domingo, junio 28, 2020

NO DIGA REBROTE, DIGA CLÚSTER

Leemos en el Éxodo que, cuando Moisés pregunta a Dios qué debe responder a quienes deseen saber su nombre, recibe una enigmática respuesta: “Les dirás que yo soy el que soy”. Y, en el Quijote, cuando un vecino encuentra al caballero tendido en el suelo, malparado y molido a palos por los mozos de unos mercaderes, al intentar advertirlo de que ninguno de los dos es aquellos de quienes habla, don Quijote responde: “Yo sé quién soy y sé que puedo ser…”

            Me pregunta Zalabardo qué objetivo persigo con este inicio tan, para él, extraño. He estado tentado de seguir la senda anterior y contestar: “He dicho lo que he dicho y has oído”. Pero, claro, mi amigo pondría la cara de pasmado que debieron poner Moisés y Pedro Alonso, el vecino del caballero manchego. Por eso, mudo de intención y le aclaro que mi objetivo es señalar la tendencia que hay, desde siempre, y en todas las esferas, a disimular lo que se dice, a trasmutar nombres, a emplear eufemismos para que, aunque nuestro pensamiento pueda seguir siendo el mismo de siempre, nuestras palabras tengan la apariencia de significar algo diferente.

            La pandemia que nos ha azotado, y que nos sigue afectando, ha tenido también su influencia sobre el lenguaje. Podríamos señalar algunas palabras y expresiones (desescalada, distancia social o movilidad) que se han integrado en nuestro vocabulario usual. Nuestro presidente, para no alarmar con la inevitable consecuencia de que sufriremos un duro quebranto económico, habla de que se producirá un enfriamiento económico internacional, o para esperanzarnos con la recuperación, nos ofreció desde el primer día una nueva normalidad.

            Me resultan llamativas dos de esas expresiones: distancia social, le digo a Zalabardo, creo que es un lapsus consecuencia de la falta de reflexión. Y es que nadie ignora que, en toda crisis, quienes disponen de menos medios son los que más padecen, circunstancia que aumenta el margen separador entre clases; pienso que más correcto hubiese sido hablar de distancia física como medio de evitar contagios. Y sobre nueva normalidad, ¿qué diremos? La gente, lo pienso sinceramente, no quiere sino recobrar la que tenía antes, pues en el periodo que se nos aproxima, la normalidad será que muchos continuarán sufriendo por la pérdida de sus puestos de trabajo y de su poder adquisitivo. Por desgracia.

 

           Concluido el estado de alarma y dado que ya no puede ser el gobierno la diana sobre la que lanzar todos los dardos, ha sonado el disparo de salida de la competición por ver quién utiliza un lenguaje más críptico, quién hace más por disimular lo que no desea reconocer. Las Comunidades Autonómicas comienzan a hacer juegos malabares con el lenguaje para escurrir el bulto cuanto se pueda. Así, ante los rebrotes de contagios que van apareciendo, los responsables de Sanidad de la Junta de Andalucía afirman con vehemencia que aquí no hay rebrotes, que solo tenemos clústeres. ¿Nos quedamos más tranquilos porque nos lo digan en inglés, si, en epidemiología, ese anglicismo se utiliza para señalar la agrupación de casos en un área dada y durante un periodo concreto, sin tener en cuenta si ese número de casos es mayor de lo deseable? En Málaga, en un Centro de Acogida gestionado por Cruz Roja, de algo más de un centenar de personas que ocupan el Centro, casi noventa presentan síntomas de contagio. “Está controlado”, dicen; pero, ¿quién garantiza que el virus no traspasará sus muros y se extenderá?

            Y ayer, en la prensa, leía un artículo que se presenta bajo este atractivo titular: Educar en resiliencia proactiva. Los dos términos proceden del campo de la psicología y, para especialistas, pueden ser normales. Pero su autor, creo que en este caso autora, debería pensar en quienes, la mayoría de la población, no los conoce. Si la resiliencia es la capacidad que una persona tiene para superar una circunstancia traumática y adoptar de actitudes positivas ante una situación adversa, y la proactividad es la capacidad de tomar iniciativas para adelantarse a problemas futuros, le pregunto a Zalabardo si no sería mejor titular, por ejemplo, Cómo enfrentarse al problema actual y prevenir los futuros. Tal vez la gente lo hubiese acogido con mayor interés.

            Le digo a Zalabardo que la cuestión de fondo que se debe analizar cuando vemos que se emplea un vocabulario de esta naturaleza es la misma que encontramos en el empleo de afroamericano o subsahariano. Pero quizá sea mejor dejar esto para otro momento.


sábado, junio 20, 2020

UNA CASA, UN PATIO Y PEPE

            Más de tres cuartos de mi vida se han desarrollado lejos de mi pueblo y, sin embargo, mantengo que soy y me siento de Osuna, aunque algunos sostengan que el lugar del nacimiento es cuestión de azar. Me enorgullezco de haber nacido en ese pueblo de la campiña sevillana al que me remite el recuerdo de la mayor parte de personas, lugares y episodios que han dado sentido a mi existencia. Zalabardo lo toma a broma, pero más de una vez, imitando lo que escribió Rafael de León y popularizó Pepe Pinto, le he dicho: Toíto te lo consiento, menos faltarle a mi pueblo, que a un pueblo no se lo encuentra, y a ti te encontré en la calle.

            De esos muchos recuerdos, hoy quiero pararme en uno: una calle, un patio y una persona. La calle Gordillo, que en mi niñez tenía otro nombre y ha vuelto a recuperar, atendiendo al canto de Menese —¿Cuándo llegará el momento que las agüitas vuelvan a su cauce, las esquinas a sus nombres, sin roques, ni reinas, ni santos ni frailes?— el que nunca perdió, siempre tuvo, para mí, un sabor especial: en ella estaban el almacén de cervezas Cruzcampo y la imprenta Ledesma; en ella vivían varios médicos, los hermanos Mazuelos, y otro médico, cuyos hijos eran mis amigos; en ella vivían otros amigos muy queridos, Bertuchi y María Medina. Pero en la calle Gordillo, en el número 59, vivía Pepe Zamora, a quien siempre consideré más hermano que amigo.

            Hay momentos en que pienso que solía pasar más tiempo en casa de los Zamora que en la mía. Y creo que igual ocurría a José Manuel Ramírez, otro amigo. A Pepe, el tercero de los Zamora, a José Manuel y a mí se nos veía siempre juntos tratando de sacar adelante los más fantasiosos proyectos. Aquella casa era nuestro lugar de reunión, de estudio y de esparcimiento. Esto lo sabe bien Zalabardo, a quien se lo refiero en cada ocasión que se me presenta.

 

           La casa de la calle Gordillo, número 59, tenía un patio con todo el sabor y el encanto de los patios de estilo sevillano, con su galería en el piso superior. En su centro, un gran macetón de cerámica trianera, con una palmera. Y por todas partes, plantas primorosamente cuidadas por la dulce mano de Rita Torres, madre de Pepe: aspidistras, mantofilios, geranios, claveles, jazmines y esparragueras inundaban de aroma y color aquel ámbito.

