin entrar en su porqué. Lo más que encuentro es que en el origen debería ser como pedrada en ojo de vicario, pero que por resultar tal cosa irreverente debió cambiarse vicario por boticario.
    Tal explicación, digo a Zalabardo, no convence, al menos a mí, por el sencillo hecho de que hay una realidad que es el ojo de boticario, como veremos a continuación. Hay, además, otra tesis que mantiene que el refrán actúa por antífrasis pues si una pedrada en el ojo de boticario es algo negativo, ¿por qué lo aplicaríamos a lo que sale de acuerdo con nuestro interés y propósito? La antífrasis, por si alguien no lo sabe, es una figura retórica con la que se sugiere lo contrario de lo que aparentemente se dice.
    Pero vayamos con el ojo de boticario. ¿Qué es tal ojo? El ojo de boticario es, en las farmacias tradicionales, un espacio preferente de las estanterías y bien protegido donde se guardan los remedios más preciados del establecimiento (los cordiales, por lo que a este lugar se le llama también cordialera). En algunos lugares no se trata de un espacio sino de un elemento exento de la estantería, un mueble, como bien se puede ver en el bello ejemplo conservado en la farmacia del Museo del Palacio de la Casa Ducal de Medinaceli. Por supuesto, una pedrada en el ojo de boticario causa un gran perjuicio; pero, ¿por qué eso va a derivar en beneficio para alguien?
    Le digo a Zalabardo que yo tengo una teoría propia. Me surgió cuando pensaba que, frente a lo que comúnmente se repite, el ojo de boticario no es tan solo esa cordialera que se cita en todos los diccionarios, esa estantería o mueble contenedores de los estupefacientes y medicamentos de alto precio. Quien lea el comentario que alguien, siento que no haya dejado su nombre, hizo al apunte sobre el trómpogelas podrá saberlo. Y es que el ojo de boticario es, también, ¿o lo era ya antes?, una especie de damajuana (¿cuánto tiempo llevaba sin oír esta palabra?), una redoma de vidrio llena de agua coloreada de azul, verde o rojo (según se utilizase un colorante u otro). Este recipiente, que funcionaba como una verdadera lente gran angular, se colocaba estratégicamente sobre el mostrador de forma que permitía al boticario vigilar desde la rebotica quién entraba y salía del establecimiento. En este caso, una pedrada que rompiese el ojo entorpecía de verdad la vigilancia, y beneficiaba a quien quisiese entrar o salir sin ser visto. Si fuese así, no necesitaríamos hablar de antífrasis ni nada de eso. La cuestión, si acaso, sería elucidar qué ojo de boticario fue anterior, la cordialera o el recipiente de agua coloreada.
    Observo que Zalabardo permanece pensativo y sin decir nada frente a lo que es su costumbre cuando le expongo una interpretación de este tipo. Está serio, abstraído, ensimismado. Hasta que parece despertar de su letargo y dice con voz misteriosa: Yo tengo otra teoría. Ahora, quien parece no reaccionar soy yo, aunque me repongo y le pido que me la exponga. Has buscado, comienza a hablar, investigando sobre dos de los elementos claves del refrán: ojo y boticario. ¿Y qué me pretendes decir con eso?, pregunto. Y él responde: que has olvidado la tercera de las tres palabras que en la sentencia hay: pedrada. En verdad, no doy crédito a lo que oigo. Zalabardo, que me ve escéptico, se limita a levantarse y coger el segundo volumen del Diccionario de uso de doña María Moliner.
    Me lo da abierto por el artículo pedrada y me pide que lea las acepciones 5 y 6, a lo que obedezco de inmediato: 5. Lazo que se ponían las mujeres en un lado de la cabeza. 6. Adorno de cinta con que se sujetaba levantada el ala del sombrero de los soldados. Además, observo que doña María Moliner sitúa aquí precisamente el refrán: venir una cosa inesperada como pedrada en ojo de boticario. ‘Venir con mucha oportunidad o cuando era muy necesitada’. Cierro el volumen y miro a Zalabardo. Mi buen amigo se limita a decir: Tampoco en este caso tendríamos que recurrir a la antífrasis y no habría que romper nada, lo que ya es ventaja en los tiempos que corren. Sea lo que sea ese ojo de boticario, no cabe duda de que quedaría bien con el añadido de cualquier aderezo. Según eso, lo que a mí me ha acontecido me viene de perlas, como la pedrada en el ojo de boticario.
    No sé cómo responder a Zalabardo. He tratado de encontrar alguna imagen de esta pedrada, pero no la encuentro. De todas formas, ¿por qué su interpretación va a valer menos que la mía? Si alguien tuviera algo que añadir, aquí lo esperamos.

lunes, marzo 12, 2012


VINTAGE

    Toda la vida de Dios los filósofos han venido discutiendo si nuestro acontecer, la conciencia que tenemos de que el tiempo pasa, se desarrolla de acuerdo con un proceso lineal, rectilíneo, según el cual todo ha tenido un comienzo, ¿desde la nada?, y tendrá un final, ¿disolución en la nada?, o, en cambio, dicho proceso es circular, por lo que no hay sino ciclos que, cada cierto tiempo, concluyen retornando al punto de partida y vuelta a empezar. Vamos, como una pescadilla que se muerde la cola.
    En ese panorama se han movido todas las tesis que giran en torno a la idea del eterno retorno, con las variantes que queramos, o las que van a la zaga de aquella otra tesis que se resumía en el enunciado griego del panta rei (todo fluye). Y así, quienes no tenemos más entendederas que para cosas bien cercanas (si el sueldo me alcanzará para llegar a fin de mes y otras menudencias por estilo) nos devanamos los sesos tratando de saber por qué este río en que me baño hoy no es el mismo en que me bañé ayer o si el mal rato que me supuso ver cómo mi equipo preferido perdió su último partido me lo volveré a llevar en un próximo ciclo. A todo este batiburrillo se suma ahora el calendario maya que, según los entendidos, predice para el próximo 22 de diciembre el final del tiempo, la detención de todo movimiento para, de inmediato, recomenzar con más fuerza.
    Zalabardo me interrumpe para decirme, primero, que eso de utilizar la expresión toda la vida de Dios es hablar de mucho tiempo y puede dar pie a una tercera vía, la que supone que, si partimos de la aceptación de la eternidad de Dios, el tiempo no ha podido tener comienzo. Y la otra observación que me hace es que, si los mayas predicen el fin de los tiempos para el 22 de diciembre, mejor será que recemos para que nos toque la lotería el día 21 y podamos empezar el nuevo ciclo en mejores condiciones, por lo que pudiera suceder.
    Le respondo que a esto último me apunto sin más, pero que lo primero, aparte de ser una expresión que mi madre utilizaba con frecuencia, lo hago porque me parece feo aludir a una época muy remota diciendo de cuando Franco hacía la mili por resultar demasiado reciente para mi propósito, o porque hablar de la época de Maricastaña me suena a sumamente localista. Llegamos a una solución de consenso y quedamos en que esa antigüedad a la que deseo aludir podríamos datarla en cuando hablaban los animales, que, al parecer, también fue un periodo bastante remoto.
    En suma, lo que le quiero decir, aclaro a Zalabardo, es que tengo la impresión de que a los hombres nos mueve una cierta tendencia a volver atrás, a mirar hacia el pasado como si en él se nos fuera a conceder la oportunidad de conseguir lo que en el presente no logramos. Esta manía por recuperar tiempos pretéritos es muy acusada en el mundo de la moda, aunque no solo en él.
    Fundéu (Fundación del Español Urgente), muchas veces me he referido a ella, envía diariamente a cualquier persona que se registre a ese servicio una recomendación del día sobre usos de nuestra lengua, preferentemente léxicos. En febrero distribuyó una relación de doce términos del mundo de la moda que deben ser evitados. En esa misma notificación, recogía otros extranjerismos que, por haberse generalizado en su uso, podían ser aceptados. Uno de ellos era vintage, objeto del comentario de hoy. Lo definía, repito textualmente, como ‘ropa de [o inspirada en] hace más de veinte años’. Comento a Zalabardo que no pretendo corregir la plana a nadie, pero que creo que tal definición no es del todo adecuada porque podría inducir a algunos, si no se explica, a relacionar el término con el francés vingt ‘veinte’ y âge, ‘edad’, sin que ello sea así.
    Lo cierto es que el término vintage pertenece al léxico propio de la enología, que, como sabemos, es la ciencia de la elaboración de los vinos. Vintage, según podemos descubrir en Wikipedia, al menos ahí es donde lo descubro yo, es un vocablo anglonormando procedente del francés antiguo vendage, que a su vez se deriva del latín vindemia (español, vendimia) y que se utilizaba en enología para referirse a vinos de las mejores cosechas. De hecho, localizo una página de Montserrat Piñeiro Guerrero sobre léxico enológico que dice que vintage es un término inglés que se utiliza en Portugal para dar nombre a un determinado vino de Oporto que, tras pasar uno o dos años en barricas de madera, tiene un largo periodo de envejecimiento en botella, que puede ser superior incluso a treinta años.
    Pero el término ha ampliado su radio de significación y de designar vinos de una calidad conseguida gracias a su vejez ha pasado a designar cualquier objeto, producto o accesorio de calidad que presenta una determinada edad por la que, precisamente, se le concede un valor especial. En otras ocasiones, ya decía que el fenómeno no es solo de hoy, a lo que en la actualidad llamamos vintage se le llamaba retro, clásico, neo, de época… Ahora, lo vintage apunta, especialmente, hacia aquella moda de diseño posterior a 1900. Por eso, y no por otra cosa, me refería a lo “inadecuado” de la definición de Fundéu.
    ¿Es preciso armar tanto lío para hablar de lo que, al parecer, no es sino viejo?, me suelta Zalabardo. Y yo, procurando un tono conciliador, digo a mi buen amigo: ahí estás muy equivocado; para que nos entendamos, tú y yo no somos vintage, porque esto requiere un maridaje entre calidad y antigüedad. En cambio, nosotros, que poseemos la antigüedad, pero carecemos de la calidad; sí somos, simplemente, viejos, cosa que, a decir verdad, tiene poco de fashion, por emplear uno de los términos desaconsejados por la página de recomendación de Fundéu.

