sábado, febrero 13, 2021

PALABRAS EXTRAVIADAS

 


            Recordamos a bastantes personas por un gesto, por el color de su pelo o por su carácter —le digo a Zalabardo—, pero yo recuerdo a algunas por las palabras que utilizaba. Por ejemplo, un compañero apreciado, palentino, sabio en muchas cuestiones, Juan Ángel de la Calle, solía adjetivar cuanto le gustaba como guapo, ya fuese un libro, una camisa, una forma de andar o una película. Y una compañera de estudios en Granada, Beatriz Nevot no decía nunca menos mal, sino buenos mal. Pienso en ella cuando oigo a Arguiñano insistir con almóndiga en lugar de albóndiga o cuando alguien se empeña en decir entre la espalda y la pared confundiendo espalda con espada, que es lo correcto.

            A lo que iba. Yo recuerdo el timbre de voz de mi madre, su manera de sonreír, la prudencia y el recato con que manifestaba sus enfados; pero, casi por encima de todo eso, la recuerdo cuando me llamaba bilorio, ‘persona inquiera’ o cuando se quejaba de que le dejábamos la casa hecha una almáciga, ‘desordenada’. La primera, cuyo origen nunca he conseguido saber, solo la vi una vez en el libro Palabrario, que recogía términos andaluces; el autor, David Hidalgo, afirmaba haberla recogido en Osuna, mi pueblo, de donde la consideraba endémica; lo curioso del caso es que mi madre era originaria de otro pueblo y, sin embargo, apenas si oí pronunciar esa palabra a alguien más.

            La segunda, almáciga, requiere una explicación diferente. La he recordado al leer un artículo de 2007 escrito por el académico Pedro Álvarez de Miranda: Palabras y acepciones fantasma en los diccionarios de la Academia. El concepto de palabra fantasma lo creó, según nos cuenta, un lexicógrafo británico, Walter Skeat para referirse al despiste o error causante de una creación léxica, un neologismo, que acaba naturalizándose cuando indebidamente se incluye en un diccionario. Su origen puede estar en una errata de imprenta, en un error de transmisión o en una lectura o interpretación inadecuadas. Será más grave si la encontramos en un diccionario que ejemplifica sus entradas con documentación textual. A hablar de palabra fantasma, debemos entender que también puede haber acepción fantasma.

            El Diccionario común, actual Diccionario de la Lengua Española, nos lo recuerda Álvarez de Miranda fue en sus inicios una descendencia del Diccionario de Autoridades, y mantuvo los ejemplos hasta 1780. La conclusión a la que quiere llegar en su artículo es la de que este diccionario, el DLE, está necesitado de una limpieza de las palabras fantasma que aún conserva, aunque ya muchas hayan sido expulsadas de donde no debieron estar. Y nos cuenta algunas historias que cómo llegaron dichas palabras al Diccionario académico.

            Por ejemplo, el inexistente término amarrazón entró en el Diccionario de Autoridades como ‘conjunto de las amarras de un barco’, apoyado en una cita sacada del tomo 1, capítulo 46, del Quijote. Si queremos comprobarlo, jamás encontraremos esa cita. Tendremos que ir al 29 de la segunda parte, pero lo que leemos es: cortar la amarra con que este barco está atado. ¿Cómo se produjo el error? El DA había tomado como referencia, una edición tardía en que ponía, equivocadamente, la amarraçon que este barco, que un tipógrafo de 1714 quiso corregir añadiendo la preposición que a su juicio faltaba, con lo que convirtió la frase en la amarrazón con que este barco. A estos se unieron otros errores. Como la cita aparecía en la página 146 de la segunda parte, alguien interpretó 146 como tomo 1, capítulo 46. En fin, que dicha palabra fantasma se mantuvo en el Diccionario hasta 1984.



            Los ejemplos se multiplican, pero quiero citar solamente dos más por ser el autor del desaguisado un ilustre paisano mío, don Francisco Rodríguez Marín, unos de los más prestigiosos cervantistas de todos los tiempos. Mi paisano escribió un artículo, Dos mil quinientas voces castizas y bien autorizadas que piden lugar en nuestro léxico, en el que reivindicaba la inclusión en el Diccionario de dichas palabras. Pero hasta el mejor escribano echa un borrón y Rodríguez Marín también colaboró, muy a su pesar, en la creación de palabras fantasma engañado por textos poco fiables. Así, defendió apaliar, que decía recoger de El Criticón, pero que en realidad no era más que una errata por paliar. Y del mismo modo defendió la presencia de almodonear, ‘revolver un asunto’, en El juez de los divorcios, de Cervantes, y que se consideró derivada de almodón, ‘tipo de harina’; la verdad es que el verbo que usó Cervantes fue almonedear, ‘gritar’, que tiene que ver con almoneda, por el modo de levantar la voz para vender algo. Las dos palabras inexistentes tuvieron su lugar en el Diccionario.

            Pero le digo a Zalabardo que se me ha ido un poco el santo al cielo, ya que yo hablaba de las palabras de mi madre. Retomo el hilo. Ya he dicho lo de bilorio. Pues leyendo el artículo de Álvarez de Miranda me entero de que almáciga como ‘cosa desordenada’ es consecuencia de una acepción fantasma. En El libro de Agricultura, de Gabriel Alonso Huertas se lee la expresión poner a almanta, ‘plantar las vides de manera desordenada’, y alguien equivocó la lectura e interpretó almáciga, ‘lugar donde se siembran vegetales que luego hay que trasplantar’. Almanta, por su parte, es la ‘porción de tierra entre dos surcos para dirigir la siembra’. La interpretación errónea de almáciga, le digo a Zalabardo, es la que llegó a mi madre y yo se la oía decir.



            Y quiero terminar con dos palabras que ya no son de mi madre. Una se la leí al malagueño Narciso Díaz de Escovar, en un artículo del siglo XIX, surriguista, palabra que no hallo en ningún lugar y que supongo derivada del latín surrigo, ‘levantarse’; y la otra palabra es gaitán. El famoso Caminito del Rey se encuentra en el Desfiladero del Chorro o, mejor, Desfiladero de los Gaitanes. ¿Por qué ese nombre? Gaitán, leí hace tiempo, es el nombre de un ave de la familia de los quebrantahuesos, que abundaba en la zona, junto a las águilas y los buitres, y hoy extinta. Al parecer, el último gaitán fue abatido por un cazador inglés hacia 1920 y, se dice, puede verse disecado en un museo londinense. Pues tampoco encontraremos gaitán en ningún diccionario. Por error, la gente del lugar sigue llamando gaitanes tanto a los buitres como a las águilas que sobrevuelan el desfiladero.

            Por eso le digo a Zalabardo que no solo hay palabras fantasma. Hay también lo que yo llamaría palabras extraviadas, que vagan por ahí sin que nadie las recoja. Extraviadas andan bilorio, almáciga (en el sentido que mi madre le daba), surriguista o gaitán. Y a saber cuántas más.

domingo, febrero 07, 2021

INFODEMIA E INFOXICACIÓN

 

 


           Con frecuencia, repetimos tanto un concepto, un argumento, una idea, que corremos riesgo de vaciarlos de contenido hasta dejarlos en algo inútil. ¿Se habrá dicho y repetido—le indico a Zalabardo— que no es lo mismo información que conocimiento? Si así fuera, nuestra sociedad sería la más sabia de todos los tiempos por la cantidad de información que manejamos. Pero, y suena a paradoja, muchos auguran que caminamos precisamente en el sentido contrario.

