sábado, septiembre 03, 2022

SOBRE DOGMAS Y AXIOMAS

 Pese a los muchos años que llevo jubilado, no consigo desprenderme de lo que constituye el ritmo de los cursos. Por eso, durante el verano, dejo guardada la Agenda de Zalabardo para reiniciarla en septiembre, cuando el verano se nos aleja y empieza a asomar el otoño. Ojalá vengan las aguas que tanto faltan y se sosieguen los ánimos encrespados que hemos debido soportar en tantos ámbitos. Pero Rusia sigue con su ataque a Ucrania y nuestros políticos no pierden la afición a la gresca que ya mostraban antes de las vacaciones.

            Le digo a Zalabardo en el reencuentro que he hecho lo posible por abstraerme de esa situación anómala buscando refugio en la lectura y los paseos. Y también he meditado sobre la naturaleza de las redes sociales, que juzgo positivas aunque generen peligros, riesgos y situaciones que no pueden sortearse más que bloqueando alguna de esas extrañas amistades de Facebook o algún contacto de Whatsapp. Aunque la decisión no resulte grata.

            La razón, le digo a mi amigo, es que me cuesta entender el nivel de intolerancia con que no pocas personas se mueven en las redes. Que alguien defienda ideas que no tienen por qué ser compartidas por los demás es algo lógico y natural. Pero duele ver hasta qué punto una religión, una doctrina política, un sistema de pensamiento― conjuntos de creencias en principio todas respetables, salvo contadas excepciones― puede derivar hacia conductas sectarias y fanáticas. Le digo a mi amigo que las personas debieran estar por encima de sus ideas, aunque algunos no parecen entenderlo así.

            Reflexionando sobre esto, he recordado dos lecturas, una añeja y otra más reciente. Valle-Inclán dice en uno de sus esperpentos: «La crueldad y el dogmatismo del teatro español solamente se encuentra en la Biblia»; y poco más adelante: «[Nuestro teatro] tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática». Y en una de las lecturas de este verano, Luis García Montero: «las constituciones no son libros sagrados, intocables que se cierran para siempre en un propio ser, sino obras en marcha obligadas a responder ante los cambios y necesidades de su sociedad». Todo esto debería ser algo sabido: una gramática solo da cuenta del estado de la lengua en un momento dado y una constitución responde a las necesidades de un momento preciso. Si la lengua cambia o en la sociedad surgen necesidades nuevas, gramática y constitución habrán de adaptarse a esos cambios.

            Por desgracia, eso no es así entre nosotros. Hay quienes se empeñan en que cualquier conjunto de ideas ―religiosas, políticas, sociales…― es inmutable por definición o por el capricho de alguien. Grave error nacido de otro error aún mayor: que la verdad viene siempre del mismo lado. Los que eso piensan convierten sus ideas en dogmas sin entender, porque se empeñan en ignorarlo, que nunca un dogma debe confundirse con un axioma.

            Zalabardo sabe bien, lo hemos hablado varias veces, que ambas palabras tienen origen griego. Axioma, en sus inicios, significaba ‘lo que guía como justo’ y los diccionarios actuales lo definen como ‘verdad o proposición que, por su evidencia, no necesita demostración’. Dogma, en cambio, significaba ‘parecer, decisión, opinión’, aunque ahora se entiende como ‘proposición o conjunto de creencias que se consideran indiscutibles e innegables’. Con facilidad entenderemos que el axioma es algo natural, que no necesita más que ser observado para su aceptación, mientras que el dogma es siempre algo forzado, creado para someter a otros. Cuando decimos que un todo está formado por la suma de todas sus partes, nadie duda de que enunciamos un axioma. No se nos impone y no se trata de creerlo o no, pues basta con su simple evidencia. Pero si alguien nos dice que el autoritarismo solo se da en la extrema derecha y en el fascismo está enunciando un dogma, una opinión que se desea imponer pese a que puede ser rebatida con facilidad.

            Axiomas y dogmas se dan solo en todas las esferas de la vida y no solo en las religiones o la política, aunque quizá en estas resultan más notables. El axioma es intemporal, una verdad que está ahí y que nadie impone ni se ha de demostrar; el dogma nace en un momento dado y por una necesidad de someter a pensar lo mismo a todos los seguidores de ese sistema.


            El austriaco Paul Watzlawick diseñó una clara teoría sobre los axiomas de la comunicación; citemos solo el primero: es imposible no comunicar. Es una verdad de Perogrullo. La comunicación no es solo un acto de voluntad, pues cualquier movimiento, cualquier palabra, cualquier vestuario, cualquier gesto, etc., puede ser interpretado; por lo tanto, no comunicar es imposible. Y en geometría, pocas cosas hay tan claras como que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos.

            La sencilla validez del axioma prevalece aunque no reparemos en ello. Todo lo contrario que el antipático dogma, que suele nacer de un conflicto en el que una parte pretende imponer sus creencias a los que piensan de diferente manera. Por eso es discutible el dogma jurídico de que no hay pena sin ley, es decir, que si no existe una ley que lo avale, tampoco hay conducta merecedora de castigo. Tan discutible como el referido a la nutrición que afirma que el veganismo es la única forma de vida equilibrada.

            Pero le repito a Zalabardo que son las religiones los cuerpos de creencias más dados a sostenerse sobre dogmas. Si no estoy equivocado, que pudiera ser, el credo islámico, lo que se llaman cinco pilares del islamismo, fueron expuestos por Abu Hanifah en el siglo VIII para impedir las desviaciones de algunos grupos de fieles. Y, en la Iglesia Católica se discutió mucho para definir el dogma de la virginidad de María, como se discutió el problema de los hermanos de Jesús que cita el Nuevo Testamento, que los católicos resuelven diciendo que no eran sino primos y, los ortodoxos, hijos de un matrimonio anterior de José. Cuando en un grupo dos o más partes se empecinan en que sus creencias son las verdaderas, nace el conflicto, la escisión, el cisma, y cada una acaba definiendo su opinión como dogma, que no puede discutirse ni negarse. El axioma de que todos los ángulos rectos son iguales es una verdad universal, anterior a Euclides, que se limitó a expresarla. En cambio, la infalibilidad del papa ha sido algo tan cuestionado a lo largo de los siglos que tuvo que ser formulada como dogma por Pío IX a finales del siglo XIX.

domingo, junio 05, 2022

TERUEL: DE LUGARES, TRADICIONES Y LEYENDAS

Una breve estancia por tierras de Teruel explica que faltásemos a la cita la semana anterior. Tampoco creo que sean muchas las quejas por la ausencia. Lo que sí quiero avisar es que, tras este apunte, Zalabardo y yo nos tomaremos un descanso para regresar una vez que pasen las calores. Es costumbre de esta Agenda desde su aparición en 2006.

           


Zalabardo, que es listo y me conoce bien, no comete la torpeza de decir: «¿Teruel? ¿Y qué vas a hacer en Teruel?» Tampoco caerá en el irrespetuoso tópico de «¿Pero Teruel existe?» y cosas así. Sabe mi amigo que no me atraen, por ejemplo, Punta Cana y lugares semejantes porque para playa y bullicio ya tengo al lado la Costa del Sol. De sucumbir al turismo impuesto por agencias, me iría a Ipanema, más que nada porque me ilusionaría encontrar «a coisa mais linda», la garota a la que cantó Vinicius de Moraes.