martes, marzo 06, 2012


NUNCA ES TARDE 

    ¡Cuán cierta es la sentencia que nos avisa de que nada hay seguro sino la muerte!, me dice Zalabardo, tras contarle yo el estropicio sufrido por mi ordenador a causa de un virus que me ha dejado en la cuneta desde el viernes y me ha impedido subir a la Agenda en el tiempo previsto el apunte correspondiente a esta semana.
    Que nadie crea que Zalabardo o yo somos descuidados en cuanto concierne a la seguridad. Evitamos entrar en cualquier página “peligrosa” así como la navegación insegura, aparte de disponer del antivirus correspondiente que procuro actualizar con relativa frecuencia. Pero, me contesta mi servidor, cuando me dirijo a su servicio técnico, que el riesgo de contagio no entra entre las garantías de ningún programa antiviral y que es inevitable que, de vez en cuando, la traicionera infección se produzca. ¡Qué le vamos a hacer!
    Bueno, vamos al turrón. La verdad es que para este apunte tenía pensado un tema diferente, pero la actualidad se me impone y prefiero acercarme a ella. Creo haber dejado bien claro en diferentes ocasiones, y resultaría cansino insistir, cuál es mi posición respecto a dos cuestiones muy de nuestros días: la defensa a ultranza por parte de algunos de la corrección política y el pretendido sexismo de que se acusa a nuestra lengua por esos mismos y algunos más.
    Primer asunto: Una asociación inglesa, Operation Black Vote, acusa de xenofobia y racismo a un anuncio de una compañía de seguros que interpreta el portero del Liverpool y de la selección española Pepe Reina. Ante tal queja, la compañía aseguradora, aun negando que dicho anuncio pueda resultar xenófobo y racista, decide retirarlo. Pregunto a Zalabardo su opinión y me responde que no encuentra en él sino un manido juego de palabras, que no acaba de verle la gracia y que no se aleja demasiado de muchos chistes sosos que oímos a cada instante. Yo estoy con él y creo que si ese anuncio es racista y xenófobo, la deliciosa película de Billy Wilder que vi anoche en La Sexta3, Primera plana, corrosiva crítica sobre la falta de escrúpulos de cierto tipo de prensa, habría que quemarla por la incorrección política que destila en todos y cada uno de sus fotogramas y por la homofobia que algunos pretenderían ver en ella. Del mismo modo que habría que prohibir y quemar tantas otras bellas películas de la historia del cine, montones de libros de la literatura universal, innumerables chistes, amén de modificar un alto porcentaje de dichos, refranes y frases hechas de nuestra lengua que, si no les damos más valor y sentido del que en verdad tienen, son del todo inocentes. Siempre habrá quien se sienta ofendido por ellas. Al menos, eso creo yo.
    Y ya que hablo de la lengua, segundo asunto: al fin, la Real Academia ha abierto su boca para dejar sentada su opinión acerca del pretendido carácter sexista de nuestra lengua. Ignacio Bosque redacta un informe titulado Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer, que firman todos los académicos de número presentes en la sesión del día 1 de marzo y bastantes académicos correspondientes. El informe me parece un modelo de prudencia y de rigor. Muchas veces he pretendido defender lo que el documento expone, solo que en él todo se dice y argumenta mejor de lo que yo haya podido hacerlo nunca. Se publicó en el suplemento Domingo de El País del pasado día 4. Recomiendo su lectura a quien no lo conozca (http://cultura.elpais.com/cultura/2012/03/02/actualidad/1330717685_771121.html).
    El documento ha provocado un fuerte debate. Hay quien está a favor y quien está en contra. Lógico. En el mismo diario, ayer y hoy han aparecido dos reportajes firmados por Winston Manrique: El género del idioma español (http://cultura.elpais.com/cultura/2012/03/04/actualidad/1330896843_065369.html) y Revuelo sobre sexo y lengua (http://cultura.elpais.com/cultura/2012/03/05/actualidad/1330980459_412495.html), así como un artículo de Milagros del Corral a favor del documento: ¿Qué ganamos las mujeres? (http://cultura.elpais.com/cultura/2012/03/05/actualidad/1330978173_276626.html) y otro de Inés Alberdi, en contra: Pero, ¿dónde estaba la RAE? (http://cultura.elpais.com/cultura/2012/03/05/actualidad/1330979981_863178.html). La polémica, sin duda, continuará.
    Yo solo quiero añadir que si la mujer no está mejor considerada en nuestra sociedad, si se le paga menos que a los hombres por idéntico trabajo, si a ella se le ponen mayores trabas para acceder a puestos directivos, no debemos culpar de ello a la lengua. Pese a lo que algunos pretendan, la lengua se adapta siempre de forma natural al medio en el que sirve de instrumento. Por eso, la injusticia que supone esa denunciada invisibilidad social de la mujer, que la hay sin duda, habrá de combatirse luchando contra las estructuras sociales que la hacen posible. Forzando ese natural fluir de la lengua, podríamos crear un engendro que entorpecería los cauces comunicativos que el idioma posibilita, pero no eliminaríamos la injusticia que tratamos de combatir (véase si no el ejemplo de la Constitución de Venezuela que el informe de Ignacio Bosque ofrece). Ah, y tampoco creo que la solución esté en las leyes de paridad que se propugnan; me parece que podrían ser el germen de nuevas y mayores injusticias tanto para las mujeres como para los hombres. Pero ese tal vez sea otro asunto.
                                                                                        (Imagen tomada de El País)