            Tenemos toda la información imaginable, y hasta es posible que más, al alcance de un simple clic. Y, sin embargo, estamos expuestos, inermes, ante cualquier ataque de desaprensivos que llenan las redes de una ingente cantidad de información que no todo el mundo es capaz de procesar y, por tanto, se convierte en camino fácil para bulos, verdades alternativas, mentiras o como queramos llamarlas.

            Aquí entra en escena, le digo a Zalabardo, el término infodemia. Que el Diccionario de la Academia —tan proclive en los últimos años a aceptar cualquier palabra que alguien proponga— no recoja este término importa poco; la realidad está ahí y hay que darle nombre: infodemia cumple todos los requisitos de los acrónimos españoles, aunque su origen sea inglés. Se crea sobre información y pandemia. ¿Y qué hay tras ese nombre?: sobreabundancia de información (a veces veraz y rigurosa, pero otras muchas veces falsa) que dificulta que las personas encuentren fuentes de información fiables en el momento que las necesitan.

 

       Aunque no falta quien asocia esta situación con la pandemia actual, la palabra es anterior y abarca un campo más amplio que el de la covid-19. Sí es cierto que en estos últimos días ha cobrado especial vigor y hasta la propia OMS ha pedido que tomemos precauciones contra la infodemia que ha surgido en torno a la enfermedad; es decir, contra los bulos, mentiras, y falsas informaciones acerca del problema que padecemos.

       La organización Medicus Mundi se pregunta si el desconocimiento que tenemos del comportamiento y posibles efectos de la enfermedad es suficiente como para generar tanta alarma social. Y, sin quitar importancia a la pandemia, avisa de que la cantidad y naturaleza de las noticias que aparecen una y otra vez en todos los medios de comunicación y redes sociales generan en la población una sensación de angustia, inseguridad y de alarma que no ayuda, ni individual ni colectivamente, a encontrar las soluciones más adecuadas. Y nos recuerda que un bulo causó la muerte de 27 personas en Irán por ingerir alcohol industrial —ya pudimos oír a Trump hablar de la lejía—; que la gente acopia alimentos u otros productos sin que nada sostenga la necesidad de esas medidas; que se adelantan noticias —no confirmadas— sobre el posible cierre de una ciudad, originando con ello una huida masiva de sus habitantes que agrava el problema; que en zonas con situación similar, las autoridades toman medidas diferentes sin dar justificación de ello, por lo que la población no llega a tener noción clara de qué es la pandemia…



         Todo lo anterior, explico a Zalabardo, exige que tengamos que hablar de otra palabra emparentada con la infodemia y de la que tampoco se hace cargo la RAE, infoxicación. Mi amigo pone cara rara y debo decirle que infoxicación no es más que “enfermar” de exceso de información. Tampoco de esto tiene culpa la covid-19. ¿Cómo puede alguien notar que está infoxicado? Hay un artículo muy interesante de Alfons Cornella que lo explica perfectamente: cuando se está expuesto a recibir más información de la que se es capaz de procesar, cuando no se puede profundizar en ella porque importa más la exhaustividad que la relevancia y se valora más la cantidad que la calidad, cuando nos puede el ansia de recibir mensajes para luego reenviarlos, estamos infoxicados.

            Mantiene Cornella, y yo creo lo que dice porque lo veo a diario en los medios y en las redes, que acumular demasiada información limita la capacidad de comprensión. Ese exceso de información nos arrastra a creer que somos expertos cuando lo cierto es que no pasamos de ser “comepalabras”, que ni siquiera digerimos bien lo que leemos. Una vez que caemos en el irresponsable acto de reenviar a todos nuestros contactos de las redes todo aquello que, a la vez, hemos recibido de otros, sin pararnos a analizar su contenido, no solo estamos infoxicados, sino que nos hemos convertido en peligrosos focos de contagio.


            Entonces —me pregunta Zalabardo— el “caso” del sueldo de Messi, ¿es ejemplo de infodemia o de infoxicación? Le contesto que, en mi opinión, es un claro ejemplo de ambas cosas: alguien, con un objetivo malicioso que calla, lo que muestra su deseo de infoxicar, lanza una información en la que, sin mentir, se ocultan bastantes verdades. A partir de ahí, de todo se encarga la infodemia. Quien lo lee, que no tiene por qué conocer el fondo de la cuestión, se escandaliza y un mensaje que no ha sido entendido en su fondo es reenviado millones de veces. Infoxicados de esa manera nosotros, tal vez sin quererlo, empezamos a contagiar a otros.

            Sobre este último caso, le pido a mi amigo que se lea el artículo de Jorge Valdano publicado el viernes y titulado ¿Cuánto vale Messi? Ahí va a encontrar la información que muchos otros ocultan por ignorancia o por malicia.

sábado, enero 30, 2021

¿FARMACIA O BOTICA?

 


            Las costumbres, como las modas, cambian con los tiempos. Zalabardo, que siempre fue consumidor fiel de la aspirina, es ahora adicto al paracetamol. Casi merece comisión por la propaganda que le hace. Pero es otra cosa lo que ahora importa. Salíamos ayer de la farmacia y, como es habitual en él, me soltó la pregunta de sopetón: ¿Por qué antes se hablaba de boticas y hoy no tenemos sino farmacias?

            Y, como siempre, no acepta que difiera una respuesta y la desea de inmediato. Tuve que hablarle del carácter mágico-religioso que tenía la medicina en tiempos muy remotos. La gente buscaba remedio a sus dolencias, del tipo que fueran, en los templos, en los oráculos o en los curanderos y brujos ambulantes, expertos en preparar hierbas y brebajes de muy variada naturaleza con los que combatir determinados males.

            Le cuento, por ejemplo, cómo todas las culturas han tenido rituales sustentados en la creencia del poder curativo de alguna materia o hecho. Entre los más antiguos, se encuentran los ritos relacionados con el agua, a la que siempre se otorgó una gran fuerza sanativa. Las religiones fomentaban estas creencias con el fin de conseguir adeptos. Daba igual que fuesen males del cuerpo o del alma. El agua lo curaba todo. El Nuevo Testamento recoge la historia de un Bautista a cuyo rito se sometió el mismo Cristo, que, más tarde, enviaría a un ciego de nacimiento a la piscina de Siloé para que recuperara la vista; la lista de santuarios y ermitas en los que hay un manantial de agua milagrosa sigue siendo inagotable.

            Otro ritual, muy extendido en la antigua Grecia, es el del pharmakós, que me lo explica muy bien Aurora Luque, a quien quedo agradecido. Con él se buscaba calmar a los dioses para liberar a la ciudad de cualquier mal. El sexto de Targelión, aproximadamente nuestro 29 de abril, se mataba o expulsaba de la ciudad a una persona que hubiese sido acusada de defectos físicos o de haber cometido un delito. Esta persona, el pharmakós, a quien se consideraba causante de los males, sufría este castigo para que la ciudad se salvase. La finalidad expiatoria y purificadora estaba clara. El pharmakós era, pues, lo que el chivo expiatorio en la cultura judía.

            —Vale, vale —me interrumpe—, pero, ¿qué tiene eso que ver con boticas y farmacias? Le pido paciencia y le aseguro que no olvido su pregunta. Además, le adelanto para su tranquilidad, que botica y farmacia son básicamente la misma cosa. Los griegos, continúo, tenían otra palabra, phármakon, que significaba tanto ‘remedio’ como ‘veneno’ y que, por influencia del ritual, acabó denominando preferentemente al ‘producto que se administraba para curar un mal’.