            Si siempre el patio era acogedor, en verano parecía un trasunto del paraíso. Durante el día, la agradable temperatura y la luz tamizada por la vela invitaban al plácido descanso. Y durante la noche… ¡Ah, las noches en el patio de los Zamora! Las noches eran escenario de una tertulia presidida por la estampa socarrona del patriarca, Mariano Zamora, con la piel curtida por su constante exposición en el campo a la inclemencia de los elementos. Ni García Vela hacía gala de su astucia mercantil ni los médicos presumían de su posición social; y las mujeres imponían su prudencia para que ninguna controversia derivase en conflicto. Allí se hablaba de lo humano y lo divino, aunque, a veces, la cosa no diese más que para quejarse del asfixiante calor del día o del agradable fresquito de la noche.

            Los jóvenes, Pepe, Mercedes, Eduardo, José Manuel y yo, asistíamos respetuosamente a estas tertulias y aprendíamos escuchando a los mayores. En cambio, Mariano, el hijo mayor, que ya estaba en la universidad, se valía de la rica base de datos que, con constancia y paciencia, guardaba en los cuadernos donde anotaba impresiones y valoraciones de sus lecturas, de las películas que veía, u opiniones sobre cualquier acontecimiento, y se había ganado la licencia para exponer su particular visión del mundo. Pepe, José Manuel y yo disfrutábamos la atmósfera que se respirada en el patio y comenzábamos a construir la nuestra.


            Pepe, mi amigo Pepe, admiraba a su hermano Mariano como si fuera un gurú. En realidad, Pepe siempre pareció una persona nacida para admirar lo que cualquier otro hiciera. Modesto, evitaba hablar de sus méritos y talentos porque prefería destacar los de los demás. Nunca le oí una palabra que sonara a envidia. Nada le parecía mal ni nada lo hacía decaer. Jamás lo vi preocupado por un asunto suyo, de tan entregado como estaba en alentar las obras de los otros. Muchas son las cosas que he hecho porque Pepe me empujó a ello. Y, cuando salí del pueblo, retuve los consejos que me daba. Como lo que me decía si le enseñaba lo que escribía: A eso solo le falta ya un poco de majaíllo; de ahí me viene ese afán por mejorar continuamente lo que tenga entre manos. Tampoco he olvidado las palabras que me dirigía si había por medio algún enamoramiento juvenil: ¡A esa, lo que tienes que darle es jierro, mucho jierro! Nunca entendí bien qué era dar jierro ni cómo se conseguía el majaíllo de que hablaba, pero sus palabras me parecieron y me siguen pareciendo sabias, además de acertadas.

            Este jueves pasado, el rayo de una mala noticia me destrozó como el que desgaja el tronco de un árbol en mitad de la tormenta: Pepe ha muerto. Hay malas noticias que uno sabe que van a llegar alguna vez, pero nunca se está preparado para recibirlas. Como muchos no lo estábamos para esta. Pepe estaba esperando mi nueva novela con tanta ilusión o más que yo. El jueves, en la presentación, lo echaré de menos.



sábado, junio 13, 2020

RECORDAR LA HISTORIA, NO OCULTARLA

            El triste suceso de la violenta muerte de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis ha desatado una ola de airadas protestas en amplias zonas del mundo. Protestas justificadas e indignación ante unas muestras de racismo que parecen no tener fin. Pero hasta la más airada de las quejas, para que tenga efecto, debería mostrarse de modo que ni el enfado ni el dolor nos ciegue. Creo que es el método para no perder la razón frente al violento y al racista.

            Zalabardo, persona prudente como pocas —¡cuántas veces ha refrenado mis ímpetus!—, me recuerda dos episodios literarios muy alejados en el tiempo. En el antiquísimo poema sumerio Gilgamesh, más viejo que el más viejo libro del Antiguo Testamento, el protagonista, que se considera culpable de la muerte de su amigo Enkidu, quejándose amargamente, se arrancaba mechones del cabello y rasgaba sus vestiduras como si estuvieran malditas. Es el empleo más remoto conocido de rasgarse las vestiduras, ‘manifestar intenso dolor por una desgracia muy sentida’; hoy, en cambio, entendemos la expresión como ‘escandalizarse, y aun de forma hipócrita, por algo’. Entre uno y otro significado, le sugiero a Zalabardo que sería interesante averiguar por qué camino romperse la camisa ha llegado, en la cultura gitana, a expresar alegría en los rituales de bodas. Pero contesta mi amigo que mejor dejar eso para otro apunte.

            El otro episodio que me recuerda es el del final de la novelita de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, dura crítica de la explotación y la colonización en África. Marlow ha sido enviado a buscar a Kurtz, de quien se cuentan terribles historias. Tras un accidentado viaje, lo encuentra; en el regreso, un Kurtz enfermo y desequilibrado dice antes de morir: ¡El horror!, ¡el horror! Marlow regresa a Inglaterra y entrega su informe. La prometida de Kurtz, con quien también se entrevista, desea saber qué fue lo último que dijo. Marlow duda, pero acaba inventando una mentira piadosa que consuele a aquella inocente muchacha y afirma que la última palabra salida de su boca fue su nombre. Es decir, falsea la verdadera historia.

            En un artículo sobre la muerte de George Floyd leo que el movimiento contra el racismo y la violencia policial ha abierto un nuevo frente: el de la memoria histórica en Estados Unidos. Y le comento a mi amigo Zalabardo que, desde que se acuñó, no me gusta la expresión memoria histórica, por ambigua y porque se presta a la posibilidad de modificar los hechos. Del mismo modo que Marlow oculta a una jovencita enamorada la verdad de la atrocidad del sistema colonial, la memoria histórica mueve a algunos, incluso sin que les guíe mala intención, a disimular, cuando no falsear, los hechos reales. Igual que, sin que sepamos explicar bien cómo, rasgarse las vestiduras evoluciona desde manifestar dolor a mostrar hipocresía.

 

           Si nos situamos ante la historia, le digo a mi amigo, la obligación que tenemos es la de recordarla en todos sus puntos, nunca la de disimularla ni falsearla. Pero, por desgracia, la memoria histórica, que nació como esperanza de reparación de muchas cosas que se hicieron mal, acaba convirtiéndose, en ocasiones, en sentimiento de revancha.

            Quienes, como reacción violenta por la muerte de Floyd, se dejan arrastrar por la fiebre demoledora de estatuas y monumentos que recuerdan pasadas épocas en que el colonialismo y el racismo se veían como hechos normales, olvidan que, aunque no participemos de las ideas y comportamientos de nuestros antepasados, no tenemos que considerarnos cómplices de sus pecados, porque los tiempos cambian y las ideas evolucionan.