lunes, febrero 27, 2012


LOGORROICO

    Cuando Zalabardo me lanza la pregunta de cuántas palabras hay en nuestra lengua no puedo evitar acordarme de aquel viejo chiste en el que un individuo pregunta a otro: “Usted sabe cómo se llaman los de Cuenca?”, a lo que el interpelado, con cara de estupefacción, responde: “¿Todos?”. Y como él me pide que me deje de chistes y vaya al grano, insisto poniéndole el ejemplo de la magnífica obra teatral La lección, de Eugene Ionesco, en la que el profesor pregunta a la alumna: “¿Hasta cuántos sabe usted contar, señorita?”. Y cuando ella le responde: “Puedo contar… hasta el infinito”, él replica: “Perdóneme que se lo diga, señorita, pero eso no es posible”. Entonces ella, recapacita y corrige: “Entonces, digamos que hasta dieciséis”.
    Advierto que el rostro de Zalabardo adopta cada vez tonos más avinagrados e insinuadores de que piensa que le doy largas y eludo contestarle. Así que decido coger el toro por los cuernos e intento argumentar que su pregunta tiene muy difícil respuesta y que podría asegurarle sin miedo a error que no existe nadie que sepa contestarla. Es posible determinar, mediante una mera cuestión de cómputo, cuántas palabras, entradas o lemas, hay en un diccionario, pero de ahí a lo otro media un abismo. Por ejemplo, digo, el Diccionario RAE recoge en su última versión unas 89000 entradas. Pero a esas habría que unir los americanismos, que ahora van en diccionario aparte, los regionalismos, la mayoría de los cuales no aparecen, las palabras ya en desuso o las olvidadas por antiguas. Por ejemplo: ¿qué pasa con nomames, ‘botijo’; con vilorio, ‘inquieto’, que yo oía de labios de mi madre; con estripundio, ‘cosa o persona a la que no hay que creer’, de la que gusta usar una cuñada; con el, al parecer, galleguismo tróspido, que leo recientemente, ‘que no está en buen estado’, ninguna de las cuales queda recogida en el diccionario? Aparte de que basta valerse de un mero prefijo o sufijo para encontrarnos ante un término nuevo.
    En este momento, le pido que me aclare la razón por la que me somete a tal pregunta. Me contesta: “Es que he leído en un periódico logorroico y, por más que busco, no me aparece por ninguna parte”. Entonces intento aclararle que esa es una buena muestra de lo que trato de explicar. Empiezo por decirle que dicha palabra es italiana, pero que bien podría ser nuestra con que solo modificásemos la terminación –rroico por –rreico. Porque logorreico es lo mismo que verborreico (que tampoco está en el diccionario), un derivado de verborrea, que esa sí que está.
    Verborrea, perdonadme el inciso erudito, nace del latín verbum, ‘palabra’ y el sufijo griego –rrea, que, a su vez deriva del verbo rhein, ‘fluir’ (de donde procede también nuestro río) y significa ‘derramamiento de palabras, exceso de palabrería’; un verborreico es una persona que habla sin parar. Logorrea, por su parte, procede del griego logos (equivalente al latín verbum), ‘palabra’ más el sufijo explicado antes. Son, claro se ve, palabras sinónimas. Un logorreico, pues, no es otra cosa que un hablador compulsivo.
    ¿Se pueden inventar palabras entonces?, me pregunta a continuación con un cierto tono de extrañeza. Y como para muestra vale un botón, le digo que, sobre el término que nos ocupa, sería posible crear el verbo verborrear. Distinto es, le aclaro, que tengamos éxito y la palabra se imponga. Pero, le repito, basta con coger un prefijo, un sufijo, fundir dos o más términos preexistentes o adoptar un vocablo de otra lengua para obtener uno nuevo.
    Pero, fuera de cuántas palabras hay, intento razonarle, debería preocuparnos más cuántas somos capaces de utilizar. No dispongo de datos fiables, pero me parece recordar que en el ya lejano III Congreso de la Lengua Española, celebrado en Rosario (Argentina) en 2004, se ofrecieron los siguientes datos. Nuestra lengua tenía, por aquel entonces, unas 84000 palabras, recogidas en el diccionario, aunque leo que hay quien defiende que pueden llegar a ser casi 300000. Frente a esto, la realidad nos dice que un hablante de cultura media no utiliza más allá de 1000; alguien a quien consideremos muy culto utilizará sobre unas 5000; y, por último, un hablante de baja cultura no pasará de unas 240. ¿Muchas, pocas? Le digo que a mí me parece un claro índice de pobreza.
    El Dirae, creo haber hablado en otra ocasión de este diccionario tan interesante (www.dirae.es) nos ofrece, entre otras cosas, la frecuencia de uso de cada uno de los términos recogidos. Eso nos muestra que si bien casa es una palabra con una frecuencia de 557.58, hombre, 525.38 o  mujer, 405.98, zaquizamí, ‘desván’, solo tiene una frecuencia de 0.02. En los puestos de arriba, lógico, la preposición a presenta una frecuencia de uso de 21375.03 y la preposición desde una de 1302.1. Son datos fríos, sí, pero fáciles de analizar.
    Con todo eso, y pese a los datos que ofrezco, le digo a Zalabardo, tengo que confesar que echo de menos algunas cosas del Dictionaire de l’Académie Française (http://www.academie-francaise.fr/). Digamos primero que este diccionario, cuya primera edición apareció en 1694, solo ha tenido ocho ediciones y la novena lleva en fase de elaboración desde 1992. Ello es síntoma de que tal vez lo recomendable no sea lanzar muchas ediciones, sino preparar estas con sumo cuidado (el Diccionario RAE, que apareció casi un siglo después, va ya por su 23ª edición). En el avance de la novena edición del diccionario francés podemos ver, como presentación, una serie de consejos de buen uso de las palabras, una relación de las palabras que se han introducido, una relación de palabras procedentes de otras lenguas (de ellas 20 españolas), una relación de las palabras eliminadas respecto a la edición anterior y una ortografía recomendada para palabras que puedan inducir a error. Nada de ello, creo, es posible ver en el nuestro. Le pregunto ahora yo a Zalabardo si no cree que, ya que nuestra Academia surgió a imitación de la francesa, no podríamos también imitarlos en esto.

lunes, febrero 20, 2012


ACERCA DE UN REFRÁN DEL QUIJOTE

    Hay afirmaciones que se mantienen por uso de costumbre, porque siempre se han mantenido y nadie ha decidido nunca reparar en si continúan siendo válidas o es preciso ponerlas en cuarentena.
    Eso es lo que ocurre, comento con Zalabardo, cuando tratamos de refranes. Ya en el inicio del Quijote, el caballero dice a su escudero que los refranes son sentencias sacadas de la luenga y discreta experiencia (I, 39) según definición que reiterará a lo largo de la obra; y ya en el final de la misma (II, 67) solicita a su escudero: No más refranes, Sancho, pues cualquiera de los que has dicho basta para dar a entender tu pensamiento.
    El refrán, término que en nuestra lengua ha venido a sustituir a otros más clásicos como proverbio o sentencia, se ha ganado así un prestigio nacido del hecho de ser breve, de estar basado en la experiencia y de declarar su significado con suma claridad. Si a esto le sumamos su popularidad y antigüedad, miel sobre hojuelas.
    Pero sucede que por esa misma circunstancia de su brevedad y antigüedad, sobre todo, algún que otro refrán se ven envueltos en un halo de misterio y oscuridad difícil de disipar y aún hoy luchamos por dilucidar cuál sea su sentido exacto.
    Zalabardo me pide que no me ande por las ramas y le ponga algún ejemplo de lo que digo si es que esa es mi intención. Y yo le contesto que me voy a referir concretamente a dos: uno es Castígame mi madre, y yo trómpogelas, que aparece dos veces en el Quijote y el otro es Venir algo como pedrada en ojo de boticario, cuya procedencia ignoro.
    El primero se ha interpretado finalmente como forma de afear el comportamiento de quien ignora los consejos que se le dan: Me riñe mi madre y yo me burlo de ella, no le hago caso, vendría a ser su sentido. Pero la cuestión es que durante, muchos años, ese trómpogelas supuso muchos quebraderos de cabeza para los comentaristas del Quijote y para muchos lexicógrafos, en parte, porque debido a que en la primera edición de la obra los acentos eran inexistentes y aparecía trompogelas, que muchos leyeron como trompógelas (por ejemplo la edición de Ibarra de 1780 preparada para la Academia). Covarrubias, en su Tesoro… de 1611 y Gonzalo de Correas, en su Vocabulario de refranes de 1627, lo citan pero no entran a explicarlo, cosa extraña en los dos. Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua, escrito hacia 1535, anterior, pues, al Quijote, escribe: No sé qué se le antojó al que compuso el refrán que dize “castígame mi madre y yo trómposelas”, y digo que no sé qué se le antojó, porque no sé qué quiso decir con aquel mal vocablo trómposelas. Este, al menos, tenía la valentía de reconocer su desconocimiento sobre qué quería decir aquello.
    En su edición de la novela cervantina que en 1911 preparó mi paisano Francisco Rodríguez Marín, tampoco se aclara el misterio, aunque da la pista al remitir a un artículo, Trómpogelas, que el hispanista francés Raymond Foulché-Delbosc publicó en la Revue Hispanique en 1899.
    Debo agradecer a la Biblioteca de la Universidad de Valladolid que me haya proporcionado una copia de dicho artículo a través de la Biblioteca Provincial de Málaga. Es un texto breve, pero lleno de erudición, en el que no solo da cuenta de toda una larga serie de interpretaciones curiosas, aunque erradas, del refrán sino que fija la lectura que hoy se hace del término, lo relaciona con el francés tromper (‘engañar’) y lo interpreta como presente de trompar seguido del pronombre arcaico ge (>illi) más otro pronombre, las; o sea, se las trompo. Como, según he dicho alguna vez, los jubilados tenemos tiempo suficiente y no nos acucia esa tirana que llamamos urgencia; y como, por idéntica razón, el otro día incluso vi un poco de ese educativo programa de Telecinco que se llama ¡Sálvame!, me picó el gusanillo y también yo decidí practicar eso que se llama periodismo de investigación. Así que me propuse efectuar un estudio de la historia del verbo trompar en los diccionarios académicos. El resultado, toda una sorpresa: el susodicho verbo se mueve por ellos como Pedro por su casa, pues entra y sale a su antojo; cual Guadiana caprichoso, aparece y desaparece, dejándonos con dos palmos de narices. No me atrevo a certificar que los datos que doy sean estrictamente exactos. Pero tampoco aconsejo que se haga la comprobación; no creo que interese a nadie. En la primera edición del diccionario de la Academia, de 1739, se marca ya como vocablo antiguo y en desuso que significa engañar a alguno; a partir de ahí, su historia es azarosa. En la edición de 1817, sale del diccionario para volver a aparecer en 1884 con dos significados: jugar al trompo y engañar, burlar. En 1899 se dice que procede del francés tromper. En 1985 otra vez hace mutis y nos lo encontramos de nuevo en 1992. Y hasta hoy.
    En resumen, lo que Foulché-Delbosc quería establecer es que ya en época de Cervantes trompar era un vocablo muy antiguo, y aventuraba que en el refrán se hacía necesario interpretar una expresión elíptica semejante a habérselas con alguien o tenérselas con uno que, por la ausencia de otras versiones, resultaba imposible de probar.
    Sin embargo, la interpretación del refrán aún sigue proporcionando alguna que otra duda. Por ejemplo, Florencio Sevilla, en su edición de 1996, se limita a remitirnos al refranero de Correas, que no lo explica, según queda dicho. Y Francisco Rico, en el texto por él preparado para la edición del Instituto Cervantes, de 2004, dice, en nota al capítulo 43 de la segunda parte (p. 1064) que el refrán significa ¡Me riñe mi madre, y yo me burlo de ella!, mientras que en nota al capítulo 67 de la misma segunda parte (p. 1286) lo interpreta como ¡Me riñe mi madre, y no me importa nada! Diréis que viene a ser lo mismo, pero creo que hay alguna diferencia. ¿O no?
    A estas alturas, Zalabardo me advierte de que este apunte ya va cargado en exceso de datos eruditos y que no sería conveniente ni provechoso hincarle ahora el diente al otro refrán, el del boticario. Lo comprendo y lo dejo aquí. Otro día le meteremos mano.