            La medicina, le insisto, antes que ciencia, era cosa de fe y de magia. Asclepio, Esculapio para los romanos, era el dios de la Medicina, porque tenía el poder de sanar e incluso hacer volver a la vida. Este don se lo dio su padre, Apolo, que se lo había arrebatado a Pitón. En su recuerdo, las personas que practicaban actividades sanatorias eran llamadas asclepiones. Incluso las actuales farmacias siguen luciendo como símbolo la copa de Higía, una hija de Asclepio. Es esa copa en la que se enrosca una serpiente y en la que se recogen los remedios de los que Pitón había sido poseedora. Con ello se quiere dar a entender que lo que puede matar, el veneno, administrado convenientemente puede curar.

            Hasta la aparición de Hipócrates, que vivió entre los siglos V y IV a.C. y a quien la leyenda consideraba descendiente de Asclepio, no puede hablarse de medicina en el sentido que hoy entendemos el término. Pero entre los médicos hipocráticos había tendencias diferentes. Unos, los dietéticos, consideraban que la salud del cuerpo dependía de los alimentos que se consumían; otros, los quirúrgicos se valían de la manipulación de los cuerpos y el uso de sus manos para curar; y un tercer grupo, los farmacéuticos, confiaban en la administración de remedios con propiedades para sanar.

            Ya llegamos al final. Todos aquellos productos que servían para elaborar remedios se conservaban en tarros, los albarelos, depositados en las estanterías de almacenes que, a la vez servían como tiendas para su venta. Estas son las boticas, palabra de origen griego, apotheke, que significa ‘almacén, tienda’. La botica no era más que un lugar de venta o almacenamiento de algo. Tengamos en cuenta que de esa palabra proceden también bodega y boutique.



            En tiempos en que la actividad farmacéutica no estaba reconocida, el médico prescribía un tratamiento que tenía que ser elaborado y vendido en las boticas. Dice Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española que farmacopola era ‘el que vende drogas o medicinas. Vulgarmente le llamamos boticario’. Cuando ya en los inicios del siglo XIX se regularizaron de modo oficial las enseñanzas de Farmacia, la palabra designaba tanto la ciencia como la actividad de venta; farmacia y botica coexistieron como la misma cosa. Las boticas se especializaron en venta de medicamentos y en la elaboración de las fórmulas magistrales; para venta de otro tipo de productos, aparecieron las droguerías.

            En mi novela La última travesía del Goede Hoop, ambientada en 1823, un personaje, don Miguel Torres, boticario en Marbella, prepara para uno de los contertulios de su rebotica un antitusígeno: cocimiento de cebada entera, azofaifas, higos pingües, pasas, culantrillo de agua y regaliz. Y en la misma novela, un farmacéutico de la calle Espartería, de Málaga, prepara contra la fiebre y la inflamación intestinal una pomada hecha con cuatro onzas de manteca fresca sin sal y una onza de alcanfor con la que se friccionará espalda, pecho y vientre. Estas fórmulas magistrales no las inventé; las saqué de una Farmacopea española, de 1833.

            Zalabardo se ríe porque dice que aprovecho para hacer propaganda de mi novela y le respondo que no hay más remedio, que, tal como están las cosas, de alguna forma tengo que difundir su existencia y buscar posibles lectores. Le pregunto si a él le ha gustado y me responde afirmativamente. Pero lo que me interesa, le aclaro, es que sepa también las farmacias conocen cierto declive, pues apenas encontramos alguna en que elaboren fórmulas magistrales; los fármacos vienen perfectamente envasados desde modernos y asépticos laboratorios. Así, vivimos la paradoja de que las farmacias funcionan como lo que eran las boticas a las que despojaron de su nombre, pues vuelven a ser tiendas de medicamentos.

sábado, enero 23, 2021

INTERNET Y LA CORRECCIÓN LINGÜÍSTICA

 

 


           Cualquier comparación, como el dios Jano, tiene dos caras: la positiva, concede la oportunidad de comprobar que no hay dos cosas iguales; la negativa, plantea el peligro de levantar un juicio valorativo que pueda nacer de una perspectiva equivocada.

            Zalabardo, hablábamos de Internet y de redes sociales, me pregunta si participo de la opinión de que hoy se escribe y se habla peor. Él, lo sé bien, no acaba de estar de acuerdo con esa manera de expresarse mediante acortamientos de palabras, símbolos, abreviaturas y cosas así; he querido hacerle entender que, con esa actitud, se suma a los defensores del tópico de que todo lo anterior fue mejor, cuando lo único cierto es que cualquier tiempo pasado ha sido… más antiguo. ¿Mejor, peor? Eso habría que estudiarlo muy detenidamente.

            ¿Tiene un carpintero de hoy —le pongo como ejemplo— mejores herramientas que uno de hace varios siglos? Indudablemente; lo que no podemos afirmar es que por ello sus virtudes al trabajar la madera superen a las del que careció de ellas. El lenguaje no es carpintería, claro está, pero evoluciona continuamente y el hablante dispone de medios que hace, no ya siglos, solo unas decenas de años, no existían. Disponemos de más herramientas para comunicarnos. Es el uso de la herramienta lo que hará mejor, o peor, tanto al carpintero como al hablante.

            Porque no cuesta trabajo ver que la lengua, siendo la misma para todos, presenta, sin embargo, lo que llamamos niveles o registros de habla, que dependen de circunstancias de muy diversa índole: la clase social, el grado de cultura, el objetivo pretendido, la situación en que nos hallamos, etc. No nos expresamos igual en una reunión técnica de trabajo, por ejemplo, que en una reunión de amigos. Ni nos dirigimos de igual forma a un desconocido que a alguien con quien nos une una gran confianza.

 


           Pensemos lo que sucede con el tuteo. Su diferencia con usted marca el grado de confianza entre personas. Pero lo cierto es que se está imponiendo su uso indiscriminado. No acaba de gustarme, aunque sé que pudiera generalizarse dentro de un tiempo. Por la generación a la que pertenezco, todavía tiendo a hablar de usted a quien me atiende en un establecimiento; aunque, cuando voy a la carnicería o a la panadería a la que acudo con frecuencia, nos tuteamos. A mis alumnos les permitía que me tutearan para establecer un lazo de confianza. Los alumnos, como los profesores, podíamos llegar a clase afectados por problemas muy distintos. Otorgarles esa confianza del tuteo ayudaba a que ellos y yo olvidásemos, siquiera temporalmente, nuestro problema.

            Si volvemos a los registros o niveles de habla, lo que importa es saber cuál de ellos —culto, familiar, técnico, popular, vulgar incluso— es el que debo utilizar en una situación precisa. Eso es hablar bien o mal, saber amoldar el registro a la situación. Cualquier otra opinión, aun siendo respetable, la veo poco convincente. Sin entrar en la calidad de los mensajes, sino en su cantidad, hoy se escribe y se habla más que en ninguna otra época, lo que ha sido posible gracias a unas herramientas que, pienso en Zalabardo y en mí, no teníamos hace treinta años: Internet, Facebook, Twitter, WhatsApp…

            Aquello de: “Señorita, deseo una conferencia con Salamanca” y la respuesta: “Salamanca tiene una demora de cuatro horas” es algo desconocido para las generaciones actuales. Afortunadamente. Mientras, escribo esto, he estado chateando con un buen amigo. Chat, palabra novedosa; conversación, charla… Pero ni él me ha visto ni lo he visto yo, ni nos hemos oído. ¿Qué ha sucedido con los gestos o las inflexiones de la voz tan importantes en la comunicación? Pues que han desaparecido.

