sábado, junio 26, 2021

QUITARSE LA MÁSCARA

 


Hoy puede ser un día raro para muchos. Comienza a regir la norma por la que el Consejo de Ministros nos permite, en ciertas circunstancias despojarnos de la mascarilla que nos ha venido martirizando, al menos a mí, desde hace más de un año. Y muchos, Zalabardo dice encontrarse entre ellos, lo hacen con recelo, pues igual que la pandemia se instaló entre nosotros sin que apenas nos diésemos cuenta hasta que, cuando fuimos conscientes, ya se había hecho tarde para tomar las medidas preventivas suficientes, puede que aún se encuentre agazapada entre nosotros —de hecho sigue mostrando su fea cara— y tarde en retirarse más de lo que sería deseable.

Hablamos Zalabardo y yo de la curiosa historia que nos ofrecen determinadas palabras. Por ejemplo, mascarilla, que en otras zonas de habla hispánica es nasobuco, barbijo, tapabocas y alguna más, no es sino una máscara pequeña que cubre solo una parte del rostro, entre la nariz y la barbilla. La curiosidad estriba, le digo a mi amigo, en cómo el tiempo ha hecho cruzarse dos palabras, máscara y persona, tan diferentes entre sí y que, sin embargo, acaban por designar la misma cosa.

Máscara que nos llega del italiano, aunque posiblemente pasando por el tamiz del catalán, se remonta hasta el árabe masharah, ‘lo que hace reír’ y también ‘payaso’. La máscara es, en efecto, un aditamento, una careta, con que nos cubrimos la cara con el objeto de no ser reconocidos, de disimular nuestro aspecto y ofrecer el de otro o para participar en determinados rituales.


Aquí es donde el término cruza su camino con persona, que nos viene del griego prósopon, palabra que designaba la careta con que los actores se cubrían el rostro no solo con el fin de reflejar mejor los distintos sentimientos, sino para que sirvieran como caja de resonancia y su voz llegase mejor a los espectadores. Aunque la expresión va desapareciendo, aún algunos llaman dramatis personae a los personajes que intervienen en el drama.

Le digo a Zalabardo que se fije en como las palabras, a poco que les demos libertad, comienzan a caminar a su antojo y van conformando modelos que, en definitiva, serán los que marquen el camino de nuestro pensamiento. Porque el caso es que prósopon pasó de designar la careta a designar al actor que se la ponía y, en un paso siguiente, a cualquier individuo, con lo que todos nos convertimos en personas, es decir, lo que mostramos de nosotros a los demás. Hubo entonces que adecuar una nueva palabra para el papel desarrollado por los actores, a los que se comenzó a llamar personajes, palabra que no tardaría en compartir este significado con el de ‘individuo importante’.

Y mientras persona adquirió ese sentido positivo y superior que ahora le damos, su primitivo significado vino a sumarse, pues casi eran lo mismo, a máscara, es decir, la careta, el antifaz. Hasta tal punto que no tardarían en nacer los verbos enmascarar y desenmascarar, ‘cubrir o descubrir algo’ y la expresión quitarse la careta, o la máscara, desprenderse de la falsedad y simulación que alguien representa y dejar a la vista lo que de verdad se es.


Quizá por eso, le digo a Zalabardo, y no tanto por razones higiénicas, tengamos ahora miedo a despojarnos de la mascarilla, o de la máscara, o de la careta, tras la que, por fuerza, nos hemos venido ocultando durante más de un año. Porque el miedo nace de que, aunque al quitarnos la mascarilla lo que dejamos al descubierto es la persona, olvidamos que, al fin y al cabo, esta no es sino otra careta, otra forma de ocultación, como muy bien nos enseñaron los griegos.

Y, como viene siendo habitual, Zalabardo y yo nos tomamos una vacaciones y dejamos esta Agenda en suspenso. Hasta la vuelta y felices vacaciones.

sábado, junio 19, 2021

ATRAPADOS EN LAS REDES

 

 


           Zalabardo es, en cierto modo, mi conciencia, pero no conciencia que condena, sino siempre abierta a la disculpa. Mi amigo mantiene con firmeza que nadie está libre de error y huye de los farisaicos defensores de una única línea de pensamiento. De ellos suele decir: “¡Qué sabrán de la cantidad de caminos que hay y de la dificultad para acertar con el conveniente en cada momento!”

            Jamás imaginé, cuando se la pedí, que esta Agenda durase tanto. Para mí, ha sido y sigue siendo un instrumento que me ha ayudado a exponer algunas cuestiones referidas al lenguaje y, si lo he considerado preciso, comentarios de temas ante los que he creído que no debía callar. Algunos han hallado interés en mis apuntes; otros, los han dejado correr como esa agua que no se bebe. Normal. Como instrumento, la Agenda no es mala en sí misma, porque ningún instrumento lo es. Su maldad, cuando la haya, habrá que achacarla al uso inadecuado que se le dé. Por eso no culpamos a un cuchillo de causar una herida; el culpable es quien lo blande con ánimo de dañar.

            Pero el peligro, que no el diablo, pues hasta el diablo es bueno, aunque lo pinten así, acecha en cualquier esquina. El día que se me ocurrió publicar No tendrías que haber vuelto, en la editorial me dijeron: “¿Tienes Facebook?” No, respondí. “¿Tienes Whatsapp?” No, volví a responder. “Pues ya te estás abriendo sendas cuentas, pues en este mundo no se es nadie si no se exhibe en el escaparate de las redes sociales”, me dijeron.

            Zalabardo, que es aún más torpe que yo en el manejo de las modernas tecnologías —nos cuesta manejarnos con el móvil, actualizar el portátil, acertar con el botón preciso de un smartv para ver cualquier cosa; él ni siquiera tiene móvil y si tiene televisor en color es porque ya no queda ninguno de aquellos en blanco y negro y con botones en lugar de mando a distancia— me lo advirtió: “¿Sabes en qué berenjenal te metes?”

            No lo escuché y tengo mi cuenta de Facebook y de Whatsapp. Con Twitter y demás redes posteriores ni siquiera lo he intentado. Confieso que he comprobado que esos instrumentos me ayudan. Accedo a la opinión de otros sobre diversas materias del mismo modo que puedo difundir la mía. En ocasiones, solvento una gestión en cuestión de segundos, envío una foto del lugar en que me encuentro como otros me la envían de donde están ellos. Puedo, en fin, ponerme en contacto con personas a las que había perdido la pista bastantes años atrás e incluso hacer nuevas amistades.

            Pero también, ay, he ido descubriendo cosas que no me gustan. Me causa desasosiego la facilidad con que se difunden bulos, infundios, ofensas injustificables, con qué descaro se pone en boca de otras personas lo que jamás han dicho. Por las redes las mentiras corren a velocidad de vértigo sin que nadie ponga coto a tanto desenfreno.



