sábado, enero 08, 2022

A PALO SECO (Y OTROS PALOS)

 


Pocos deben ignorar qué significa la expresión a palo seco y menos una vez que han concluido los festejos navideños. ¿Alguien podrá decir que se ha limitado en estos días a tomar cualquier alimento o bebida a palo seco? Muy al contrario, si de algo hemos abusado en estos días es del excesivo complemento para acompañar cualquier ingesta. Desde los aperitivos a los dulces típicos, todo ha destacado por su abundancia.

            Sin embargo, le aclaro a Zalabardo, este significado, ‘sin ningún complemento que acompañe una comida o bebida’, así como otros que se le han sumado, ‘sin nada accesorio’, o incluso, hablando de flamenco, ‘sin acompañamiento instrumental’, son nuevos, surgidos con posterioridad por derivación y comparación del primitivo, que hay que buscar en el lenguaje marítimo. Se dice que va a palo seco el buque ‘que lleva recogidas sus velas para mejor afrontar un temporal’. El palo de que se habla es el nombre común de los mástiles, llamados también árboles, según se desprende del término arboladura, ‘conjunto de mástiles y vergas ―perchas perpendiculares― de un buque’ y desarbolar, ‘derribar los mástiles o árboles de una embarcación’. De hecho, la expresión primitiva debió ser a árbol seco, que ya encontramos utilizada en los diarios de a bordo de Cristóbal Colón, quien anotó el 13 de febrero de 1492: «…dixo ser señal de gran tempestad que havía de venir de aquella parte o de su contrario. Anduvo a árbol seco lo más de la noche…»

            La técnica náutica ha avanzado mucho desde entonces y gran parte de la terminología marinera ha caído en desuso, lo que no impide que el lenguaje común se halle repleto de expresiones que tienen su origen en él, aunque los hablantes no lo sepan: salvarse por los pelos, ir viento en popa, bandearse, cambiar de rumbo, estar con el agua al cuello, ir contra corriente, salir a flote, echar un ancla, capear un temporal… Precisamente con palo hay otras expresiones que tienen la misma procedencia: no dar un palo al agua y que cada palo aguante su vela.


           A quien se le pregunte, sabrá que no da un palo al agua aquel que es un ‘vago, que no colabora o que está completamente ocioso’. ¿Y qué tiene eso que ver con el lenguaje marinero? Lo cierto es que hay que remontarse no años, sino siglos atrás, a la época en que las embarcaciones se movían gracias a la fuerza del viento que hinchaba sus velas y a la de los brazos de quienes manejaban los remos, palas… o palos. Y quienes esta función realizaban eran, por lo general, esclavos o delincuentes a los que, por sus delitos, imponían como castigo remar en galeras. En uno de los más recordados episodios del Quijote, capítulo XXII de la primera parte, el caballero y su escudero se cruzan con una hilera de encadenados sobre los que Sancho dice que son «gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza». Pues bien, entre estos había quienes, por lo duro de la faena, el cansancio o la poca destreza, movían el remo sin que llegara a tocar el agua, prestando con ello poca ayuda a sus compañeros de fatigas. Pasa el tiempo, pero quien no participa en un trabajo colectivo, o simplemente no acierta a hacer nada con provecho, sigue siendo alguien que no da un palo al agua.

            La segunda expresión es más fácil de entender. Ya hemos dicho que, en marinería, palo es mástil y que la misión de este es sujetar la vela y soportar la presión que sobre esta ejerce el viento. Por eso, que cada palo aguante su vela ha pasado a significar ‘que cada uno ha de resignarse con lo que le ha tocado en suerte’ y también, ‘que cada uno ha de asumir su responsabilidad’.


           Pero le cuento a Zalabardo que hay otras expresiones con palo que nada tienen que ver con el mar. Una es dar palos de ciego, que tiene dos sentidos diferentes. Uno, el que predomina en la actualidad, se aplica a la ‘acción titubeante y desorientada que no logra alcanzar los fines perseguidos’. Sin embargo, su sentido verdadero es ‘golpear a tientas y con mucha furia’. Pudiera ser que su origen haya que buscarlo en las fiestas celebradas durante la boda del Emperador Alfonso VII (1105-1157). Cuentan las crónicas que, para celebrar su enlace con doña Urraca, hubo, entre otras diversiones, la de un alanceamiento de toros. Pero, una vez acabado este, alguien tuvo la ocurrencia de añadir una bufa imitación: «finalmente, en medio del llano dispusieron para los ciegos un puerco para que lo hicieran suyo matándolo y, queriendo matar al puerco, las más de las veces se herían mutuamente». Esta hiriente burla en que unos ciegos daban desatentadamente y con fuerza golpes en su intento de acertar con el animal parece que contentó mucho a los asistentes, lo que sirvió para repetirla en otras ocasiones. Algunos sostienen que, pasados los años, daría lugar a las actuales piñatas en las que, con los ojos vendados, hay que acertar a golpear y romper un recipiente de barro que guarda en su interior regalos.

sábado, enero 01, 2022

¿AÑO NUEVO? DEJEMOS DE MIRAR HACIA ABAJO

 


Se hace extraño mirar el calendario y comprobar que hoy es día 1 de enero del 2022. Sin embargo, le digo a Zalabardo, me asomé esta mañana a la ventana y no hallé diferencia notable: la calle estaba vacía ―tan temprano, el personal descansaría de la fiesta de anoche, si es que las circunstancias aconsejan festejar algo―, y sospechaba que ese taró malagueño que nos acompaña desde hace dos días sigue igual. Recordé, entonces, uno de los proverbios de Machado: Hoy es siempre todavía. Y el brevísimo relato de Monterroso: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

            Es decir, me temí mucho que eso de año nuevo, vida nueva no sea más que un eslogan manido y que, como en la exitosa película que arrasa en Netflix, a los líderes políticos, económicos y sociales les continúen interesando más sus propios intereses que el daño que pueda sufrir la comunidad que dirigen. Así que seguirán empeñados en que mirar hacia arriba solo nos provocará miedo a no se sabe bien qué. La pura verdad es que desean un pueblo sin miras elevadas ―en contra del consejo de aquel sabio griego que pedía que siempre levantásemos la mirada― porque se engaña mejor a una sociedad que tenga los ojos clavados en el suelo.