            Teruel, provincia que desconocía, me ha permitido disfrutar de las múltiples posibilidades que ofrece al viajero. Ya justificaría la visita apreciar de cerca esas joyas del arte mudéjar que son la catedral, las torres de San Pedro o la del Salvador y otros lugares. Pero es que se puede hacer un recorrido por los pueblos de la Sierra de Albarracín, donde, aparte de su núcleo principal, Albarracín, una auténtica joya, se puede tomar conciencia de qué es eso de la España vaciada: pueblos en cuyas calles apenas se ve a nadie, hermosas iglesias en estado ruinoso, cerradas, casas abandonadas. En Gea, un vecino nos paró y se interesó por nosotros: «¿Están ustedes de pensión?» Le dijimos quiénes éramos, de dónde veníamos y qué buscábamos. Nos confesó que, de sus 94 años, solo ha estado dos fuera del pueblo, en Barcelona. «Pero ahora los jóvenes se van», dijo en tono triste. Estábamos junto al abandonado convento del Carmen: «Esto era un convento de frailes. Al lado había uno de monjas. Entre uno y otro había un pasillo subterráneo que los comunicaba; parece que tenían sus cosillas». Y se reía.

           


En Calomarde, Carmen, no dudó en dejar las patatas puestas al fuego, «si se queman, haré otra cosa», para enseñarnos la iglesia, de la que tenía llave: «Aquí no hay cura. El que viene, ha de atender a varios pueblos; en este vivimos unas veinte personas y, cuando viene los domingos, a la iglesia solo vamos dos o tres».

 


           En este paseo por la Sierra de Albarracín encontramos pueblos semejantes: Royuela, Frías de Albarracín, Griegos, Villar del Cobo, Tramacastilla… Sin cura, sin farmacia, sin tienda… Carmen nos dijo entre carcajadas: «Una vez, uno que pasó por el pueblo me preguntó dónde estaba el Mercadona». Pero, a falta de otras cosas, tienen maravillas naturales, como la Cascada Batida, un gozo para los sentidos, o el nacimiento del Tajo, que obliga a pensar que, por grande e importante que uno pueda llegar a ser, todos tenemos un momento en que hemos sido pequeños e insignificantes.

 


           A Teruel nos atrajo otra ruta que, sorprendentemente, desconocen muchos turolenses, la Ruta del Silencio, que no me explico por qué Turismo de Aragón se empeña en llamar pomposamente, en inglés, The Silent Route: 63 kilómetros con pueblos y paisajes maravillosos y sorprendentes (Cañada de Benatanduz, Villarluengo, Pitarque, Montoro de Mezquita, Ejulve…)


            Y, claro está, a Teruel acudimos para saludar, de parte de un amigo, Rafael Jiménez Pradas, al torico. Lo saludamos y él nos pidió que devolviésemos el saludo a nuestro amigo. Y, cómo no, a Teruel acudimos hechizados por la historia de Diego de Marcilla (en realidad Juan Martínez de Marcilla) y de Isabel de Segura, los famosos Amantes de Teruel, trágica historia de un amor ejemplo que dura más allá de la muerte. ¿Se puede morir de dolor? En este caso, parece que fue así.


            Digo «parece» y digo «historia». Porque este relato levanta muchas dudas. Y le digo a Zalabardo que ahí reside, al menos para mí, el atractivo de esta tradición; porque yo, vaya por delante, respeto que en Teruel nadie ponga en duda esta tradición que, cuentan, se remonta al siglo XIII, pero me quedo con que es una leyenda basada, eso sí, en unos hechos que pudieron ser reales, al menos en parte.

 


           Ana Carmen Bueno Serrano tiene un magnífico estudio, Los Amantes de Teruel a la luz de la tradición folclórica (2012) que nos ilustra muy bien sobre los hechos. Teruel, como cualquier otra ciudad medieval, presentaba historias de familias enfrentadas y de familias que pretendían imponer su dominio. No todas sus actuaciones eran lícitas ni justas. Pero los poderosos buscaban los medios para legitimar su linaje y separarlo de cualquier historia turbia. Dice esta estudiosa que un relato maravilloso de un rito de amor y muerte entre miembros de familias podía convertirse en mito de fundación y legitimación de esas familias. Así, el enfrentamiento entre dos extremos absolutos, la verdad y la mentira, la ficción de entretenimiento y la exaltación de un amor mítico-sagrado, constituyen la dicotomía perfecta sobre la que germina la leyenda.

 


           ¿Fue historia lo que ocurrió entre Diego de Marcilla e Isabel de Segura? Contarlo como historia unos hechos pasados ayuda a que el pueblo los tome como tradición. Y esa tradición convierte en verdad la leyenda. Dos jóvenes de clase social diferente se enamoran; él, pobre, fue rechazado por la familia de ella. Diego pide a Isabel que espere cinco años, pues se marchará a la guerra y volverá con nombre y riquezas. Pasado el plazo, algo impide la vuelta de Diego. A Isabel, su familia le impone una boda acorde a su rango a la que no puede negarse. Ya casada, regresa Diego. Ella, sin poder cumplir su promesa y fiel a su marido, le niega lo único que él le pide: un beso. Diego muere de dolor. Isabel cuenta a su marido lo sucedido y este le afea no haber concedido aquel beso. Isabel acude a las exequias de Diego dispuesta a posar sobre el cadáver el beso antes negado. Su dolor es tanto, que muere. Todos acuerdan unir en la muerte a quienes no pudieron unirse en vida y se los entierra juntos

 


          Pero, le digo a Zalabardo, aunque nadie en Teruel dude de esta historia, y no hay que pedirles que renieguen de ella, hay muchas dudas sobre la autenticidad y la fecha del texto en que la historia se narra. Y no podemos olvidar que, en el folclore popular y en la literatura encontramos leyendas muy semejantes (Romeo y Julieta, Calisto y Melibea…). En el siglo XIV, y eso hace a muchos decir que el relato se inspira en la historia de los Amantes, Boccaccio incluyó en su Decamerón (Jornada cuarta, cuento 8) lo que sucedió entre Girolamo y Salvestra. Pero ya en el siglo XII, antes por lo tanto que la historia de los Amantes, tenemos la Historia de la perra llorosa, que Pedro Alfonso incluyó en su Disciplina clericalis. Y al siglo XI pertenece la leyenda vikinga de Hialmar y Gunhilda, todas ellas muy parecidas.


            O sea, que hemos ido a Teruel por muchas razones y hemos vuelto dejando cosas sin conocer. Pero la satisfacción es grande. Y ahora, esta Agenda se cerrará para cargar pilas y volveremos con el mismo ánimo. Buen verano a todos.

sábado, mayo 21, 2022

POR LA BOCA MUERE EL PEZ

 

El abogado del Lincoln es una serie que emiten en Netflix. Zalabardo y yo hemos disfrutado viéndola. A los dos nos gusta este tipo de historias de abogados, detectives, etc. Creo recordar que la serie ya tuvo su versión en película, El inocente, y también recordamos Doce hombres sin piedad, El jurado, Las dos caras de la verdad, Testigo de cargo y tantas otras. En la serie, el protagonista, un abogado que dejó de ejercer por problemas personales, vuelve a desempeñar su profesión obligado por una jueza que le asigna todos los casos de otro abogado amigo al que han asesinado. No voy a contar aquí la serie. Me refiero a ella por un momento puntual de uno de los episodios. El protagonista mira un pez con la boca abierta disecado colocado en la pared y bajo el cual se lee: «Por tener la boca abierta».