            Un día descubrí que existe algo llamado grupo de whatsapp. Y me sentí feliz porque gracias a uno de ellos conseguí contactar, tras más de cincuenta años, con quienes habían sido mis amigos de bachillerato. La alegría por sentirme de pronto junto a esas personas a las que no había olvidado ni dejado de querer, pero de las que no sabía nada fue inmensa. El grupo se puso en marcha y todo parecía el país de las maravillas.

            Por desgracia, a veces la felicidad es algo efímero. He visto que, no ya en el mío, en cualquier grupo de Whatsapp, se cometen los mismos errores que en Facebook. Lo que peor llevo son los reenviados, cuando no se revisa la veracidad de su contenido; y es un martirio recibir seis, siete, diez y más veces el mismo mensaje por otras tantas vías distintas. ¿Qué decir de los que portan el encabezamiento reenviado múltiples veces? Un ejemplo: estos días circula uno referido a la figura de Ángeles Alvariño. ¿Quedará alguien que no se haya enterado de quién es? Pero me pregunto, ¿alguien sabría algo de ella de no mediar una trágica noticia?; ¿alguien se ha preguntado por qué ella, y otras muchas mujeres, han tenido que alcanzar fuera el prestigio que en su país no consiguieron? Y me digo: ¿cometeré la torpeza de reenviarlo sabiendo que su destinatario lo habrá recibido ya tantas o más veces que yo? Decido dejar quieto el dedito y evitar a otros el suplicio que sufro yo sin desearlo.

            Mi conclusión sobre los grupos de Whatsapp es que jamás podrán sustituir a un verdadero grupo. Los grupos virtuales, además, tienden a olvidar la realidad. Analizo el mío. Quienes lo formamos, pasados sesenta años, no podemos pretender ser quienes fuimos en nuestra adolescencia. Porque la vida es cambio continuo y nadie se libra de él. En consecuencia, si voy a decir algo destinado a ese grupo, qué menos que ser consciente de esa indiscutible diversidad y no decir nada que pueda resultar molesto o herir alguna sensibilidad. Pero, por otra parte, el grupo carecerá de sentido si no se acepta la libertad y la espontaneidad. Con respeto, con actitud razonable, se puede hablar de todo. Y se puede criticar cuanto se considere criticable. Y ha de tener cabida el debate, que es camino para hallar un punto de encuentro. Lo que no es admisible es pensar que yo puedo lanzar un exabrupto y luego escandalizarme porque otro estornude.

 


           Zalabardo mira lo que escribo en esta noche del viernes, después de un delicioso día con parte de esos amigos (¿qué Whatsapp puede sustituir eso?). Ahora mismo, se da la coincidencia de que escucho al grupo Alameda que canta Despierta de tu silencio; amigo, coge el timón y pon rumbo a la esperanza… Y me pongo triste, porque veo que el grupo inicial va perdiendo la inocente alegría de los primeros tiempos. Y me he visto precisado a ir silenciando el contacto con algunos de esos amigos, pese a que los quiero con toda mi alma; pero prefiero el silencio antes que perder el lazo que me ha mantenido unido a ellos en los tiempos en que no había redes. No quiero que ninguna red se me convierta en una trampa fatal.

            Zalabardo me dice que me lo avisó y me recuerda unas palabras de Baroja: “Yo no creo que en nada haya sólo dos posiciones, decir sí o decir no. Me parece que la vida es bastante complicada para no tener más que soluciones simplistas”. Y le digo que no me gusta ningún grupo donde no se reconozca que entre sí y no cabe una inmensa cantidad de respuestas tan válidas las unas como las otras.

domingo, junio 13, 2021

LA INFLUENCIA DEL LENGUAJE TAURINO EN EL COMÚN

 

 


           Ayer mismo, mientras aguardábamos en una acera de Puerta de San Buenaventura a que Rosa Montero, sumada al movimiento de tantos escritores en favor de la librería Prometeo, nos firmara un ejemplar de La buena suerte, hablábamos Zalabardo y yo de las paradojas que uno encuentra. Mi amigo me recordaba que Pío Baroja mantenía que en ninguna cuestión se puede admitir que haya solo dos opciones, decir sí o decir no, porque bastante complicada es la vida como para que haya solo soluciones simplistas.

            Nuestras conversaciones son siempre distendidas y evitamos siempre caer en enfrentamientos insolubles. Sobre la situación de la librería Prometeo, mi amigo me decía que, para salir del atolladero en que se hallan, a sus gestores no les queda más remedio que atarse bien los machos y asomarse al balcón. Le pregunté si era consciente de que estaba empleando dos expresiones taurinas. Por supuesto que lo sabía.

            Tenemos una lengua plagada de expresiones nacidas en el mundo de la tauromaquia, que tampoco pasa por un momento boyante; no faltan quienes no solo le dan de lado, sino que abundan los que piden su completa abolición. A la cabeza, los partidarios de los movimientos animalistas. En este punto Zalabardo sacó la frase de Baroja, pues me decía no entender cómo colectivos que defienden para los animales derechos semejantes a los de los humanos, son tan reacios a reconocer esos derechos a los propios humanos; y me habla de quienes rechazan las migraciones, de la explotación laboral de niños, de los xenófobos, homófobos y cuantos “fobos” existen. Las paradojas que citaba más arriba.

            Aficionados amigos nuestros, José Manuel Ramírez o José María Pérez entre otros, saben bien que la tauromaquia ha pasado por periodos semejantes al actual, que su historia ha sido un continuo enfrentamiento entre detractores y defensores y momentos de auge se han visto seguidos de otros de prohibición. Pero, en el conflicto, tal vez debieran contemplarse aspectos que no se atienden, pues, lo decía Baroja, nada hay tan simple como para saldarlo con actitudes simplistas.

            Ni Zalabardo ni yo queremos entrar aquí en ese debate. Solo pretendemos dejar constancia de que el influjo de la tauromaquia ha sido tan grande en la sociedad española que nuestra lengua está plagada de expresiones taurinas que han pasado al lenguaje usual. Un estudio de Francisco Reus Boyd-Swan, de la Universidad de Alicante, así viene a demostrarlo. Se titula El léxico taurino en la vida cotidiana.

            Por ejemplo, con atarse bien los machos (machos son las cintas que ajustan la parte baja de la taleguilla o pantalón del traje de luces) aludimos al deseo de prepararse a conciencia para afrontar una difícil empresa de la que se quiere salir airoso. Se asoma al balcón el banderillero que se planta ante la cara del toro y se cuadra para colocar las banderillas del modo debido; en la vida diaria, asomarse al balcón es disponerse a ejecutar una tarea difícil aun conociendo el riesgo que comporta.

 


           Pero hay más. Asumir la responsabilidad de solucionar un asunto que no admite dilación, cuando otros temen actuar, es coger al toro por los cuernos. Y del que presume de su acción realizada una vez que ha desaparecido cualquier riesgo se dice que a toro pasado todo es fácil. Actuar sin ambages, sin prejuicio frente al qué puedan decir otros, tomando las medidas debidas, es actuar en corto y por derecho, porque esa es la forma de dar muerte al toro, citándolo de cerca y entrando con rectitud. Claro que si erramos en el intento hablaremos de pinchar en hueso. Quien se encuentra bajo de ánimoso o con pocas ganas de trabajar está de capa caída, pues el torero dispuesto a efectuar una buena faena sujeta su capote con firmeza y en alto. Por eso también, cuando deseamos prestar una ayuda echamos un capote al necesitado, igual que un torero trata de distraer al toro que acosa peligrosamente a otro diestro.