            No sabía, le he confesado a Zalabardo, de qué hablar en este inicio del año. Pero hace un tiempo que en la cabeza me rondaba un artículo de Álvaro del Prado, Defensa apasionada (y razonada) de nuestras lenguas minoritarias, escrito en 2015, y me ha parecido oportuno. Se lee en ese artículo que cito: Un idioma —cualquier idioma— es embajador y cauce de una civilización y transmite una sabiduría y una forma de vida; constituye un universo, patrimonio y seña de identidad. Y nunca el aprendizaje y el cultivo de uno puede servir de excusa para el desprecio, el abandono o el maltrato a otro. Rebajar un idioma es despreciar al hombre y atacar al humanismo.


           En el día primero del nuevo año no quisiera ser mordaz ni emplear una crítica dura contra nadie, pero tengo dudas de que esas palabras valgan en nuestro país, donde a derecha e izquierda, arriba y abajo, no hay quien las tenga en cuenta. La tesis de su autor es que nunca una lengua debe ser considerada superior a otra, ni por ser o no la oficial de un estado, ni por su número de hablantes, ni porque la hable una comunidad más fuerte; nada justifica imponer una lengua condenando a otra al ostracismo. Hablar de lenguas es hablar de cultura, de respeto a la forma de vida y a la seña de identidad de un pueblo, de mantenimiento de un patrimonio. Hacer política con eso es tan inmoral como hacerla con la salud. Y nadie tiene derecho a utilizar la lengua como arma en la lucha por alcanzar unos ideales políticos, por más justos que estos puedan ser.

        En 1992, España fue uno de los países firmantes de la Carta Europea de las Lenguas Minoritarias y Regionales, en cuyo artículo 7 se establecen principios tan claros como los siguientes: reconocimiento de que las lenguas son expresión de riqueza cultural, exigencia de que ninguna administración previa obstaculice su promoción, necesidad de estimular su uso, hablado y escrito, tanto en el ámbito privado como en el público. Y, sin embargo, políticos de una línea y otra ―todos los extremos son censurables― hacen cuanto pueden por obligarnos a mirar hacia abajo y transmitirnos el miedo de que una lengua, siempre la de los otros, como el caballo de Troya, esconde en su interior lo que nos llevará a la perdición. Qué ignorantes.

            Deberíamos sentirnos orgullosos de vivir en un país con una riqueza lingüística y cultural como la de España. De ello comenzamos a hablar Zalabardo y yo esta mañana. País Vasco, Cataluña, Galicia, Valencia y Baleares deberían ser modelos sobre los que cimentar este orgullo. Paro parece que no, que, como en la película de Netflix, hay demasiados individuos a quienes solo les vale que miremos hacia abajo. Ahora preocupa el caso de Cataluña, paradigmático, pero no único: el fanatismo nacionalista, con el conseller de Educación de la Generalitat, Josep Gonzàlez-Cambray a la cabeza, apoya las amenazas a una familia que, digámoslo, no se opone al catalán, sino que solo desea que su hija no pierda el contacto con su lengua madre, el castellano; una asociación llamada Plataforma per la Llengua anima a denunciar a los profesores que no impartan sus clases solo en catalán; pero es que, para enredar más esta sinrazón, la UAB, expedienta a un profesor que intenta usar el catalán en sus clases de un curso de Erasmus. Fuera de Cataluña, hay partidos que se rasgan las vestiduras proclamando que el uso del catalán en Cataluña es un ataque a la esencia de lo que sea España (¿sabrán ellos de qué hablan?) y piden un 155 que impida la política lingüística catalana. Y, claro, muchos ciudadanos, de Cataluña y de otras zonas de España, de tanto mirar hacia abajo terminan creyendo los catastrofistas augurios de los fanáticos catalanistas radicales y los de los no menos fanáticos españolistas radicales.


            Todo quedaría resuelto si nos limitamos a mirar hacia arriba. Ni el catalán ni el castellano están en peligro ni dentro ni fuera de Cataluña. Como no lo están el vasco ni el gallego. No tengamos miedo a respetar esa Carta Europea sobre las lenguas minoritarias, aceptemos la normalidad de que en Cataluña se hable en catalán y el catalán sea la lengua de la escuela como lo es en el ámbito familiar. Con estadísticas en la mano, con inmersión lingüística o sin ella, en Cataluña, en el País Valenciano, en Baleares, en Euskadi y en Galicia hay más hablantes de castellano que de la lengua autóctona. Lo demás es zafia política de quienes se niegan a ver la realidad, que no son las lenguas quienes se enfrentan sino otros turbios intereses.

            Álvaro del Prado, que en su artículo defiende el uso del catalán y de todas las lenguas minoritarias, no duda en afirmar que considerar que la promoción de una lengua ha de hacerse en detrimento de otra no es más que xenofobia, racismo aplicado a las lenguas. Pero de esta verdad aún hay muchos que no se enteran.

lunes, diciembre 20, 2021

EL ORIGEN PAGANO DE LAS FIESTAS

 


Nadie es tan despistado que ignore, creo, que estamos entrando en la vorágine de las fiestas navideñas. Nochebuena, Navidad, Fin de Años, Reyes… Esperemos salir, según están las cosas, ilesos de tanto trapicheo. La covid es traicionera y aguarda tras la puerta. Lo que quizá no sea tan conocido, es que el origen de todas estas fiestas, a las que se asigna un importante sentido religioso, tienen, y no es un descubrimiento mío, un origen totalmente pagano. Del mismo modo que, así se lo digo a Zalabardo, deben ser bastantes las personas que no sepan qué quiere decir pagano, palabra a la que, en un tiempo, se le asignó un matiz peyorativo.

            La palabra pagano, si nos remontamos a su más remoto origen, proviene de la raíz sánscrita pak-, que significa, ‘fijar, atar, asegurar’; en definitiva, lo que nos une a algo o nos asegura. De ella, en latín, surgieron varias, entre las que destacamos dos. Por un lado, pax, nuestra paz, que significa, ‘vínculo, acuerdo’. Pero hay otra, pagus, que designa ‘la aldea, el poblado, el burgo’ y que nada tiene que ver con pacare, de donde sale pagar, ‘satisfacer lo que se debe’. De ahí que, en español actual, haya un pago, ‘satisfacer lo debido’, y un pago, ‘distrito agrícola, pueblo, aldea’.