            Hace unos días, envié por whatsapp a unos amigos varias fotos del atardecer en el paseo marítimo de Pedregalejo. Uno de ellos, Rafael Jiménez Pradas, me escribió contándome que él, hace tiempo, solía venir por esta zona y le gustaba entrar en el chiringuito Maricuchi. No sé cuánto tiempo es el «hace tiempo» que me indica. Cuando yo llegué a Málaga, hace cincuenta años largos, no conocía aún a Zalabardo. Quien quisiera comer buen pescado en la playa podía escoger entre Maricuchi, El Cabra, El Morata y poco más. Eran, creo recordar, los más populares. Con el tiempo, el paseo marítimo de Pedregalejo se ha llenado de una larga serie de chiringuitos, casi todos de calidad excelente.

            Viendo la serie que cito, le cuento a Zalabardo lo que Rafael me dice y le aclaro, además, que la fecha de mi llegada a Málaga trabajé en un colegio de la zona y entre mis alumnos tuve a un hijo del dueño de Maricuchi. Hay hechos fortuitos que nos llevan a enlazar el presente con el pasado. En este caso, una foto de un lugar, el recuerdo de un amigo, un chiringuito en la playa, una serie de televisión y el recuerdo, mío, de un antiguo alumno se aúnan para crear la sensación de que el tiempo se nos estrecha o ensancha de forma caprichosa.


            La anécdota, en este caso, resulta, además, divertida. En un ejercicio de clase pedí a los alumnos, entre otras cosas, que explicaran el significado del refrán Por la boca muere el pez. Y este muchacho, usando una forma de expresión muy gráfica, dijo exactamente, pues no olvido su respuesta: «Por la boca muere el pez quiere decir, como si dijéramos has metido la pata, mecachis en la mar».

            En efecto, Por la boca muere el pez nos avisa de la necesidad de ser discretos al hablar, de no hacerlo sin reflexionar bien lo que se dice, de que ser lenguaraces sin necesidad tiene el peligro de poner en dificultades a otras personas o a nosotros mismos. Todo ello, partiendo de la imagen del riesgo que para un pez supone abrir la boca ante el anzuelo que se le pone delante. Y bien que lo aclara Gonzalo de Correas en el siglo XVII al recoger esta variante: El pez que busca el anzuelo busca su duelo, por las negativas consecuencias que suele tener. José María Sbarbi nos dice que la forma original del refrán es Por la boca muere el pez: cuenta con lo que se habla, argumento al que se suma el filósofo Julián Marías cuando defiende la forma Por la boca muere el pez y el hombre por la palabra.

            El acierto de este refrán se observa, le digo a Zalabardo, en haber dado pie a otros parecidos que transmiten la misma enseñanza. Por ejemplo, estos dos en los que el sujeto de la imagen sigue siendo un animal: Si el juil (pez endémico de algunas zonas mexicanas) no abriera la boca, nunca lo pescarían o Cantó el cuquillo y descubrió su nido; u otros en que ya se alude claramente a humanos: En boca cerrada no entran moscas, Quien mucho habla mucho yerra o Cada uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice.

            Este consejo de ser prudente y discreto a la hora de hablar no se encuentra solo es esas perlas de la sabiduría popular que son los refranes. En Oráculo manual y arte de la prudencia, del siglo XVII, Baltasar Gracián escribe: «Hablar con prudencia. Con los competidores por cautela; con los demás por decencia. Siempre hay tiempo para soltar las palabras, pero no para retirarlas».

            Zalabardo y yo seguimos hablando de la cantidad de traicioneros anzuelos que se muerden por imprudencia y de la cantidad de palabras que ya no se podrán retirar por mucho que se quiera.

sábado, mayo 14, 2022

HACER NOVILLOS


Mi pueblo, Osuna, está de feria este fin de semana. A mediados de mayo, mi pueblo toma el relevo de la de Sevilla y de la de Jerez. Hace muchos, muchos años, que no voy por la feria de mi pueblo. Lo cierto es que me atraen poco las ferias, como me atrae poco cualquier tipo de festejo que congregue multitudes. No obstante, estos días regreso a mi niñez y recuerdo las casetas de tiro, los puestos de turrón y la bamba que se alineaban junto a las tapias de lo que era el Asilo. Como recuerdo mi atracción favorita, el látigo, y, cómo no, el Gran Circo Americano, en el que los payasos Hermanos Tonetti me hacían reír. No sé si la memoria me juega alguna mala pasada, pero así lo recuerdo yo.

            Con ocasión de la feria, sugiero a Zalabardo, no estaría mal una reflexión sobre la expresión hacer novillos ‘dejar de ir a un sitio donde se tiene obligación o costumbre de ir, particularmente faltar los chicos a la escuela para irse a jugar’, según la definición de María Moliner. Zalabardo pone cara de extrañeza, porque no entiende qué pueda tener que ver una cosa con otra. Le digo, por lo pronto, que feria, ‘festejo, tiempo de vacación y descanso’, era, en un tiempo, la fiesta que se celebraba en días de mercado, en especial en aquellos en que se compraba y vendía ganado. Y hacer novillos, quién lo duda, es como tomarse unas horas de fiesta, de feria.

            No era yo, según recuerdo, niño dado a hacer novillos. En el pueblo, durante el bachillerato, quienes hacían novillos se iban al cerro de la Gallega, a los paredones, a la fachada principal de la Colegiata o, los que alargaban más la ausencia, al camino de las cuevas, a la cueva del Caracol o a las canteras. Recordaba todo esto hace unos días viendo a unos grupos de alumnos del instituto en que me jubilé, aquí en Málaga, cómo tomaban el sol en el Parque del Norte en lugar de estar en clase. Benditos ellos que todavía tienen tantos años por delante.

            El origen de hacer novillos es bastante confuso. No acaba de convencerme lo que sostiene Alberto Buitrago en su Diccionario de frases hechas, que lo sitúa en la costumbre de algunos jóvenes de abandonar su obligación para irse a una dehesa con intención de torear a escondidas alguno de los becerros que en ella pastan. No lo creo porque, aparte de ser una costumbre solo de quienes pretenden ser toreros, es algo que tiene lugar por la noche; además, en el lenguaje taurino, a eso se le llama hacer la luna.

            Zalabardo me dice que sigue sin tener claro que relacione la feria con faltar a clase. Le aclaro entonces que, ya en 1611, Covarrubias recoge en su Tesoro de la lengua castellana o española la expresión ir a novillos, de la que dice que es ‘término aldeano cuando un mozo ha salido del lugar con ánimo de ver el mundo y se vuelve dentro de poco tiempo, como hace el que va a comprar novillos a la feria’. Ya tenemos aquí la feria y el acto de afirmarse como adulto saltándose una obligación. Pero tampoco acabo de estar convencido y me parece una explicación tan incompleta como la de Buitrago. Ya le digo a mi amigo que estamos ante una expresión de origen oscuro.