            Incluso cuando alguien presume de lo que se desconoce y mete baza en lo que no le concierne le diremos aquello de al torero en la plaza y al cómico en las tablas, con lo que damos a entender que a cada uno se lo conoce cuando interviene en su especialidad. Por el color del pelo y pinta de un toro, se los califica como azabaches, zaínos, mulatos, jaboneros, bragados, colorados, castaños… Es creencia generalizada que los toros castaños son bravos y peligrosos y, cuanto más oscuros, mayor su peligro. Por eso de cualquier situación complicada en la que son escasas las posibilidades de éxito se dice que pasa de castaño oscuro.

            Hay, no obstante, dos expresiones en las que ni Zalabardo ni yo lo tenemos claro ni acabamos de entender la interpretación que de ellas hace Francisco Reus. Por ejemplo, él recoge ir al hilo de y la explica diciendo que es cuando el toro persigue al diestro como si un hilo uniera a ambos hasta que lo obliga a refugiarse; pero, en su texto, la expresión que usa es hacer hilo. Si se consulta el DLE encontramos a hilo como ‘sin interrupción’ y ‘en línea paralela a algo’ y al hilo como ‘cortar algo siguiendo la dirección de sus hebras o venas y no de través’. Zalabardo cree que aquí hay cierta confusión y que lo que se usa en la tauromaquia es hacer hilo, queriendo indicar que el toro hiere al diestro, traspasando con sus pitones la ropa del toreador.

 


           Otra expresión para la que no encontramos explicación suficiente es la que afirma que no hay quinto malo. En casi todos los lugares consultados se lee que tiene su origen en la época en que aún no se hacía el preceptivo sorteo sobre en qué lugar se lidiarán los toros y a quiénes corresponderá su lidia. También se repite que era el ganadero, conocedor de su ganado, quien determinaba el orden y dejaba para el final el que consideraba mejor. Pudiera ser, ¿pero por qué llevar el buen toro al quinto lugar y no al sexto que cierra la corrida? Leo en otro lugar que Díaz-Cañavate, experto en tauromaquia aducía la razón de que todo era debido a que el famoso Guerrita exigía que se le otorgase para su segunda intervención el toro que consideraba mejor, hasta que apareció la figura de Mazzantini, que impuso el sorteo obligatorio. Parece lógico, pero la duda es si Guerrita actuaba siempre en segundo y quinto lugar.

            En fin, lo que aquí interesa es esa cantidad de expresiones que los toros nos han dejado, muchas de las cuales se nos quedan en el tintero: ser la hora de la verdad, haber hule, entrar al trapo, estar en capilla y muchas más.

sábado, junio 05, 2021

FAHRENHEIT 451 Y PROMETEO

 

 


           En el capítulo V del Quijote, la sobrina del caballero se culpa de no haber hecho antes que se “quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos de ellos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen herejes”. Y nada más comenzar el capítulo siguiente, cuando el cura propone al barbero ver qué libros podrían ser librados de aquel expurgo, la sobrina replica que “mejor será arrojallos por la ventana al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego”.

            En 1953, Ray Bradbury publicó Fahrenheit 451, una magnífica e inquietante novela en la que se nos habla de una sombría sociedad totalitaria cuyos rectores consideran que los libros son un producto peligroso, por lo que buscan imponer su dominio mediante un proceso de analfabetización de los ciudadanos. Al cuerpo de bomberos, tras haberse conseguido unos materiales de construcción resistentes al fuego, se les asigna una nueva función: la de quemar libros.

            Hace unas noches, veía con Zalabardo la versión cinematográfica que de esta novela realizó en 2018 la plataforma HBO. Nos pareció un bodrio, sin el perturbador magnetismo de la novela en que se inspira ni la calidad de la película que ya en 1966 rodó Truffaut. Contar con más y mejores medios no mejora necesariamente lo que ya bastantes años antes había atraído el interés de lectores y cinéfilos.

            Mi amigo y yo no pudimos evitar hablar del desgraciado incendio que la Librería Prometeo ha sufrido en los primeros días de mayo. El papel es material fácilmente combustible que no resiste más allá de los 232º C (451º F, de ahí el título de la novela de Bradbury). Los libros son muy frágiles ante el peligro de las llamas, de las que se han de proteger tanto o más como de a la inquina de los fanáticos intolerantes.

            Zalabardo trata de reconocer semejanzas entre las dos obras, la de Cervantes y la de Bradbury en el sentido de que dan reflejo de mentalidades que miran los libros como focos de malas influencias, razón por la que deben ser destruidos. Le menciono a mi amigo que hay otro libro, más reciente, que gira en torno a esa misma idea, El nombre de la rosa, de Eco. Y le pido que recuerde que, si bien hablamos de tres obras de ficción, la historia está llena de ejemplos reales en que los libros se queman por contener ideas no compartidas por sus destructores.



            Muchos son los episodios en que, con saña fanática, se ha pretendido suprimir unas ideas quemando los libros que las contienen. Casos inolvidables son los varios atentados que entre los siglos III y V sufrió la Biblioteca de Alejandría, alentados por el poder del emperador Constantino o por el fanatismo del patriarca Cirilo; el cardenal Cisneros hizo quemar la Biblioteca nazarí o, en Florencia, Girolamo Savonarola organizó su peculiar hoguera de las vanidades. Y no vale pensar que aquellos eran tiempos lejanos; el nombre de Bebelplatz quedó marcado para siempre porque allí, en mayo de 1933 los nazis instigados por Goebbels procedieron a la quema de casi 20.000 libros. En el último volumen de sus memorias, Baroja cuenta cómo los requetés entraron en el Círculo de Unión Republicana de Vera, en los inicios de nuestra guerra civil, y un oficial fue arrojando desde el balcón libros a los que, tras ser apilados en la calle, les prendieron fuego; “entre aquellos libros —cuenta Baroja— había algunos míos que yo había regalado al pequeño casino”. Tampoco quedará relegada al olvido la ira insana del Estado Islámico que arrasó las bibliotecas en Irak, donde solo en la Biblioteca de Mosul de perdieron más de 8.000 volúmenes de gran valor.

            La mitología nos cuenta cómo Prometeo, benefactor de la Humanidad, enseñó el fuego a los hombres para ayudarlos a progresar, no para que lo utilizasen como elemento destructor; ese acto de solidaridad le acarreó duros enfrentamiento con Zeus. No hicieron mal quienes, con Paco Puche a la cabeza, dieron su nombre a una modesta librería que comenzó a respirar en un pequeño local de la calle Juan de Padilla, de Málaga; tampoco erraron quienes más tarde llamaron Proteo a la ampliación del primer proyecto. Una librería es un foco que irradia cultura y su pérdida será siempre una desgracia.