            Internet, las redes sociales, piden, imponen una comunicación breve y rápida. Zalabardo y otros muchos, entre los que me incluyo, se extrañan de la lengua que se usa en Internet: acortamientos, abreviaturas… Pero seamos conscientes de que en esos medios se utiliza un registro informal que permite bastantes licencias. ¿Cómo se manifiestan en ellos esos gestos y modulaciones de voz perdidos? Ahí encuentran su sentido las abreviaturas, los emojis, los acortamientos y otros recursos semejantes.

            Puede que a muchos sorprenda que nada de eso es nuevo. Si no los mismos, recursos de idéntica finalidad se empleaban ya en la Edad Media, porque escribir era una tarea lenta y pesada y los instrumentos que se poseían eran rudimentarios; además, el papiro era un material caro. ¿Qué justifica, si no, el empleo de tantas abreviaturas — o § para indicar párrafos y apartados, τ en lugar de et— y tantas abreviaturas? En la imagen que encabeza este apunte, una línea del Beato de Liébana, hay que leer euangelium domini nostri Ihesu Christi, es decir, las cuatro últimas palabras están abreviadas. Y símbolos no alfabetizables los continuamos usando hoy con toda naturalidad: @, &, #...



            La FundéuFundación para el español urgente— publicó una serie de consejos para expresarse en Internet. Le enumero a Zalabardo algunas: respetar la ortografía; procurar, puesto que de una forma de diálogo se trata, ser cortés y respetuoso con la forma de hablar de otros lugares; al ser escritos dirigidos a un amplio número de personas, usar las palabras más precisas y adecuadas a lo que queremos comunicar, para evitar confusiones en quien nos lea; no abusar de la escritura consonántica (bss, pq); no escribir todo con mayúsculas, que en Internet se interpreta como grito, deseo de mostrar superioridad o descortesía; no abusar de los emojis para manifestar los gestos y emociones; buscar siempre la brevedad. Y algunos consejos más.

            Le confieso a Zalabardo que esto último me cuesta; me veo incapaz de comunicarme en WhatsApp mediante solo dos o tres líneas. Soy de otra época, la de las cartas y durante una larga etapa de mi vida llegué a escribir incluso más de una diaria. ¿Quién escribe hoy una carta? En fin, concluyo, la lengua de Internet no es más que un registro como otros, un registro de habla informal. Si actuamos dentro de unos cánones precisos, no es nada censurable.

 

sábado, enero 16, 2021

DISTANCIA SOCIAL

 


            Me cuenta Zalabardo que, paseando por Muelle Uno, le vinieron unas imperiosas ganas de orinar. Mientras vaciaba su vejiga, vio que encima de algunos sanitarios habían pegado en la pared un cartel con este aviso: Hemos anulado este urinario para ayudarle a mantener la distancia social. A Zalabardo, me cuenta, le entró curiosidad por saber a quién le habrían entrado ganas de mear en aquel lugar y, por un momento, pensó si esperar o no para saberlo. Pero mi amigo, que es de otra época, abandonó el lugar en cuanto terminó, porque no se le han olvidado aquellos consejos de otros tiempos que instaban a saber cuál es el lugar de cada uno así como a saber guardar las distancias.

            Tuve que reírme porque mi amigo, que es despierto e inteligente, a veces peca de ingenuo. Y le hago ver cómo en el lenguaje se nos cuelan expresiones que no son incorrectas en su construcción, pero que pueden resultar inconvenientes en no pocos casos. Y le cito cuatro ejemplos: poner en valor, a día de hoy, nueva normalidad y guardar la distancia social.

            Las cuatro, cada una con su historia independiente y nada novedosas, saltan con fuerza a la palestra gracias al lenguaje de los políticos. Sabido es que el lenguaje cambia con el tiempo, muchas veces he repetido que eso no es invento mío, lo que no es criticable, salvo que el cambio sea para peor. También es sabido que el personal tiende a imitar el modo de hablar de aquellos a quienes considera dotados de una autoridad, moral, académica o del tipo que sea. Y, en el terreno de la política, bien demostrado está que basta con que el líder de un grupo o partido diga algo que tenga algún viso de novedad para que sus incondicionales —desde un ministro hasta el último de los concejales del más perdido pueblo— lo repita hasta la saciedad.

            Vamos con poner en valor. La expresión, le digo a Zalabardo es totalmente correcta y está en la línea de poner en práctica, poner en peligro, etc. Su significado es muy claro: ‘hacer que algo o alguien sea más apreciado, resaltando sus cualidades’. Equivalentes suyos son poner de relieve, valorar, reconocer, reivindicar… Pero lo que choca es que los rectores de cualquier municipio, o los impulsores de cualquier acto, para destacar una tradición local o la antigua torre de la iglesia, solo sepan usar poner en valor. Ahora que estamos saliendo del primer centenario de la muerte de Galdós y entrando en el séptimo de la de Dante, ¿es necesario que alguien venga a ponernos en valor sus obras?

            A día de hoy. También de significado claro: ‘Hasta este momento en que estamos hablando’. Pero sucede que la mayoría de los políticos, Zalabardo opina que todos, ante una pregunta que consideran incómoda, ¿a cuento de qué van a decir algo que podría dejar patente su ignorancia o restarles votos? Pues eso, se limitarán a decir que a día de hoy no hay nada decidido. No afirman ni niegan, aunque dejan la puerta abierta. Esa actitud no solo no solo muestra falta de transparencia, sino desconocimiento de que también existen formas como en estos momentos, en la actualidad, por el momento


            Los otros giros de los que hablo a Zalabardo, aparte de su empleo por los políticos, vienen avalados por los efectos de la pandemia que sufrimos. En los primeros tiempos, el presidente Sánchez nos auguraba que, si cumplíamos con fidelidad unos determinados consejos, pronto entraríamos en la nueva normalidad. Bastantes protestamos porque no queríamos eso, sino recuperar la normalidad perdida. La normalidad, o normal, es lo que consideramos ‘habitual u ordinario’. Está dentro de la normalidad que, en autovías, no podemos sobrepasar la velocidad de 120 km./h. Si las autoridades deciden que hay que rebajar esa velocidad a un máximo de 100 km./h., no cabe duda de que pasamos a una nueva normalidad, porque lo habitual u ordinario pasa a ser diferente. Luego una normalidad puede ser nueva. Pero, en el caso del que hablamos, el presidente debería haberse referido a la normalidad que antes disfrutábamos; aunque, a la vista de la situación, va a ser verdad que estamos abocados a una nueva normalidad, ya que tendremos que cambiar bastantes de nuestros hábitos.

            Y vamos a lo que indujo a Zalabardo a hacerme la pregunta. ¿Qué es eso de la distancia social? En este caso debo decir que sí se cae en error o confusión. Comencemos por aclarar conceptos: distancia, según el DLE, puede ser el ‘espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos’ y, también, la ‘diferencia, desemejanza notable entre unas cosas y otras’. El primer significado remite a una cuestión física, que puede ser medida en metros. Por ejemplo, explico a Zalabardo, una distancia física apreciable me separa de Curro y Pepa Garrido, amigos, que viven en Lantejuela; y no digamos la que me separa de Algarra y Desamparados, que viven en Cataluña. Pero ese distanciamiento no afecta más que al espacio.