           Por eso tomo otro camino y le pido que recuerde el capítulo tercero de La vida y hechos de Estebanillo González, pero mi amigo confiesa no haber leído esta novela picaresca y me veo obligado a citarle este fragmento: «…cargando con quince tornillos, novillos amadrigados del Cuartel de Nápoles, los llevé de nuevo a Roma a que hiciesen confesión general…». Le explico entonces que, desde época temprana, se llamó tornillo al soldado que deserta de la milicia, porque ‘se torna y abandona su puesto’. Todavía recogen este significado la Academia y María Moliner. Y los novillos de que se habla en el Estebanillo no son toros, sino, nuevos, novatos, bisoños si preferimos el término italiano. Tal vez, por analogía, la expresión entrase en el lenguaje estudiantil y el tornillo novillo pasase a designar al estudiante que descuidaba sus obligaciones y abandonaba las clases. Hacer como los (tornillos) novillos quedó finalmente en hacer novillos.

            Lo que pudiera sorprender, le digo a Zalabardo, es la cantidad de variantes que, con el tiempo, han surgido para señalar la ausencia a clase. La más extendida, sin duda, es hacer novillos, la que hemos comentado. Pero en mi pueblo, de él hablaba al comienzo y los nacidos allí que me lean podrán dar fe, siempre se dijo hacer la rabona. Supongo su origen en lo que recoge el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, que dice que los cazadores llaman rabona a la liebre que se les escapa y rabonero a ‘quien hace la rabona, que falta a su trabajo’.

            Cuando llegué a Málaga, me encontré con que lo común aquí es hacer piarda, o pialba, según recoge Juan Cepas. Y siento decir que no he encontrado ni texto ni persona que me aclare el origen de piarda. Por fin, para ‘faltar a clase’, el español de ambos lados del Atlántico nos ofrece una numerosa serie que es casi imposible enumerar completa: en Madrid, hacer pellas; en Cataluña, hacer campanas; en Valencia, hacer fuchina; en Asturias, pirar clases; en Canarias, hacer huyona; en Euskadi, hacer pira. Muchas de estas expresiones son corrientes también en el español americano. Más propias de allí son: echarse la brincona, en México; hacerse la pera, en Ecuador; hacer la chancha, en Chile; irse de jobillos, en Puerto Rico…




domingo, mayo 08, 2022

EL MAL DE PRIMAVERA

 

Tras abandonar la cama y disfrutar contemplando cómo Venus se va apagando entre las primeras luces del día, leía esta mañana una entrevista con Javier Marías en la que nos confiesa que escribe sobre temas que le parecen «peligrosos, injustos o estúpidos». Comentamos Zalabardo y yo que aquí se puede aplicar lo de que cada maestrillo tiene su librillo, por lo que hay que desechar cualquier intento de hallar dos escritores que escriban igual. Sirva si queremos en el curioso caso del Pierre Menard nacido de la mente de Borges, que emprendió la tarea de escribir un Quijote que, aunque idéntico punto por punto y coma por coma al de Cervantes, paradójicamente, era un libro diferente.

            Zalabardo me dice: «Fíjate en ti mismo. Si dejas a un lado la excepción de la historia de ese barco holandés que naufragó en Marbella, se observa en tu producción un interés por la memoria, por el recuerdo, y por la persistencia del pasado en tu vida actual que te acerca a muchos otros autores, aunque te sientas diferente».

            Tiene razón mi amigo. La novela en la que me ocupo ahora es la historia de un escritor que, ya al final de su vida, vive por voluntad propia en una residencia y, observando desde su ventana cuanto ocurre en el exterior, reflexiona sobre la muerte ―que de niño le robó a su madre y después le ha ido robando a su esposa y a la mayoría de sus amistades―, sobre el tiempo y sobre la memoria que se resiste a perder los recuerdos. ¿Qué te distingue? Que aunque escribas novela, y por tanto ficción, por todas partes aparecen episodios que, aun vividos por seres imaginarios, se anclan en tu personal experiencia. Valga este ejemplo de un profesor y el mal de primavera:

«La primavera es ya en sí misma, siempre, un regalo. Aunque, y eso me ocurrió en una época ya lejana, a veces pueda sentar mal. O eso fue lo que me dijo un profesor al que pedí aclaración sobre la razón de un suspenso. Su respuesta, que comenzó de manera extensa y razonada, concluyó, no obstante, con un cierre desconcertante: “Pero…, amigo mío…, le ha sentado mal la primavera”. No hubo descortesía ni desdén en sus palabras; su trato fue educado y sus palabras no permitían interpretar intención burlesca ni tono hiriente. Sentado tras la mesa de su despacho, me dispensó una acogida amable y me dirigía una mirada amistosa. A pesar de todo ello, los errores o las omisiones en mi ejercicio siguen siendo, después de tantos años, un enigma y permanecen extraviados en un limbo del que no podrán ser rescatados, imprecisos velados por una niebla que aún no se ha disipado, como sí se disipó la de esta mañana.


El destino caprichoso y voluble ha querido, no obstante, que esta primavera que se ha presentado llamando con su magnificencia a mi ventana, con el azul del cielo y el aroma del azahar, y el feliz añadido ―que Manolo llamaría añadiúra― de esa presencia inesperada, me haya transfundido unas dosis de optimismo que necesitaba, porque hay días en que me levanto con el ánimo abatido, impedido por los grilletes de un desconcierto similar al del día ya remoto en que viví un instante que pudo no haber sucedido pero que sí sucedió, un episodio que tiene más de ridículo que de incomprensible y que, porque no lo puedo olvidar, forma parte de mis pesadillas recurrentes. Me lo dijo así, llamándome amigo, él, tan rígido en su porte y conducta. No era frecuente en aquellos tiempos que un profesor, en la solemnidad de su despacho, llamase amigo a un alumno. Todos en la universidad, alumnos y profesores, ponían exquisito cuidado en guardar las buenas formas. Los profesores eran don Tal o don Cual y los alumnos éramos señor Tal o señor Cual. Incluso aquel profesor de latín tan enemigo de protocolos y formalidades, que predicaba en clase una ideología ácrata, que no dudaba en unirse a nosotros para tomar unos vinos, o nos acompañaba al teatro en las localidades más baratas, que participaba en las tertulias estudiantiles, y al que el resto del claustro miraba un poco de soslayo por su excesiva cercanía a los alumnos, respetaba este código. No como aquí, donde hasta el más humilde empleado, nos tutea: “¿Cómo andas hoy de ánimo?”, me ha preguntado al entrar en la habitación, sin dejar de masticar chicle, una rubia de mórbidos mofletes sonrosados, peinado juvenil y mirada que le confieren un aspecto aniñado, casi de nínfula. No la conozco. Nunca antes la había visto. La otra, la morena menuda y vivaracha que hojeaba mis libros, no ha venido. Estará de vacaciones. “Tienes que alegrar esa cara, que se note que estamos en primavera”, ha añadido. Incluso el jardinero que me provee de botellas de anís me habla de tú: “Que quede claro; si un día te pillan, yo no tengo nada que ver en esto”.