            Llegué a Málaga, le cuento a Zalabardo, en 1970 y hacía muy poco que había abierto la Librería Prometeo. La conocí por un amigo, José Luis Sarria, profesor de Matemáticas que impartía clases en el mismo centro que yo. Desde entonces, mi relación con Prometeo —me cuesta trabajo acostumbrarme a Proteo-Prometeo— no ha cesado. Ha sido mucho lo que esta librería, desde los tiempos de Paco Puche hasta los de Jesús Otaola que la dirige ahora, ha hecho por la cultura de Málaga. Prometeo también figura en la lista de las librerías españolas que, en los primeros años de la Transición, sufrieron algún conato de incendio provocado. Nos lo cuenta en su libro Pepe Guerrero. Que este incendio de ahora haya sido accidental no deja de conmover nuestras entrañas. Un solo libro que se queme supone una catástrofe de incalculables consecuencias. Una librería que desaparezca será un paso de retroceso hacia la ignorancia.

            Por todo ello le hablo a Zalabardo del amor y respeto que hay que sentir por los libros y por las librerías; y por eso le manifiesto mi deseo de que, del mismo modo que las llamas no han conseguido en ningún momento suprimir los libros, Prometeo, Proteo-Prometeo, renazca como el ave Fénix de sus cenizas y siga dándonos lo que desde hace más de 50 años nos viene dando.

domingo, mayo 30, 2021

TENER PELOS EN EL CORAZÓN Y NO TENER PELOS EN LA LENGUA

 

   


         No es la primera vez que me ocupo de explicar el origen de modismos en que la palabra principal es pelo. Hace ya unos diez años (la Agenda se va haciendo mayorcita) comentábamos Zalabardo y yo de dónde proviene lo de coger la ocasión por los pelos y salvarse por los pelos, entre otros. Todas estas expresiones, decíamos entonces, suelen tener una explicación precisa que, en la mayoría de los casos, es desconocida para quien las emplea. Igual sucede con las dos que comentaremos hoy: Tener pelos en el corazón y No tener pelos en la lengua. El hablante curioso que decida reflexionar sobre ellas se preguntará antes de nada hasta qué punto es posible que el corazón y la lengua tengan o no pelos. Veremos que la respuesta es afirmativa y nos apoyaremos en el campo de la medicina para encontrarla.

            De Tener pelos en el corazón dice el DLE dos cosas: 1, ‘Tener gran valor y ánimo’; 2, ‘Ser inhumano y poco sensible a los males ajenos’. Como vemos, dos significados que se contradicen, pero también a esto hallaremos respuesta. En 1996, en la revista Patología, dos médicos canarios, A. Rey-López y E. Redondo Martínez, publicaron bajo el título Tener pelos en la lengua (cardiotriquia). Recuperación de dos antecedentes, un breve artículo sumamente esclarecedor; hablan en él de un tipo de tumor, teratoma, que presenta entre otras características la de estar cubierto de vellosidad. En el desarrollo de su explicación aluden a dos antecedentes clínicos pertenecientes a una época en la que se desconocía qué fuese en realidad la cardiotriquia: el del rey de Mesenia Aristómenes, que vivió en el siglo VII a. C. y el del marino del siglo XVI Antonio Oquendo.

            Del primero nos habla Plinio en su Historia Natural. Describiendo la morfología y funciones del corazón de los animales, dice que los brutos lo tienen empedernido y duro, pequeño los animosos y grande los cobardes y pusilánimes. Luego cuenta que los egipcios, en sus prácticas de embalsamamiento, comprobaron que va aumentando de tamaño hasta los cincuenta años para, a partir de esa edad, comenzar a decrecer, por lo que es difícil encontrar personas que vivan más de cien años. Y añade: “Se dice que a veces se engendran hombres con el corazón velloso, y que ninguno hay de más fuerte industria”, es decir, de mayor destreza, habilidad, ingenio y sutileza, por lo que se los considera valientes e intrépidos. Es entonces cuando nos cuenta la historia de Aristómenes Mesenio, que destacó en la guerra contra los lacedemonios causando la muerte de gran cantidad de enemigos y se valió de su ingenio y valentía para escapar cada vez que caía prisionero. Tanto que, a su muerte, quisieron ver su corazón y lo hallaron todo cubierto de pelo.

            Sobre el almirante Antonio Oquendo, el jesuita Gabriel Henao nos cuenta su cristiana muerte en La Coruña. Narra que, estando agonizante, oyó cómo se disparaban salvas de artillería y pensó que la ciudad estaba siendo atacada. Hizo grandes esfuerzos por incorporarse y acudir al combate. A su muerte y cuando iban a embalsamarlo, cuenta el padre Henao, “vieron que de su corazón brotaba pelo crecido, señal que se tiene por significativa de gran valor.” Creo, le digo a Zalabardo, que no hace falta mucha imaginación para adivinar que el jesuita era conocedor de la obra de Plinio y de lo que cuenta sobre Aristómenes Menesio.

            José María Iribarren acepta también los dos significados que recoge el diccionario, pero se inclina más por el de ‘ser cruel y despiadado’. Cierto que cita a Plinio, pero debemos creer que, como muchos otros, solo se quedó con lo de dar muerte a muchos enemigos, obviando el papel que su valentía tuvo en sus victorias y sus fugas. Por su parte, la profesora venezolana Lourdes C. Sifontes, en un trabajo sobre la construcción de los personajes de Harry Potter, escribe sobre Los cuentos de Beedle el Bardo, de J. K. Rowling y dedica espacio a un cuento popular, El corazón peludo del mago. Escribe en un momento: “Rowling quizás apela a cierta creencia pasada en que las vellosidades en el corazón eran signo de audacia, valentía o incluso tendencias criminales.” O sea, que la interpretación contradictoria de lo que significa el corazón peludo viene de lejos.