            El otro significado de distancia implica una diferencia de grado, un determinado aislamiento de una persona o colectivo en el cuerpo social. La Zagaleta, en Benahavís, recinto cercado, vigilado, con tiendas, bancos, club y campos de golf propios, es la urbanización más exclusiva y cara de Europa. Zalabardo sabe perfectamente que ni reuniendo el total de mi pensión de cuarenta años podría comprarme una casa allí; y, si pudiera, tendría que superar primero el veto que quienes allí moran pueden imponer a cualquier aspirante a residente. Eso es ejemplo claro de distancia social, de clase. Si quisiera entrar allí, un guardia lujosamente uniformado me diría: “¿Pero quién eres tú? ¿Sabes acaso quiénes viven aquí?” Porque hasta ese dato se mantiene reservado.

            Por eso, si ante el peligro de contagio por la pandemia una de las medidas preventivas es que no nos acerquemos demasiado a otras personas, lo que las autoridades deberían habernos aconsejado es guardar la distancia física, o interpersonal, o de seguridad. Lo paradójico del caso es que, en la traducción al inglés del rótulo citado, se dice security distance. La distancia social ya queda bien establecida si hacemos la comparación entre los habitantes del barrio de Salamanca y los de la Cañada Real, en Madrid, o entre los de La Zagaleta de Benahavís y el barrio de La Corta, en Málaga.

lunes, enero 11, 2021

NUESTRA VERDAD Y LA DE LOS OTROS

 


            Pasaron las fiestas —si es que consideramos posible festejar algo en estos tiempos de pandemia— y me reencuentro con Zalabardo. Mejor sería no hablar de reencuentro, pues no hay momento en que no estemos unidos; lo que hemos hecho no es otra cosa que retomar nuestras charlas en campo abierto.

            Y, como no podía ser de otra forma, nuestro primer tema de conversación ha girado en torno a cómo el verbo incendiario de un individuo irresponsable llamado Donald Trump ha puesto en peligro la estabilidad de todo un país y de uno de los mayores logros humanos, la democracia, al incitar desde las redes a sus seguidores para que lo acompañasen en su rabieta de niño rico y consentido que no ha logrado su capricho.

            Al hablar de las redes sociales y visto cómo se mueve la realidad que nos rodea, resulta difícil no insistir en una duda que no acabamos de resolver: ¿son buenas o malas las redes sociales? Para nosotros, que estamos más cerca de los ochenta que de los setenta, las redes no suponen lo mismo que para un veinteañero. A Zalabardo y a mí, su nacimiento provocó el mismo asombro que para don Quijote supuso la aparición de los molinos manchegos: los jóvenes, en cambio, han nacido dentro ya de ese mundo. Precisamente por eso, coincidimos en que no son las redes las culpables de lo que pasa. Las redes no actúan por sí mismas, no son más que una herramienta y hay que juzgarlas como lo que son: su bondad depende del uso que hagamos de ellas, no de cómo, cuándo y por quién fueron creadas.

            En consonancia con lo anterior, Zalabardo y yo creemos que no son las redes quienes provocan esta polarización peligrosa que observamos en la sociedad. La culpa es de quienes descargan sus obsesiones en ellas. Pongamos el caso de los reenviados. Mi amigo sabe bien el poco aprecio que les tengo. Hay, sin duda, excepciones, y tampoco puedo condenar por igual cualquier reenvío. El meollo de la cuestión está en que quien reenvía deja a un lado su propia visión de los hechos y asume la visión de otro. Aquí está el peligro y la trampa, en conocer o no la autoría del reenviado (son demasiadas las atribuciones falsas) y en no poseer el sentido crítico preciso para discernir qué propósito persigue quien inicia el recorrido de un mensaje que se reenviará millones de veces.

            Le digo a mi amigo que, en su día, me pareció hilarante la historia de Encarna y sus empanadillas creada por Martes y Trece o el chiste del viajero al que preguntaban por las galas, lusas, helenas, etc., tal como se lo oí contar a mi amigo Carlos Rodríguez; pero me cansan que me lo repitan una y otra vez quienes no son ellos y más si el momento no es el oportuno.



                 Con el lenguaje sucede igual. El viernes pasado leí un artículo, Filólogos, de Juan J. Millás. Su recuerdo de una afirmación de Walter Benjamin, que “no nos comunicamos a través del lenguaje, sino en el lenguaje”, trajo a mi memoria otros textos leídos sobre la misma cuestión. El propio Benjamin, en uno de sus ensayos, sostenía que Dios no creó al hombre a partir de la palabra, porque eso sería subordinarlo al lenguaje; lo que hizo fue dejar que el lenguaje se desplegase libremente en el hombre. De esa forma, lo convirtió en un ser creativo y lo creativo se convirtió en conocimiento. Tal afirmación encierra de manera implícita la necesidad de que los humanos queramos ser creativos y nos sobre con ser loros repetidores.

            Insistiendo en esta idea de que somos seres humanos que vivimos en el lenguaje, Rafael Echevarría mantiene en un artículo que el lenguaje no solo nos permite hablar “sobre” las cosas, sino que hace que las cosas sucedan. Y Gustavo Martín Garzo, en una entrevista, contesta que nos alimentamos de palabras porque las necesitamos para entender el mundo que nos rodea y, sobre todo, para vivir nuestra propia realidad. Echevarría insiste en que a partir de lo que decimos, o de lo que callamos, se moldea nuestra realidad. Vemos, pues, que defienden tesis muy parecidas.

            Volviendo al tema de las redes y los reenviados, digo a Zalabardo que Echevarría, apoyado en la concepción de la naturaleza generadora, creativa, del lenguaje, que ya anunciaba Walter Benjamin, desarrolla dos ideas: una, que al hablar generamos cinco actos lingüísticos: juicios, declaraciones, afirmaciones, pedidos y promesas; y la otra, que nuestro decir, nuestra manera de decir y nuestro callar abren o cierran muchas posibilidades para nosotros y también para los demás de conocer la realidad en que vivimos. No podemos olvidar, por tanto, que quien en su red social se limita a reenviar, no está generando ninguno de esos actos, ya que se limita a repetir los que han generado otros, y que lo que llega de su actuación al receptor es la realidad o la verdad de otra persona, no la suya. No tener esto en cuenta da lugar a ese caldo de cultivo en que se cuecen, por desgracia, tantas verdades paralelas como como circulan en la actualidad. Y de eso no son culpables las redes.

sábado, diciembre 26, 2020

¿CULTURA GENERAL O CULTURA DE WHATSAPP?

 

  


          Estamos viviendo unas navidades extrañas, marcadas por la soledad que impone la prudencia de no reunir a cuantos quisiéramos ver en torno a una mesa compartiendo alegría y afectos. Zalabardo dice que jamás ha conocido unas navidades así; tampoco yo. Y aprovecha la situación para entregarse a la nostalgia de recordar otros tiempos y otras circunstancias. Pero como la memoria camina por donde le da la gana pronto aparecen los temas más heterogéneos que podamos imaginar.