lunes, febrero 13, 2012


ZOON POLITIKÓN 

    Tengo que reconocer que no me queda muy claro qué se ha de entender en nuestros días por aquella expresión formulada por Aristóteles en la que calificaba al ser humano como zoon politikón. Le digo a Zalabardo que si quería dar a entender que somos seres sociales, que vivimos en sociedad y que esto supone el deber de buscar la armonía y la solidaridad que hacen que nuestras vidas sean mejores, sí me considero incluido en tal definición; pero si, por el contrario se quiere significar lo que parece entenderse cuando se afirma, es un simple ejemplo, que Manuel Fraga, Santiago Carrillo o Alfonso Guerra son ejemplos cabales de animales políticos, entonces me excluyo. Debo decir cuanto antes que, salvo la tarjeta sanitaria, el DNI, el permiso de conducir y, ahora, la tarjeta de jubilado, no he poseído en mi vida más documentos acreditativos de adscripción a una asociación que la tarjeta de donante de sangre y el carné del Colegio de Doctores y Licenciados, este porque estaba obligado a ello si quería trabajar, cuando concluí mis estudios, en la enseñanza privada, que a los de la pública no se les exigía. Y eso que, en aquellos años, el tal Colegio estaba regido por personas que se consideraban y llamaban progresistas. Cuando, por oposición, conseguí plaza en un centro público, rompí ese carné y dejé de pagar aquella cuota que siempre consideré una especie de impuesto revolucionario. Nunca he militado en un partido, nunca he pertenecido a un sindicato; no tengo nada contra ellos, pero en todo momento he considerado que la militancia política o sindical exige una cuota de renuncia a la libertad personal.
    No obstante lo anterior, mi conciencia social me lleva a creer en ciertas cosas y a descreer de otras: creo en una educación universal y gratuita (en niveles de primaria y secundaria, que la Universidad es otro asunto); creo en una asistencia sanitaria universal y gratuita; creo en la justicia (aunque en bastantes ocasiones dude de los jueces que deben aplicarla y en estos días vemos claros ejemplos para ello); creo en la igualdad sin trabas de hombres y mujeres (aunque me parezca una memez eso de la paridad); creo que todo el mundo tiene derecho a un trabajo digno y a recibir una remuneración adecuada al mismo; creo que todas las personas deberían gozar de la oportunidad de acceder a una vivienda digna en condiciones razonables; creo que los desvalidos necesitan ayuda de las instituciones; creo que merecemos unas ciudades limpias, seguras y accesibles; creo que nadie puede atentar contra nuestra libertad, contra nuestra dignidad, contra nuestras creencias y, mucho menos, contra nuestra vida. Creo en muchas cosas más que posiblemente se me están quedando en el tintero, pero no quiero ser prolijo.
    Si lo anterior se resume en lo que se llama estado de bienestar, creo en el estado de bienestar. Pero todo lo enumerado cuesta dinero, no cae como el maná desde el cielo. Y también quiero decir que los muchos derechos que reportan la vida social requieren a la vez la existencia de unas obligaciones para que nada perturbe el normal disfrute de aquellos. Por eso creo que hay que pagar impuestos, cada uno en la medida de sus ingresos (eso es la solidaridad) y debe perseguirse la economía sumergida, que es muestra patente de insolidaridad; por eso creo que un estudiante debe rendir en la medida de sus capacidades; por eso creo que no hay que abusar del sistema sanitario y no pensar que hasta lo superfluo se nos debe dar gratis; por eso creo que el trabajador que por desgracia queda en paro no debe resignarse a cobrar el subsidio correspondiente y sí aceptar cualquier trabajo que se le presente (al menos, hasta que encuentre ese al que aspira); por eso creo que tenemos la obligación de mantener limpias nuestras ciudades, cuidar el mobiliario urbano y no arrojar basuras, ni siquiera chicles o papeles, en los suelos (por algo hay papeleras). Creo también en otras obligaciones más que no enumero por lo ya dicho antes.
    ¿Y qué pasa con quien no respeta cuanto hay que respetar? Que la sociedad, que tiene derecho a defenderse, puede y debe imponerle el correctivo adecuado a su falta, puede y debe suspender el disfrute de los derechos que se le otorgaban. Al menos, hasta que reconduzca su comportamiento y reconozca que toda partida tiene una contrapartida. En todos los niveles imaginables de la vida social.
    Le digo a Zalabardo que toda esta reflexión que hago, y en la que sin duda me quedo corto, me surge a raíz de ciertas actitudes que se vienen observando desde que ETA anunció el abandono de la violencia. Ahora, aquellos a los que algunos llaman el brazo político de los etarras, acompañados de otros, defienden sin rubor que ha llegado el momento de las contrapartidas políticas. Y no se limitan a solicitar el acercamiento de los presos a sus lugares de residencia (justa petición) y alguna otra medida de gracia (que se podría discutir), sino una completa amnistía para los condenados etarras, a quienes, no sin desfachatez, llaman presos políticos.
    Parto de que rechazo de forma rotunda la pena de muerte y desconfío de la efectividad de la cadena perpetua. Creo que las penas impuestas por cualquier tipo de delito deben tener como objetivo la reinserción del reo en el cuerpo social, cuyo primer paso, a mi juicio, es un arrepentimiento sincero del mal causado y un firme deseo de repararlo en la medida de lo posible.
    Pero las medidas de gracia previstas por las leyes (para el caso de los etarras) tienen su proceso determinado y debemos ajustarnos a él: acerquemos a los presos a casa, para que el castigo de reclusión no suponga también el añadido del alejamiento de los seres queridos; excarcelemos a quienes hayan dado muestras fiables de reinserción y no hayan causado males irreparables. ¿Pero qué pasa con quienes cargan sobre sus conciencias muertes que pretenden presentar como necesarias para su causa? ¿Qué reparación pueden ofrecer a sus víctimas? Podría defenderse que, para ellos, la amnistía solo fuera posible cuando se consiga también para aquellos a quienes privaron del mayor don: la vida. Por eso, los asesinos deben cumplir la pena correspondiente a su delito. No más, aunque tampoco menos. Aun así, la sociedad podría valorar un arrepentimiento sincero, si lo hubiese. Y ese arrepentimiento, si se da, podría servir para atenuar las condiciones de la pena, pero nunca para obtener, gratis et amore, una libertad que negaron a otros y que ya nunca se les podrá devolver.

lunes, febrero 06, 2012


PREGONES

Yo vengo vendiendo flores;
las tuyas son amarillas,
las mías son de colores.

    (Pregón de Joselero de Morón)