 


           El otro modismo al que me refería al principio, No tener pelos en la lengua, también puede ser explicado recurriendo a argumentos médicos y fisiológicos. No tener pelos en la lengua es ‘decir sin reparo lo que se piensa y siente, con toda libertad y de forma directa.’ En este caso, su significado no ofrece dudas. Ya pudiera haberlas en el origen que se le atribuye. Leo en un lugar un argumento que se repite: “Para comprender la frase sólo basta imaginar aquella situación en la que uno tiene un pelo en la lengua: se dificulta la pronunciación por la molestia que ocasiona un cuerpo extraño, por pequeño que éste sea.” Ese pelo que se cita, esa presencia extraña, la explica perfectamente la dermatología. Existe una rara enfermedad, llamada lengua vellosa, por la que las papilas aumentan su tamaño y se alargan hasta el punto de parecer pelos. Por eso, quien tiene la lengua sana y nada le molesta en ella puede hablar sin pelos.

sábado, mayo 22, 2021

LO UNO Y LO DIVERSO

 


            Bajo este título ha reunido el Instituto Cervantes una serie de consideraciones sobre la riqueza de nuestra lengua debidas a un nutrido grupo de escritores de ambas orillas del Atlántico. El fin de esta publicación, le comento a Zalabardo, es demostrar, como dice Carmen Pastor, que el español, a pesar de su gran extensión e internacionalización, es un idioma con un alto nivel de unidad e inteligibilidad mutua entre sus hablantes, una lengua que acoge la diversidad en su unidad. Luis García Montero, director del Cervantes, recuerda las palabras de Fernando Lázaro Carreter: Una lengua natural es el archivo adonde han ido a parar las experiencias, saberes, creencias de una comunidad. Pero este archivo no permanece inerte, sino que está en permanente actividad, parte de la cual es revisionista. Y yo, a mi vez, recuerdo un libro publicado hace cincuenta años, Nuestra lengua en ambos mundos, en el que su autor, el filólogo venezolano Ángel Rosenblat afirmaba: Frente a la diversidad inevitable del habla popular y familiar, el habla culta de Hispanoamérica presente una asombrosa unidad con la de España. Y considera mucho mayor esta unidad que la del inglés americano o el portugués brasileño respecto al de sus metrópolis. O sea, que ya enarbolaba la bandera que se mantiene en el libro actual, la de la unidad dentro de la diversidad.

 


           Zalabardo me avisa de que hace pocas semanas cree que escribí sobre este mismo tema. Puede que sea posible, le respondo, como también le digo que nunca es mal año por mucho trigo y que insistir en este asunto puede servir para que hagamos un ejercicio de humildad y asumamos sin reservas que si bien nuestra lengua es la del Cid y la de Cervantes, la de Unamuno y la de Juan Ramón, la de Pardo Bazán, de cuya muerte se cumplieron hace pocos días cien años, también es la de sor Juana Inés de la Cruz, de Rubén Darío, de Gabriela Mistral, de Alfonsina Storni, de Borges, de Vargas Llosa y García Márquez

 


           Quizá este sea el punto de reflexión más importante de este libro, la necesidad de entender, sobre todo por parte de los hispanohablantes de España, que si nuestra lengua es lo que es no se debe solo a los españoles, que somos minoría, sino a ese inmenso conglomerado de casi quinientos millones de seres que la hablamos en todo el mundo. Y que, pese a todo y aunque a algunos sorprenda, es una lengua que mantiene una unidad ejemplar. Álex Grijelmo cita el dato de que Juan Miguel Lope Blanch, analizando una muestra de 133.000 palabras utilizadas en el área de Madrid, llegó a la conclusión de que el 99% podrían considerarse propias del vocabulario mexicano; en un estudio comparativo similar, Raúl Ávila comprobó que, de 430.000 palabras empleadas en la radio y televisión mexicana, el 98% se correspondían con las del español general.

            Esa variedad queda manifiesta en cada uno de los capítulos del libro. El chileno Pablo Simonetti nos habla, por ejemplo, de la tendencia de su país a lo que él llama superlatividad y pone como muestra de este hablar exagerado que para elogiar algo se utilicen frases del tipo Salvaje lo tremendo que debe ser. Laura Restrepo, colombiana, cuenta cómo su padre, allá por los años cincuenta, seguía llamando chambergo al sombrero y flux al traje masculino de tres piezas. Le confieso a Zalabardo que no he visto casos de uso de esta palabra después de Valle-Inclán, aunque en América está bastante empleada en la lengua popular. Y para mostrarnos que Colombia es uno de los países que mejor conservan el español clásico, nos habla de una cocinera que había en su casa que en lugar de palangana o lavamanos decía aguamanil y en lugar de policía decía alguacil, porque ella, se defendía, solo hablaba castilla.


            Álex Grijelmo hace un breve estudio en el que trata de clasificar las palabras por su uso; así, nos aclara, no debe sorprendernos que, al hablar de palabras propias (las que se emplean en una zona muy concreta, argentinismos, mexicanismos, etc.) tengamos que citar los españolismos (algo que se nos olvida), es decir, aquellas palabras que solo se emplean en España. Por ejemplo, pertenecen a este grupo mascarilla, patata, mechero, o cotillear. Quizá el grupo más divertido sea el de las palabras cuyo significante conocemos, aunque el significado nos resulte extraño. Si en Venezuela, y algunos otros lugares, pedimos un tinto, no debe extrañarnos que nos sirvan un café solo en lugar de vino, como no debe escandalizarnos oír en Chile que alguien se ha sacado la polla, que es como allí llaman a la lotería. En Perú, lo cuenta Carlos Herrera, causa no es el origen de algo, sino un puré de patatas acompañado de ingredientes diversos; del mismo modo que lisura no es solo la igualdad de nivel de una superficie, sino gracia y donaire. Y, le aviso a Zalabardo, si viajamos por Hispanoamérica cuidemos de no abusar del verbo coger, que tiene allí un significado muy diferente al que conocemos nosotros.

sábado, mayo 15, 2021

DE ‘MENTAR A PATETA’ A ‘METER LA PATA’

 


            Manuel Machado acertó a decirlo con la brevedad y precisión justas. Hablaba de las coplas, pero su juicio es válido para todo lo que llamamos popular o tradicional. Una vez que el pueblo adopta algo y lo hace suyo, el interés por la autoría individual se desvanece hasta perderse. Le pongo a Zalabardo un ejemplo fácil de entender. Nadie discute que todos podemos equivocarnos no una, sino más veces. ¿Pero quién dijo aquello de que errar es humano? Hay quien sostiene que fue el cordobés Séneca, aunque resulte imposible encontrar la sentencia en ninguno de sus libros, lo que otros justifican defendiendo que, en realidad, fue su padre, conocido como Séneca el Viejo, quien lo dijo, aunque con palabras diferentes. Sea como sea, lo que entre nosotros se ha impuesto, lo que de verdad nos importa es que con ese latinajo, errare humanum est, sed perseverare diabolicum, o sea, que ‘es humano equivocarse, pero diabólico persistir’, nos mostramos dispuestos a justificar cualquier desliz, porque lo censurable es negarse tozudamente a reconocer el error. Que después, con palabras más o menos parecidas, hayan insistido en ello Cicerón, san Jerónimo, san Agustín…, ¿a quién le preocupa?

            Y si errare humanum est tiene una pinta culta que no puede con ella, ¿qué podríamos decir de meter la pata? Según el DEL, significa ‘hacer o decir algo equivocado’. Zalabardo, que suele estar a la que salta, me dice que si con esta frase queremos decir que una persona se ha equivocado o ha actuado de manera inadecuada, ¿por qué usamos pata y no pierna? La cuestión no es baladí y le digo que algo semejante, aunque por lo contrario, podríamos plantear de salir con el rabo entre las piernas. Pero su pregunta me pone a pensar y la primera ayuda que busqué fue la de Covarrubias y su Tesoro de la lengua española. Nada encontré al respecto, como tampoco en otras eminencias que han estudiado los modismos y los refranes. Tuve que llegar al gaditano José María Sbarbi (1834-1910) para hallar algo que me orientara: andar el diablo metiendo la pata, ‘salir algo torcido o no marchar bien’ y meterla hasta el corvejón, ‘decir una barbaridad o hacer algo equivocadamente, con lo que se asemeja a quien ha errado con los animales’.