            Removiendo en ese revuelto baúl de recuerdos que parecen olvidados, mi amigo me pide que piense en aquel tiempo en que la gente cifraba sus esperanzas en algo poco valorado hoy. Los padres, de eso es de lo que me habla, aspiraban a que sus hijos conociesen al menos las cuatro reglas, porque ese podía ser el camino para sortear la miseria. Luego, ya se vería cómo se daban las cosas; y a eso le siguió otro objetivo guiado por la misma esperanza: que, al menos, llegaran a tener una cultura general.

            En nuestro mundo tan altamente especializado, ambicionar una cultura general se entiende como síntoma de conformismo en quien no es capaz de otra cosa. Nos puede el prejuicio de que hay que saberlo todo, aunque acumulemos más ignorancia que verdadero conocimiento. Si damos por bueno que la cultura es el conjunto de modos de vida, conocimientos, costumbres, nivel de desarrollo artístico o industrial que define y cohesiona a un grupo social o a una época, deberíamos entender que la cultura general es el equivalente a aquella meta que se impusieron los humanistas de siglos pasados.

            La cultura humanística supone disponer de una serie de conocimientos que, aunque no sean muy profundos, abarquen una amplia variedad de temas. Es una cultura que nos capacita para construir un criterio propio, que nos proporciona instrumentos para responder de manera exitosa a cuestiones de muy diferente naturaleza con las que topamos cada día.



            Esa cultura no nos convierte en especialistas de nada, pero nos abre vías para levantar un pensamiento opuesto al pensamiento único imperante. La adquirimos, o nos ayudaban a adquirirla en nuestra primera edad, en la escuela; después, en nosotros estaba ampliarla accediendo al ámbito universitario. Pero puede lograrse también mediante medios más informales, la simple curiosidad por lo que nos rodea o la experiencia que los años nos va aportando. También la titulitis es una pandemia sin vacuna eficaz.

            La conclusión a la que quiere llegar Zalabardo es que la cultura general de otra época va siendo sustituida por una cultura de Internet. Zalabardo la llama cultura de whatsapp. Es una cultura pobre, de cimientos débiles y que, consecuencia del lastre de una mala utilización de Internet, demuestra que tener a nuestro alcance más información no siempre enriquece nuestro bagaje de conocimientos.

            Esta cultura de whatsapp es, por lo pronto, acrítica y propia de quien no sabe argumentar sus opiniones. La manifestación más visible la tenemos en la moda de los reenvíos indiscriminados. Pensamos que cualquier chorrada publicada en Internet es dogma y nos falta tiempo para difundirla sin analizar su contenido y sin, eso es lo peor, detenernos un segundo en determinar su veracidad.

            La falta de mentalidad crítica queda patente cuando no somos capaces de ver que en Internet circulan demasiadas frases, juicios, opiniones que asumimos solo porque bajo ellas aparece el nombre de algún personaje ilustre, ya sea literato, científico, pensador o político. Y dado que la mayoría de las veces ese personaje es un difunto que no puede aclararnos la duda, deberíamos ser cuidadosos para no difundir lo que algún desaprensivo ha inventado. Porque, una vez colgados en la red, nadie podrá detener esos falsos mensajes, por muchas voces que alerten de su carácter apócrifo.



            Se podrían poner muchos casos, pero ayudo al razonamiento de Zalabardo con algunos muy concretos. Dolores de Cospedal, del PP, atribuyó a don Quijote, durante un discurso, una frase que Cervantes no escribió: Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones… A mayor abundancia, poco después la repitió Begoña Villacís, de Ciudadanos, en un acto del Día del Libro. El PSOE felicitó a sus militantes un Día de Andalucía con un poema de García Lorca que, vaya por Dios, era en realidad la letra de unas sevillanas de Los Amigos de Gines. Dos cosas muestran este tipo de errores: que quienes los cometen no han leído ni a Cervantes ni a Lorca, lo primero; lo segundo, que no disponen de lo que ayudaría a no cometerlos, como saber que nunca don Quijote llama querido a su escudero o que difícilmente Lorca pudo hablar del Puente de San Rafael, inaugurado por el general Franco en 1953, casi veinte años después de la muerte del poeta. Saber eso sería cultura general.

            ¡Cuántas citas falsas e interpretaciones erróneas nacen del desconocimiento del Quijote! El tan repetido Ladran, luego caminamos tampoco lo encontraremos en su boca, pues pertenece a un poema de Goethe, posiblemente inspirado en un antiguo proverbio árabe. Y el Con la Iglesia hemos topado, Sancho también prueba el desconocimiento de la novela, pues Cervantes no escribió Iglesia, sino iglesia, y tampoco topado, sino dado. La frase no ataca nada, solo constata un hecho simple. Vagaban de noche por El Toboso buscando el palacio de Dulcinea y don Quijote, al verse ante un alto edificio, aclara a su escudero: Con la iglesia hemos dado; es decir, lo que hemos encontrado es la iglesia del pueblo y no el palacio que buscamos.



            Pero no se trata solo del Quijote o de Lorca. En Internet circula un poema, El día más bello, hoy, que se atribuye falsamente a Teresa de Calcuta. O la frase Creo que es necesario pasar tiempo solo. Necesitas saber cómo estar solo y no estar definido por otra persona, que pronunció la actriz Olivia Wilde y no Óscar Wilde a quien se atribuye. Ninguno de los muchos desmentidos ha servido para que la gente se convenza de que el poema La marioneta no es de García Márquez, sino del mexicano Johnny Wech. Y el vizcaíno Alfredo Cuervo escribió en 2001 el poema Queda prohibido llorar sin aprender, que circula como si fuera de Pablo Neruda. Y, teniendo en cuenta de la dificultad de saber qué escribió o no Buda, sorprende que se le atribuyan unas palabras de san Pablo a los Corintios.

            Pero así funciona la cultura de whatsapp. Y no creamos que solo caen en la trampa quienes carecen de estudios. Porque el papanatismo actual (aquí podríamos colocar la cita de Einstein acerca de que hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana…, pero tampoco Einstein dijo nunca tal cosa), es de tal magnitud que una y otra vez encontramos personas muy especializadas en un tema que, no obstante, están horros de esa cultura general, más modesta, pero tan valiosa como la otra.

            Volveremos el año próximo. ¡Felices fiestas!

sábado, diciembre 19, 2020

ESTAR EN EL SÉPTIMO CIELO

      Me confiesa Zalabardo su preocupación y hastío, consecuencia de la situación por la que atravesamos. Lo que le provoca ese sentimiento, me dice, no es tanto la pandemia, que, al cabo es una de las grandes calamidades que cada cierto tiempo azotan a la humanidad. Lo que no acaba de entender es que los rectores de la sociedad no salgan del absurdo debate sobre si interesa más la economía que la salud y lo que lo enfada es la falta de alguien con criterio claro y mano firme que nos haga comprender que siempre será mejor una sociedad de pobres vivos que de ricos muertos. Y no puedo menos que estar de acuerdo con él.

            Por eso vemos bien iniciativas como la del Ayuntamiento de Parauta, en la Serranía de Ronda, que han invertido el dinero presupuestado para las fiestas navideñas en comprar un jamón y otros productos para cada familia de la localidad. Con trabajo y voluntad, la economía se recupera y la Navidad puede ser celebrada sin tener que recurrir a aglomeraciones peligrosas; la salud perdida, en cambio, no hay quien la recupere.