    Siempre me han atraído los mercados. Recuerdo que, de pequeño, no pocas veces mi madre me enviaba al del pueblo, cercano a la casa, para que realizara compras menores. Tal vez entonces naciera esa afición. Aún ahora, muchas mañanas, Zalabardo y yo, si por un casual nos pilla de paso, entramos y nos damos una vuelta por alguno de ellos, ya sea en el centro, en Huelin, en Ciudad Jardín o en cualquier otro barrio. Los de Atarazanas y el Carmen, recién restaurados ambos, son un primor, aunque el primero resulte algo estrecho.
    Pero, hace unos días, Zalabardo me hizo notar que, de un tiempo a esta parte, percibía algo raro en estos lugares y me preguntaba si yo lo notaba. No supe contestarle; pero no hubo de pasar demasiado para que cayésemos en la cuenta de qué era lo que faltaba. Sería él quien reparase en el asunto: “¡Ya está, faltan los pregones!” Y era verdad. Preguntamos a un frutero la razón de ese silencio y la respuesta nos dejó de una pieza: “Es que el Ayuntamiento ha prohibido (bajo multa) que pregonemos, porque molestamos a los compradores”. No sé, comento a Zalabardo, adónde vamos a llegar con tanta fiebre prohibicionista.
    Renacen ecos de antaño. La memoria se colma de escenas vetustas y en el oído resuenan antiguas voces: aguadores, afiladores con sus chiflos o flautas de Pan, lañadores, queseros, meleros, heladeros… Zalabardo me hace ver que no hay que distanciarse tanto: aquí en Málaga, me dice, tuvimos a los cenacheros (¡Niñas, los vitorianos! ¡Jurelitos plateaos! ¡Vamos, que están vivos!) y aún nos quedan los biznagueros. Uno de los gentilicios de Frigiliana es el de aguanosos, porque, en las calles, sus ricos albaricoques se pregonaban como los más buenos y aguanosos (jugosos). En mi llegada a Granada, me sorprendieron las voces que anunciaban en el Paseo del Salón las perdices, que no eran otra cosa que aquellas patatas asadas que a muchos estudiantes, por nuestra escasez de recursos, nos servían de cena.
    Llegados a la casa, sugiero a Zalabardo que entremos en Internet y busquemos algo más sobre los pregones. Y hallamos una página sobre flamenco de Alfredo Arrebola (compañero de Facultad en la etapa granadina) en la que habla sobre los pregones y su influencia en el cante flamenco. Y Arrebola, en cuestiones relativas al flamenco, es autoridad notable. Nos enteramos así de que el pregón popular estuvo tan arraigado y aceptado por el pueblo que incluso dio lugar a más de un palo (tipo de cante) del flamenco. Por supuesto, el pregón, pero hay quien defiende que hasta el mirabrás, la jabera y los caracoles buscan en ellos sus orígenes. Por supuesto, nada que decir de los caracoles, cuya invención, leo, hay que atribuir al Tío José, el Granaíno, de quien poco se sabe acerca de las fechas de nacimiento y muerte (¡Caracoles!, ¡caracoles! / Mocita, escúcheme usté, / que son ojos dos soles). Al mismo Tío José, el Granaíno se adjudica el considerado primer pregón flamenco, incluido en una zarzuela estrenada en 1894 titulada El Tío Caniyitas: Venga usté a mi puesto, hermosa, / no se vaya usté, salero, / castañas de Galarosa / yo vendo, camuesa y pero. / Ay, Marina, / yo traigo naranjas y son de la China, / batatitas borondas y suspiros de canela, / melocotones de Ronda y agua de la nevería… Esto nos confirma que en el pregón hay mucho de cultura, de tradición y de folclore.
    Pero hay más.  En Málaga tuvimos a Juan Ternero Rodríguez, Niño de las Moras, primero vendedor ambulante y luego cantaor: Asomarse a los balcones / mujeres guapas y hermosas / y veréis vender las moras, / ¡moras, mauritas, moras! / Al moral me voy, del moral me vengo; / al amo las compro, por las calles las vendo: / ¡moras, mauritas, las moras! Caso parecido fue el del cantaor gaditano Gabriel Díaz Fernández, Macandé, que acabó sus días en el Manicomio de Cádiz. Macandé fabricaba caramelos que vendía envueltos en papeles con la efigie de toreros famosos y los pregonaba así: A la salía de Asturias / y a la entrá de la Montaña, / jago yo mis caramelos / pa venderlos en toa España. / ¡Si tú los quieres de menta, / yo los tengo de limón; / los tengo de Gaona, de Belmonte y de Vicente Pastor!  ¿Quién, que tenga algunos años, no recuerda aquello de ¡Qué fresquita baja hoy el agua del Avellano!, que cantaba Antonio Molina? Un postrer ejemplo, muy reciente; en el disco Zaguán, Miguel Poveda canta este: Uvitas negras de Los Palacios / comen las niñas, dulce y despacio. / Vuelve la cara, repara y mira / que es más buena mi carga / que la de su viña. Y el que abre este apunte será reconocido por muchos como santo y seña de la discografía de Enrique Morente. No creo que haya un disco en el que, de una manera u otra, no aparezca. También yo creí que era suyo, aunque él nunca se lo atribuyó y decía que era una letra popular; ahora he sabido que quien primero lo grabó fue Joselero de Morón.
    Volvemos a la calle y seguimos hablando. Digo yo que, al parecer, el Ayuntamiento de Málaga carece de medios para impedir que los coches circulen por la ciudad con la radio encendida a todo volumen; o que las motos lo hagan con escape libre; o que los botellones inunden de ruido y mugre muchas noches ciudadanas; o que las calles estén sucias y vayamos pisando restos de chicle, y cosas peores, por las aceras. Nada de eso, a lo que se ve, resulta inconveniente o molesto.
    Y mientras, a algún “cerebrito” de ese Ayuntamiento (¡Cráneo privilegiado! que diría Valle-Inclán), escudado en que la norma es antigua, se le ocurre prohibir los pregones en los mercados. Para eso, parece, sí tienen medios. Zalabardo, sarcástico, me contesta que a lo mejor el autor de la idea tiene razón y los pescaderos, fruteros, chacineros, carniceros y cuantos trabajan en las plazas (ese nombre se les daba en mi pueblo) no solo son gente ruidosa, desagradable y molesta, sino, además, peligrosa. Mientras tanto, añade y baja la voz porque a nuestro lado pasan dos policías locales, las dependencias de la antigua Fábrica de Tabacos están llenas de funcionarios cobrando multas. Que eso sí lo saben hacer bien en este Ayuntamiento.

lunes, enero 30, 2012


GEEK (sobre el cuidado de la lengua en Internet)

    Sin ningún género de dudas, está claro que no soy un geek, le digo a Zalabardo durante un descanso en nuestro paseo matinal. ¿Qué no eres qué?, contesta Zalabardo, a quien saco de su semiletargo mientras disfrutamos de un breve descanso en nuestro paseo y tomamos el sol sentados en el chiringuito que hay en la rotonda del nuevo muelle de cruceros). Le explico entonces que un geek, término que también yo desconocía hasta hace solo unos días, es una persona fanática de la tecnología y los ordenadores. Algunos añaden al término un sentido peyorativo, pero ahí ni entro ni salgo.
    Digamos que me considero con capacidad suficiente para ponerme ante un ordenador, que me defiendo con un procesador de textos o en la elaboración de presentaciones o bases de datos y que me sirvo con frecuencia del correo electrónico; incluso voy tirando con esta Agenda que Zalabardo me cede, aunque cualquiera puede detectar mis dificultades para conseguir un diseño atractivo y variado.
    Pero hay mundos que se me resisten e incluso me producen algo de yuyu. Como el de las llamadas redes sociales; ni sé chatear ni he chateado nunca, no tengo cuenta o perfil, o como se llame, en facebook, twitter, no tengo ni puñetera idea de qué sea eso whatsapp y fenómenos semejantes. Me cuesta creer que alguien confiese tener en su cuenta miles de amigos porque siendo la amistad algo tan delicado, frágil y difícil de mantener, ¿es posible tener tantos amigos? Me viene a la memoria un momento del documental Objeto encontrado en el que Pepe Caballero Bonald, con la fina  ironía jerezana que lo caracteriza, dice algo así como que la amistad, para que perdure y sea verdadera, necesita de discontinuidades e interrupciones, de aplazamientos y lejanías, porque el continuado roce la deteriora.
    Pero, le digo a Zalabardo, lo que quería plantear al hablar de los geeks es el descuidado uso de la lengua que se observa en dichas redes. Y no me refiero ya a la utilización de abreviaturas en chats, SMS o en tuits. Las abreviaturas siempre se han usado. Y en nuestros tiempos, cuando el precio del mensaje se establece en función del número de caracteres empleados, o cuando se nos exige no sobrepasar una determinada cantidad de dichos caracteres, el recurso de la abreviación está más que justificado. Me quiero referir a solo dos grandes defectos que encuentro en una apreciable cantidad de los textos que circulan por Internet.
    Tengo que declarar, primero, que no sigo habitualmente más que tres blogs: El blog de Jofran (www.blogdejofran.blogspot.com), porque está bien escrito y es de un amigo; Generación Y (www.desdecuba.com/generaciony/), por la decidida y valiente defensa que su autora, Yoani Sánchez, hace de la libertad en un país privado de ella y El Boomeran(g). Blog literario en español (www.elboomeran.com), por el interés que me despiertan sus contenidos. Claro está que, sin ser seguidor de ellos, leo otros (deportivos, políticos, culinarios, viajeros, culturales, sobre temas mediambientales etc.), especialmente cuando los veo recomendados en algún medio de prensa.
    ¿Y qué encuentro que falte en ellos?: rigor en el tratamiento de los contenidos, unas veces, y un casi continuado desacato de las normas gramaticales. Quiero poner dos ejemplos, dos bitácoras recomendadas en la edición digital del diario SUR de hace unos días. Y vamos primero con las cuestiones de contenidos: en uno, Cyberfrancis, en solo dieciocho líneas, su autor, que se confiesa geek, cometía un sinnúmero de deslices. Ya de entrada, y ese era el núcleo de su apunte, se mostraba escandalizado porque dos personas o entidades pudiesen mantener posturas diferentes, e incluso contrarias, respecto a un tema que para él estaba claro; y, claro, arremetía contra los medios de información. Pero lo curioso del caso es que carecía de un conocimiento directo de los artículos que criticaba, pues el que tenía procedía de mensajes que le remitían amigos de twitter o de la consulta de una página de reseñas de noticias de las que no se aportaban ni fuente ni autor. En el otro, cuyo nombre no recuerdo, su autora solicitaba enardecida firmas que avalasen una solicitud, no para que no se leyera, sino para que se prohibiera la venta de un libro que ella consideraba execrable (no empleaba ese adjetivo, pero casi); ignoro las virtudes o defectos de ese libro del que ella no se recataba en declarar, muy ufana, ¡que no lo había leído! Después de la lectura de ambos apuntes, me preguntaba si algunas personas tienen conciencia clara de qué sea eso de la libertad (de opinión, de expresión, de conciencia…), al tiempo que me preguntaba, también, si no será que subsisten aún muchos resabios inquisitoriales en individuos que se proclaman liberales. Me vino entonces a la memoria la queja manifestada en EPS por Javier Marías en un reciente artículo, (http://www.elpais.com/articulo/portada/Superculpable/elpepusoceps/20111231elpepspor_111/Tes) sobre la circunstancia de que, en unos tiempos en que hay más información, puede que haya también más ignorancia. Y en otro artículo aún más reciente (http://www.elpais.com/articulo/opinion/cosas/importantes/elpepiopi/20120121elpepiopi_4/Tes) Juan Goytisolo afirmaba: Sí, sabemos hoy más y más cosas, y cada vez menos importantes. Hago partícipe a Zalabardo de mi convencimiento sobre la necesidad de reflexionar acerca de cuanto escribimos y colgamos alegremente en la Red con la esperanza de que sean atendidos por cuantos más lectores mejor.
    Y si vamos al tema de las patadas al lenguaje, me limito a reproducir, textualmente, una frase de ese blog llamado Cyberfrancis: Menos mal que el analfabetismo en los medios de comunicación tradicionales, expertos en desinformación y en intoxicación ideológica, no saben que algunos usamos otras herramientas como Google+, Google Reader, etc, sino algunos irían a piñón fijo contra nosotros. ¿Por dónde la cogemos?
    Lo que, en fin, echo en falta en esas páginas, le digo a Zalabardo, es respeto a la ortografía, a la cuidada construcción de las frases, a la atención a las concordancias y a la observancia del régimen preposicional, y pocas cosas más. Porque Internet no debe estar reñido (¿o se dice reñida?) con la corrección lingüística. En el artículo que citaba antes, Javier Marías decía también que tiene la impresión de que, entre nosotros, la lengua hablada y escrita es cada vez más pobre y confusa. Y quizá lleve razón.
    Y no será, en el caso de Internet, porque carezcamos de herramientas que nos ayuden a ser vigilantes y cuidadosos. Señalo solo algunas de las que me parecen más interesantes: en la página de la Real Academia (www.rae.es) tenemos el Diccionario de la Lengua Española y el Diccionario Panhispánico de Dudas. Además, en esa misma web, contamos con un departamento de consultas lingüísticas. Pero podemos servirnos también del diccionario Clave (www.clave.librosvivos.net) o el interesante Diccionario inverso del diccionario de la Real Academia (www.dirae.es), que nos permite buscar tanto definiciones a partir de palabras, como palabras a partir de las definiciones. En otra línea trabajan la Fundación del español urgente (www.fundeu.es), de la Agencia EFE, que, aparte del rico vademécum de que ponen a nuestro servicio, aclaran cuantas consultas léxicas, ortográficas o gramaticales les hagamos. Y para terminar, cito el proyecto en fase de elaboración, pero ya con numeroso material disponible, de un Manual de estilo pensado, entre otras cosas, para el mundo de Internet (www.manualdeestilo.com), de la misma institución. Las herramientas, pues, las tenemos; nos queda utilizarlas.