            Con eso, dispongo de dos vías de explicación: la diabólica y la animal. Al diablo, bien lo sabemos, se lo suele representar con la parte inferior de su cuerpo como de macho cabrío, con patas en lugar de piernas. Encuentro, además, que en bastantes zonas de nuestro país al diablo se lo conoce como Patitas, Patetas o Pateta. El Diccionario de Autoridades, para referirse a ‘hacer o decir algo mal’ recoge los modismos No lo hiciera Pateta y No lo dijera Pateta. Con ello se asegura que cada vez que algo sale mal es por intervención diabólica; también el DLE recoge Llevarse algo Pateta o Hacer algo Pateta. Me sugiere Zalabardo que tal vez por eso, al emprender una tarea se nos aconseja olvidar del diablo, que ni siquiera lo mencionemos. Eso explicaría lo de No mentar a Pateta. Y leo en algún lugar que mentar a Pateta podría sonar raro a mucha gente y eso hizo que mentar se convirtiera en meter y Pateta en pata. De esa forma, se entiende que mentar a Pateta pasara un día a ser meter la pata.



            Pero le digo a mi amigo que no puedo demostrar tal cosa, por lo que no habría que desechar del todo la teoría del origen animal. Si el corvejón es una de las articulaciones de la pata del animal, resulta fácil pensar que un animal que pone su pata donde no debe, por ejemplo, un cepo, comete una grave equivocación que puede llevarlo incluso a la muerte. Es otra teoría que encuentro como origen de meter la pata.

            Y no me resisto a contar una tesis más sobre el origen de la expresión. Le aviso a Zalabardo que se trata de una versión, extraña, curiosa, que, vaya por delante, no he conseguido comprobar. Por eso desconfío de ella, pese a que se repite innumerables veces en internet. Y quienes me conocen saben lo que pienso de internet y de los contenidos que se ofrecen sin ser acompañados de su correspondiente contrastación.

 


           La versión a que me refiero nos retrotrae a un periodo muy antiguo, unos comentarios de Teofrasto de Hieracómpolis sobre el Antiguo Testamento que ya fueron rechazados en el Concilio de Trento y excluidos de lo que el dogma acepta. En el Génesis leemos cómo Dios se medio arrepintió de haber creado a los hombres y pensó destruirlos. Pero halló que Noé era justo y su decisión final fue salvarlo junto a su familia y una pareja de las diferentes clases de animales. La cantidad de animales que entrarían en el arca variaría según fuesen puros o impuros. Y aquí entra nuestro Teofrasto, cuento a Zalabardo. Este egipcio decía que Dios, para probar a Noé, le exigió que no diera cobijo en el arca a ninguna pata, por ser animal despreciable y poco de fiar. Noé, que debería ser bueno hasta la exageración, sintió compasión y no entendió por qué condenar a aquel animal; así que, a escondidas, cogió una pata y la ocultó dentro del arca. Dios, que lo ve todo, le habló de forma airada: “Noé, me has desobedecido; has metido la pata”. En castigo, un diluvio que debería haber durado una semana se prolongó durante cuarenta días.

            Los defensores de esta historia argumentan en su favor que hasta Erasmo de Rotterdam repetía con frecuencia en sus cartas: “No seáis como Noé y no metáis la pata”. Tampoco ese dato lo he podido comprobar. En cualquier caso, lo dejo avisado para que no se vea malicia en mi error, si acaso lo fuera.

sábado, mayo 08, 2021

CUANDO NOS ENSEÑABAN A RAZONAR

 


            El viernes, ese viernes que nació con la dolorosa noticia del incendio de la librería Proteo-Prometeo, observábamos Zalabardo y yo un amanecer velado por un leve manto de niebla y en ningún momento tal visión nos condujo a afirmar que Málaga es la ciudad de la niebla; y menos aún si, al poco rato, un sol —capitán redondo, como dijo Lorca— fue tomando el mando en un cielo de resplandeciente azul.

            Olvidamos en ocasiones que la vida es evolución y que toda evolución persigue un progreso; por eso no entiendo que muchos se mantengan anclados en no sé qué viejas ideas. Siempre he pensado que la función primordial de la educación debe ser ayudar a los alumnos a que sepan razonar por su cuenta, sin trabas, de modo que sean un día seres autosuficientes para formar sus propios juicios sobre todas las cosas. Que después se equivoquen o no, tampoco debe preocupar, pues todos nos equivocamos. Mas nunca faltará un camino para salir del error, salvo que nos aferremos a él o permitamos sin rechistar que otros nos llenen ese camino de obstáculos. Sin embargo, todavía abundan quienes piensan que el objetivo es llenar sus cabezas de datos.

            En este aprender a razonar tenía un papel fundamental esa disciplina, olvidada por muchos y detestada por otros, llamada Filosofía que, no se olvide, es solo una de las facetas de ese campo de las humanidades que hoy pretenden desterrar quienes, impúdicamente, piensan que basta y sobra con una formación exclusivamente tecnológica. ¡Cuánto daño estamos causando a las nuevas generaciones suprimiendo enseñanzas que sí son importantes y empeñándonos en imponer pines parentales y estupideces semejantes! Tal vez consideremos preferible que nuestros niños y adolescentes sean robots obedientes a las instrucciones instaladas de fábrica, pero horros de imaginación. ¿Qué necesidad hay de filosofía, arte, lenguas clásicas y esas bobadas? Bien lo resumió un ministro de mal recuerdo en tiempos pasados: Más fútbol y menos latín; ¿sería zoquete el tío?

 


           Le cuento a Zalabardo lo que me costaba moverme dentro de aquel laberíntico mundo de los silogismos. Pero aquello de Barbara, Celarent, Darii, Ferio…, las premisas, el término medio, las conclusiones, etc. me ayudó a entender el proceso del razonamiento, me enseñó a construir juicios que me permitieran argumentar hasta conseguir una conclusión. Aprendíamos, por ejemplo, que de una observación particular no es posible extraer una conclusión universal; por ejemplo, lo de la niebla de la mañana del viernes. O, por ejemplo, que, si leo que alguien ha apuñalado a otra persona, no debo condenar al cuchillo por su maldad.

            Nuestra conversación ha surgido cuando, leyendo la última novela de Javier Marías, nos hemos topado con una frase que retrata a toda nuestra sociedad actual: todas las palabras están sometidas a vigilancia. Y es verdad. Nos quedamos en la corteza que Berceo pedía dejar y no vemos el meollo al que el buen fraile nos animaba a llegar. Así, no se piensa en cómo presentar de manera interesante y clara un pensamiento, en acertar en su planteamiento, en reflexionar si eso ha sido o no dicho antes. Lo que que preocupa es cómo decirlo, qué palabras utilizar para que nadie se sienta ofendido o para que nadie nos acuse de ser tal o cual cosa. Porque, eso sí, siempre tendremos delante a alguien, individuo o colectivo, que juzgará inconveniente lo que transmitamos, no por su contenido, sino por las palabras usadas.