            La Revolución francesa es universalmente considerada como inicio de la edad contemporánea y de la democracia. Por eso el 14 de julio, fecha de la toma de la Bastilla, es la fiesta nacional de Francia. El 4 de julio, Declaración de la independencia de los Estados Unidos, es la fiesta de ese país. Y el 12 de octubre, fecha del descubrimiento de América, es la fiesta nacional de España. Aun así, una de las etapas de la Revolución francesa es la conocida como el Terror, que costó la vida a cerca de 40000 franceses por el fanatismo revolucionario; la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, a pesar de recoger que los hombres son creados iguales y que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, no pudo evitar que los conflictos raciales sigan presentes en el país; y durante la colonización, Cortés exterminó casi por completo la cultura azteca y Pizarro la inca, porque, conocidas son las denuncias de Fray Bartolomé de las Casas, el objetivo de aquel proceso miraba más a la explotación que a la cristianización. Y no creo que nada de ello deba hacernos condenar la Revolución francesa, la Declaración de independencia ni el descubrimiento de América.

            Olvidar la historia, le digo a Zalabardo, es un error poco justificable; pero ocultarla o falsearla reescribiéndola de modo distinto a como transcurrió puede ser fanatismo e hipocresía. La historia hay que recordarla y conocerla bien para evitar los errores que en el pasado pudieron cometerse.

            Por eso, cuando veo que una plataforma televisiva, HBO, retira de su programación Lo que el viento se llevó, o que algunos, en España, piden la demolición del Valle de los Caídos, o que en Estados Unidos derriban estatuas de Colón, estoy tentado de rasgarme las vestiduras. En el sentido sumerio, aunque me llamen antiguo. ¿Acaso no conservamos Auschwitz para no olvidar el horror nazi? No destruyamos símbolos de aquello que no nos gusta. No digamos que Kurtz dijo unas palabras que no dijo. Conservemos cuanto nos pueda ayudar a comprender los horrores del pasado, a nosotros y a las generaciones venideras, de modo que sirvan de antídoto contra errores presentes o futuros. No tiene sentido pedir ahora la defenestración de los Reyes Católicos; a lo sumo, pidamos que quienes los adoran y santifican sepan bien lo que fueron, alaben lo bueno que pudieran haber hecho y reflexionen sobre lo malo, que de todo hubo. Eran otros los tiempos y otras las circunstancias.

            Si para condenar el racismo tengo que repudiar Lo que el viento se llevó, ignoro qué sea en verdad la memoria histórica. Demoler edificios, decapitar estatuas, censurar libros o películas o falsear la historia, no hace a la gente menos racista. Sí la hace más ignorante. ¿Se puede juzgar el pasado aplicando criterios actuales sin someterlos a ningún filtro? Bien está gritar nuestra indignación por la muerte de Floyd, pero, al hacerlo, no olvidemos qué concepto tenemos de los gitanos, de los moros, de los rumanos, de los negros, de los chinos que viven en nuestro país. Hace poco apareció en la prensa un artículo titulado ¿De qué color es el color carne? La respuesta que demos a esa pregunta puede indicar hasta qué grado somos o no racistas.

sábado, junio 06, 2020

DEMASIADAS PALABRAS DÍSCOLAS

Ana Oramas

            En medio de tanta verborrea, hemos olvidado qué sea la educación, la ética y la decencia; los debates parlamentarios, por desgracia, discurren como esos programas de la telebasura en los que todos gritan y nadie suelta una sola palabra que tenga sentido. A Zalabardo y a mí nos conmovió el miércoles pasado ver cómo a una diputada canaria, siento no saber su nombre, se le quebró la voz y el llanto no le permitió pronunciar con serenidad un discurso en el que denunciaba el olvido por parte de los diputados de la tragedia y los muertos para entregarse a una rastrera carrera de insultos personales y búsqueda de réditos políticos antes que soluciones para la pandemia. Su intervención nos pareció el único momento sensato de la sesión
            En tal estado, no viene mal encontrar algo de alivio en lecturas como El infinito en un junco, interesante ensayo de Irene Vallejo sobre la vida del libro, el paso de la oralidad a la escritura, el lenguaje y las palabras, en fin. Hay un breve capítulo, casi todos lo son, dedicado a las que ella llama palabras díscolas. Habla de Arquíloco, poeta-soldado que vivió en el siglo VII a.C. (¿se inició en él, por casualidad, el largo debate sobre las armas y las letras?) autor de poemas antibelicistas, aparte de otras cosas, en un tiempo y una tierra en los hombres eran educados para la guerra.
            Irene Vallejo nos dice que, con él, “por primera vez la escritura se alía con las palabras díscolas, irreverentes, que chocan contra los valores de la época”, que “usó un lenguaje franco, sin tapujos, hasta rozar la brutalidad”. Tal vez contra él pudo emplearse uno de los insultos mayores que se podía lanzar en su tiempo contra alguien: arrojaescudos, que señalaba a quien, en la batalla, abandonaba su escudo y huía para salvar la vida si la situación era desesperada.

           De entonces a hoy esas palabras díscolas no han faltado en los escritos, Arquíloco mostró que ciertas palabras, broncas, duras, también tienen cabida en la literatura como la tienen en la vida diaria. Lo que sucede, le digo a Zalabardo, es que todo, hasta las palabras díscolas, fuertes, tienen su momento y su medida, no pueden usarse indiscriminadamente y sin motivo. Y hoy, lamento tener que insistir en el juicio, nuestro Parlamento se está convirtiendo en un follaero de pavas insufrible.
            En el año 1994, Cecilio Garriga, profesor de la Universidad Rovira i Virgili, de Tarragona, publicó en la Revista de Lexicografía un ensayo titulado Las marcas de uso: el despectivo en el DRAE, donde recoge, tras un detallado estudio, más de trescientas palabras que el diccionario académico marca como despectivas, ya que la marca insulto no aparece en él. Y es que el insulto no está tanto en la palabra como en el tono e intención con que se pronuncia. Y leo otro ensayo, este de Dolores Soler-Espiauba, que se titula El habla de los políticos. Del eufemismo al insulto pasando por el (buen o mal) talante. De esto último trata.
            Ambos estudios recogen multitud de palabras (y a veces, expresiones) que pasan a sentirse ofensivas, aunque en su origen no lo sean. Por ejemplo, el torero Palomo Linares se sintió insultado porque Paco Camino lo llamara muchacho, ‘persona que se halla en su juventud’. Destripaterrones, ‘jornalero que cava la tierra’, se convierte en insulto si se lo decimos a quien consideramos ‘falto de conocimientos o aptitudes’. Y hace unos días pudimos oír a un vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias llamar en tono de desprecio marquesa (como si eso fuera malo) a la portavoz del PP.
            Quiero decir, le aclaro a Zalabardo, que la naturaleza de estas palabras que podríamos considerar díscolas es muy variada. Utilizamos un despectivo para señalar a quien no cumple de modo debido, carece de habilidad en sus funciones o se distingue por una cualidad negativa. Así, es politicastro el político que actúa con fines rastreros; leguleyo, picapleitos o tinterillo, el abogado desconocedor de su oficio, falto de ética o más hablador que efectivo; buchipluma y cantamañanas, quien solo promete y nunca cumple; el militar con inclinaciones a interferir en el quehacer político es un espadón; la persona cuya religiosidad no pasa de los gestos y de dejarse ver por las iglesias es un beato, meapilas, rapavelas o tragahostias; jesuítica o frailuna llamamos a la conducta hipócrita y disimulada; un mal periodista es un gacetillero, plumilla o juntaletras; cagatintas o chupatintas es el funcionario incapaz de realizar un trabajo que no sea rutinario; quien, careciendo de méritos, adopta actitudes de maestro y presume falsamente de conocer un tema se convierte en dómine; el escritor al que se le niega calidad es un escritorzuelo o un plumífero; y, para no cansar más, marisabidilla o bachillera es la mujer que presume de conocimientos que no tiene.

           Se olvida con frecuencia que todo requiere clase y elegancia. Luis Landero escribió que los mensajes de nuestros políticos son muy pobres y están logrando el abaratamiento del lenguaje. Y creo que tiene razón, porque no es ya que nuestros representantes públicos hablen mal —¡qué aburrimiento la oratoria de Adriana Lastra, portavoz del PSOE en el Congreso!—, sino porque hasta para insultar les falta categoría. Al expresidente Zapatero se lo acusó (tendría que buscar ahora quién lo hizo) de mandato ilegítimo comparándolo con Pavía entrando a caballo en el Congreso o Tejero pistola en mano. Felipe González aludió una vez a la larga lengua del insulto y las patas cortas de la mentira. Y, cuando oyó que la llamaban marquesa, Álvarez de Toledo se revolvió furiosa llamando a Iglesias hijo de terrorista, como si una cosa tuviera algo que ver con otra. El mismo Iglesias entró en política calificando a todos los que ella se dedicaban de casta despreciable y solo ha necesitado entrar en ese "club de los selectos" para olvidar el término. Al presidente Sánchez lo han llamado, con desvergonzada falta de ética, asesino y enterrador como si la culpa de la covid-19 fuera suya.
            Y es que nuestros políticos de hoy tienen una lengua muy larga para un catálogo escaso de insultos: traidor, irresponsable, bolivariano, corrupto, ilegítimo, okupa y poco más. Lo peor es que mientras los van soltando como quien pasa las cuentas de un rosario, son incapaces de hilar un discurso atrayente. Por eso nos conmovieron tanto las lágrimas de la diputada canaria: “Mientras aquí se insultan, se odian, se enervan las pasiones, ahí fuera hay gente en las UCIs que están debatiéndose entre la vida y la muerte”, es lo poco que dijo antes de echarse a llorar. Me recuerda Zalabardo que su nombre es Ana Oramas. Y pensamos que sí, que sobran palabras díscolas y faltan argumentos coherentes.

sábado, mayo 30, 2020

EL HIMNO DE ESPAÑA

Bandera de Juana la Loca y Felipe de Anjou

            En agosto de 2013, en esta Agenda apareció un apunte titulado La tiranía de algunos símbolos, donde insistía sobre la convencionalidad de los signos, el valor que realmente tienen y la necesidad de que nadie se apropie de ellos de manera indebida. Charles Saunder Pierce explica muy bien lo que es un símbolo y qué lo diferencia de otros signos semejantes. Indicios, iconos y símbolos expresan una relación entre dos elementos. El indicio se basa en un razonamiento de inferencia (humo/fuego); el icono reproduce aquello a lo que se refiere (retrato/persona retratada); en cambio, el símbolo es una mera convención, si queremos, caprichosa (balanza/justicia).
            En diferentes lugares se nos dice que los símbolos de España son la bandera, el escudo y el himno. Rastrear su procedencia no es algo demasiado complicado. Más lo es aceptarlos como lo que en verdad son. Esos símbolos nunca fueron representación de territorios ni naciones. Tuvieron su origen en los vexilos, estandartes rígidos o guiones, que usaban los legionarios romanos para reconocerse, costumbre que continuarían los visigodos. Tal como se entienden hoy, paños rectangulares unidos a un astil, las banderas, proceden de oriente y las trajeron a España los musulmanes. Zalabardo que Rodrigo Caro, comentándolos en su Antigüedades y principado de la ilustrísima ciudad de Sevilla y Chorographía de su convento jurídico, de 1634, afirma que significaban como hazen ahora Reyes, señores y Cavalleros. Nunca representaban a un territorio o naciones. Eso fue una convención posterior.

Bandera en tiempos de Felipe II
            Y el símbolo se inventa. Miremos si no la bandera de España y sus cambios. Tras los Reyes Católicos, fue blanca con la cruz de Borgoña, porque Felipe el Hermoso ostentaba ese ducado. Felipe II, cambió el fondo blanco por amarillo. La casa de Borbón recuperó el blanco y añadió sus armas reales, aunque solo se utilizaba como enseña de la Marina hasta que Carlos III, avisado de que nuestros buques se confundían con los de otros países que usaban el mismo color, convocó un concurso para un nuevo diseño. Entonces aparecieron el rojo y gualda en franjas horizontales. En 1793, se extendió su uso también para el Ejército de Tierra. Y, para no alargar, digamos que hasta 1908 no fue obligatoria su presencia en edificios públicos en fechas señaladas.
            Me pide Zalabardo que pasemos al himno, dado que un amigo común nos ha emplazado a dar nuestra opinión sobre algo que últimamente está circulando en las redes: ¿es el himno de España una melodía andalusí que se remonta al siglo XI? Zalabardo, amante de la rica cultura arabigoespañola medieval, acepta gustoso el encargo.
            Al Ándalus poseía una rica producción poética y musical y un alto grado de tolerancia, lo que permitía la fusión entre las diferentes culturas (árabe, cristiana y judía). Tantos siglos de relación propiciaron la aparición de comunidades mixtas: mozárabes, mudéjares, moriscos… La interculturalidad era un hecho y su influencia en las manifestaciones culturales de los siglos siguientes innegable. A la moaxaja, composición poética en árabe clásico, no tardaría en sumársele un colofón o especie de estribillo, la jarcha, poemita popular escrito en mozárabe, que era una lengua romance. En la misma fuente beben los zéjeles y villancicos castellanos posteriores.
Bandera de la Casa de Borbón
            Tal vez no sea casualidad que el himno de España sea uno de los solo tres en el mundo (junto al de San Marino y el de Bosnia y Herzegovina) que carezca de letra. La razón pudiera estar en lo que sigue. Se recoge por vez primera, con el nombre de Marcha de los Granaderos, en el Libro de las Ordenanzas de Toques de Pífanos y Tambores, redactado por Manuel Espinosa de los Monteros en 1761, aunque este señor no fue su autor, como algunos dicen, y tampoco lo compuso, como pretenden otros, Federico II de Prusia, para regalárselo a España. Su procedencia, según indicios, es anterior.
            ¿De dónde viene, entonces, ese himno? Entre los siglos IX al XV floreció un estilo de música andalusí de tal calidad que no solo influyó sobre toda la música peninsular, sino que alcanzó a Francia y a Italia y, algo después, se extendió por todo el norte de África. La muestra más destacada de esta música es la llamada nawba o nuba. Su creador, según el portal Música Antigua, fue un ilustre músico persa llamado Ziryab que, envidiado por su maestro Al-Musuli, tuvo que abandonar la corte persa y acabó estableciéndose en la Córdoba de Abd al-Rahman II. Allí creó una escuela de música y se le atribuye la creación del laúd.
            La nuba, que significa ‘turno’, tiene una estructura peculiar: forma como un rosario o collar en que cada cuenta sería una canción. El número de canciones es variable, pero, y esto es importante, siempre posee una introducción solo melódica, sin letra, llamada tawashyya, que se interpreta a modo de saludo. Entre los tipos de nubas que han llegado a nosotros destaca la nuba al-Istihal, atribuida por algunos a Ibn Bayya (Avempace), autoría que otros niegan.


Bandera tras Carlos III
           En 2006, el poeta, músico y profesor cordobés Antonio Manuel publicó un artículo en El día de Córdoba en que, por primera vez, que yo sepa, se relacionaban las nubas con el himno de España. Cuenta que, escuchando la nuba al-Istihal grabada por Eduardo Paniagua y Omar Metioui, le llamó la atención la semejanza entre su tawashyya, introducción, y nuestro himno. Al parecer, otro musicólogo, el guitarrista Chapi Pineda, insistió poco después en la misma opinión. Antonio Manuel, nos dice, se sintió sorprendido en un viaje a Tánger al ver que esa tawashyya era comúnmente empleada a modo de saludo y que fue el musicólogo tunecino Amin Chachoo quien le explicó que era una pieza instrumental que solía preceder a las estrofas cantadas.
            Las conclusiones a que llega este cordobés son simples: la composición era muy conocida en la España medieval, hasta el punto de que hay versos muy semejantes entre la canción 4 de la nuba  al-Istihal y la cantiga 42 de Alfonso X; Espinosa de los Monteros debió conocerla, la instrumentó y la incluyó en su Libro de Ordenanza de Toques… como Marcha de los Granaderos, que interpreta como confusión con Granadinos; por decreto de Carlos III pasó a llamarse Marcha Real, porque se usaba en los actos en que aparecían los reyes; por ser una composición solo instrumental, aquella “marcha” carecía de esa letra que echamos en falta; que después haya habido tropecientos de intentos de ponerle letra, sin que ninguno de ellos triunfe, prueba que nunca en su composición hubo idea de que la tuviese.
            En consecuencia. La opinión que se nos pide acepta que nuestro himno puede perfectamente proceder de esa melodía medieval andalusí. La idea no es descabellada. Eso sí, nos revienta que haya quienes se apropien de este, como de los demás símbolos, como si fuesen una propiedad privada. Los símbolos, en definitiva, o son de todos o no son de nadie.


       




domingo, mayo 24, 2020

¿SECUELAS DE LA COVID-19?


            El lenguaje es un valiosísimo instrumento, más que ningún otro, para organizar nuestro pensamiento y poder transmitirlo a los demás. Lo he hablado muchas veces con Zalabardo. Pero, como cualquier instrumento, valga en un simple martillo, podemos utilizarlo bien o mal. El bello mueble que contemplamos debe más a la pericia del ebanista que lo hizo que a la cantidad y calidad de sus herramientas. Que nadie olvide esto.
            Un claro pensamiento, es lo que pretendo decir, se manifestará mejor mediante un lenguaje que todos elogien. Pero que nadie crea que, por la mera circunstancia de poseer la facultad de hablar, conseguiremos que nuestras ideas sean más claras y más valoradas.
            Ese principio me ha llevado siempre a defender que un buen pensamiento, apoyado en un adecuado lenguaje, ayuda al progreso de una sociedad; pero jamás triunfará el proceso opuesto: una sociedad no cambiará porque nos limitemos a modificar el lenguaje manteniendo ideas banales. Aunque muchos lo intentan, ya sea mediante intimidación o por pura imposición.
            Estos días en que estamos asediados por un coronavirus y en los que, en momentos, llegamos incluso a temer que acabaremos vencidos, pueden servir de ejemplo para lo que digo. Porque estos días, repito, nos hemos topado bastante con palabras y conceptos que teníamos olvidados o contemplamos cómo se recurre a otros que no conocemos.
            Zalabardo, como siempre, solicita ejemplos. Y procuro dárselos. Hemos comprendido la diferencia entre epidemia y pandemia. Una epidemia es una enfermedad que se propaga durante un tiempo en un país, afectando de manera simultánea a un gran número de personas; en cambio, una pandemia, así lo entiende la OMS, es la propagación a gran velocidad y a escala mundial de una nueva enfermedad. De hecho, la OMS no ha hablado de pandemia ahora hasta que se han dado casos en los seis continentes y en más de 100 países.

           ¿Desconoce alguien lo que diferencia a coronavirus de Covid-19? Los coronavirus forman una gran familia de virus que pueden ocasionar afecciones respiratorias. Pueden ir desde un simple catarro hasta un SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome, ‘síndrome respiratorio agudo grave’). La covid-19 (ojo, el término es femenino) es el acrónimo de coronavirus disease 2019, ‘enfermedad provocada en 2019 por un coronavirus’.
            Del mismo modo debe haber quedado claro que la cuarentena, el simple confinamiento para prevenir la enfermedad, carece de tiempo determinado. Asociarla con cuarenta días no tiene ninguna base científica; es algo que nació en Venecia, en el siglo XIV, cuando se creyó que un confinamiento de cuarenta días libraba de la peste negra.
            En este rastreo de palabras, se me viene a la boca y a los oídos, le digo a Zalabardo, el neologismo infodemia. La propia OMS utiliza ya desde hace años infodemic para referirse a un exceso de información acerca de un tema, mucha de la cual son bulos o rumores que dificultan que encontremos fuentes y orientación fiables cuando las necesitamos. Pero, entre nosotros, es palabra nueva. Fundéu nos aclara que infodemia es un neologismo válido que señala la sobreabundancia de información (alguna rigurosa y otra falsa) sobre un tema. Por desgracia, se ha instalado bien.
            Otros casos que son diferentes, pues muestran un pensamiento descuidado, una falta de reflexión que nos empuja a crear un lenguaje distorsionador de la realidad de la que queremos hacer mención. Le pongo a Zalabardo algunos casos. Por ejemplo, es correcto hablar de escalada cuando nos referimos al aumento de contagios por una enfermedad. Pero, si como parece, empezamos a ponerle freno, ¿por qué hablar de desescalada si, en español, lo opuesto a escalada es descenso? Otro caso. El presidente Sánchez, cuando su gobierno decidió hacer frente a la pandemia, con un poco de retraso, esa es la verdad, nos exhortó a un comportamiento disciplinado que nos llevaría a una nueva normalidad. Imagino que él o algunos de sus asesores recordaron la promesa del presidente Roosevelt sobre un new deal, un nuevo trato, una intervención para luchar contra los efectos de la Gran Depresión. Pero lo que la covid-19 nos ha robado a los españoles, y a otras muchas personas de todo el mundo es precisamente la normalidad, nuestra vida ordinaria habitual. Y, pienso, lo que queremos es que esa normalidad perdida se restablezca, no que nos inventen una nueva.
            A partir de ejemplos de este tipo, surge el llamado efecto contagio. Por eso alguien ha escrito sobre la aspiración a una nueva inmunidad. Tenemos un sistema inmunitario que defiende a nuestro organismo contra los ataques de elementos patógenos. La inmunidad puede ser innata o adquirida (por ejemplo, con vacunas), puede fortalecerse o debilitarse, pero no hay que inventar ninguna inmunidad nueva.

           ¿Y qué es eso del paciente cero? Carlos Rodríguez, matemático, poeta, fotógrafo y, sobre todo, persona cabal y amigo, nos podría hablar mucho sobre el cero. Yo, que conozco menos su esencia, me quedo con que, en el lenguaje, cero expresa ausencia, valor nulo; equivale, por tanto, a nadie, nada, ninguno… Llamar paciente cero al primer ser humano infectado por el virus, foco irradiador de la enfermedad, bien que a su pesar, me parece un error. No existe un paciente cero. Bien está que se hable, por ejemplo, de tolerancia cero ante algo, porque supone la no tolerancia. Pero hablar de un paciente cero es como cuándo se discutió en qué año comienza un siglo. Quedó suficientemente demostrado en su día, supongo, que cualquier siglo comienza en un año 1 (1801, 1901, 2001…), por la sencilla razón de que no existe año 0. Es posible hablar del año 1 de una era o del año 1 anterior a esa era; pero nunca de año 0. Tampoco hay, pues, un paciente 0.
            Pero peor que dedicarse a sugerir nuevos significados o inventar nuevas expresiones es dar patentes pruebas de un desconocimiento supino de la lengua que usamos. Buscando asegurarse el voto positivo para aprobar el mantenimiento del estado de alarma, el gobierno de Sánchez firma un documento con EH Bildu en el que se compromete a la derogación íntegra de una ley anterior. Si derogar significa ‘dejar sin efecto una norma vigente’, ¿a qué viene eso de íntegra? O se deroga una norma, o se derogan algunos aspectos de una norma. En cualquier caso, lo de íntegra sobra.
            La covid-19 podrá dejarnos secuelas, pero confiemos en que ninguna afecte a la corrección del lenguaje.

sábado, mayo 16, 2020

…PARA ACABAR EN EL PUNTO FILIPINO



           Iniciaba el apunte anterior aludiendo a la pequeñez del punto y su amplio campo significativo. Le aviso a Zalabardo que no voy a exponer al detalle ese campo por considerarlo innecesario. Usamos puntos en la confección y el tejido, en medicina, en ortografía, en medidas, en geometría, indican momento, lugar u ocasión, valoración en una escala, marca de prestigio, etc. Así se dan puntos en una herida o se hacen labores en punto de cruz; existen el punto y seguido, el punto y aparte o el punto redondo (final); calzamos un zapato de 38 o 40 puntos, empleamos un tipo de letra de 12 puntos; antes se llamaba puntos a la ayuda familiar y punto es la mínima unidad geométrica, que carece de dimensión, de área, de volumen, de longitud, etc., pero hace falta una sucesión de ellos para tener una línea o lo llamamos centro si es el punto interior equidistante de cualesquiera otros de una superficie o cuerpo…
            En atención a lo dicho entendemos expresiones como estar a punto, llegar a punto, estar en su punto, hacer algo a punto, ganar puntos, poner punto en boca, ser persona de puntos, no dejar punto sin tratar; no obstante, a veces nos encontramos algunas paradojas, ya que estar en el punto puede significar ‘tener conocimiento de algo’ y, a la vez, en jerga, significa ‘dedicarse a la prostitución’.

            Con poner punto en boca, ‘guardar silencio’ y punto redondo, ‘dar algo por finalizado’ se relaciona un modismo sin origen claro: Lo dijo Blas, punto redondo (en algunos lugares y punto pelota) que alude a que la autoridad de alguien que hace inviable cualquier otra opinión en disputa. ¿Y quién fue este Blas al que tanto se obedece? Distintas versiones leemos y todas poco verosímiles, lo que nos lleva a afirmar que no es más que un personaje paremiológico, uno de esos seres ficticio que la tradición oral ha mantenido en refranes y modismos y a los que se atribuye alguna cualidad, sea esta positiva o negativa: Perico el de los palotes (quien no deja de dar la tabarra), Maricastaña (la que nació antes de que se inventara el tiempo), Pepe Leches (el más cegato del mundo), la Bernarda (pues eso, la dueña del suyo), Abundio (el más torpe o tonto), Juan Palomo (el listillo del grupo), Perogrullo (el que dice lo que todos saben), Lepe (el más listo)...
            En el Vocabulario andaluz de Alcalá Venceslada encuentro punto como ‘puesto de resguardo a la entrada de un pueblo’ y ‘empleado que vigila ese resguardo’, lo que nos lleva al sentido más general de ‘lugar concreto o persona que en él está’. Aunque tenga poco que ver con el objetivo de este apunte, le recuerdo a Zalabardo que, en el siglo XIX, el coche de punto era un carruaje tirado por caballos que podía alquilarse, llamado así por encontrarse estacionado en un lugar, el punto, para quien lo necesitase.
            Pero debe ser un punto diferente el que nos conduzca a punto filipino, definido en cualquier diccionario como ‘pícaro, persona poco escrupulosa y desvergonzada’. El problema se nos despliega cuando queremos saber de dónde viene la expresión. Zalabardo es conocedor de mi búsqueda y de que no he hallado la respuesta definitiva, por lo que todo se sigue manteniendo en el terreno de la hipótesis.

Las Provincias, 11 julio 1888
            Vayamos, entonces, a un punto que he callado hasta ahora, perteneciente al vocabulario del juego: ‘valor de cada naipe por su número o de las caras de un dado’, ‘en algunos juegos, el valor del as de cada palo’, ‘en algunos juegos, valor convencional atribuido a cada naipe’, ‘manos o bazas ganadas en un juego’. Y, también, lo que antiguamente se llamó apunte, ‘jugador que apuesta solo contra la banca’.
            La unión que puede establecerse entre todo ello la encontré anoche en un ejemplar de Las Provincias. Diario de Valencia, de 11 de julio de 1888: Del obrero holgazán, que abandona el trabajo para discutir en la taberna si Lagartijo mata mejor que Frascuelo, sale el espadista y el timador; del señorito de buena familia que consume su patrimonio con las gentes de este jaez, pasando la vida en juergas y diversiones, sale el estafador, el punto de la casa de juego
            ¡Aleluya! Ya tenemos que el punto, ‘individuo que es de poco fiar, que no trabaja, que solo busca un provecho propio sin importarle nada, falto de escrúpulos, asiduo fijo de la taberna o de la casa de juego’. Este punto, que se hace profesional del engaño, de la estafa, pienso que nace del antiguo apunte de las casas de juego convertido, mediante una remuneración, en elemento que incita a otros a jugar. Igual que lo que acontece en timos que aún perduran —el tocomocho, la estampita o el trile— en los que siempre actúa un gancho, un punto, que ayuda en el engaño.

            Pero, ¿por qué punto filipino? García Remiro, en Estar al loro, apunta a Pérez Galdós como creador de la expresión, aunque en otros lugares leo que fue Corpus Barga. En cualquier caso, no he hallado la prueba. Si encuentro que José Jackson Vegán estrenó en 1894 un juguete cómico titulado Un punto filipino, lo que indica que era ya algo corriente. Mª Dolores Elizalde, Josep M. Fradera y Luis Alonso, en una publicación del CSIC de 2001 dicen: La expresión parece haberse originado en Filipinas para referirse despectivamente a los kastilas, es decir, a los peninsulares de ánimo aventurero que iban a Manila a medrar sin esfuerzo.
            No obstante, Luis Alonso Álvarez, profesor de la Universidad de A Coruña, dice que los españoles no trajimos de Filipinas más que el mantón, que es chino, el tabaco negro, el galeón de Manila (buque que hacía el trayecto) y el punto filipino, que, curiosamente, en Filipinas se aplica al ‘mujeriego’, idea que refuerza Juan M. Feliz. Por fin, en la página de la empresa Aaron Traducciones leo que, desde el siglo XVII, era costumbre que algunos delincuentes aceptasen la deportación a Filipinas como forma de destierro para evitar la cárcel. Más tarde, algunas familias optaron por enviar a aquellos hijos díscolos a las colonias para que se buscasen la vida. Unos y otros empezaron a servirse del engaño, estafando a incautos y ambiciosos con deslumbrantes negocios que decían estar radicados en las Filipinas y que, en realidad, no existían. De esta forma, esos puntos, vividores, holgazanes, sablistas, acabaron por crear el poco ilustre subgrupo de los puntos filipinos.

sábado, mayo 09, 2020

EMPECEMOS PONIENDO LOS PUNTOS SOBRE LAS ÍES…

Alfabeto latino clásico

            El punto es algo muy simple, una mínima marca que puede hacerse tan solo marcando con un punzón. ‘Señal de dimensiones pequeñas, ordinariamente circular, que, por contraste de color o de relieve, es perceptible en una superficie’, dice el DLE, que llega hasta cuarenta y tres acepciones más. No obstante, da un resultado sorprendente si buscamos expresiones en las que aparezca: ser un punto, tener algo su punto, estar a punto, encontrarle el punto a algo, punto en boca, punto redondo, y punto pelota…, sin olvidar quizá las que mayor atractivo tienen: poner el punto sobre las íes, lo dijo Blas, punto redondo y ser un punto filipino, que nos hacen pensar en sentidos en los que quizá antes no habíamos reparado.
            Pido a Zalabardo que, a la vista de lo dicho, seamos razonables y comencemos poniendo los puntos sobre las íes, que el DLE define: ‘determinar y precisar algunos extremos que no estaban suficientemente especificados’; o sea, ‘aclarar algo que puede no estarlo tanto’. ¿De dónde viene eso de poner los puntos sobre las íes? Algunos sostienen que la expresión surgió en el siglo XVI, pero trato de hacer ver a Zalabardo que su antigüedad es mayor. No porque lo diga la Academia Andaluza, centro de enseñanza de español con sede en la bella población gaditana de Conil, sino porque una revisión, aunque ligera, de la historia de nuestro alfabeto así nos inclina a creerlo.
 
Equivalencia entre mayúsculas y cursivas
          
El alfabeto latino, uno de los sistemas de escritura dominantes en el mundo, tuvo su origen en la adopción y adaptación de la variante occidental del griego por parte de los etruscos, allá por el siglo VII a.C. En el llamado latín arcaico constaba solo de 21 letras y, ya en torno al siglo II a.C., se transformó en lo que conocemos como latín clásico, con 23 letras. La caligrafía más conocida y extendida es la que recibe el nombre de lapidaria, por su empleo en columnas, estelas, lápidas y monumentos de todo tipo. Eran letras solemnes, de trazo claro y semejantes a las actuales mayúsculas.
            Pero, aparte de esas inscripciones que conocemos por los monumentos, el latín se escribía en soportes de menor firmeza que las piedras; funcionarios, mercaderes, escolares, necesitaban una escritura de trazo más fácil y más ágil. En un primer momento, para textos importantes que requerían cuidado y elegancia, se recurrió a la letra llamada uncial, casi idénticas a las mayúsculas, aunque sobre caja baja; algo semejante a lo que hoy llamamos versalitas. Hacia el siglo I aparecieron las que hoy llamamos minúsculas: la cursiva romana antigua y, más tarde, en el siglo III la cursiva romana nueva, que es la que se usó durante todo el Bajo Imperio y gran parte de la Edad Media, base de las escrituras visigodas, carolingias y otras.
 
Folio 72r de las Glosas Emilianenses
          
Pero esta cursiva romana nueva, muy fácil de escribir y manejar, presentaba un problema no pequeño al que, antes o después habría que darle solución: si en una palabra confluían dos íes, cosa no rara en latín, ιı (ojo, la i latina no tenía punto) se podían confundir con la u, de trazo muy semejante. Y, en latín, y le doy pruebas a Zalabardo sobre un breve fragmento de la Eneida de Virgilio, tal posibilidad no es rara: Tyrιι, Iudιιs, medιιs, ιmperιιs, spolιιs, ιιt, alιι, socιιs… (palabras todas ellas que hoy transcribimos como Tyrii, Iudiis, imperiis, etc.). Estas confusiones se irían haciendo cada vez más frecuentes en quienes no tuviesen un conocimiento claro de la lengua latina.
            El deseo de evitar la confusión, hablamos de tiempos en se escribía a mano, pues ni existía la imprenta, ni las máquinas de escribir, ni nada de eso, agudizó el ingenio de quien pensó en poner una marca que caracterizara a la ι, es decir, que pusiera el punto sobre las íes para evitar equívocos. Naturalmente, todo esto se hizo con bastante inseguridad y sin un criterio uniforme. Cada zona, cada monasterio, cada copista, tenía el suyo y la regularización fue un proceso lento.


           Le pido a Zalabardo que tenga la paciencia de repasar conmigo algunos textos antiguos. El  Beato de Liébana, que, escrito hacia el siglo VIII, pero conservado en una copia de finales del XI o comienzos del XII, respeta la cursiva romana y permite ver formas como ɑudıuı, en lugar de audiui. Igual sucede con los Cartularios de Valpuesta y las Glosas Emilianenses fechados en torno a los siglos IX y XI. En ellos podemos leer, por ejemplo, en Valpuesta, alιquιι en lugar de aliquii, y en las Glosas, cuι est honor et Imperιữ, en lugar de cui est honor et Imperiữ. Gonzalo de Berceo, ya en el siglo XIII, en la estrofa de todos conocida del comienzo de su Vida de Santo Domingo, escribe paladιno, veʒιno, latιno y vιno. Sin embargo, el Cantar de Mio Cid, compuesto hacia 1200, pero que nos ha llegado en una copia del siglo XIV, muestra que ya alguien se había decidido a poner los puntos sobre las íes, puesto que encontramos aguiiauã (aguijaban), guiſa (guisa) o caſtiello (castillo).
 
Cantar de Mío Cid
          
Por fin, la llegada de la imprenta impone el empleo de la i minúscula tal como hoy se conoce de manera definitiva. La Gramática, del andaluz Nebrija, impresa en 1492, comienza: Cuando bien comigo pienſo mui eſclarecida Reina… Y la Biblia Políglota Complutense, compuesta entre los siglos XV-XVI, desde su prólogo utiliza palabras como beatiſſime, impreſoriis, formis, linguas, aparte de una extraña vniuſcuiuſque (‘todos y cada uno’), que a la manera antigua hubiese sido unιuſcuιuſque. ¿Imaginas —pregunto a Zalabardo— el trabalenguas que hubiese sido esa palabra, escrita a mano, para alguien no muy ducho en latín?
 
Gramática castellana de Nebrija
 
Biblia Políglota Complutense
         
Como la ración de hoy me parece más que suficiente, sugiero a Zalabardo que dejemos para la próxima entrega la explicación de otros puntos.

sábado, mayo 02, 2020

LA NORMALIDAD QUE QUIERO



           Cuando oigo o leo que me ofrecen algo nuevo —en política, en cosmética, en vestimenta, en electrónica, en arte…— sin explicar qué es, no puedo evitar echarme a temblar; imagino que me dicen que lo anterior era malo y, en consecuencia, asumo que me engañaban cuando lo alababan. Recuerdo, le cuento a Zalabardo, que en la Universidad de Granada tuve un profesor de quien guardo grato recuerdo, don Antonio Llorente, que dedicó parte de sus clases a contarnos cómo los gramáticos de la antigüedad se enzarzaban en disputas tales como la de si, en la lengua, predominaba la analogía o la anomalía; es decir, la regla o la excepción, lo ajustado a norma o lo que se separa de ella. Confieso que no recuerdo que nunca nos dijera quién llevaba razón.
            Me echo a temblar, digo, porque se me vienen a la cabeza los charlatanes que, de tiempo en tiempo, pasaban por mi pueblo, y supongo que también por los demás, ofreciendo el nuevo producto, por lo común venido de Alemania, que solucionaba todos los problemas. La clave estaba, y sigue estando, en el atractivo de ese adjetivo: nuevo, del que se abusa con el falso argumento de que nuevo equivale a mejor y hay que desechar lo viejo.
            Tras la gran depresión, el presidente Roosevelt procuró elevar la moral del pueblo americano con la política que llamó new deal, ‘nuevo trato’ o, quizá mejor, ‘nueva redistribución de recursos’. En general, aquellas medidas estuvieron bien, porque pretendían favorecer a los necesitados, a esos que, antes y ahora, siempre han sido los que han pagado el pato, aunque no se lo coman. Rossevelt llevó a cabo una reforma de bancos, una mejora de la asistencia social, programas de ayuda para el trabajo y la agricultura…

            En España, hacia 2015, comenzó a hablarse de nueva política en oposición, claro está, a la vieja política. La aparición de partidos liderados por gente joven que defendían nuevas ideas y modos de actuación propició su difusión. En diciembre de aquel año, Ignacio Urquizu publicó un artículo, ¿Qué es la nueva política?, con la intención de poner algunos puntos sobre algunas íes. Decía que la realidad nacía de la inevitable confrontación entre una generación que había crecido bajo el paraguas de la dictadura, del que no siempre se había podido liberar y otra que había crecido con los aires de la democracia y no se sentía estigmatizada por el franquismo. Pero, decía Urquizu, esta oposición entre lo viejo y lo nuevo se trazó, como muchas otras cosas, a base de brochazos gruesos porque no se supo, o no se quiso, ver que ni todo lo nuevo es bueno ni todo lo pasado está tan mal. Y se olvidó que tanto la derecha como la izquierda estaban necesitados de una nueva política.

            En julio de 2019, Marisa Cruz escribió otro artículo, La nueva política, un timo a los votantes, para denunciar los defectos de esa política: egoísmo de los líderes, incapacidad para el diálogo e ineficacia en la negociación, ausencia de proyecto ilusionante, oscurantismo y mentiras… Estaría muy de acuerdo con ese diagnóstico, le digo a Zalabardo, si no fuera porque la autora culpa de esos defectos solo a los nuevos Sánchez e Iglesias, lo que lleva a pensar que los nuevos Casado y Abascal permanecían fieles a la auténtica política, es decir, la vieja. Leyendo ese artículo tenía por fuerza que recordar el anterior de Urquizu. Y pensar que, si la nueva política es un timo, que pudiera ser, ni todo lo malo lo representan Sánchez e Iglesias ni todo lo bueno se concentra en Casado ni, por supuesto, por supuesto, en Abascal. Seamos, al menos, objetivos e imparciales.
            En este empacho de novedad mal entendida, ahora nos encontramos, al menos Zalabardo y yo, con que se nos promete la conquista, cuando la crisis sanitaria pase, de una nueva normalidad. Otra expresión para ponerse en guardia. Porque si el new deal prometía arreglar lo que estaba mal, una nueva negociación en el funcionamiento de la sociedad, y la nueva política, bien entendida, pretendía sacudirse los tics de un pasado que deberíamos haber superado, todos, ¿qué nos ofrece la nueva normalidad?
            Si acudimos a un diccionario, veremos que norma es la ‘regla que se debe seguir o a la que se deben ajustar las conductas’. Si vamos a normal, se nos dice que lo es todo ‘lo que se halla en su estado natural, lo que es habitual u ordinario, lo que se ajusta a reglas fijadas de antemano’. Y, por fin, miramos normalidad y se nos dice escuetamente: ‘lo que es normal’.
            No nos cabe duda, no debiera cabernos, de que pasamos por una situación anormal. Pero no porque se contravenga ninguna norma, sino porque la pandemia ha hecho trizas cualquier normalidad. Y me pregunta Zalabardo: ¿Vivíamos antes de la pandemia en una anormalidad para que se nos prometa borrarla de un plumazo y sustituirla por una normalidad nueva?
            Compartimos Zalabardo y yo la idea de que no es momento para inventos, de que no hay que ser como el charlatán que ofrece lo nunca visto, que con recuperar la normalidad desaparecida ya es, por ahora, suficiente. Yo al menos no cifro mi esperanza, y creo que Zalabardo tampoco, en que me regalen una nueva normalidad, sino en que se me devuelva la que me han robado (como a Sabina le robaron el mes de abril), se restañen las heridas que no queden y se busquen los medios para preservarla frente a futuros peligros.

            Si no, puede que nos encontremos ante esa cínica teoría que Tancredi expone a su tío don Fabrizio en El Gatopardo, de Lampedusa: Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi, ‘Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie’. Quedémonos en casa el tiempo que sea preciso, seamos respetuosos con las normas que los expertos sanitarios nos recomiendan, luchemos por vencer la pandemia y encontrar eficaz antídoto contra ella. Pero, por favor, que nadie haga política con el tema, que no nos me pinten panoramas apocalípticos ni nos ofrezcan nuevas normalidades cuya naturaleza desconocemos. Solo queremos recuperar la que, no hace tanto, disfrutábamos. ¿Es mucho pedir?