            La vida en la aldea siempre ha estado más ligada a las faenas agrícolas, pues de ahí proviene su sustento. que es de lo que se vivía: la siembra, la vendimia, las cosechas… Y los aldeanos, como toda la humanidad en todas las épocas, llevados por un espíritu religioso, entendiendo por tal la creencia de que todo lo bueno y lo malo depende en última instancia de factores sobrenaturales que no comprenden, se aferran a unos ritos con la esperanza de que el sol y la luz les traigan buenas cosechas o los libren de enfermedades y de que no haya lluvias a destiempo que destrocen las cosechas. Esos ritos no excluyen la celebración de fiestas con las que honrar a esos seres que pueden mostrarse benévolos o malignos. Fiestas que coinciden con el final del invierno y el inicio del ciclo agrícola, con la primavera, con el verano y la recolección, el otoño y la vendimia. Con ellas, se agradecía lo recibido y se rogaba por lo esperado.

            Una de esas fiestas es la Navidad, que, en la actualidad, tiene dos modos de ser interpretada, como una de las máximas fiestas religiosas y como una fiesta mundana, equiparable a cualquier otra. Zalabardo y yo, que intentamos siempre ser tolerantes, respetamos cualquier interpretación y a sus defensores. Y por ello, rechazamos tanto la actitud de quienes en nombre de la religión desearían despojarla de su cara mundana como la de quienes, por el contrario, con el argumento del laicismo, piden su supresión. Modestamente, creo que se equivocan unos y otros.


            Si acudimos a la historia de las culturas, lo que es innegable es que la Navidad, como la mayoría de las fiestas, tiene más de pagano que de religioso y aquí retomamos lo que se decía al principio. En época del Imperio Romano se celebraban las Saturnalias, fiestas del solsticio de invierno, momento en que los días se alargaban; y el 25 de diciembre se honraba el nacimiento de Saturno, del sol y del fuego, que anunciaban el inicio del nuevo ciclo agrícola. En la cultura iraní, ese mismo 25 de diciembre era el día del nacimiento de Mitra, que traía la armonía y la luz que conduciría a los hombres hacia la verdad. Eran fiestas en las que se intercambiaban regalos que, sobre todo, se repartían entre los niños y los pobres.

            Los primeros cristianos se oponían a estas fiestas, que veían muy alejadas de la doctrina que ellos practicaban. Entre otras cosas, porque en el judaísmo del que procedían se celebraba más la muerte y Saturno y Mitra honraban un nacimiento. Pero el cristianismo, como todas las religiones, tiende al sincretismo, a mezclar ideas y ritos y a adoptar los de otras creencias para ganar adeptos. Así, cuando el emperador Constantino declaró el cristianismo como religión oficial y la única permitida, se encontró con que los pueblerinos, los aldeanos, veían con malos ojos la supresión de sus fiestas. Hay que pensar que el cristianismo se difundió más por las grandes urbes que por los campos. Esa es la razón de que, peyorativamente, los cristianos llamaran paganos, ‘campesinos ignorantes’, a quienes no seguían su doctrina. Y poco después, se llamó pagano a cualquiera que no abrazara el cristianismo. Aun así, el paso dado por Constantino requería dar un paso más. Y hacia el año 350, el papa Julio I dictaminó que el nacimiento de Jesús se produjo el 25 de diciembre. Con ello, unas fiestas paganas difíciles de erradicar se convirtieron, mediante decreto, en fiestas religiosas.


            La cuestión de la fecha no es algo baladí. Hay muchos estudios, incluso dentro del propio cristianismo, que defienden que el nacimiento de Cristo debió producirse entre finales de septiembre o comienzos de octubre. Un solo ejemplo, extraído del Evangelio de San Lucas. En el capítulo 2 se dice que había por allí unos pastores velando y cuidando de sus ganados. Los judíos, le digo a Zalabardo, eran más ganaderos que agricultores, solían tener sus reses en campo abierto hasta que el otoño anunciaba su final; entonces, los recogían para protegerlos de las inclemencias. Es, pues, difícil de creer que a finales de diciembre hubiese pastores en el campo con ganado suelto. También hay quienes sostienen que cuando en San Mateo, capítulo 15, Cristo dice: «en vano me honran enseñando doctrinas y mandamientos de hombres», se refiere precisamente a aquellas festividades en que se hacían patentes unas creencias que no eran las que él traía. Eso, dicen algunos, predispuso a los primitivos cristianos contra unas fiestas que acabarían en lo que hoy conocemos como Navidad.

            Le digo a Zalabardo que lo importante es respetar lo que crea cada uno y dejar que cada individuo celebre estas fiestas de acuerdo con sus creencias. Si es preciso, le digo, tendríamos que sentirnos todos paganos y no dejar que nadie nos imponga una línea de pensamiento. El espíritu religioso no es uniforme, siempre ha existido y, en el fondo, se puede observar que, en las historias de Mitra, de Saturno, de Nimrod, de Cristo, de Semíramis, de la Virgen María… confluyen elementos muy semejantes y sus orígenes vienen sostenidos por la gente sencilla, los paganos. Más tarde, se crearán las instituciones, que son las que lo quieren mangonear todo a su capricho.

sábado, diciembre 11, 2021

HOMO LOQUENS

 


Ni Zalabardo ni yo tenemos conocimientos de antropología que nos permitan meter baza en el asunto de la clasificación taxonómica de los seres humanos. Tampoco los tenemos de otros muchos temas. Por eso no nos veo como tertulianos en uno de esos programas televisivos en el que unos colaboradores habituales hablan con desparpajo de todo como si alguien pudiera conocerlo todo. O sea, que nuestra sapiencia antropológica va poco más a allá de distinguir que homo habilis es el capaz de utilizar instrumentos, homo faber, el que ya se fabrica los que necesita y emplea y homo sapiens, el conocedor, el que sabe, el grupo al que, dicen, pertenecemos.

            Sin embargo, aunque quede fuera de todo lo que admita la ciencia, antigua o moderna, cuando conversamos nos gusta decir que el punto más alto de la escala humana corresponde a lo que llamamos homo loquens, el que habla, el que dispone de una desarrollada facultad de lenguaje que lo capacita para comunicarse con su entorno con algo más que gestos y gruñidos. No se nos oculta ni a Zalabardo ni a mí que eso ya se le presupone al sapiens; pero, solemos decir, ahí está el quid, que se le presupone, como cuando hacíamos la mili se nos presuponía el valor. Y, con ese argumento, seguimos defendiendo a este homo loquens que nos hemos inventado.


            Hablar, emitir palabras con las que comunicarnos con nuestro entorno. Qué fácil y qué complicado. Deberíamos sentirnos orgullos. El habla nos identifica con tanta precisión como las huellas digitales. No en vano un refrán afirma que Cada uno habla como quien es, razón por la que se recrimina a los descuidados al hablar o lo hacen irreflexivamente. Pensando en estos surgieron expresiones como Hablar a tontas y a locas o Hablar por hablar. El mayor reproche quizá lo merezcan aquellos por quienes se dijo Hablar por boca de ganso; esos no son ya simples descuidados; son, a la par que ignorantes, presuntuosos que sin saber de qué hablan se limitan a repetir lo que otros con mayor formación dijeron. Explicar los motivos por los que a un pedagogo, a un maestro se lo llamaba antiguamente ganso daría pie a otro apunte de esta Agenda.