            La situación es tal que no puedo alabar las buenas cualidades de alguien sin que aparezca una voz susceptible preguntando si nadie más goza de ellas; no puedo opinar sobre mi rechazo de los modos de la señora Ayuso —que no me gustan—, sin que alguien, con gestos y palabras de quien se siente ofendido, me llame venezolano, como si los venezolanos no merecieran mayor respeto hacia su gentilicio; pero es que si opino sobre los modos del señor Sánchez —que tampoco me gustan—, de inmediato se me tachará de fascista. Me encuentro, pues, frente a la paradoja de no saber si soy bananero, populista, sociata, fascista, comunista o qué sé yo, porque me llamarán de todo. Si pretendo hablar de los ciudadanos italianos, no faltará el colectivo escandalizado que me acuse de despreciar a las italianas y a les italianes. Le digo a Zalabardo que me veo caminando por el filo de una navaja cada vez que tengo necesidad de utilizar determinadas palabras: porque no le veo sentido a sustituir negro por subsahariano; porque, como profesor de literatura, no sabría explicar a mis alumnos la historia del Abencerraje y Jarifa sin referirme a ese género literario en que moros y cristianos, aun adversarios, mostraban un comportamiento gentil, caballeroso y educado; porque no sé por qué ciego ha de ser peyorativo y discapacitado visual no. Y, claro, quedo marcado por el estigma de ser políticamente incorrecto, de no utilizar lenguaje inclusivo y de no sé cuántas cosas más.



            Todo esto lo supero, le digo a Zalabardo, teniendo la conciencia clara de que nunca miro a nadie por su condición social, por el color de su piel, por sus creencias políticas o religiosas, por su tendencia social u orientación sexual, porque sé que ningún inmigrante viene a robarme nada, que ninguna mujer es inferior por ser mujer o que el índice de delincuentes ‘educados’ en ricos colegios del país supera al de los que vienen del exterior.

            Zalabardo me consuela y me dice compartir la idea de que nunca algo singular puede ser elevado a categoría universal. Me pide que mire el Parlamento, lugar, afirma, donde se ofende a la palabra que le da nombre, pues parlamentar es debatir, argumentar, razonar; y lo que allí se va instalando, ay, es el insulto soez y el rebuzno irracional, las más de las veces. No en todos, claro está, porque, y eso me lo enseñó esa filosofía que destierran, pero que a mí me ayudó a razonar, no es igual decir algunos políticos que todos los políticos. Ojalá la palabra algunos no implique jamás una cantidad igual o superior a la señalada por la palabra todos. Y me recuerda mi amigo que diga aquí que, de no ser por el latín, el gentilicio que se aplicaría a aquel ministro mencionado no sería egabrense, sino otro más feo.

sábado, mayo 01, 2021

LA MAGIA DEL 3

 


            Tres eran tres las hijas de Elena, y ninguna era buena, Julia, Paloma y Elena es una canción popular que casi todos conocemos, aunque sea complicad rastrear sobre ella sin que nos perdamos. Julia de Asensi, que en el siglo XIX escribió un pequeño cuento llamado Las tres hijas de Elena, comienza por confesar que ignora quiénes pudieron ser y de dónde procede la vieja canción. En Granada —en su Universidad pasé tres (vaya, otra vez el 3) maravillosos años— conocí una leyenda que refiere cómo Elena de Mendoza, señora de alcurnia golpeada por la ruina, sobrevivió dedicando a sus hijas a la prostitución; de ahí lo de que ninguna era buena. Decían que tal cosa sucedió allá por el siglo XVI, pero alguien más entendido me insinuó que la historia no era no era sino una adaptación, consecuencia de la tradición oral, de una canción más antigua, Las tres morillas de Jaén (Aixa, Fátima y Mariem), que se difundió en forma de zéjel con éxito por todo Al Ándalus. Tanto que, siglos después, el propio Lorca le puso música. Más tarde, por casualidad como casi todo sucede, leí que tanto la historia de las hijas de Elena y las morillas se remontaba a una canción de tema erótico y picante del siglo X recogida por el escritor persa Abu l-Faray al Infahaní en su colección Libro de las canciones.

            Entonces, no en el siglo X, sino en mis años de Granada, no conocía aún a Zalabardo. Además, el apunte de hoy nada tiene que ver con las morillas ni con las hijas de Elena, sino con la magia de los números, asunto sobre el que mi amigo me ha consultado. Lo primero que le digo, y sirva esto para quienes sigan leyendo, es que no creo que ningún número encierre una naturaleza mágica. Distinto es que, a través de los tiempos, haya civilizaciones que sí se lo han querido otorgar. En la larga cadena de los creyentes de la magia de los números se encuadran fieles de la parapsicología como Germán de Argumosa, Jiménez del Oso o Iker Jiménez.

            Lo cierto es que, en las mentes populares y crédulas, y en otras que siendo crédulas no son populares, anidan creencias de que hay magia en los números, como lo hay en los pájaros, en los árboles, en los posos del café, en las hojas del té o en las cartas del tarot. Para embaucar, todo vale, le digo a mi amigo. Valga de ejemplo la anécdota que algunos recuerdan estos días sobre el controvertido escritor-articulista Antonio Burgos y la frase que gritó al torero Gregorio Sánchez en una ya lejana feria de Osuna, mi pueblo, frase en la que se apoyan para conceder al escritor dotes de augur. Pero es mejor que volvamos al carácter mágico o no del 3.

 


           Los más serios, atribuyen a Pitágoras la idea de que el 3 es el número perfecto: El uno es el origen de todo; de él, por acumulación, va saliendo lo demás. El dos es la diversidad y, a la vez, lo indefinido; pero el tres, unión de los anteriores, es la perfección, la armonía. Diríamos, entonces, que en las matemáticas se encierra todo el misterio y solución al caso. Platón decía que el triángulo equilátero representaba la armonía y la sabiduría. Tales de Mileto reconocía tres principios básicos: la salud, la riqueza y el entendimiento, que Gracián convirtió en santidad, salud y sabiduría y en nuestros prosaicos años ha devenido en salud, dinero y amor. O sea, tres por todos lados. Para no perdernos en lo del triángulo, no falta quien nos recuerda que en la tradición judaica, el triángulo equilátero es el ojo de la divinidad; con uno de sus vértices hacia arriba, significa el fuego y la virilidad, lo masculino; si está invertido, significa lo emocional, lo femenino. Y, en fin, el símbolo de David son dos triángulos entrelazados, o sea, un hexágono estrellado.