lunes, enero 23, 2012


MIGUEL

    ¿Qué es nuestra vida más que un breve día,
do apenas sale el sol, cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?

        (Andrés Fernández de Andrada)

    La noticia me llegó de forma inesperada, casi a traición; inadvertidamente mientras leía El País el pasado jueves. En una de esas páginas que se pasan de manera descuidada y rápida, ante la vista se me ofreció una foto de Miguel García-Posada, la que encabeza este apunte. Era su necrológica, pues había fallecido el día anterior.
    Conocí a Miguel en Sevilla, cuando ambos llegamos a la Facultad de Letras a inicios del curso 1964-65. No voy a decir ahora que fuimos amigos, pues la amistad es otra cosa. Sin embargo, siempre fuimos compañeros francos, leales y entrañables. Ambos, junto con otros compañeros más, formábamos parte de aquellos grupos que, terminadas las clases, se reunían en la Plaza de Doña Elvira o en el Parque de María Luisa. Que yo recuerde ahora, integrábamos aquellos grupos José María Pérez Orozco, Alberto Bañuls, Carmen Romero (sí, la que sería esposa de Felipe González), Jacobo Cortines, Maribel Jiménez (hermana de aquel dramaturgo, Alfonso Jiménez Romero, que se dio a conocer con el TEU de Sevilla, el Teatro Estudio Lebrijano o el Teatro Universitario de Madrid), Emilio Escobar, otra compañera cuyo nombre me sedujo desde que la conocí, Cira del Cid, el propio Miguel García-Posada y yo.
    José María y Alberto solían ser quienes más animaban aquellas reuniones, especialmente José María, virtuoso de la guitarra, con la que acudía bastantes días a las clases. Pero Miguel, y en esto coincidía conmigo, tal vez la única coincidencia entre ambos, era un sevillano de esos que yo afirmo que no ejercen de tal. Quiero decir que ninguno nos ajustábamos a ese tópico molde de dicharachero, jaranero, pinturero, cuentachistes y capillita y, al lado de los demás, no pasábamos de ser meros comparsas que hasta para acompañar las palmas teníamos dificultades.
   Miguel era, yo lo recuerdo así, serio, sobrio y severo, más nunca huraño ni adusto. Casi adivinando lo que llegaría a ser, su figura se me representaba como aquella que Lorca describía en el Romance de San Gabriel: piel de nocturna manzana / boca triste y ojos grandes, / nervio de plata caliente.
    Concluidos los estudios comunes, cuento a Zalabardo, pues él no lo conoció, algunos marchamos juntos a Granada para seguir estudios de Filología Románica. Esto nos unió algo más, aunque nuestras conversaciones versaban casi siempre sobre los respectivos gustos literarios. Emilio era ferviente lector de Pío Baroja; yo admiraba a Valle-Inclán y Miguel ponía en primer lugar de sus preferencias a Federico García Lorca. Pero así como Emilio y yo no pasábamos de ser meros admiradores, Miguel se revelaba ya como un experto conocedor del poeta granadino. Y eso en un tiempo en el que el nombre de Federico sonaba aún con sordina en su ciudad y algunas de sus obras no se encontraban fácilmente. Un ejemplo conciso nos puede dar idea clara de lo que digo. Estábamos, creo, en cuarto curso, cuando como tarea de clase se nos impuso componer una monografía sobre cualquier aspecto de la obra de un autor. Los tres fuimos fieles a nuestros gustos. Yo me atreví con un estudio de la evolución de la adjetivación y el color en Valle-Inclán desde las Sonatas hasta los Esperpentos. Emilio se concentró en los personajes aventureros en las novelas de Baroja y Miguel abordó un análisis de la poesía de Lorca. Llegado el momento de sernos devueltos los trabajos, el catedrático, no interesa ahora decir su nombre, hizo una pausa especial al llegar a García-Posada y, tras unos instantes de elogios, dijo: Ha realizado usted un trabajo sumamente interesante, Miguel; ¿tendría inconveniente en que me quedase con él? Miguel, impertérrito y sereno, contestó con voz firme: Pues claro que lo tengo. El profesor insistió: Pero, ¿se puede saber por qué? Miguel zanjó de raíz cualquier continuación: Porque ese trabajo es mío y de nadie más. Y es que en aquella Facultad, en la que tuvimos la dicha de gozar de un elenco de profesores de primera línea (Alvar, Llorente, Orozco, Pita…) era comidilla común que aquel profesor preciso no se paraba en barras a la hora de buscar subterfugios para apropiarse de trabajos de alumnos brillantes a los que luego lavaba un poco la cara y presentaba como suyos.
   Completada la licenciatura, los tres nos separamos y no hemos vuelto a vernos. No hay duda de que el camino de Miguel, sobrepasó en gran medida el de otros muchos compañeros. En algún momento le tentaron la poesía y la novela, pero lo suyo de verdad ha sido la crítica y, siempre que he tenido oportunidad, he seguido sus artículos. Por encima de todos sus trabajos (no cumple que los alabe / pues los vieron, como dijo Manrique de los hechos de su padre), los dedicados a Lorca lo convirtieron en uno de los máximos especialistas en la obra del autor de Fuentevaqueros. Y, es necesario que se diga y que se sepa, ese conocimiento no ha necesitado nunca apoyarse en alharacas ni en pomposas demostraciones.
    Miguel García-Posada, le digo a Zalabardo, era dos meses y algunos días más joven que yo. Hoy ya no está entre nosotros. Descanse en paz.
                                                                                               (Foto tomada de elpais.es)

lunes, enero 16, 2012


LUGARES COMUNES (sobre tradición y originalidad)