            Ayer, caminando por Gibralfaro, el monte, no el castillo, solos, sin necesidad de mascarillas porque allí ni corríamos riesgo de contagio ni nos convertíamos en transmisores del virus, pensábamos en todo esto. Hacía un día fantástico y sobre nuestras cabezas brillaba un cielo esplendoroso. Le pregunté a Zalabardo si recordaba Il cielo in una stanza, la bella canción de Gino Paoli: “Cuando estás conmigo, la habitación no tiene paredes sino árboles en número infinito y no existe otro techo sino el cielo sobre nuestras cabezas”; más o menos, así dice la canción. Allí estábamos nosotros con el cielo sobre nuestras cabezas y sin otras paredes que ese laberinto de árboles en los que jugueteaban las ardillas.

            “Esto es estar en el séptimo cielo”, dijo mi amigo, para, a continuación, pedirme que le explicara el origen de la expresión. No es que la palabra cielo tenga muchos significados en nuestra lengua ni que estos sean complejos (‘esfera aparente azul que rodea la Tierra’, ‘morada de ángeles y santos que gozan de la visión de Dios’, ‘providencia’, ‘parte superior de algo’, ‘lo que se mira y considera con embeleso’ y poco más).

 


           Sí es cierto que hay expresiones necesitadas de alguna explicación: clamar al cielo es ser algo manifiestamente escandaloso; escupir al cielo es hacer algo que se vuelve en contra de uno  mismo; juntársele a alguien el cielo y la tierra es verse en trance peligroso; ser algo llovido del cielo significa que nos llega de manera impensada en el momento necesario; tomar el cielo con las manos es enfadarse dando clara manifestación de ello; ve el cielo abierto quien haya la coyuntura favorable que lo saca de un apuro…

            Y estar en el séptimo cielo se dice de quien se encuentra en situación o lugar extremadamente placentero. ¿Pero qué es ese cielo, dónde se halla y cuántos otros hay? La cultura en que nos hemos criado nos hace pensar, primero, en Dante: pero sucede que su Paraíso está dividido en nueve círculos o cielos, no en siete, de los que el séptimo es el de la meditación, el que acoge a quienes se dedicaron a actividades contemplativas. Si atendemos a la tradición judaica, nos enfrentaremos a la disputa de si son dos, tres, siete o diez los cielos existentes, según nos aclara Robert Graves en Los mitos hebreos. Quizá, entonces, llamo la atención de mi amigo, deberíamos echar mano de la tradición islámica, que tan honda herencia dejó por estas tierras, aunque muchos se resistan a aceptarlo. En el Corán, 71, 14-15, se lee: “¿No habéis visto cómo ha creado Dios siete cielos superpuestos?” Y el séptimo de esos cielos es el paraíso del que disfrutarán los bienaventurados.

            Sin embargo, aclaro a Zalabardo, yo me adhiero a las palabras de Sebastián de Covarrubias, el autor de nuestro primer diccionario, en 1611, Tesoro de la lengua castellana o española, que dice: “No me meteré en averiguar el número de los cielos, ni sus movimientos, ni si su materia es corruptible o no; quédese [esa disputa] para los filósofos, y principalmente para los teólogos”.

            Tampoco nosotros nos dejamos llevar por esas disquisiciones. Nos bastaba estar allí arriba, el mar ante nuestra vista, el cielo sobre nuestras cabezas, y las ardillas retozando en los árboles.




domingo, diciembre 13, 2020

SOBRE LEYES, LIBERTADES Y DERECHOS


 


          Tras unos meses de soportar la ineptitud, o falta de voluntad, o ambas cosas a la vez, de nuestros políticos para hacer frente común a la pandemia que aún no logramos contener, asunto que no es político, sino sanitario, y que afecta a toda la ciudadanía —al parecer ya no somos ciudadanos ni ciudadanas, ahora nos corresponde ser ciudadanía—, llegamos a un periodo en el que los partidos se ponen a lo que, en teoría, sería su función básica: gobernar unos y controlar a los que gobiernan, otros.

            Pero tampoco en esto de la gobernanza —otra palabra apreciada por quienes atienden más a lo que dicen que a lo que hacen— hay visos de que las cosas marchen por los cauces deseables. A Zalabardo y a mí no nos escandaliza que haya disparidad de opiniones respecto a cualquier cuestión. La discrepancia es natural y conveniente, una especie de prueba del algodón de la libertad. Lo que nos escandaliza es el modo en que se manifiesta esa disparidad y las consecuencias que ello tiene para el pueblo llano.

            Hablamos de esto porque, recientemente, hemos asistido a sesiones parlamentarias que deberían sonrojarnos. Primero, porque el debate ha sido sustituido, sin el menor atisbo de disimulo, por el insulto; y, segundo, porque cuesta entender determinados comportamientos políticos. Todo ello a raíz de la aprobación de los presupuestos, lo que debería ser motivo de tranquilidad para el país y de la tramitación de dos leyes, una ya votada sobre el sistema educativo y otra, en periodo de discusiones, sobre la eutanasia.

 


           En los tres procesos ha sido duro el enfrentamiento. Y eso que hablamos, al menos en las dos leyes citadas, de cuestiones que tocan muy de cerca a los derechos de las personas, derechos que estarán siempre por encima de cualquier ley o derecho dictados por un grupo social concreto o por un Estado, sea este del signo que sea. El derecho a la educación y el derecho a una vida, y una muerte, dignas caen de lleno entre los derechos humanos. Pese a ello, en la situación presente, como en otras anteriores en las que los gobernantes eran de otro signo, los partidos han respondido exactamente igual: no con argumentos, sino con la amenaza de que esas leyes serán derogadas el día que ellos lleguen al poder.

            Zalabardo me pregunta si no estaremos siendo víctimas de un dilema semejante al terrible que hubo de afrontar Antígona: cumplir el ineludible deber de honrar al hermano muerto y darle sepultura o respetar un decreto redactado por una bandería con el fin de escarmentar al disidente. Con todas las salvedades que queramos hacer, me gusta la manera en que mi amigo me plantea el problema que sufrimos; porque estoy convencido de que es algo que realmente todos padecemos.

            Ninguno de los dos somos expertos en Derecho, ni en Moral ni en Ética. Pero recordamos lo que decía Montesquieu sobre las leyes: que son herramientas políticas necesarias para generar mayor prosperidad individual y social. Desde esta perspectiva, coincidimos en que la ley, cualquier ley, debiera ser útil, justa y duradera; que pueda ser puesta en práctica sin problemas y sin forzar ninguna conciencia; que sea adecuada a las circunstancias en que se ha de aplicar y que su finalidad sea la de buscar un bien. Las leyes, más que una imposición, deberían ser una garantía de la defensa de los derechos. Una ley que defienda un derecho de todos, sin obligar a ninguno, que proteja la libertad de que cada persona pudiese ejercer su voluntad, no tendría que ser condenada por nadie.

            Pero parece que eso es difícil. En la reciente aprobación de los presupuestos, nos ha extrañado que un partido, con responsabilidad de gobierno pese a su representación parlamentaria escasa, en lugar de buscar el necesario consenso en cuestión tan importante, haya puesto todo su interés en que vote en contra otro partido que estaba dispuesto a apoyarlos. A la par, el partido mayoritario en el gobierno ha aceptado el feo juego con tal de no perder apoyos.

            Y, en lo de las leyes citadas, le expreso a Zalabardo mi preocupación sobre si es admisible tan virulento choque a la hora de hablar de principios que habría que considerar inherentes a la condición de persona. Porque cuesta entender que, pese a que se parta de supuestos ideológicos distintos, sea tan difícil alcanzar acuerdos en temas de tal calado.