            Departir, conversar, dialogar, charlar; bellas palabras para referirnos al acto en que dos o más personas hablan de los más variados temas sin presumir de ser expertos, dejando que los asuntos vayan surgiendo por sí mismos, sin obedecer a programa prestablecido y, cosa importante, respetando los turnos de palabra, porque no hay que monopolizar ni la palabra ni el conocimiento. Se conversa mientras se toman unas cervezas o unos vinos, mientras se disfruta de una comida, mientras se refresca uno en las tardes veraniegas o se busca calor del sol invernal, mientras se pasea, mientras, con absoluta despreocupación, se deja pasar el tiempo. El teléfono y las redes sociales, que nadie lo dude, son modos sucedáneos de conversar que jamás proporcionarán el gozo del amistoso cara a cara.


           Hay otros modos de hablar que persiguen un fin más serio, que no más alto, porque la vida hay que tomársela en serio y no está exenta de problemas. Por eso, al parlamentar, los interlocutores exponen sus puntos de vista con el objetivo de alcanzar una idea común que derive en un acuerdo. Si debatimos, contrastamos opiniones diferentes valiéndonos de argumentos que las defiendan y puedan demostrar cuál es preferible. En un discurso, en una disertación o en una conferencia, alguien, este sí tiene que ser experto, expone sus conocimientos a un auditorio para difundirlos y compartirlos. Pero si el ponente hace una disertación débil o carente de interés, se dirá peyorativamente que discursea. Y cuando en un parlamento o debate se olvida que el fin es llegar a puntos de encuentro y no hay otro interés que la defensa de la opinión propia con absoluto desprecio de las del contrario habrá discusión, pero no otra cosa. De esto, por desgracia, tenemos bastantes muestras en nuestro país.

            Pero Zalabardo me preguntaba por las tertulias. En principio, tengo que decirle que la tertulia es el lugar idóneo para conversar, dialogar, hablar de mil cosas diversas aun sin deseo de llegar a ningún lado, porque manda el objetivo de disfrutar del puro placer de hablar. Las tertulias tienen una larga historia detrás, aunque las que más nos suelen venir a la memoria son las que se celebraban en los salones, el siglo XVIII o las posteriores de los cafés, en el siglo XIX, sin olvidar, le digo, las famosas tertulias de las reboticas o de los casinos. Escuchaba hace unos días en la radio a un antiguo camarero del Café Gijón, de Madrid, famoso por sus tertulias, como antes lo fueron Pombo, Nuevo Café de Levante y otros. Contaba este hombre múltiples anécdotas vividas en su trabajo, pero lo que más me gustó es lo que contaba respecto a dos normas que, según él, eran muy respetadas por quienes asistían. Una decía: Aquí se expone, no se impone. Y la otra, que era más cargada de humor y desinhibición: Aquí venimos a mentir y a no dejarnos engañar. Con la primera, le digo a Zalabardo, debemos entender que la conversación no es lucha y, por tanto, no debe dejar ni vencedores ni vencidos; y con la segunda deberíamos entender aquello que decía Machado (creo que fue él): No creáis todo lo que os digan; ni siquiera creáis todo lo que os digo yo.


            La verdad es que no tengo muy buena opinión sobre las actuales tertulias de radio y televisión. Pero, aunque acepto que hay de todo, creo que lamentablemente predominan las que denigran la esencia de lo que una tertulia debe ser. En muchas de estas mal llamadas tertulias se grita más que se habla, no se respeta la intervención de los demás, se exhibe demasiado narcisismo, se parte de posturas irreductibles y hay poca disposición a aceptar planteamientos que no coincidan con el propio; y lo que es peor, se miente y se injuria sin el menor recato, con el desvergonzado ánimo de que la mentira ha de ser tomada como verdad y la injuria se extienda y se comparta. O sea, que hay parloteo ruidoso, verborrea insufrible, pero ni amena conversación, ni esclarecedor debate.

sábado, diciembre 04, 2021

HISTORIAS DE PALABRAS: ESCLAVO, ADICTO Y CICLÁN

 


Rastrear el origen y significado de las palabras conduce no pocas veces a descubrimientos curiosos, unas veces debidos a las relaciones semánticas que se establecen con el tiempo, por ejemplo las que suponen desplazamientos o ampliaciones de significados, y otras a una sencilla razón de etimología. Eso me ha sucedido mientras trataba de recomponer el proceso que explicaba el término esclavo. Y me encontrado con la necesidad de dilucidar lo que lo une a adicto y ciclán. La primera y la tercera palabras comparten etimología, mediando las lenguas griega y árabe; la segunda se relaciona con la primera por su significado.

            El DEL, con la frialdad de los diccionarios, dice que esclavo deriva de una forma latina medieval sclavus, nacida sobre el griego bizantino sklávos, forma regresiva de sklabenós, que designa genéricamente a cualquier individuo perteneciente a uno de los pueblos eslavos, quienes se llamaban a sí mismos slověninŭ, cuando caían cautivos de otros pueblos. Y, con esos datos, ya se le vienen a uno a la cabeza que dentro de esta familia de esclavo habría que estudiar esclavina o eslabón; pero eso alargaría el apunte.

            Sin embargo, lo que nos interesa es esclavo. Aunque en Roma existía la esclavitud, ‘carecer de libertad y estar bajo la potestad de otra persona’, su lengua no tenía la palabra esclavo. La introducción de sclavus, le cuento a Zalabardo, fue muy tardía; y aprovecho para aclararle qué relación tiene con adicto y qué la une con ciclán.

            La sociedad romana estaba integrada por clases distintas y un hecho diferencial primordial era la desigualdad entre las mismas. Las dos que más nos suenan son la de los patricios, cuya estirpe podía remontarse hasta los fundadores de Roma y la de los plebeyos, que podían presumir de muchas cosas menos de nobleza y estirpe. Unos y otros eran libres, aunque los segundos apenas disfrutaran de derechos. La relación respecto al señor, el pater familias, conocía muchos grados.