    Posee Zalabardo en ocasiones esa indefinible cualidad que distingue a algunas personas que, en el momento más inesperado, te plantean una pregunta de difícil respuesta o para la que no hay respuesta tajante. Eso me ocurrió hace unos días cuando, sin venir a cuento, me soltó el escopetazo: ¿Qué es la originalidad? ¿Cuándo podemos afirmar que una obra es original? Me podía haber limitado a darle la definición del diccionario, ‘lo que resulta de la inventiva de su autor’. Pero, claro es, esa definición resulta insuficiente, pues nos remite a la idea de ‘novedad’ y hemos de considerar que el arte, a lo largo del tiempo, sigue una línea en la que temas, modos, formas y asuntos reaparecen de manera recurrente. La imposibilidad de distinguir claramente entre tradición y novedad fue, tal vez, lo que llevó a Eugenio D’Ors a afirmar que, en literatura, todo lo que no es tradición es plagio.
    Consciente de que lo dicho parece no aclararle mucho, decido continuar: ¿Recuerdas la historia de Edipo?, le digo. A su padre, el rey Layo de Tebas, el oráculo le anunció que un hijo suyo le daría muerte; aun así, Layo tuvo ese hijo, aunque, temeroso del augurio, lo entregó a un pastor para que se deshiciera de él. El cabrero no fue capaz de matarlo con sus propias manos y lo abandonó convencido de que las fieras acabarían con él; pero el azar quiso que otro pastor lo encontrase y lo entregara al rey Pólibo de Corinto, que no tenía hijos. El resto de la historia es bien conocido. Vayamos ahora a la historia de Blancanieves: tras la muerte de su madre, el padre decide contraer nuevo matrimonio. La madrastra posee un espejo mágico que le asegura que es la más bella de todas las mujeres. Hasta que un día, Blancanieves ha cumplido ya siete años, el espejo responde que ahora es la niña la más bella. La madrastra, envidiosa, ordena a un cazador que la lleve al bosque y la mate; el cazador se apiada de la hermosa e inocente niña y opta por abandonarla, pues cree que las fieras darán cuenta de ella. La pobre Blancanieves camina errante, hasta que, por azar, encuentra la casa de los enanos, que deciden adoptarla. Lo demás, como en la historia de Edipo, ya es sabido. Comparando una historia con otra, observando las similitudes que presentan, le pido a Zalabardo, que me diga qué conclusiones podríamos obtener sobre la originalidad.
    Mi buen amigo duda; quiero ayudarlo a salir del aprieto y le cuento una experiencia antigua. Cuando estaba en la Facultad de Letras allá en Granada, tuve que leer un ensayo de Dámaso Alonso titulado Gonzalo de Berceo y los topoi. En él, el entonces director de la RAE, partía de unos estudios del insigne romanista Ernst Robert Curtius para comentar el peso de los topoi en la obra del poeta riojano. Estos topoi son lo que en nuestra lengua se designa con la expresión lugares comunes o tópicos. Un lugar común, le explico a Zalabardo, es un tema o motivo nacido en un lugar y época determinados que se va repitiendo en lugares y épocas posteriores (la incitación a gozar del momento, el consuelo ante la muerte, la aceptación del destino ineludible, la consideración de la vida como río, la oposición campo/ciudad, etc.). Es una corriente que discurre escondida o disimulada y que de vez en vez aflora a la superficie con un matiz diferente, con un enfoque nuevo, dotado de un rasgo que le aporta singularidad. Porque nuevo, lo que se dice nuevo, hay poco.
    Y durante mucho tiempo, le digo a Zalabardo, ningún escritor renegó de las fuentes en que bebía y no sentía empacho en reconocerlas. Berceo no dudaba en dar fe de que seguía una tradición anterior en lo que él escribía. Por ejemplo, hablando de los padres de Santa Oria, afirma: si les dió otros fixos non lo diçe la leyenda; o, narrando la vida de Santo Domingo, escribe: De qual guisa salió decir non lo sabría, / ca fallesçió el libro en que lo aprendía; / perdióse un quaderno, mas non por culpa mía, / escribir aventura seríe grant folía. Y durante el Renacimiento, el Barroco, e incluso el Neoclasicismo tampoco hubo inconveniente en señalar cuáles debían ser los modelos. Más. Incluso en el periodo que comúnmente se señala como defensor de la libertad creadora del artista, el Romanticismo, Mary W. Shelley, titula la novela que la hizo famosa Frankenstein o el moderno Prometeo, dando con ello cuenta de su débito con la tradición; en la introducción declara que la invención no consiste en crear de la nada.
    Continúo diciéndole que mi creencia, que no es dogma de fe, es que la tradición es perenne y que continuamente bebemos de sus aguas. Lo que pasa, añado, es que hoy parece existir una cierta vergüenza a declarar en qué aguas bebemos, como si temiésemos que al hacerlo se resintiesen nuestras ansias de originalidad, como si no fuésemos conscientes de que esta no es la simple novedad. Porque la originalidad, y la novedad, no están tanto en el tema, sino más en la forma en que lo presentemos, en el desarrollo que le demos y en la manera en que lo adecuemos al momento. Es decir en la capacidad de ajustarlo a nuestra propia visión del mundo que nos ha tocado vivir. Unas veces, el original mejora; otras, no.
    Como no sé si he logrado mi objetivo, le proporciono un último ejemplo. Le digo a Zalabardo que yo, de Las mil y una noche, no conocía más que algunas de esas narraciones que de la obra se han ido desgajando: la historia de Simbad, la de Aladino y algunas otras. Pero ahora he decidido zambullirme algo más en el libro. Y el resultado es que, al final de la noche quinta, oigo de boca de Sherezade la Historia del rey Yunán y el médico Ruyán. Un médico que ha prestado grandes servicios a su rey, que ahora pretende deshacerse de él, decide castigarlo: le regala un libro en el que, afirma el médico, encontrará grandes maravillas. Pero las hojas están muy pegadas y es necesario mojar la yema del dedo con la lengua para ayudarse a pasarlas. El hecho es que las hojas están impregnadas de veneno y el rey acaba muriendo.
    Sí, la clave de toda la intriga de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, donde una serie de personajes mueren misteriosamente, precisamente por leer las páginas envenenadas de un libro, resulta que procede de un cuento de Las mil y una noches. Ayer mismo, en la página de la Defensora del lector en El País, leía la historia acerca de un artículo de Rosa Montero, escrito en 2005, que ha vuelto a la actualidad porque se la acusa de plagio. Como no lo conocía, busqué el artículo y lo leí (http://www.elpais.com/articulo/ultima/negro/elpepiult/20050517elpepiult_2/Tes); sorpresa: esa historia, con variantes, yo la había leído en la novela Solar (2010), de Ian McEwan que, a su vez, me entero ahora, también fue acusado de plagiario por haberla tomado de un libro de un novelista inglés anterior, Douglas Adams. Y, a lo mejor, la historia es incluso anterior.
    ¿Merma esto la calidad de las novelas de Eco y McEwan o del artículo de Rosa Montero? ¿Menoscaba su originalidad? Por supuesto que no (pienso yo), siempre que ellos reconozcan su deuda con la tradición anterior. Ignoro si el italiano y el inglés lo han hecho en algún momento. Por lo que respecta a la articulista española, la gravedad de su actuación es patente porque da la historia como auténtica y (por cómo empieza el artículo) presenciada por ella.
    Rebuscando un poco en Internet, el tema del libro envenenado lo encontramos también en el Libro de los dichos y hechos del rey Alfonso de Aragón, que compuso en 1455 el italiano Antonio Beccadelli y en La reina Margot, novela que Alejandro Dumas publicó en 1845 y que yo desconozco. Y si sentimos curiosidad por la historia del otro ejemplo, el de Montero, podemos leerla en ‘El negro’ y sus mil avatares (http://www.elpais.com/articulo/opinion/negro/mil/avatares/elpepiopi/20120115elpepiopi_5/Tes), que este apunte ya se alarga en demasía.

lunes, enero 09, 2012


CALLEJEROS

Cuando llegará el momento
que las agüitas vuelvan a sus cauces;
las esquinas con sus nombres,
sin reyes ni roques, ni santos ni frailes

                                        (José Menese)

    Quienes me lean saben bien, son muchas las veces que lo he repetido, de mi afición por los largos paseos, ya sea por la ciudad o por el campo. Sin abandonar por ello la visita de los pueblos, donde siempre hay algo que ver o que hacer. O, por qué no decirlo, alguna comida de la que disfrutar. En Canillas de Aceituno podemos saborear el chivo al horno de leña en La Sociedad; En Casarabonela, en La Parada, te reciben con chorizo y morcilla a la brasa y preparan un rico conejo también a la brasa; en Casabermeja no debe excusarse disfrutar de las migas o la berza que cocinan en La Posada. Y no hace demasiado tiempo, aprovechamos un sábado para ir a Ardales, aunque fuera con la excusa de comer el sabrosísimo gazpachuelo de Casa Juan Vera. Como veréis, en casi todos los lugares ofrecen menús adecuados para el colesterol.
    Pero, en este último pueblo, lo primero que hicimos fue dar una vuelta por sus calles. Y fue, como tantas otras veces, Zalabardo quien reclamó mi atención. Mira los rótulos, me dijo. Y yo miré: calle de los Carros, calle Real, calle de la Iglesia, calle del Cerrillo, camino de la Muralla… De inmediato, me acordé de mi pueblo: la Carrera, calle de la Cilla, cuesta de la Cárcel, calle de la Cruz; solo que allí, entonces, aquellos nombres que todos conocíamos quedaban velados por otros rótulos, en los que se leían otros nombres, casi todos de generales que ganaron la guerra civil.
    No sé, le digo a Zalabardo, cuándo se inició esa fea costumbre de poner a las calles nombres que no dicen nada a la gente o que traen malos recuerdos a muchos. Porque los pueblos siempre tuvieron calles con nombres fáciles, bellos en su simpleza, que no herían a nadie, que no había que interpretar para saber a qué aludían: calle de la Fuente, calle de la Era, cuesta del Castillo, calle de Cantarranas… En España, por desgracia, pasó lo que pasó y la mayoría del callejero cambió y se uniformizó (en sentido recto y figurado): plaza de España, calle del general Franco, de Queipo de Llano, del 18 de julio. Pero no creáis que eso fue cosa de un tiempo y de una circunstancia; hay feas costumbres que perduran. Dictaduras las ha habido siempre, de todos los colores, de todos los signos y de todas las calañas, aunque disimulen y se oculten tras falaces denominaciones. En un pueblo sevillano tan pequeñito como Marinaleda, esa Cuba de Andalucía como le gusta decir a su alcalde Rafael Sánchez Gordillo, este tiranuelo soñador que ejerce su poder desde hace más de treinta años no se ha limitado a rotular sus calles con nombres tan utópicos como avenida de la Libertad, calle de la Fraternidad o calle de los Jornaleros, sino que en ellas aparecen también nombres como calle de Ernesto Che Guevara, calle del sargento Jurado o calle de Salvador Allende. Por si no hubiera ya suficientes nombres de héroes patrios en el callejero, algunos todavía van a buscarlos a otras tierras. Afortunadamente, otros pueblos han optado por soluciones distintas: Moguer, en Huelva, emprendió un proceso de recuperación de los nombres de siempre tomando como referencia los empleados por Juan Ramón en su librito Platero y yo.
    Zalabardo sabe que a mí me gustan los nombres tradicionales en las calles y, si hay un nombre antiguo, lo prefiero al moderno. Aunque soy consciente de que no es igual crear el nomenclátor de calles en una ciudad que en un pueblo. Aun así, no me negaréis que es más encantador vivir en una calle del Aire, en el Albaicín granadino, que en otra que se llame, por ejemplo, calle de la lexicógrafa María Moliner, como hay una en Málaga, con todos mis respetos hacia doña María.
    Porque los nombres antiguos de las calles no son solamente sonoros y poéticos; muchos están, también, cargados de historia, menor si se quiere, pero historia al fin, y nos revelan bastante sobre cómo eran las cosas en otra época. En Málaga quedan aún algunos de estos bellos nombres: calle del Huerto de las monjas, camino de los Almendrales y otros más. La plaza de la Cruz del Humilladero nos dice que aquello, alguna vez, fue punto de entrada a la ciudad, porque los humilladeros eran zonas, creo que la costumbre se inició con los Reyes Católicos, donde los viajeros se arrodillaban, se humillaban, para dar gracias por haber completado el camino sin incidencias y se aprestaban para entrar en la población. Por eso en tales sitios se erigían unas gradas culminadas con una cruz (de ahí el nombre). Desde ahí se entraba a Málaga por el paseo de los Tilos, nombre que aún conserva lo que ahora es calle y donde ya no es posible ver ninguno de esos bellos árboles y sí las sosas brachichitas que tanto abundan en la ciudad.
    Pero, como le digo a Zalabardo, hay calles que nos remiten a bellas y curiosas historias. En Sevilla, por ejemplo, hay dos calles, confluyentes la una con la otra, que se llaman, respectivamente, del Candilejo, la una, y Cabeza del rey don Pedro, la otra. Toda la ciudad conoce la leyenda e incluso el Duque de Rivas la desarrolló en su serie de romances titulada Una antigualla de Sevilla. A veces, los ayuntamientos, que son lugares en los que se arraciman muchos ignorantes, tratan torpemente de romper el encanto de estos nombres proponiendo nuevas denominaciones. Pero no lo consiguen. En Granada, si preguntáis por el paseo del Padre Manjón, nombre moderno, puede que alguien os dirija hacia allá; pero si preguntáis por el paseo de los Tristes, que así es como se ha conocido siempre, tened la seguridad de que cualquier granadino os dirá dónde está.
    Pero, para mí, la palma de calles con nombre lleno de duende y misterio se la gana la calle de las Cinco bolas, en pleno centro de Málaga. Si preguntáis el porqué del nombre, os podrán contar hasta tres historias diferentes. O tres son las que yo conozco. Las tres bellas, las tres verosímiles, pero las tres, según creo, faltas de suficiente demostración, que es lo que alienta el misterio.
    Me dice Zalabardo que lo que no termina de gustarle es que lo deje con la miel en los labios, porque insinúo historias que no cuento. Le respondo que todas son historias fáciles de encontrar y este apunte va resultando largo. Pero que, a lo mejor, si hallo ocasión, reuniré algunas de ellas y las iré contando aquí.

lunes, diciembre 19, 2011


AGUINALDO 

Aguinaldo, aguinaldo, vecina,
Que traigo una trompa mayor que una esquina.

                      (Villancico popular del Albaicín)

    Pasábamos hace unas cuantas mañanas, en nuestro diario paseo, por delante de una panadería cuando Zalabardo, parándose y sujetándome por el brazo, me dijo con una voz adornada de un cierto deje de misterio: ¿No echas nada en falta? Mi reacción inmediata no fue otra que la de palparme por todos los bolsillos tratando de averiguar qué podía haberme dejado atrás. Cuando me di por vencido y le pedí que me aclarara lo que para mí era un misterio, me respondió con un tono que reflejaba añoranza: el olor de los mantecados.
    Y los dos nos sumergimos en recuerdos de la infancia, allá en el pueblo. Cuando llegaban estos días cercanos a la Navidad, nuestras madres  reservaban turnos en las panaderías para, una vez que sus hornos habían cocido el pan del día, proceder a la elaboración de los mantecados. Entonces era costumbre que cada familia manufacturase, porque se hacían a mano, los suyos, ya que eso de comprarlos elaborados industrialmente en Estepa, Rute o Montoro es cosa relativamente moderna. Las calles, como digo, se saturaban de aroma a canela, a ajonjolí y a la manteca y al azúcar con que se hacían los mantecados. O del aroma de los pestiños.
    ¿Y el aguinaldo? ¿Quién pide ahora su aguinaldo como lo pedíamos nosotros? El aguinaldo, como bien leemos en el diccionario, es el pequeño regalo que se da en la Navidad o en la Epifanía. Los niños visitábamos por aquellos días las casas de abuelos, tíos y demás familiares con la esperanza de recibir el obligado aguinaldo. Pero no solo eso, sino que reunidos en grupos, recorríamos el pueblo de casa en casa cantando: Dame el aguinaldo, / dame los pestiños; / si no, no te canto / las coplas del Niño. La recompensa era, casi siempre, algún mantecado, pestiño, caramelo o cualquier otra chuchería. En Andalucía, no sé si hace falta decirlo, aguinaldo, en mi pueblo decíamos aguilando, era también villancico.
    Le comento a Zalabardo que no hay que atribularse por la pérdida de palabras o de costumbres. Que eso va con los tiempos (y ya hablábamos hace pocos días de eso de que cualquier tiempo pasado fue peor) y que es cosa de viejos intentar aferrarse a las cosas viejas. Aunque sintamos añoranza por ellas.
    Pero no siempre las viejas costumbres caen en el olvido y en el desuso. De nuestra niñez, le digo a Zalabardo, también recuerdo los coros de campanilleros. Los campanilleros nacieron, según creo, allá por el siglo XVII y eran grupos que acompañaban con sus cantos al rosario de la aurora, costumbre también ya desaparecida. Sin que yo sepa por qué, los campanilleros fueron adaptándose a la festividad navideña y a cantar villancicos. Eran grupos de 15 o 20 personas que acompañaban sus cánticos con colleras de campanillas (a modo de las que uncían los cuellos de las caballerías), y de ahí su nombre, el triángulo y el cántaro, cuya boca se golpeaba con una suela de alpargata; más tarde se le añadirían la guitarra, el laúd y la bandurria. Hace mucho que no veo un coro de campanilleros, por lo que ignoro si han desaparecido.
    Pero lo que no han desaparecido son las zambombas. La zambomba, aparte de ser un instrumento, una tinaja u orza cerrada por un lado con una piel y que suena frotando su carrizo, designa un tipo de fiesta navideña especial. La zambomba es una fiesta genuina de Jerez de la Frontera que pervive y goza de salud. La zambomba tiene su origen en los patios de vecinos y en los barrios populares, aunque hoy se ha extendido por toda la ciudad. Asociaciones de vecinos, peñas recreativas, restaurantes, establecimientos de todo tipo tienen su propia zambomba. La zambomba es un grupo, por lo general amplio, que se reúne para celebrar la Navidad y que interpreta canciones típicas de la época. En la zambomba no falta, por supuesto, el instrumento que le da nombre, a la que acompañan la pandereta, la sonaja de latillas, el almirez y la botella de aguardiente, que hay que frotar con una cuchara para que suene bien. Veo en Internet que este año, registradas, hay más de un centenar de zambombas. Eso es conservar una tradición.
    La zambomba es fiesta navideña intrínsecamente jerezana y aún se conserva. Los campanilleros es más de Sevilla. Lo que ya no me parece que pegue con la Navidad son las murgas que interpretan canciones carnavalescas, como las que vi actuando la otra noche en la Plaza de la Merced, aquí en Málaga.
    Pero así son las cosas, los tiempos cambian y las costumbres, a lo que parece, también. Y como estos días son para pasar en familia, Zalabardo y yo cerramos la Agenda hasta que pasen las fiestas. Muchas felicidades a todos.