La repentina aparición de Eladio y la llegada de la primavera me han hecho recordar aquel suceso tan lejano y temer que el alevoso destino trate de chafarme tan gozosas coincidencias. Aquel profesor me lo soltó así, de improviso: “Amigo mío, le ha sentado mal la primavera”. Desde entonces, cada año recuerdo tan estrambótica anécdota y me pongo en guardia y me digo: “oído al parche, que ya estamos en primavera”; lo hago por precaución, por si debo aplicarme el pertinente antihistamínico que combata esa alergia que pudiera amargarme la estación. A ella, a Cloe, la divertía y disfrutaba recordando cómo me molestaron sus risas cuando le conté la entrevista. Me dolieron más esas risas burlonas que el suspenso en sí. No tardó en darse cuenta de ello y aprovechaba la menor ocasión para zaherirme; me soltaba a la cara, aunque no hubiera motivo suficiente: “¿Qué te pasa, te ha sentado mal la primavera?”, sin importar que estuviésemos en verano o en invierno. Ahora caigo en que recuerdo este episodio porque hace unas noches soñé con él, con aquel profesor tan serio que me suspendió por causa de la primavera que se me atragantó. No fue un sueño normal, sino una pesadilla. Tengo más pesadillas que sueños. Solía repetírselo con insistencia y ella me afeaba esa tendencia que yo parecía no notar: “Hijo, qué repetido eres, qué manía la tuya de decir lo mismo”. Tal vez eso, las pesadillas, no que lo repita, explique las pocas horas que duermo, la creencia de que he dormido todo lo que me tocaba dormir a lo largo de mi vida. Una mañana pregunté a Eladio, el hombre de la plaza, si su sueño era plácido o sufría pesadillas. “No necesito dormir para tener pesadillas”, me contestó con una frialdad que me dejó perplejo, “mi pesadilla es seguir aún vivo”. Fue una respuesta instantánea, acelerada, pero sin apresuramiento, que casi ni tuvo que meditarla. ¿De qué materia se nutrirán las pesadillas, como las mías o como las de Eladio, que no tienen fin? Hamlet se preguntaba por los sueños que sobrevivirán al de la muerte una vez nos liberemos del inexplicable torbellino de la vida. ¿Me atormentarán mis pesadillas aun después de muerto?»

sábado, abril 30, 2022

¿QUIÉN ENCONTRARÁ LA MUJER IDEAL?

 

El miércoles se presentó un poemario de Presina Pereiro titulado Arde Prometeo y que su autora edita con todos los derechos cedidos para la recuperación de la Librería Proteo, destruida por un incendio hará pronto un año. El gesto de Presina es uno más de los que se han unido a este loable propósito de que las llamas no sean el fin de la más prestigiosa librería malagueña, entre ellos Todos con Proteo, libro colectivo cuya edición he tenido el placer y el honor de coordinar.

            Presina Pereiro, novelista, Licenciada en Historia, especialista en el siglo XVI, y colaboradora en bastantes movimientos defensores de los derechos de las mujeres, fue presentada por José Infante, poeta de reconocido prestigio que también había participado en Todos con Proteo. En la acertada semblanza que hizo de la autora de Arde Prometeo, tuvo el acierto de llamarla (creo que esa fue la expresión) feminista a la antigua, pues, explicó, Presina no levanta ninguna bandera para luchar contra los hombres, sino que centra su lucha en conseguir los justos derechos de las mujeres.

            Bastantes feministas estarán en desacuerdo con José Infante y dirán que solo derribando, con los medios que sea, esa barrera levantada durante siglos por una sociedad dominada por hombres, alcanzará la mujer el lugar que le corresponde. Puede que tengan razón, pero yo me alineo junto a Infante al defender que es más efectivo un feminismo reivindicativo que otro revanchista. Figuras como Carmen de Burgos, Clara Campoamor o Emilia Pardo Bazán, entre otras, ya representaron este sentir en el siglo XIX e hicieron mucho en favor de las mujeres de nuestro siglo, para las que deberían servir de modelos.

            El feminismo militante denuncia la vigencia de un exceso de resabios heredados de una mentalidad patriarcal con muchos siglos de existencia. Tiene razón también en eso y tiempo va siendo de desterrarlos. Pero no hay que olvidar que la oposición al ideal feminista no viene solo de los hombres, sino que hay un peligroso quintacolumnismo formado por mujeres fieles a un modelo que ya se elogiaba en uno de los libros sapienciales de la Biblia, el de los Proverbios. En su capítulo 31, en especial los versículos 10 al 31, se define a la perfección. «¿Quién encontrará a la mujer ideal?», a lo que se responde con la enumeración de las dotes que han de concurrir en ella: busca lana y lino para trabajarlos, se levanta antes de que amanezca para preparar la comida de toda la familia, impedirá que pasen frío confeccionando la ropa que visten, cuida de que la casa esté siempre limpia y ordenada, trabaja con energía sin distraerse para que nadie pueda decir que no se ha merecido el pan que come, se viste con sencillez y dignidad despreciando la gracia engañosa y la belleza fugaz… Por estas y otras cualidades, el marido será felicitado cuando se sienta en la plaza a conversar con los amigos.


           Le digo a Zalabardo que, aunque sea un pensamiento forjado por hombres, llama la atención que, después de casi tres mil años, haya tantas mujeres adheridas a ese ideal. En España, ese concepto de mujer lo defendió con fuerza, no mucho después de nuestra guerra civil, Pilar Primo de Rivera, autora incluso de una Guía de la buena esposa (o sea, la mujer ideal bíblica), donde afirmaba que «la única misión que tienen asignada las mujeres en la tarea de la patria es el hogar»; junto a este principio básico se aconseja a la mujer ser sumisa, no hacer deporte, «que no se empache con libros… porque la mujer no tiene que ser intelectual»; y en la larguísima serie de consejos, se advierte sobre las relaciones sexuales (por supuesto, dentro del matrimonio), recomendando que accedan mansamente a los deseos del marido porque «la satisfacción del hombre es más importante que la de la mujer».

            Numerosos detalles y conductas constatan la existencia de prejuicios que entorpecen el acceso de las mujeres a una situación de igualdad. Hace unos días, le cuento a Zalabardo, difundía yo, en tono de humor, una versión del lamentable accidente de Belén Esteban. No me gusta lo que Belén Esteban hace, no me gustan esos programas, no me gusta una televisión chismosa y barriobajera. Hasta ahí llego. Pero como hay muchos modos de ser persona (hombre o mujer) y, en principio, todos son respetables, no tengo nada contra el camino que cada cual elija para ganarse la vida. Belén Esteban es libre de hacer lo que hace. Por eso, siento rabia al ver que la manejan como a un muñeco y no puedo evitar pensar qué vida le espera el día que esa televisión deje de considerarla rentable.

            Inmediatamente, aclaré que hacía un chiste inocente ―todo en la vida se puede tomar con humor― y pasé a denunciar la imperdonable falta de ética que refleja el hecho de que el programa continuase como si nada hubiese ocurrido. En la última novela de Garriga Vela, un personaje (guionista de televisión) dice no hay que ofrecer nada que haga pensar al espectador, porque cambiará de canal, que hay que ofrecer imágenes poderosas, «como la familia deshecha por el dolor… tras haberse encontrado entre la maleza el cadáver de la hija desparecida». En el caso que cuento, esa televisión mostró desde todos los ángulos la imagen de una Belén Esteban dolorida y llorosa porque acababa de romperse tibia y peroné. Vergonzosa conducta.