 


           La Declaración de los derechos humanos dice en su artículo 2 que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole”. Y en el artículo 5 que “Nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

            ¿No es la educación lo que nos hará ciudadanos más libres y más capaces y más preparados para conseguir una sociedad más justa, más culta y más rica, en todos los sentidos? Luego nadie debería manifestar recelo sobre la necesidad de construir el mejor sistema educativo posible. Sin embargo, los recelos enturbian cualquier otro criterio. Y sobre la eutanasia, ¿no es cruel y degradante negar a las personas, cuando queda demostrada la incapacidad médica y social para garantizar una vida digna, que tenga al menos la opción de una muerte digna?

            Dicho lo anterior, me apunta Zalabardo que ninguna ley sobre educación podrá evitar que quien lo desee sea un borrico, como no evitará a nadie estudiar y practicar la religión acorde con sus creencias; eso sí, en el lugar adecuado. Del mismo modo, ninguna ley sobre eutanasia podrá conculcar los derechos y las creencias religiosas de quien no quiera acogerse a ella.       

            Por eso nos extraña que quienes más las atacan sean partidos que hunden sus raíces en un sistema cuyo cuerpo legislativo lo componían, en su mayor parte, leyes restrictivas y represoras de cualquier tipo de libertad. Porque es una incongruencia que ahora apoyen sus demandas en la exigencia del respeto a la libertad y a los derechos quienes fueron los primeros en negar todo derecho y toda libertad.

sábado, diciembre 05, 2020

UNA COPA, GARCÍA LORCA Y CÓMO UN BELLO NOMBRE PUEDE CONVERTIRSE EN INDESEADO

 


            Bajábamos de pasear por el monte y, a medio camino, hicimos una parada para comprar un poco de vino moscatel en la Venta El Mijeño. Mientras nos lo preparaban, nos extrañó ver un raro artilugio de hierro que colgaba del techo. Una especie de corona con dos horcones cruzados. Del centro pendía una cadena acabada en un gancho de cuatro puntas; y, de la parte circular, otras cinco cadenas, más cortas, también terminadas en ganchos, aunque menores y de solo tres puntas.

            Preguntamos al ventero por él. Aunque desconocía su nombre, nos dijo que, según le habían contado, se utilizaba antiguamente para sacar de los pozos los cubos que caían al fondo por haberse roto la cuerda. Zalabardo y yo recordábamos haber visto alguno en el pueblo, pero no de tanto artificio como este; en mi casa había uno que era un gancho simple; lo llamábamos, si mal no recuerdo, rastra.

            Lo que son las cosas. Al llegar a casa, envié la foto a amigos del pueblo. Les avisaba que no era ninguna adivinanza, sino que les preguntaba simplemente si conocían aquello. Las respuestas casi me abochornaron, de sólidas y firmes que eran. “Claro que sí; eso se usaba para rescatar los cubos caídos a los pozos y creo que se llama copa”, fue una respuesta; “Eso es una copa y en mi casa teníamos una igual que mi madre acabó regalando”, era otra y, por fin, otra que me dio la puntilla: “Todo el mundo sabe que eso es una copa”.

            Al parecer, Zalabardo y yo no formamos parte de todo el mundo, pues no recordábamos ese nombre, copa, ni haber visto una de esas características; sí otras más sencillas. Hemos buscado después en diccionarios diversos, sin éxito. No lo recoge el DLE ni el María Moliner. Tampoco el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, ni en Vocabulario popular andaluz, de mi amigo Álvarez Curiel, ni en el clásico Vocabulario popular malagueño, de Juan Cepas, ni en el Palabrario andaluz, de David Hidalgo… En ninguno, copa aparece con ese significado. Encontramos rastra, que sí conocía, gancho, que es muy genérico, y garabato, que creo que se usa más en otras funciones. Pero nada de copa, lo que me hace pensar, le digo a Zalabardo, que sea muy específica de mi pueblo, Osuna, o de su entorno.



            La copa me ha hecho pensar en el pozo, más estricto en su significado que aljibe (¡cuántos recuerdos me trae el de mi instituto!) y algunos términos relacionados con él y que también van quedando en desuso: el brocal o pretil, antepecho de mampostería, de hierro, bronce o, incluso, mármol para evitar. La garrucha por la que se desliza la cuerda que sujeta al cubo; creo que en mi pueblo nunca se ha dicho roldana y motón es término más bien marinero. El arco sobre el brocal que sostiene a la garrucha creo que se llama horcón o machón, pero esto no puedo asegurarlo.

            Hablando de pozos, Zalabardo me pregunta si recuerdo los pozos medianeros. ¡Cómo no recordarlos! Nunca hubo ninguno en mi casa, pero sí conocí el de la casa de mis abuelos. Los pozos tenían un valor importante en tiempos en los que no existía agua corriente en las viviendas y el pozo medianero, aparte de su carácter solidario por compartir su caudal entre dos casas colindantes —una tapia lo dividía en dos— tenía una función social grande, pues los vecinos se comunicaban a través de ese hueco. También podía resultar indiscreto, ya que por aquel vano uno podía enterarse de cuanto pasaba en la casa vecina, aunque sus moradores no quisieran.

            Y el pozo, le digo a Zalabardo, hace que me remonte a García Lorca. Se dice que uno de sus últimos escritos, La casa de Bernarda Alba, está inspirado en la historia real de Frasquita Alba, de la que Lorca se enteró a través del pozo medianero que había entre la casa de esta Frasquita y la de su tía Matilde, en la que el poeta pasaba largas temporadas, especialmente en verano. Aquel pozo medianero sirvió para que escaparan todos los secretos que, quizá, Frasquita Alba hubiera deseado mantener ocultos.



            ¿Y qué tiene que ver cuanto llevamos hablado con eso del nombre bello que se convierte en despreciado?, me pregunta Zalabardo. Le cuento entonces que la toponimia nos revela esas curiosas historias sobre el nombre de los lugares. La tía de Lorca, y su vecina Frasquita Alba, vivían en Asquerosa, a apenas 5 kilómetros de Fuente Vaqueros, pueblo de nacimiento del poeta, y sus habitantes estaban mohínos con el nombre, que generaba para ellos el gentilicio de asquerosos. Tanto es así que hacia 1940 decidieron cambiarle el nombre por el de Valderrubio. ¿Por capricho?, No, por una cuestión muy simple, la de que el pueblo vivía fundamentalmente del cultivo del tabaco rubio y, por tanto, el nombre equivalía a ‘valle del tabaco rubio’.

            Es posible que los valderrubienses desconocieran el origen del nombre viejo, o, aun sabiéndolo, prefirieran sacrificar el bello nombre por otro que no los hiciera sentirse tan incómodos. ¿Pero puede ser bello un nombre como Asquerosa?, me pregunta Zalabardo. Y le respondo que Asquerosa no, sino el que debería haber sido en condiciones normales. No es muy seguro, pero parece que el nombre primitivo del pueblo procedía del latín Aqua rosae, ‘agua de rosa’, que debió derivar hacia Acuarosa o algo parecido; pero, cosas del destino, y de nuestra fonética andaluza, apareció ese antipático Asquerosa indeseado. Y eso no hay, al parecer, quien lo soporte.


[Imágenes: una copa; patio y pozo de la antigua Universidad de Osuna; patio de la casa de Valderrubio con su pozo medianero]