            Por lo pronto, el término más extendido en latín, el genérico servus, designaba a criados, servidumbre y a cuantos, de una forma u otra, dependían del pater. Por ejemplo, la condición de mancipium se aplicaba a hijos y parientes directos que vivían bajo la tutela del pater y carecían de autonomía hasta que abandonaban el hogar común; entonces lograban la emancipación, término que aún subsiste. El famulus, a quien ya podemos considerar esclavo, era cualquier servidor que habitaba en la misma casa del pater; curiosamente, de ahí procede el término familia. Cualquier otro servus era el esclavo tal como hoy se entiende. Pero había un grupo peculiar, el de los addictus, integrado por quienes por alguna razón, podría ser una gran deuda no reparada, un tribunal ponía bajo la potestad de un señor que se convertía en su amo y podía disponer de él a voluntad hasta que la deuda se saldase; también era esclavo. De addictus procede el actual adicto, ‘persona sujeta a alguien o a algo de lo que no puede ser separado’.

            ¿Y la palabra esclavo? Llegó al latín, ya se lo he dicho a Zalabardo, muy tarde, en torno a los siglos V o VI. ¿Su origen? Probablemente del bajo latín sclavus tomado del griego bizantino sklávo, ‘eslavo’, aplicado a cualquier miembro de un pueblo eslavo. Aparte de esa procedencia griega, nos muestra que no podía ser palabra patrimonial latina la presencia del grupo -sl-, inexistente en dicha lengua; la epéntesis -skl- facilita la pronunciación. Lo que no tiene sentido, le digo a Zalabardo, es la absurda etimología que todavía cita en 1611 Covarrubias: ‘dicho del hierro (clavo) que ponen en los carrillos al siervo o cautivo díscolo y fugitivo’.

            El esclavo es pues, en origen, cualquier eslavo que caía cautivo de otro pueblo y se convertía en su servidor, perdiendo todo derecho, incluso el de la vida. Con el tiempo, a cualquier cautivo, fuese cual fuese su procedencia, que pasaba a ser propiedad de alguien, se lo llamó esclavo. Ese origen parece suficientemente probado, pero podemos ampliarlo aduciendo bastantes documentos de la baja Edad Media que dan cuenta de cómo pueblos alemanes vendían los cautivos eslavos que conseguían en sus luchas contra ellos a otros pueblos, entre ellos a los catalanes. No pocos de ellos eran enviados a Lucena (Córdoba), que tenía una afamada escuela de cirugía, donde eran castrados y revendidos en toda la extensión de Al-Andalus como cuidadores de los harenes. Los árabes llamaron a estos eunucos siqlâb, arabización de sclavus.


 

           Y del árabe apareció en castellano ciclán, que de haber significado en un principio esclavo, adquirió el nuevo significado de ‘castrado’ y más tarde ‘que carece de un testículo’. Podemos recordar un romance jocoso de Quevedo titulado Refiere las partes de un caballo y de un caballero, que comienza así:


Yo, el único caballero,

a honra y gloria de Dios,

salgo ciclán a la fiesta

por faltarme un compañón.

            Y es que, le aclaro a Zalabardo, compañón es uno de los sinónimos de testículo. Lo que le cuento a Zalabardo queda demostrado con una última curiosidad: en Cáceres existe un pueblo llamado Ciclavín, topónimo de origen árabe, Siqlabiya, es decir, ‘campamento de esclavos’, porque muchos antiguos esclavos que habían dejado de serlo repoblaron parte de aquella zona. No es de extrañar que muchos habitantes del pueblo defiendan otro origen para su nombre: Cella-vini, es decir, ‘bodega de vino’.

sábado, noviembre 27, 2021

UNA FELIZ REUNIÓN, LA JICÁ Y ALGO DE REFRANES

 


25 de noviembre, día de santa Catalina. Ocho personas reunidas en torno a una mesa bien surtida; amigos entrañables, compañeros de bachillerato, hace la friolera de 60 años, en el instituto Francisco Rodríguez Marín, de Osuna. Zalabardo no estaba presente, lo conocí mucho después. Pero le conté cómo discurrió la reunión. Que Pepa Márquez, ocurrente donde las haya y preciada arca que guarda el tesoro de tantas palabras que ya la gente va olvidando, es posiblemente la única del grupo capaz de hacer callar a Pérez Moreno. Bueno, esto también lo consigue Pelayo, pero pudo asistir.

Pues a lo que iba: Pepa Márquez pidió a alguien que le buscara en su bolso una guita y tirara de ella. La tal guita era el cordón del que pendía su teléfono. «¡Mira que decir guita, Pepa…!», le dijeron, a lo que Pepa respondió: ¿Qué quieres, que diga una jicá?». Ante la extrañeza de algunos, hubo de añadir: «¿De verdad no sabéis lo que es una jicá?». Bastantes habían olvidado que la jicá (o el jicá) es el hiscal castellano, una cuerda hecha de esparto. Yo lo recordaba porque, aunque hace 50 años que falto del pueblo, frente a mi casa de calle Sor Ángela de la Cruz, había una espartería y todavía hoy, poco más abajo, sigue habiendo una taberna de exquisitas tapas llamada Jicales.

            Todo esto se lo cuento a Zalabardo porque Francisco Rodríguez Marín (1855-1943), erudito, lexicógrafo, paremiólogo, cervantista y folclorista insigne nacido en nuestro pueblo, escribió en 1894 un opúsculo titulado Cien refranes andaluces de meteorología, cronología, agricultura y economía rural. Igual que Pepa siente que se pierdan palabras «que se han dicho toda la vida de Dios», en el prólogo de ese librito, dedicado a Micrófilo, seudónimo de su amigo Juan Antonio de Torre Salvador, otro ilustre folclorista, nacido en Guadalcanal, mi paisano se quejaba del escaso interés de los estudiosos en el folclore popular. Por suerte, la semilla que plantaron Demófilo, padre de los Machado, Micrófilo y mi admirado Bachiller Francisco de Osuna, acabó por prender en los estirados especialistas.

            Define Susana Panizo el refrán como una creación del pueblo con germen en un dicho individual fundado en la observación reiterada por la repetición de un trabajo. Apoyados en creencias y en formas de pensar antiguas, es manifestación de la sabiduría de la experiencia y la conciencia popular acaba por concederle la condición de cierto e infalible. Aunque de antigüedad muy remota, los refranes no se estudian sistemáticamente hasta el siglo XIX. Y precisamente Rodríguez Marín fue uno de sus iniciadores.

            De los que recoge este librito quiero dar cuenta aquí de algunos, comenzando por los él considera propios de Osuna:

            Cuando el sol se pone cubierto en jueves, a los tres días llueve.

            Cuando solano llueve, las piedras mueve.  (Por la fuerza con que cae el agua).

            Si la Gomera se toca, ¡aguárdate, poca ropa! (Si las nubes cubren este cerro, cercano al pueblo, lloverá casi con seguridad).

            Vaca esoyá (desollada) al levante, agua al instante. (Esa «vaca» es el nombre que se da a una nube que se aprecia en el horizonte con forma de faja colorada).


            En otro grupo reúno, en honor de Pepa Márquez, los que presentan palabras que a ella le gustan, o que no son comunes, o que se presentan en su forma popular:

            Cuando el serrojillo canta, agua lleva en la garganta. (El serrojillo es un pájaro llamado en otros lugares herreruelo).

            Dámelas escansás (descansadas) y no me las des alabás (alabadas). (Una tierra mediana tenida en barbecho produce más que otra mejor sometida a sementeras seguidas).

            Entre la grama y el lastón, se cría el buen melón (La grama y el lastón, gramíneas, vienen bien a los melonares, que requieren zonas soleadas, sin árboles).

            Años de pitones, año de montones (la abundancia de pitones, inflorescencias de las pitas, anuncia buena cosecha).

            El mugrón, con el cencerrón. (Enterrar el mugrón, sarmiento del que brotará una nueva planta, debe hacerse antes de la recogida de los cencerrones, pequeños racimos que van dejando atrás los vendimiadores).

            El que ha de arañar, no ha de volver la cara atrás. (El daño que pudiera hacer la rastra se compensa con el beneficio posterior de esta labor).

            Labrador chuchero, nunca buen apero. (Se dice de quien se dedica a la caza de la perdiz, chuchero, olvidando el trabajo).


            Por no cansar, quiero citar otros, los últimos que pondré, que, aunque de origen campesino, admiten una interpretación social más amplia:

           Abriles y señores, pocos hay que no sean traidores. (Por lo cambiante del clima abrileño y la exigencia de los amos a quienes se sirve).

            Cuando las hormigas se quieren perder, alas le han de nacer. (Aviso contra la ambición. Lo que parece un bien, el vuelo, puede convertirse en daño, por el peligro de ser presas fáciles para las aves)

            Más vale cagarruta de oveja que bendición de obispo. (La tierra produce más con abonos y cuidados que con rezos y deseos).

            Río, rey y religión, tres malos vecinos son. (Las avenidas de un río destrozan la cosecha; los privilegios e influencias de los poderosos empobrecen al campesino).

            El mozo y el gallo, un año; porque, al año, el gallo se pone duro y el mozo se pone chulo.

            Si Pepa estuviese aquí, diría: «¡Ese último lo dijo por Pérez Moreno!». Pero os aseguro que no. Le explico a Zalabardo que nuestro buen amigo José María, como aquella Jessica Rabbit de la película, no es malo, sino que lo han pintado así. Y Zalabardo me pide que, ya que él no pudo disfrutar de esa reunión, lo deje al menos cerrar el apunte con un refrán que, aunque no lo recoja Rodríguez Marín, no desentona con los suyos: Por santa Catalina, coge tu oliva. Y la vieja que lo decía, cogida la tenía.

domingo, noviembre 21, 2021

EL ANÁLISIS COMO ANTÍDOTO

 


En la última novela de Garriga Vela, Horas muertas, uno de los personajes dice a otro (ambos son guionistas de series de televisión) que «no era aconsejable obligar al espectador a cavilar después de cada frase porque entonces la visión se obstruía y cambiaba de canal».

            Zalabardo y yo cada día huimos más de ese tipo de televisión en el que todo es vértigo, celeridad, chabacanería, predominio de una imagen, la que sea, que impacte aunque no diga nada; esa televisión atiborrada de ruido y confusión en la que se persigue hacer adictos a un programa antes que espectadores críticos, esa televisión que sitúa el burdo espectáculo por encima de la verdad esclarecedora.

            Nos ha surgido hablar de este tema porque leemos, no sin cierto estupor, que el Ministerio de Igualdad y la Delegación del Gobierno en Madrid, premian a dos profesionales de la televisión, Ana Isabel Peces y Carlota Corredera por su trabajo en una docuserie sobre los conflictos familiares de Rocío Carrasco. En principio, nada tengo que alegar contra la valía profesional de estas dos profesionales. Sin embargo, nos extraña mucho que se justifique el premio con el argumento de que es una «contribución a la concienciación ciudadana» sobre la situación de la mujer.

            Confieso que no he visto ninguna de las entregas de dicho programa, y creo que Zalabardo tampoco. Desde la misma promoción de la docuserie supe que no me interesaba porque estoy harto de tantas rociocarrascos, belenesesteban y compañía que venden en almoneda y sin ningún pudor todas sus vergüenzas y desvergüenzas, que de todo hay, como si en ello hubiese algún ejemplo digno de ser imitado por los espectadores.

            Por eso me valgo de la opinión de un analista de televisión, Sergio del Molino, que afirma que se ha premiado una producción que se presenta como documental sin serlo, que conculca cualquier principio deontológico con el único fin de aumentar la audiencia, que exhibe de forma descarnada una versión unilateral de la historia y opiniones y juicios sin contrastar, pues se omite la participación de personajes implicados sin darles la menor oportunidad de exponer sus puntos de vista y defenderse. En resumen, que no se premia una labor de análisis de una cuestión que debe preocupar a la sociedad, sino el morbo y la explotación comercial de un escándalo.

            ¿Y para qué queremos análisis que nos hagan perder audiencia? Es lo que sostiene Garriga Vela en su novela. Hablamos de un programa de televisión, le digo a Zalabardo, en el que no se concede al espectador ni tiempo ni ocasión para cavilar, pensar y decidir, un programa en el que no se fomenta la actitud crítica, analítica ante un problema, pues resulta más rentable ganar adictos necesitados de esa droga de la que no se pueden desenganchar. Si se les permitiera por un momento pensar en lo que están viendo, es posible que cambiaran de canal. Y eso va contra el negocio. Que el Gobierno de la Nación fomente todo lo que mire hacia la consecución de igualdad de derechos para las mujeres es objetivo loable; pero pensar que tal fin se consigue con programas de esta índole es desalentador.

 


           Hace un tiempo, mientras me trasladaba en coche, escuchaba en la radio una tertulia en torno a la influencia de los medios de comunicación y las redes sociales. Una participante cuyo nombre no recuerdo, sicóloga de profesión, mantenía que el gran mal de los medios de comunicación (y de las redes) actuales es la ausencia de análisis. La rapidez, la inmediatez, el vértigo informativo prevalecen sobre el sereno y necesario análisis que busque la verdad. Analizar supone examinar minuciosamente los detalles de algo para conocer todas sus características y estar así en condiciones de formular conclusiones. El análisis pide distinguir y separar las partes para poder conocer la composición de un todo. El análisis no es solo reflexionar, sino también debatir, contrastar nuestras ideas con las de los demás.

            Cuando falta el análisis, el riesgo es acabar aceptando como verdades formulaciones que no lo son, aceptar como bueno lo que otros nos presentan como tal, aceptar y ayudar a difundir juicios que carecen de base. No analizar es renunciar a nuestra capacidad crítica, es entregarnos a la verdad que nos venden otros. ¿Y para qué queremos la verdad si nos va bien con el mito?


            Me entero de que se acaba de publicar El Libro del Génesis liberado, una versión del primer libro de la Biblia desprovista de cualquier enfoque religioso y que se nos presenta solo como un relato literario propio de una sociedad primitiva y comparable en no pocos aspectos a la Ilíada o al Poema del Gilgamesh. Me alegro, porque defender de manera apasionada y tenaz creencias y opiniones sin preocuparnos por la base en que se sustentan conduce al fanatismo.

            Es una pena que, en la sociedad actual, en la política y en la religión, haya tantos fanáticos. Lo son porque su temor al análisis los hace defender con inquebrantable tenacidad creencias y opiniones que pudieran no participar de la verdad. Y lo mismo que existen individuos remisos a vacunarse contra la covid los hay que no quieren entender que el mejor antídoto contra el fanatismo es el análisis.

sábado, noviembre 13, 2021

SUPERSTICIONES

 


En el tiempo que vivimos, abundan, con mayor aquiescencia de lo deseable, los bulos, las noticias falsas, eso que ha dado en llamarse fake news, como si ese extraño nombre les diese el valor que no tienen. Garriga Vela, en su reciente novela Horas muertas, un personaje se burla de otro porque llama tándem a lo que es un equipo, o dice skyline por línea del cielo, flashback en lugar de salto atrás, o jet lag por desfase horario.

            No es mi intención ahora, aclaro a Zalabardo hablar de la moda de los anglicismos, que pueden ser necesarios en algunos casos. Mi interés se centra en cómo buscamos una explicación mágica, esotérica, a aquello para lo que no disponemos de una razón que lo justifique. Feijoo, aquel fraile del XVIII de mente tan lúcida y sobre el que hizo falta que un rey declarara ser admirador suyo para que la Inquisición lo dejara en paz, dijo: «para defender opiniones falsas, se alegan experiencias u observaciones comunes que no existen ni existieron jamás sino en la imaginación del vulgo».

 


           Le digo a mi amigo que esta reflexión me nace al ver que algunas definiciones que la Real Academia ampara en su Diccionario de la Lengua Española nos hacen pensar en la contradicción que encierran. Por ejemplo, buscando superstición me encuentro: «creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón». Intento explicar a Zalabardo que eso de que la superstición es lo que no se ajusta a la fe religiosa ya lo dijo hace muchos siglos Cicerón. Más acertada me parece la definición de Séneca, que afirmaba que la es superstición es un error insensato.

            Ya en su origen, superstición, de superstito, es lo que sobrevive, lo que permanece y se sostiene sin necesidad de fundamento racional. Por eso, para validarla es preciso acudir a una base mágica o apartada de lo que Feijoo llamaba «demostraciones matemáticas o metafísicas». La fe religiosa, debemos aceptarlo no se sostiene mediante la razón, sino mediante otros medios. Ya san Agustín decía, más o menos, que la fe es creer lo que no vemos, actitud que será recompensada con ver algún día aquello que creemos. El óbolo de Caronte, entre los antiguos griegos y romanos representa una idea semejante: nada me demuestra que esto sea así, pero el solo hecho de creerlo me premiará con que ocurra tal como lo creo. Eso no es sino una superstición, algo con lo que, sin que tengamos prueba de ello, esperamos librarnos de un mal o atraer un bien.

 


           Las supersticiones no se dan, claro está, solo en el ámbito de lo religioso, sino en todas las facetas de la vida. Por ejemplo, son supersticiones creer que un día de la semana, o un número van a tener consecuencias inesperadas sobre nosotros. Aconsejo a Zalabardo que lea dos breves textos de Feijoo, hoy me estoy valiendo de él casi de manera exclusiva, muy interesantes y que ayudan a comprender lo que digo; son los titulados Días aciagos uno y Observaciones comunes el otro.

            Nada sustenta la superstición, sino la ignorancia, aunque a casi todas se les pueda aplicar un origen que varía de una cultura a otra. Así, la mala fama del número 13 tiene tres explicaciones: para unos, surge de la leyenda nórdica que cuenta cómo en el Valhalla se reunieron doce dioses a los que más tarde se unió un decimotercero, Loki, que sería causante de la muerte de Balder, dios de la luz y la paz; otros hablan de la última cena entre Jesucristo y sus apóstoles, sumaban trece, y ya sabemos cómo acabó aquello; y, por fin, otros defienden que fue un día 13 cuando el papa Clemente V disolvió la orden de los templarios, hizo arrestar a sus miembros y los condenó a muerte. En cualquier caso, al 13 se unen otros números nefastos: el 4 para los chinos, el 9 para los japoneses, el 17 en Italia, el 39 en Afganistán… Y, claro, para todos tienen una explicación las creencias populares.

 


           ¿Trae en verdad mala suerte derramar la sal? No, pero el hecho de que en un tiempo la sal fuese considerada un producto tan valioso que se distribuía a los legionarios romanos como parte de su paga (la palabra salario procede de ahí)  alimenta la idea de que derramarla sea un derroche que debe evitarse. Los celtas creían que los conejos, por vivir bajo tierra, estaban en contacto directo con los dioses; conclusión, tener una pata de conejo trae buena suerte. Y los griegos no brindaban con agua porque temían que eso atrajese a la muerte, ya que las almas de los muertos vagaban por el río Leteo.

            Ninguna de esas creencias tiene un sustento lógico, racional, demostrable. Como no los tienen los muchos ritos que se practican en diferentes culturas y religiones: las sutras budistas para ahuyentar los espíritus, la catrina mexicana con que se supera el temor a la muerte, el baño en el río Ganges de los hindúes, la copa que se rompe en las bodas judías en recuerdo de la destrucción del Templo…, no son más que eso, ritos de participación de marcado carácter mágico.

            Sirva de ejemplo de cuanto digo este rezo, conjuro o canción recogido por mi paisano Francisco Rodríguez Marín y que encuentro en el artículo Religiosidad popular y superstición, cuyo autor es Antonio Lorenzo Vélez:

A la puerta del cielo Polonia estaba

y la Virgen María allí pasaba:

—Polonia, ¿qué haces?, ¿duermes o velas?

—Señora mía, ni duermo ni velo,

que de un dolor de muelas me estoy muriendo.

—Por la estrella de Venus y el Sol poniente,

por el Santísimo Sacramento que tuve en mi vientre:

¡que no te duela más ni muela ni diente!

domingo, noviembre 07, 2021

PINPILINPAUXA

 


El año 2010, le cuento a Zalabardo, la Sociedad de Estudios Vascos realizó una consulta para sondear entre los vascohablantes cuál era en su opinión la palabra más bonita de su lengua. Resultó ganadora pinpilinpauxa, una de las formas de llamar a la tximeleta, es decir, la mariposa del castellano. Llevado por la curiosidad, encuentro un artículo de Vanessa Sánchez Goñi que da cuenta de que hace ya muchos años el lingüista Gerhard Bähr dio a conocer que había encontrado casi cien maneras diferentes de nombrar en euskera a la mariposa: tximeleta, aitamatatxi, mitxeleta, pitxilota, abekate, pinpilinpauxa, miresicoleta… Y en una de sus novelas, Bernardo Atxaga incluye un poema, Muerte y vida de las palabras, en el que se pregunta dónde estarán ahora las cien maneras de decir mariposa.

            Pienso, le digo a Zalabardo, qué conciencia tenemos los españoles sobre la realidad lingüística de nuestro país y cómo la valoramos. Mientras hablo con él, recuerdo un libro de 1994 que recoge artículos diferentes sobre el plurilingüismo, ¿Un Estado, una lengua?, dirigido por Albert Bastardas y Emili Boix, en cuya introducción se afirma: «La realidad plurilingüe es aún una sorpresa para la mayoría de los ciudadanos españoles […], los recelos intergrupales continúan siendo muy considerables». Creo que casi veinte años después seguimos igual


           Algunos me dirán que es una manía que les tengo, que estoy equivocado y que no se pueden hacer afirmaciones tan generales y categóricas. Esa manía que menciono, esa afirmación categórica es mi creencia en que tenemos una clase política plagada de individuos de escaso nivel, en lo político y en lo cultural, que nos faltan personas con conciencia de estadistas y líderes preparados que se dejen guiar por el cerebro y no por las vísceras. Quizá no deba generalizar tanto, quizá me equivoque en parte, pero me excuso con las palabras de Calderón de la Barca en El alcalde de Zalamea: «¿qué importa errar lo menos / quien acertó lo de más?»

            En la política española, y no hay distinción entre grupos de derecha y de izquierda, es mayor el ansia de derribar al contrario que el deseo que encontrar soluciones para el país. Y no se les cae la cara de vergüenza a la hora de valerse de cualquier excusa para afrentar al «enemigo», que así se considera a quien no piensa igual. Lo hemos visto con la crisis de la pandemia, cuando, antes de hallar soluciones al problema, todos se afanaban en hacer recaer culpas en los otros. Y aun hoy estamos sin saber si han aprendido algo de lo que hemos pasado y de lo que aún no hemos dejado atrás.

            Pero hay otras cuestiones reveladoras de esa incultura, caso de que no sean más pruebas de auténtica hipocresía: la noción que tenemos de la España plurilingüe. Hace unos meses, Pablo Casado, presidente del PP y jefe de la oposición en el Parlamento español, con tal de mostrar su inquina hacia el nacionalismo catalán, tuvo la ocurrencia de decir en un mitin en Baleares que allí no se habla catalán, sino mallorquín, menorquín, ibicenco, formenterés… ¿Cabe mayor muestra de ignorancia? Esas hablas, todas ellas legítimas, no son sino formas dialectales del catalán. Decir lo que dijo es igual que decirle a un andaluz, a un murciano, a un extremeño, a un canario, o a un castellano-leonés que no hablan español. Este hombre, para comenzar, no tiene ni repajolera idea de lo que es lengua y lo que es dialecto.

            Claro que, si nos ponemos a pensar mal, puede que a este hombre se le hayan escapado por las costuras del traje muchos resabios no perdidos de la nostalgia franquista en la que vive gran parte de la derecha. Porque por mucho que algunos lo nieguen, sobre nosotros pesa todavía la propaganda de los años en que la dictadura quiso confundir la idea de unidad nacional con la de unidad de lengua. Y sobre un país de una admirable riqueza lingüística, el gallego dio las primeras muestras literarias españolas, hasta el punto de que el rey Alfonso X lo eligió para sus poemas, se aplicaron una implacable glotofagia (genocidio lingüístico) y una incesante serie de medidas coercitivas contra los hablantes de las que despectivamente fueron llamadas «lenguas regionales».


           Los nostálgicos del franquismo dirán, y tienen toda la razón, que con Franco no se dictó ninguna ley en contra del catalán, del gallego y del vasco. Cierto. Pero no podrán negar las innumerables órdenes ministeriales que imponían en todos los ámbitos un único idioma, el español, para uso público y general. Para hacer eso posible, a una de las lenguas nacionales se le concedía la exclusividad de representar a la nación en detrimento de las restantes.

            El proceso fue largo y tenaz. En la inmediata posguerra, se extendió el eslogan «Sé patriota. Habla español». El 18 de mayo de 1938 se emitió una orden por la que se prohibían los nombres que no estuvieran en el santoral o no estuviesen en castellano (no se pensaba que catalán, vasco y gallego fueran lenguas españolas). El 21 del mismo mes, otra orden prohibía los rótulos, títulos, razones sociales, estatutos y reglamentos no redactados en la lengua oficial. El 7 de marzo de 1941, se imponía esa lengua como única lengua válida en los telegramas. Y no mucho después, saldría la que imponía que el doblaje de las películas se haría solo en español. Y, aún en 1967, Manuel Fraga proclamaba que había que hablar de español y no de castellano.

           Así que, a Pablo Casado, o lo ha traicionado el subconsciente o le ha podido la nostalgia de un pasado que ya deberíamos haber olvidado. Alguien debería decirle que el 35% de los españoles tienen como lengua materna el catalán, el euskera, el gallego o el valenciano; ninguna castellana, pero todas españolas. Y a la hora de recabar votos, eso no es cuestión desdeñable.