           La triste anécdota que contaba motivó una pequeña discusión, intrascendente y sin mayores consecuencias; alguien me dijo textualmente: «Ella se lo ha buscado. Ahora que se aguante». Duro juicio que me sorprendió porque parece alinearse con la defensa de la mujer ideal y fuerte de la que habla la Biblia o la sumisa que pedía Pilar Primo de Rivera, al que no se ajusta Belén Esteban. Pero tampoco puedo prohibir a nadie que piense como mejor le parezca. En eso estriba la libertad

            No sé, le confío a Zalabardo, si este apunte me ha quedado como un confuso batiburrillo; en cualquier caso, le aclaro, lo que quiero decir es que las trabas al objetivo feminista no las ponen solo hombres; que las dificultades para que la mujer consiga una plena igualdad social proceden también de muchas mujeres.

sábado, abril 23, 2022

DÍA DEL LIBRO 2022

Me pidieron hace unos días que, con motivo del Día del libro, grabara un vídeo de no más de 30 segundos en el que hablase de cuál es mi libro preferido y por qué razones y en el recomendase un libro y explicara por qué. Zalabardo me miraba y yo lo miraba a él. No entendíamos qué tal cosa fuese posible en tan escaso tiempo. Mi amigo se reía: «Te lo han pedido a ti», me decía, dando a entender que poca ayuda podía prestarme.

            No soy capaz de elegir mi libro preferido por la sencilla razón de que no existe tal libro; tendría que citar varios, tal vez demasiados, porque cada libro posee algo peculiar que no solo lo convierte en una experiencia concreta e irrepetible, sino que te habla de una manera diferente cada vez que regresas a él. Lo tópico, lo que primero se viene a la boca es responder que el Quijote. Y en mi caso pudiera ser, entre otras razones porque casi aprendí a leer en él, en una edición infantil, y jamás olvidaré cómo mi maestro de primaria nos ponía en semicírculo e íbamos pasando el libro de una mano a otra. En la actualidad, lo sigo leyendo regularmente y cada vez que me enfrento a un capítulo hallo algo que no había visto en la lectura precedente. Tengo, creo, que seis ediciones diferentes, entre ellas la anotada por Rodríguez Marín, mi paisano, y la ilustrada por Dalí.

            Pero no podría quedarme ahí. Si hago memoria, no puedo callar las lecturas juveniles que me atrajeron de manera especial; quizá la que más, La isla del tesoro, de Stevenson y el conjunto de las novelas de Verne, con Miguel Strogoff y 20000 leguas de viaje submarino a la cabeza.


            Un día descubrí, casi por casualidad, Platero y yo y mi admiración, con una laguna grande de años por medio, acabaría derivando en un respeto muy grande hacia la hondura poética de Juan Ramón Jiménez, en especial Dios deseado y deseante y el extenso poema Espacio. Entre medias, se me aparecieron los clásicos, Homero como abanderado con la Iliada y la Odisea. Ya bastante tarde, he conocido el inmenso Poema de Gilgamesh. Que no se olvide la Carta a Meneceo, de Epicuro. En los clásicos está todo lo que un lector quiera encontrar, creo que nada hay en la literatura que no tenga su origen en ellos.

            A lo largo de mi dilatada vida se han ido añadiendo libros y autores. Joseph Conrad y El corazón de las tinieblas, las Hojas de hierba de Whitman; Las uvas de la ira, de Steinbeck y el delicioso cuento La perla. ¿Y dónde deja uno El viejo y el mar, de Hemingway? Y mientras escribo esto, pienso que he olvidado mencionar a Dante y su inmortal Comedia, que he callado los nombres de Montaigne, de Machado, de Valle-Inclán, de Delibes… ¿Esconderemos a Dostoievski o a Kafka? ¿Y a Goethe? ¿Hay un libro de amor más profundo que El cantar de los cantares?

            Y, claro, al hablar de preferencias, debo citar ineludiblemente al mejicano Juan Rulfo y su impresionante Pedro Páramo, para mí la mejor novela en español después del Quijote; si el realismo mágico tiene un profeta y un origen puede que ahí esté una cosa y la otra. Caigo en la cuenta, entonces, de qué pasa con La amortajada, de la chilena María Luisa Bombal, que ya anticipó ese género en 1938. O con Madame Bovary, de Flaubert, pilar de la novela moderna.

            Con esos antecedentes, ¿puedo elegir un libro que y considerarlo mi preferido? Es de todo punto imposible. ¿Y recomendar? ¡Qué tarea más complicada! ¡Qué riesgo aconsejar a alguien que lea tal o cual libro y, más aún, razonar por qué ha de hacerlo! Si es antiguo, por lo ya dicho; si actúa, porque se publica tanto que a uno le quedan muchos buenos libros por descubrir. Por eso, cada persona ha de encontrar su libro, sus libros, porque cada lector es diferente a los demás y cada libro encierra universos infinitos que no todos percibimos de igual manera.

            Zalabardo sabe que, en esta cuestión, siempre prefiero decir qué estoy leyendo antes que recomendar que otros lo que han de leer. Por ejemplo, en estos instantes estoy leyendo Apología, de Antonio de Nebrija, alegato en el que defiende el criterio filológico para la revisión de la Biblia para hacer frente a los fanáticos que quisieron llevarlo ante la Inquisición. Y, como estamos en el año de su centenario, releo también Ulises, de James Joyce, como he vuelto a leer El infinito en un junco, de Irene Vallejo, la Comedia de Dante, la Odisea y los Poemas de Allan Poe. Creo que vivo una etapa en que releo más que leo. Y ya que soy más aficionado a la novela que a otros géneros, lo último ha sido Volver a casa, de Yaa Gyasi; Horas muertas, de Garriga Vela; A corazón abierto, de Elvira Lindo; Volver a dónde, de Muñoz Molina y Sacramento, de Antonio Soler. En este proceso de revisión de preferencias, ¿habría que dejar fuera los diccionarios?