            Este camino de interpretaciones, aclaro a Zalabardo, conduce a otras de quienes todo lo fían a una concepción religiosa del mundo. En el cristianismo, heredero del judaísmo, el triángulo es la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; los apóstoles, doce, sumaban cuatro veces tres, de los que uno, Pedro, negó a Cristo tres veces. Al Diablo se lo representa con un tridente. Y el catecismo nos enseñó que los atributos de la divinidad son tres: fuerza, belleza y sabiduría, como tres son las virtudes: fe, esperanza y caridad, y tres las potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Claro que no hay que olvidar que ya antes, mucho antes, los hindúes adoraban a su trimurti: Brahma, Visnú y Shiva, creación, conservación y destrucción, respectivamente, de cuanto existe; o que los romanos, pese a su extenso catálogo de dioses, se entregaban a su triada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva.

            Con esto le quiero decir a Zalabardo que es muy posible que estemos hablando de lo que no son más que casualidades. Que sí, que el tres es un número que ayuda fácilmente a pensar, a clasificar las cosas. No en vano, para comenzar decimos: ¡a la una, a las dos y a las tres! Y como siempre hay quien quiera llevar la contraria, alguien dirá: Sí, pero aunque sean cuatro, ¿por qué se habla de los tres mosqueteros?

 


           Y lo que yo digo. Es que el tres es un número facilón y muy socorrido. Los revolucionarios franceses se escudaron tras su libertad, igualdad, fraternidad; si no encontramos salida a una situación, argumentamos que no hay más que sota, caballo y rey; si algo ha salido a la perfección, hablamos de un banquete con café, copa y puro; si tardamos en atinar con algo, nos defendemos diciendo que a la tercera será la vencida; que una buena frase se compone de sujeto, verbo y predicado; o que no hay buena faena taurina sin parar, templar y mandar.

            Es entonces cuando Zalabardo se queda serio, me mira y dice: si todo es como dices, pura casualidad, ¿cómo me explicas que este que escribes ahora es el apunte 927 de esta Agenda, número que es múltiplo de 3 porque en él el 3 está contenido 309 veces, con lo que, a la izquierda de la nada, el 0 (polvo somos y en polvo nos convertiremos), vemos de nuevo el 3, y a su derecha el 9, que es 3 veces 3?

            Lógicamente, me tengo que callar y decir: casualidad

sábado, abril 24, 2021

ENTRE TODOS LA MATARON…

 

 


           Ya hace bastante tiempo que Zalabardo y yo dejamos de interesarnos por los debates políticos previos a unas elecciones. Tenemos la impresión de que se ha perdido la conciencia de qué deba ser tal tipo de confrontación. Los debates, que nadie lo dude, son una discusión sobre un tema partiendo de opiniones diferentes, discusión que sobraría si todos pensáramos lo mismo. Pero, sentado esto, que la pluralidad de enfoques es necesaria y conveniente, la realidad nos muestra que se desprecian olímpicamente otras dos características no menos importantes: que las diferentes posturas han de ser defendidas con el apoyo de argumentos y que su finalidad es que, si los debatientes no alcanzan un punto de encuentro, quienes asisten a él sí puedan llegar a una conclusión que les valga para decidir el sentido de su voto.

            Debatir exige tener una idea y saber defenderla; tener ideas y acertar a formular su defensa con argumentos requiere saber pensar. Cabe en este momento recordar lo que decía Baltasar Gracián en su Oráculo manual y arte de la prudencia: Pensar bien es resultado de la racionalidad. A los veinte años reina la voluntad, a los treinta el ingenio, a los cuarenta el juicio.

            Desgraciadamente, el pasado viernes, mi amigo y yo no pudimos sustraernos al bochornoso espectáculo de algo que la cadena SER quiso que fuese un debate. Y nos resultó imposible sustraernos no por el interés que nos despertara su anuncio, sino porque creo que no hay nadie en el país que no se haya enterado de lo que en aquel plató sucedió. Se veía venir algo que la inconsciencia de algunos niega, que estamos volcando sobre nuestra sociedad tal cantidad de histerismo, intolerancia y fanatismo que una conversación racional parece imposible.

            Zalabardo, que se ha quedado pensando en la cita de Gracián, me susurra con tono doliente que quizá seamos poco maduros para hablar con juicio, demasiado torpes para ser ingeniosos y juveniles en exceso como para pretender que solo es válida la idea propia. O sea, que nos importa un pepino la racionalidad que conduce a la rectitud de pensamiento.

            Mi amigo echa mano de un dicho popular, todo lo malo se pega. Y, al hilo, recuerdo una frase de la última novela de Javier Marías, que estoy leyendo ahora: El odio es contagioso. La fe es contagiosa… Se convierte en fanatismo a la velocidad del rayo… Se diría que nuestros políticos se han instalado en el terreno del odio, ese que lleva a otro refrán, al enemigo, ni agua, porque nos empeñamos en no tener adversarios, sino enemigos y en defender una fe ciega que nos hace valorar solo los postulados propios. Ese odio y esa fe se han convertido en pilares del fanatismo que percibimos por todos lados.

            Lo del viernes no fue sino la gota provocadora del rebosamiento. ¿Tan desquiciados estamos, tan viles seremos que no reaccionamos con la vehemencia necesaria ante unas amenazas de muerte dirigidas a unas personas que, compartamos o no sus ideas, han sido elegidas democráticamente en las urnas y cuyo único ‘delito’, si cabe usar esa palabra, es no compartir nuestras ideas?

            Se cuenta del Gran Capitán, aquel insigne militar, haber pronunciado una frase que se ha convertido en refrán: a enemigo que huye, puente de plata. La expresión encierra una gran carga de sensatez incluso en situaciones de enemistad; al adversario, esa es la idea, una vez que decide retirarse de la contienda, se le debe facilitar la salida, no ensañarse con él ni perseguir la continuación de la contienda ya terminada.



            Pero esa sensatez parece haber desaparecido. No ya solo no se procura evitar el enfrentamiento, sino que, aunque la creamos limitada a la confrontación verbal, refleja una violencia y una agresividad inconcebible entre personas e instituciones civilizadas. A quienes la practican y fomentan hay que acusarlos de la irresponsabilidad en que incurren, ya que con su actitud arrastran a las masas a una conducta semejante.

            Muchos, lo sé, dirán que la desmesura de Monasterio ayer responde a conductas semejantes por parte de otros. No me vale esa excusa. Sabe bien Zalabardo que no me gustan, nunca me gustaron, las maneras del presidente Sánchez. Que no me gusta el ideario de Unidas Podemos ni el egocentrismo populista de Iglesias. No me gusta ningún extremismo, del color que sea. Pero lo de ayer de la representante de Vox traspasa todos los límites tolerables en democracia.

            Con más o con menos intensidad, todos, o casi, están contribuyendo a polarizar las posturas, a crear un clima irrespirable en la sociedad, a enfangar la democracia. Llevamos mal camino, me dice Zalabardo. Y añade: que no tengamos que decir aquello de entre todos la mataron y ella sola se murió, cínica postura de quien solo busca liberarse de una culpa que también le toca.