           Mañana, Zalabardo me avisa que ya hoy cuando escribo, es el Día Internacional del Libro y de los Derechos de Autor, que esa es la denominación oficial. Por eso le cuento a mi amigo algunos detalles. Por ejemplo, que esta fiesta comenzó a promoverla en 1923 un español, Vicente Clavel, creador de la Editorial Valencia. En 1926, mediante decreto, se estableció el Día del Libro Español, que inicialmente se celebraría el 7 de octubre, para pasar en 1930 a la fecha actual de 23 de abril. Y que, en 1995, la UNESCO decidió establecer en tal fecha el actual Día Internacional del Libro. Le explico también a mi amigo que, pese a lo que se afirma, Cervantes y Shakespeare no coincidieron en morir es esta fecha. Cervantes falleció el 22 de abril de 1616 y el 23 fue sepultado. Pero en España regía el calendario gregoriano mientras que los ingleses se guiaban por el juliano; y el 23 de abril de este último se corresponde con el 3 de mayo nuestro. Por último, que esa fecha de 23 de abril es también la fecha del fallecimiento del Inca Garcilaso, de William Wordsworth o de Josep Pla.

domingo, abril 17, 2022

TRADICIONES, SEMANA SANTA Y “CORRER LA VEGA” EN ANTEQUERA


Definir con exactitud qué sea una tradición no es cosa fácil. Muchos estudiosos discrepan y defienden nociones diferentes. Aun así, sabemos que comer turrón en Navidad es una tradición. O, en Alemania, despedir el año fundiendo en una cuchara una pequeña figura de plomo que, una vez derretida, se verterá en un vaso de agua para interpretar la forma resultante como augurio del nuevo año. También es tradición granadina comer habas crudas el Día de la Cruz. Pues bien, hace unos días, un diputado ultraderechista sorprendió al Perlament catalán con una alocución en la que se mostraba contrario a felicitar las fiestas primaverales o «cualquier festividad extranjera ajena a nuestra tradición». Acabó su intervención afirmando que él solo felicita la Semana Santa y gritando: «¡Viva Cristo Rey!».

No seré yo, y menos aún Zalabardo, quienes discutamos el derecho que asiste a cada persona a practicar una religión. O a hacer pública ostentación de ello. Sin embargo, coincidimos en pensar que este diputado cometía errores de bulto en su intervención. Por ejemplo, el de que, en un estado laico, declaraciones de ese tono sobran en la tribuna de un parlamento. Segundo, que tales palabras reflejan una idea no muy clara sobre lo que sea la Semana Santa, conmemoración cristiana de los últimos días de Jesucristo, los de su pasión y su muerte; ¿tiene sentido que alguien felicite a nadie por ello? Y, por último, que es discutible considerar la Semana Santa “una tradición nuestra”, como si fuese una propiedad de los españoles y nada tuvieran que ver con ella otras sociedades “extranjeras”.


           Zalabardo y yo pensamos que la Semana Santa es conmemoración tan importante para el cristianismo, como es importante la Pascua para los judíos o el Ramadán para los islámicos. Cada una recuerda un hecho crucial para sus culturas. Conocido lo que es la Semana Santa, le explico a Zalabardo que el Ramadán, noveno mes del calendario islámico, recuerda la aparición del ángel Gabriel y la revelación a Mahoma del Corán. Para los creyentes de esa fe es un periodo de ayuno y expiación mediante el que se logra la liberación de los pecados. Y que la Pascua judía, la única que de verdad es fiesta, celebra la liberación del pueblo hebreo de su esclavitud en Egipto. En resumen, son conmemoraciones a las que se unen determinadas tradiciones que no han de confundirse con ellas.

            La Semana Santa es algo que rebasa la simplista consideración de “tradición española”. Ya en sus orígenes observamos su relación con la cultura judía y la celebración de la Pascua. La última cena, que podemos ver como instauración de la eucaristía y fundamento de una nueva religión, lo prueba. Jesús envió a sus apóstoles a que prepararan el lugar para celebrar la Pascua y comer. El cristianismo primitivo, que no duda en llamar Cordero a Jesús, por comparación con el que se sacrificaba en aquella fiesta, se esforzó, sin embargo, en romper cualquier relación con el judaísmo. En el primer concilio de Nicea, siglo IV, se estableció que la Pascua (de resurrección) tuviese lugar obligadamente en domingo y que no coincidiera con la Pascua judía; el asunto de la determinación de la fecha se resolvió en el siglo VI: la Pascua cristiana tendría lugar el domingo inmediatamente posterior a la primera luna llena del equinoccio de marzo, lo que tiene lugar entre el 22 de marzo y el 25 de abril. El diputado que desligaba la Semana Santa de cualquier celebración primaveral debería saber esto.

            Estas festividades de las que hablamos tienen sus propias tradiciones, costumbres, formas de expresión adoptadas por una comunidad, que varían de un lugar a otro. Para seguir llevando la contraria al diputado catalán, Alberto Tarradas es su nombre, le digo a Zalabardo que, en Antequera, una tradición arraigada es la costumbre de correr la Vega durante los días centrales de la Semana Santa. Tenía ganas de presenciar esa fiesta, pues fiesta es y como tradición la defienden los antequeranos, y el Viernes Santo me fui a ver las procesiones de la Virgen de la Paz y de la del Socorro y a compartir la emoción de los antequeranos viendo correr la Vega en la Cuesta de la Paz y en la Cuesta de Zapateros. Muchos jóvenes, y no pocos mayores, que tal vez no sean religiosos, que no siguen las procesiones de la Paz o del Socorro, a la hora precisa se concentran en la plaza de san Sebastián ansiosos de que los tronos enfilen las cuestas para correr ante ellos. Al concluir, se sentirán orgullosos por haber corrido la Vega jaleados por una multitud enfervorizada que los animaba.

 


           Contagiado de ese entusiasmo general, apretujado en la estrecha acera de la cuesta, primero la Paz, luego Zapateros, aprovechaba los intervalos entre la subida de un trono y otro para hablar con la gente y pedirles que me contaran qué es eso de llamar correr la Vega a una subida desenfrenada por una cuesta en la que no faltaban caídas y accidentes. Nunca graves, un desollón en la rodilla o perder un zapato, nada más. Me daban versiones distintas, aunque coincidentes en el fondo. No sabían dar fechas ni explicar su evolución hasta la forma actual. Pero todos hablaban de una época lejana en que la procesión iba por otro lado hasta llegar a un cerrillo, la cuesta de Archidona, desde donde se divisa toda la vega antequerana. Allí, pedían a las imágenes que bendijesen la vega para que las próximas cosechas fuesen buenas. Con el tiempo, los recorridos procesionales cambiaron y se inició la costumbre de ese ascenso desenfrenado, que alguien califica como «algo que se ha hecho toda la vida». Pero ninguna razón histórica importaba a los que hablaban conmigo. Era Viernes Santo y, en aquel momento, solo contaba el latido acelerado de los corredores de la Vega y la admiración de los espectadores. Correr la Vega es una tradición con la que todos los antequeranos se identifican, sin atender a la condición ni creencia de nadie.



sábado, abril 09, 2022

¿HAY PALABRAS FEAS?

En el canto XXII de la Odisea (deseo no equivocarme porque empiezo a escribir este apunte en un chiringuito de playa de Rincón de la Victoria mientras hago tiempo para una reunión de amigos), Atenea, antes de prestar su ayuda a Ulises para acabar con los pretendientes de Penélope, adopta forma de golondrina y se retira a una viga ennegrecida desde donde observa hasta qué grado conserva su fuerza el héroe de Troya.

Comienzo así porque, leyendo un artículo sobre cuáles son las palabras más feas de nuestra lengua, me viene el recuerdo de que, cuando yo estudiaba bachillerato allá en mi pueblo, Osuna, había dos palabras francesas que me parecían bellísimas: una era hirondelle, golondrina, palabra que me sugería la elegancia del plumaje del pájaro designado; la otra era coquelicot, amapola, que en mi oído sonaba con la fuerza del destello rojo con que aparecía entre el verdor de los trigos en el Cerro de la Gallega, al lado mismo del instituto.

He leído solo por encima este artículo que menciono, pero ha sido suficiente para enterarme de que, según algunas encuestas, seborrea, garruño y otra serie de palabras encabezan esa lista. Le digo entonces a Zalabardo que no estoy muy seguro de que pueda hablar de palabras feas o bonitas y prefiero hablar de palabras que me gustan y palabras que no. La fealdad, si acaso, se encontraría en lo designado por ellas. Veamos si no un caso. Estos días, nos duelen los oídos, la vista y el corazón de tanto oír la palabra guerra y de contemplar la tragedia que asola Ucrania. Pero, por nombrar una realidad aborrecible, pienso que puede ser fea sin merecerlo. Porque, atendiendo a esa aspereza velar de la /g/ y a la fuerza de la vibrante /r/, le encuentro a guerra un atractivo fonético del que otras carecen, aunque no me gusta aquello que transmite.


Si queremos hablar de fealdad, feas serían todas las palabras que significan cuanto quisiéramos desterrar. En una película de Woody Allen se decía algo así como que «las palabras más hermosas no son te amo, sino es benigno», porque te libran de un miedo que tenías. Por eso, le digo a mi amigo, para mí es fea posverdad, una manera indecente de nombrar la mentira, palabra que también debiéramos detestar, y fea y condenable es reduflación, puesta de moda por la crisis económica y con la que comerciantes poco escrupulosos disimulan ese timo de mantener el precio de un producto a cambio de entregarnos menor cantidad del mismo; leo, por ejemplo, que una marca de macarrones mantiene el precio de un paquete con un 10% de contenido menos, lo que, paradójicamente, supone que al comprador le resulte un 15,7% más caro.

Nos desagradan, pues, las realidades significadas por guerra, posverdad o reduflación, no las palabras en sí. Tal vez por esa razón hasta nos cuesta encontrar otras palabras con que sustituirlas. Intento demostrárselo a Zalabardo con dos ejemplos. La mariposa es un insecto que sin duda gusta a cualquier persona. ¿Explicará lo que digo que en euskera haya hasta treinta maneras diferentes de nombrarlo?: tximeleta, mitxilokotoe, inguma, ollopapillum, txiripinton, marisorgin, yinkoaren, bestelakoak, abekata y, así, ya digo que hasta treinta, sin dejar atrás, creo que lo comenté un día, pinpilinpauxa, considerada como la palabra más bella del euskera.

Y una profesora de la Universidad de Santiago de Compostela, Elvira Fidalgo, ha reunido hasta setenta palabras para nombrar la lluvia, otra realidad bella. La lluvia débil es chuvisca, orvallo, barbaña, froallo, zarzallo…; si es lluvia fuerte, entonces será chuveira, chaparrada, arroiada, treixada, bátega…; si se acompaña de rayos y truenos hablaremos de treboada, trebón o torbón; y si cae en forma de nieve, cebriña, salabreada, escarabana, sarabiada…, hasta completar la larga lista.

Si es inevitable la existencia de muchas realidades desagradables que no podemos suprimir, quedémonos con aquello que nos gusta y no culpemos a las palabras. Le recuerdo a Zalabardo el comienzo de la novela La familia de Pascual Duarte: «Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo». O lo que decía la entrañable Jessica Rabbit, de la película ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, cuando dice «Yo no soy mala, es que me han dibujado así».

sábado, abril 02, 2022

SOBRE LA HECATOMBE Y EL CHIVO EXPIATORIO

 


Con la excusa de que este año se cumple un centenario de la publicación de Ulises, la novela de Joyce, me he propuesto emprender su relectura utilizando la edición conmemorativa que ha sacado Lumen, con traducción de José María Valverde. Ya de paso, le digo a Zalabardo, no es mal momento para volver a leer la Odisea y me acojo a una edición también reciente, la versión de Samuel Butler publicada por Blackie Books en su colección Clásicos liberados.

            Zalabardo me dice que se niega a leer la novela de Joyce, pero que le parece bien echarle una ojeada a las peripecias de Ulises. Y no ha tenido que avanzar muchas páginas para lanzarme un comentario: «¡Hay que ver estos griegos, que no eran capaces de dar un paso sin celebrar una hecatombe!» Su comentario nos da pie para hablar acerca del importante valor que en todas las culturas tiene la religión. La palabra religión, de modo general, es el nombre que se da al conjunto de creencias, comportamientos y ritos con los que una comunidad quiere establecer su relación con una o varias divinidades. El hecho religioso, presente en todas las culturas y en todos los tiempos, posee un elevando componente de misterio y miedo, ya que nace de la curiosidad por saber si hay algo después de la muerte.

            Pero no es el hecho religioso el que nos atrae en este momento a Zalabardo y a mí, sino dos ritos concretos en que se manifiesta esa religiosidad. Por ejemplo, entre los griegos, la hecatombe a que aludía Zalabardo y, entre los judíos, el chivo expiatorio. Los dos ritos son formas de sacrificio con que contentar a la divinidad y pedir su protección; pero los dos, en la época actual, han pasado a tener un significado más profano, aunque, si los analizamos, vemos la clara relación que mantienen con el significado primitivo.

 


           En el canto III de la Odisea, por escoger un único ejemplo, leemos que, deseoso Menelao de emprender cuanto antes el viaje de regreso, «Agamenón pensaba que debíamos esperar hasta ofrecer hecatombes para aplacar la cólera de Atenea». Hecatombe significa literalmente ‘cien bueyes’ y designaba el sacrificio que se hacía a algún dios para recabar su ayuda. Hesiodo cuenta que el origen de este rito se remonta a un episodio en que Prometeo, tras sacrificar un buey hizo dos lotes: en uno, bajo las pieles, colocó las mejores piezas del animal; en el otro, colocó los huesos, recubiertos de brillante grasa. Pidió a Zeus que escogiera uno y el rey del Olimpo se dejó llevar por las apariencias y escogió el de los huesos. Molesto por este engaño, obligó a que cada año los hombres tuvieran que ofrecer a los dioses el sacrificio de cien reses. Con el tiempo, la costumbre fue degenerando y no fue necesario sacrificar cien animales ni que estos fuesen bueyes. En cualquier caso, para muchos resultaba gravoso este sacrificio y su significado se unió al de katastrophé, ‘ruina, trastorno grave’ y, ya en el siglo XVIII, ‘cualquier clase de desastre natural, mortandad grande, desgracia’, significado que ha perdurado hasta hoy.


            Con chivo expiatorio entendemos en la actualidad ‘la persona o personas sobre quienes, sean o no inocentes, se hace recaer una culpa, de manera que se convierten en excusa con la que los verdaderos culpables se liberan de cualquier acusación’. El origen hay que buscarlo en la religión judía y el Levítico lo explica muy bien. En la conocida como Fiesta de la Expiación, el Yom Kippur, se seleccionaban dos chivos. Mediante un sorteo, se decidía cuál de ellos sería sacrificado y ofrecido a Yavhé; el otro, que sería el chivo expiatorio, se convertía en depositario de todos los pecados y faltas de las personas y era abandonado en el desierto, donde, falto de comida y bebida, moría prontamente. Con su muerte, esa era la creencia, las personas se liberaban de sus culpas, expiaban sus pecados. Se cuenta así en el capítulo 16 del Levítico: «Pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra deshabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto».