sábado, septiembre 30, 2023

IRSE AL / QUEDARSE EN EL POYETÓN

 

Es bien palpable que algunas, o muchas, palabras y expresiones se van perdiendo con el tiempo y resultan desconocidas para las nuevas generaciones. Las causas son muy variadas. A veces, lo designado queda obsoleto por mor de los avances de la técnica y el uso de esa palabra se diluye. Le digo a Zalabardo que, hace unos días, leyendo una novela de un paisano mío, Víctor Espuny, me topé con pascalina. ¿Cuántos conocen hoy ese término y quiénes usan el objeto significado? La palabra ni siquiera aparece en el DLE. La pascalina es un raro artefacto lleno de ruedas y engranajes que facilita los cálculos inventado en el siglo XVII por Blaise Pascal, quien la llamó máquina aritmética. O sea, no es sino el más remoto antecedente conocido de las modernas calculadoras. Si atendemos a otros campos que no sean las ciencias, podríamos pensar qué fue de los miriñaques y los polisones en el mundo de la vestimenta femenina.

            De palabras antiguas que se van dejando de utilizar sabe bastante mi buena amiga Pepa Márquez, fiel defensora de como se ha hablado «toda la vida de Dios», aunque no tenga en cuenta, tampoco tiene por qué, que, antes de ella y de todos nosotros, se hablaba de otra manera y que, ahora y después de nosotros, se hablará de otra diferente a aquella y a esta. También sabe de esto mi no menos buen amigo Paco Álvarez Curiel; no ya por lealtad y apego a los modos de hablar, sino porque los ha estudiado y es autor de un interesante Vocabulario popular andaluz.

            Pero lo que quiero explicar a Zalabardo es que debemos asumir con naturalidad que el lenguaje, tanto el culto como el coloquial, no cambia por caprichos de nadie ―aunque haya muchos malandrines que lo prostituyen a conveniencia―. El lenguaje evoluciona de forma natural ajustándose a los cambios que la sociedad experimente. Algunos se resisten a creerlo, pero las cosas no cambian porque modifiquemos las palabras que las designan; las palabras cambiarán, o desaparecerán, cuando la mentalidad de la sociedad vaya aceptando avances y cambios necesarios y cuando dejemos de volcar sobre el lenguaje nuestros prejuicios. Sin embargo, es conveniente y positivo no olvidar los nombres anteriores; ese recuerdo es el fiel de la balanza que indica el giro que ha dado la sociedad.



            A este criterio responde el título del apunte de hoy. Le sugiero a Zalabardo que antes de comentar la expresión, irse al / quedarse para / estar en el poyetón, sería interesante revisar la palabra de la que poyetón procede. Para no remontarnos demasiado lejos ―aunque la historia es curiosa―, nos quedaremos en el latín podium, que podía significar tres cosas: 1. ‘Grada primera y más ancha en los anfiteatros, en forma de plataforma, sobre la que se colocaban las filas principales’; 2. ‘Consola, cordón saliente de un edificio’; y 3. ‘Otero o colina pequeña’. Del primero sale su sentido de ‘banco’; del segundo, la ‘encimera’ de cocina; y del tercero, ‘lugar elevado’. Menéndez Pidal dice que podium debió extenderse fundamentalmente por el norte y noreste de Hispania, prevaleciendo el tercero de los significados. Eso explica que en la Tarraconense y en Galicia derivase hacia puig, pueyo y poyo como nos demuestran los topónimos Puig de Castellet (Girona), Pueyo de Aragüés (Huesca) o Poio (Pontevedra), todos ellos situados en lugares elevados; porque en la parte sur, para señalar un lugar de mediana altura triunfaron otero y cerro.

            Poyo, como ‘asiento o banco’ se usaba más en León y Asturias. Y con este significado llegó a establecerse en la mitad sur de España. El poyo es un ‘banco de mampostería, especialmente formado por una sola piedra’, adosado a la fachada exterior de una casa, junto a la puerta. Aunque hay que hacer dos observaciones: la primera, que entre nosotros acabó por triunfar una forma de diminutivo, poyete; y la segunda, que poyo y poyete se utilizaron también con el segundo de los significados que tenía en latín, como nos demuestra la presencia de poyo, o poyete, de la cocina, que es la ‘encimera o repisa sobre la que se elaboran las comidas’.

            Le presento a Zalabardo una última cita que nos mete de lleno en la que es idea principal del apunte. Alonso Zamora Vicente, hablando en su Dialectología española del influjo de las hablas aragonesas en el andaluz, afirma que muchas de las palabras que siguieron este camino adoptaron por influencia popular, sin que se sepa bien por qué, significados locales; Trata de demostrarlo con abundantes ejemplos, de los que nos quedamos solo con el que nos interesa. Que poyo no designa, aquí, ‘lugar alto’ y que se echó mano de un aumentativo para poyetón, irse al poyetón, ‘quedarse soltera una mujer’. Ya tenemos aquí la expresión; ahora habría que buscarle una explicación. En una sociedad marcada por ideas fundamentalmente patriarcales, la mujer tenía poca o ninguna consideración social. Su meta, impuesta, era el matrimonio no siempre fruto de su voluntad, sino impuesto por un concierto entre familias. La mujer tenía pocas o ninguna perspectiva respecto a su futuro. Tan es así que, si nadie la pretendía o si sus padres no conseguían «colocarla», su única opción era permanecer en casa. Y, cuando no estaba ocupaba por faenas domésticas, su única distracción era sentarse en el poyetón y ver cómo el mundo desfilaba ante ella sin su participación.



        ¿Había hombres que, por la razón que fuese, quedaban solteros? Sí, solterones ha habido siempre, pero difícilmente se aplicaba a un hombre lo de irse al poyetón. Eso se decía más de las mujeres que alcanzaban una edad en la que se pensaba que ya era difícil que contrajesen matrimonio. Clara muestra de que la expresión tenía un matiz claramente peyorativo y denigratorio. La mujer que no llegaba al matrimonio, salvo que entrase en un convento, quedaba señalada. Tan es así, que el DLE sigue manteniendo que irse al poyetón significa ‘quedarse soltera’.

            Afortunadamente, coincidimos Zalabardo y yo, la sociedad ha cambiado, la mujer ha alcanzado un estatus social muy diferente y, aunque a pasos lentos, se va logrando una igualdad en derechos. Una mujer de hoy podrá elegir no casarse, no establecer ninguna clase de vínculo matrimonial. Pero será porque esa es su voluntad. Lo que es seguro es que a ninguna se le podrá imponer lo de irse al poyetón.

            Esto es lo que pretendía decir cuando al principio defendía que los cambios no se imponen, sino que caen por su propio peso en cuanto que cambian las mentalidades. Pero, aunque una palabra o expresión quede obsoleta, haya perdido su uso, nunca deberíamos olvidarla, porque es una forma de no olvidar lo que va de un tiempo a otro, los avances conseguidos, y de cobrar nuevas energías para seguir logrando cambios.

sábado, septiembre 23, 2023

EL ORGULLO DE SER UN PAÍS PLURILINGÜE

 

En el siglo XVI, Antonio de Nebrija escribía en su Apología (1507): «Quienes ignoran pueden alegar como causa de su desconocimiento la propia ignorancia, de la que ellos mismos no han sido los responsables» para, a continuación, hacer un durísimo alegato contra los fanáticos e intolerantes (si es que una cosa no va siempre unida a la otra) que lo acusaron ante la Inquisición de que sus estudios filológicos sobre los textos bíblicos no se ajustaban a lo que el dogma imponía.

            Hablamos Zalabardo y yo del «conflicto» por la autorización en el Congreso de las lenguas cooficiales. Quinientos años después, creo encontrarme de nuevo ante un caso que no sé si calificar de ignorancia o fanatismo. Deberíamos estar orgullosos de la riqueza cultural que supone vivir en un país, y un Estado plurilingüe, pero parece que algunos eso les causa vergüenza. Le digo a mi amigo que la ignorancia podría vencerse repasando la historia; la de la evolución de nuestro país y la de la lengua. El fanatismo, en cambio, cuesta más desterrarlo.

            ¿Qué momentos de esa historia digo a Zalabardo que deberíamos repasar? Desde muy antiguo, la Península Ibérica estuvo ocupada por un conglomerado de pueblos muy diferentes, cada uno con una lengua y una cultura propia. Esta situación se vio alterada, sobre todo, desde que en el 218 a. C. los romanos arribaron a nuestras costas. En apenas dos siglos, conquistaron toda la península a excepción de esa pequeña región norteña que hoy denominamos País Vasco. E impusieron la romanización ―administración, cultura, religión y lengua― sobre todo el territorio. Esa romanización se vería condicionada por dos influencias externas posteriores: la de los pueblos germanos, a partir del siglo IV, y la de los musulmanes a partir del año 711.

 


           ¿Qué latín aprendieron en cada una de las zonas de lo que Roma llamó Hispania? Un latín con muchos rasgos de las lenguas sobre las que se impuso, lo que dio lugar a una fragmentación en diferentes dialectos. Suele contarse la anécdota de que en Roma se burlaban de la «extraña» forma de hablar de Adriano, emperador nacido en Hispania. Esa romanización es la razón de esa «Babel que nos invade amenazando destruir el país» para escándalo de algunos. El ilustre filólogo Rafael Lapesa escribió en 1942 una Historia de la lengua española ―yo utilicé en mi último año de Universidad, en Granada, la que era ya séptima edición, de 1968― en la que se puede leer: «La división administrativa romana [de la península Ibérica] no era arbitraria. Los conventos jurídicos que integraban las provincias parecen haberse atenido, en su demarcación, a núcleos previos de pueblos indígenas. A esta diversidad étnica ―y posiblemente de substrato lingüístico― se añadió la concentración de actividades de cada convento en torno a su capital» (el destacado es mío). Ese substrato lingüístico acabó por manifestarse en el mozárabe, el mirandés, el riojano, el navarro-aragonés, el gallego, el catalán, el castellano… más el euskera, que existía desde mucho antes. Y sigue Lapesa, hablando de los primitivos reinos españoles: «Los reinos medievales son entidades más claramente definidas que las provincias romanas, conventos jurídicos y obispados». O sea, que aquellos reinos ―León, Castilla, Navarra y Aragón, Valencia, Condado de Cataluña, etc.) eran entidades más firmes y diferenciada que las provincias romanas. ¿Es una barbaridad, entonces, hablar del origen plurinacional y plurilingüe de España?

 


           Tratemos de las lenguas. De las diferentes hablas españolas, solo cuatro alcanzaron el nivel necesario para convertirse en lenguas: el castellano, el catalán, el gallego y el euskera. Las tres primeras, de raíz latina, pertenecían a la familia románica. La cuarta, el euskera, es lo que se llama una lengua aislada, es decir, que no tiene vínculos conocidos con otro idioma. Si bien es un caso raro, no es único en el mundo. Podríamos citar el mapudungun, en Chile, y el burushaski, en Pakistán como ejemplos similares

            Las cuatro lenguas españolas son lenguas maternas de millones de personas que tienen el privilegio de ser hablantes bilingües, pues conocen su lengua materna y la oficial del Estado. Le aclaro a Zalabardo que no debe confundirse plurilingüismo con diversidad dialectal. Lo primero supone que una persona es capaz de comunicarse en diferentes lenguas. Lo segundo, que una lengua puede hablarse de manera distinta en diferentes zonas; por ejemplo, el andaluz, el canario y el extremeño son variedades dialectales del castellano.

            ¿Es importante cuidar y favorecer las lenguas maternas? El escritor Bernardo Atxaga hacía esta declaración: «Conservar la lengua materna es importante para quienes la hablan porque la lengua va unida completamente a su vida y no solamente a la vida propia, también a la vida de la familia y a los amigos. La defensa de la lengua propia no difiere mucho de la defensa de la vida en general». Respetando las lenguas maternas se consigue: fomentar valores como la tolerancia y el respeto, preservar conocimientos que han sido transmitidos durante siglos en esa lengua, proteger la diversidad cultural enriquecedora y potenciar el respeto a los derechos humanos.


             ¿De dónde nos vienen los prejuicios contra el uso de las diferentes lenguas españolas que no sean el castellano? Quienes tenemos edad avanzada sabemos que de la educación franquista recibida, cuyas consecuencias no acabamos de sacudirnos. Los nostálgicos de aquel periodo, defensores solo de «la lengua en que nos entendemos todos» aducen que no hay ninguna ley franquista que prohibiera esas lenguas. A lo mejor hasta tienen razón en eso de que no hay ninguna ley en el sentido que damos a esta palabra. Pero hay abundancia de hechos constatados imposibles de desmentir. El mismo Franco proclamaba en un discurso: «España se organiza en un amplio concepto totalitario, por medio de instituciones nacionales que aseguren su totalidad, su unidad y continuidad. El carácter de cada región será respetado, pero sin perjuicio para la unidad nacional, que la queremos absoluta, con una sola lengua, el castellano, y una sola personalidad, la española». Con esas palabras se suprimían siglos de cultura. No se podía publicar (libro o prensa) más que en castellano; se multaba por hablar por teléfono o poner telegramas en lenguas diferentes a la del Estado o por llamar a alguien con nombres vernáculos; se obligaba, en los cementerios, a sustituir las lápidas que recordaban al difunto en su lengua materna…

            ¿No es hora de superar esta anomalía? Albert Bastardas y Emili Boix, en ¿Un Estado una lengua?, proponen una solución que no es original, porque algo semejante funciona en Suiza: «El castellano en el Estado español podría tener un estatuto de lengua de relación, prescribiéndose su aprendizaje como segunda lengua en las áreas lingüísticas no castellanas. En correspondencia, el sistema escolar de las regiones de habla castellana tendría que poner énfasis en el aprendizaje de otra de las lenguas peninsulares».

Ahora, un candidato a ser presidente del Gobierno de España (gallego, nacido en Ourense), dice que estudia a marchas forzadas inglés, por si suena la flauta; pero parece despreciar su propia lengua gallega al olvidar que un rey castellano medieval, Alfonso X, la utilizaba con orgullo e incluso la prefería para escribir su poesía porque la consideraba más culta y sutil que el rudo y arcaico castellano de su tiempo.

sábado, septiembre 16, 2023

¿SE PUEDE HABLAR SIN MIEDO DE AMNISTÍA?

 

Me comenta Zalabardo la incongruencia que sería que un empresario pusiera más interés en provocar el fracaso de un competidor que en alcanzar el triunfo propio. Con este ejemplo quiere explicarme la situación que, a su juicio, venimos viviendo desde el 23 de julio. El enfrentamiento de dos políticos. Uno que, en lugar de trabajar por reunir los apoyos necesarios para su investidura, ocupa su tiempo en denostar los medios con que, en su opinión, su contrincante pretende alcanzar los suyos. Y otro, al que por el momento tampoco llegan los votos, cuyo silencio acerca de si las acusaciones de su oponente son fundadas preocupa a muchos.

            Y todo ello ―¿hay alguien capaz de sustraerse al debate durante estos días?― gira en torno a la hipotética amnistía que Sánchez ofrecerá a los independentistas a cambio de su voto. Leía, creo que el jueves pasado, la opinión del historiador Antony Beevor sobre que «en un mundo repentinamente repolarizado, incluso las democracias estables se ven amenazadas por un asalto a la verdad a causa del poder de las redes sociales masivas» Y continuaba diciendo que, aunque las teorías conspirativas siempre han existido, «la diferencia ahora es que las ideas enloquecidas y las mentiras pueden difundirse mucho más rápidamente y con mucha mayor convicción porque Internet junto a los creyentes».

            En esas estamos. Sitiados por la fuerza de unas redes y unos medios cuya actuación da la razón al historiador. Con facilidad se recurre a ellas para difundir mentiras, medias verdades, suposiciones ―con desprecio hacia los argumentos― mediante el empleo de palabras que acaban dándonos miedo porque se las carga de la más dañina munición posible. Amnistía es la palabra del momento. Para unos, sería una catástrofe que se produzca; para otros, el miedo impide reconocer que pudiera entrar en el juego político sin que se hunda el mundo.

Zalabardo y yo hablamos de que, a fin de cuentas, indulto y amnistía son dos medidas de gracia, legítimas, que siempre han existido. El indulto tiene quizá menos enjundia. Es una reducción, total o parcial, de una pena impuesta; o su conmutación por otra menor. Aunque parezca frivolidad, su efecto es comparable al de la confesión en la religión católica; la absolución me libera de ir al infierno y me manda al purgatorio, pena más soportable. Por su parte, la amnistía es algo más serio. Por eso se exige que sea todo un parlamento quien la decida. El intríngulis de la amnistía es que borra de un plumazo la existencia de un delito y, consecuentemente, sus consecuencias penales. No es ya el perdón de un pecado; es la proclamación de que ni el pecado ni el infierno existen.

            Cualquier miedo puede superarse con un análisis sereno. Y un mínimo análisis de la realidad nos confirma una serie de verdades incontestables en medio de este gallinero en el que no paran de sonar voces de alarma o, por el contrario, asistimos a silencios preocupantes. La primera verdad de todas: que la Constitución no hable de amnistía no significa que su aplicación sea ilegal; pero, ojo, tampoco significa que sea legal. Por eso habrá que estudiar muy bien el asunto desde una perspectiva jurídica y desde una necesidad práctica, ya que hablamos de una medida excepcional. La segunda verdad: que desconocemos si Sánchez piensa o no conceder la amnistía que le piden a cambio de los apoyos que precisa. Y una tercera verdad: que, llevados por ese miedo generado y nuestra obcecación en unas ideas, no contamos con que una amnistía tiene sus límites. Porque, aun siendo medida de gracia por la que se anulan delitos políticos y sus consecuencias penales, no todo es amnistiable. Las leyes internacionales dejan bien claro que «los crímenes de lesa humanidad, la tortura o la desaparición forzada de personas» no caben dentro de la categoría de delitos políticos y, por tanto, no hay amnistía que los anule. Ningún Estado, según esta doctrina, puede eludir su responsabilidad de investigar los delitos que hayan supuesto «violencia grave contra la vida o la integridad de las personas».

 

           La amnistía, vista así la cosa, es un recurso lícito en un momento de crisis política grave de la que es necesario salir de manera airosa por el bien de todos y sin daño para nadie. Quien concede la amnistía y quien se beneficia de ella han de saber que la medida exige aceptar escrupulosamente las reglas del juego democrático que la nueva situación impone. El precedente más claro lo tenemos en la Ley de Amnistía de 1977. Con el país enrocado en la irreductible dualidad reforma/ruptura, diferentes grupos y diferentes ideas, no sin notables esfuerzos, convinieron en que, como camino desde la dictadura hasta la democracia, aquella solución, si no la mejor, permitía poner en marcha lo que conocemos como Transición, proceso que hizo posible el más largo periodo de paz democrática que España haya disfrutado en siglos.

            La ley del 1977 nació tramposa (entre otras cosas, obviaba que ni las matanzas de Paracuellos ni las matanzas de Badajoz son delitos políticos, como tampoco lo eran las vulneraciones de derechos humanos durante la dictadura) y sigue siendo un quebradero de cabeza, pues sus imperfecciones no han sido limadas por ningún gobierno español, ni de derechas ni de izquierdas. Por eso todas las instancias jurídicas de la ONU, así como Amnistía Internacional, siguen pidiendo que se corrijan aquellos aspectos contrarios al derecho internacional que dicha ley ampara. Y ahí estamos, en mitad del conflicto que lleva a algunos a no aceptar la Ley de Memoria Democrática, que pretende corregir lo que nos piden organismos internacionales.


            Pero en medio se nos ha colado esta amnistía y vuelven a sembrarse miedos. Un miedo que se sustenta en pensar que la única posibilidad que hay de romper el nudo gordiano actual es la aceptación de los planteamientos de Puigdemont. Y no pensamos que, caso de haberla, la amnistía podría circular por vías diferentes. Al fin y al cabo, pase lo que pase, Puigdemont es, todavía, un prófugo de la justicia y no será él quien imponga las reglas del juego.

            De todas formas, si hubiese una solución política al conflicto catalán que resolviese los problemas actuales en beneficio de todos, esa solución sería aceptable. Y lo que son las paradojas. Si se llegase a ella, podrían hacerse verdad unas palabras pronunciadas hace unos días por Feijóo, abanderado del movimiento contra la [hipotética] amnistía: «consolidar acuerdos de mayorías para gobernar a la mayoría del pueblo español». Me avisa Zalabardo que la frase literal era más enrevesada y que, al menos él, le quitaría eso de «mayoría del pueblo español» para convertirlo en «totalidad del pueblo español».

sábado, septiembre 09, 2023

SOBRE OVEJAS NEGRAS, PERROS VERDES Y MIRLOS BLANCOS

            Le cuento a Zalabardo las dudas que me surgieron hace unos días mientras presenciaba un concurso de televisión. Al concursante se le da una definición y ha de adivinar a qué palabra corresponde. Ese día, una de las definiciones fue «Adorador o que rinde culto al fuego». El concursante respondió, y yo pensé lo mismo, ignílatra. Pero resulta que no, que la respuesta correcta es ignícola.

            Mi sorpresa fue mayúscula. Hubiese jurado que el sufijo -cola, del latín cŏlĕre, significa ‘que habita en’ (terrícola, cavernícola, arborícola, etc.) o ‘que cultiva o cría’ (apícola, vitivinícola, piscícola, etc.) y que para ‘que venera o adora’ ya tenemos -latra. Por tanto, acogía con incredulidad ese ignícola. Para que mi confusión resultase mayor, no encontraba la palabra en el corpus del DLE. Acudí entonces al Diccionario latino-español de Agustín Blánquez donde encontré que, junto a ‘cultivar, labrar, cuidar’ ―de donde se extrae lo de ‘habitar en el lugar que se cultiva’―, aparece también el significado de ‘amar, estimar, venerar, dar culto’.

            La duda etimológica, pues, parecía resuelta. Solo restaba, entonces, encontrar otras palabras españolas que acompañasen a ignícola en manifestar ese mismo sentido en su sufijo -cola. Echando mano a una herramienta de la RAE que permite consultas avanzadas del diccionario, aparecen 31 palabras con este sufijo; aunque, como he anticipado, entre ellas no está ignícola. Por tanto, había que continuar la búsqueda. Gracias a esa labor encuentro que ignícola se recoge por vez primera en el Diccionario Castellano con las voces de ciencias y artes, de 1787, obra del vizcaíno Esteban Terreros y Pando, pero que, como caprichoso Guadiana, se pierde hasta que, en 1927, la veamos en el Diccionario Manual (no el oficial) de la RAE. Y allí seguirá hasta 1989, año en que se la envía a un exilio definitivo. Para mayor sufrimiento de la palabra, durante este breve periodo, siempre va entre corchetes, que es la forma con que ese diccionario recoge las palabras «de uso común, neologismos, voces de argot… consciente de que puede ser léxico de fugaz paso por la lengua. El Diccionario testimonia su uso en espera de una instalación definitiva o de su olvido».

 


           Luego, ya, no hay más constancia. Y solamente encuentro que la libera del olvido María Moliner en su Diccionario de uso. Pero, sorpresa de las sorpresas, en la reciente edición digital (tiene, si acaso, uno o dos meses de vida) del Diccionario de Uso del Español, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, que recoge palabras de las que hay testimonios de uso con posterioridad a 1950, me topo con ignícola. La califican como rara y, si se incluye, es porque fue utilizada, al menos, en un artículo del diario ABC de mayo de 2006.

            Mi reacción fue instantánea: estamos ante la oveja negra de una familia léxica. Una palabra rebelde que, coincidiendo en su sufijo con otras 31 de nuestra lengua, es la única en que ese sufijo tiene un significado diferente. En ese momento, Zalabardo se me planta delante y me dice: «Vamos a ver, ¿por qué oveja negra? ¿Por qué si los colores son una mera impresión de nuestros sentidos provocada por la diferente longitud de onda con que nos llega la luz les concedemos el valor de transmitir estados de ánimo, sensaciones diversas e incluso gustos?» Y me aporta diversos ejemplos: que si la vida es rosa, que podemos comernos un marrón, que se piensa en príncipes azules, que nos quedamos en blanco, que alguien es una persona gris o que en ocasiones lo vemos todo negro.

            Tiene razón mi amigo. Creo, además, que posee más conocimientos de física que yo; también de otras cosas. Recuerdo, y se le cuento, que, cuando estudiaba bachillerato, en clase de Física realizábamos un experimento, creo que con el llamado disco de Newton. Un disco metálico, atravesado en su centro por un eje, dividido en zonas de igual superficie, cada una de un color. Si se giraba el disco con la suficiente velocidad, los colores desaparecían y todo se veía blanco. Así nos demostraban que el color no es sino una impresión causada por la luz en el cerebro humano. Los colores, podríamos decir, carecen de una existencia firme. Si acaso, solo el blanco y el negro tienen esa entidad. En ausencia de luz, todo se ve negro. Y si se conjugan todas las diferentes impresiones que un haz de luz puede provocar en nuestra retina, tenemos el blanco.

            Zalabardo, con su pregunta, me sumerge en un mar de dudas: por su actitud frente al resto del grupo a que pertenece, ¿es ignícola una oveja negra, un perro verde o un mirlo blanco? Porque, pensando en la observación de mi amigo, es innegable que con los colores calificamos estados de ánimo, sensaciones diversas e incluso gustos; y al negro lo cargamos con una idea peyorativa, negativa. Y me digo: ¿Acaso ser distinto a los del grupo al que se pertenece ha de ser algo negativo? ¿Por qué rechazamos al que es, o piensa, de modo diferente? En este caso, no creo que ignícola haya de ser una oveja negra léxica.



            Pienso, entonces, en perro verde, expresión con la que designamos lo raro por inexistente. Ignícola es palabra rara, nadie lo duda; pero ahí está, vivita y coleando. Y se pasea hasta por los concursos de televisión, aunque nos puedan parecer frívolos. Tampoco, pues, podemos defender que lo sea. Y con ser un mirlo blanco expresamos lo ‘que es excepcionalmente raro o difícil de encontrar’; ¿cada cuánto encontramos una palabra con sufijo -cola que signifique ‘que rinde culto o adora’? Solamente en esta ocasión.

            ¿Qué es, entonces, ignícola? Creo que ni oveja, ni perro. No es nada negativo ni inexistente. Concluyo, pues, en que es un mirlo blanco, una palabra de uso raro, curiosa si queremos, pero que puede mostrarse orgullosa de no ser como las demás que siguen el camino trillado, que es el fácil. Así debiéramos ser las personas, negadoras de las calificaciones fáciles, huidizas frente a los prejuicios, defensoras del valor de la diversidad. Zalabardo, imitando uno de esos emoticonos de las redes, me muestra el puño cerrado, con el pulgar hacia arriba.

domingo, septiembre 03, 2023

MÁS VALE TARDE

 

Pasada la canícula, cosa de la que no acabo de estar convencido, aquí vuelvo a estar, sin que me falte la compañía de Zalabardo. No niego que ambos dudábamos del regreso. Nos sentíamos cansados ―no por la edad― y hasta meditamos la opción de cerrar definitivamente la Agenda. Entonces vino en nuestro auxilio Diógenes.

            Diógenes de Sinope, que vivió entre los siglos V-IV a. C., no dejó obra escrita. Todo cuanto de él se cuenta ―de sus ideas y de su biografía― se lo debemos a fuentes diversas que hablan de él. Esa es la razón de que abunden las frases y los episodios que se le atribuyen sin que podamos refrendar plenamente ni las unas ni los otros. Por ejemplo, se cuenta que, ya a una avanzada edad, decidió aprender música, lo que motivó que muchos lo reprendieran echándole en cara su edad provecta. A estos fue a los que, dicen, Diógenes respondió: «Mejor tarde que nunca».

            La cosa es que hemos estado revisando lo que ha sido y lo que ha significado esta Agenda. Podría habernos llamado la atención su dilatada vida ―el primer apunte está fechado el 9 de agosto de 2006, ¡17 años ya!―; o el número de entradas publicadas, 1011 y esta será la 1012; o las visitas que hemos tenido, 353.408, lo que arroja un resultado de más de veinte mil al año; o que en este periodo en que la Agenda ha permanecido cerrada, haya habido unas 1660 visitas en julio y casi mil en agosto.

            Todo eso podría habernos ufanado. Sin embargo, lo que más nos ha admirado es la fidelidad de unos seguidores que han aguantado este bombardeo periódico y los comentarios elogiosos que amablemente nos han dedicado. Aquí cobra sentido la referencia a la frase atribuida a Diógenes, la de que más vale tarde que nunca. Porque debo confesar que he sido descuidado tanto con los comentarios como con los seguidores. La culpa, por supuesto, me corresponde solo a mí y nada tiene que ver en ello Zalabardo. No les he prestado la atención debida ni he mostrado el agradecimiento que merecía esa deferencia hacia la Agenda de Zalabardo.

Aconsejaba don Quijote a Sancho: «Muéstrate agradecido; que la ingratitud es hija de la soberbia y uno de los mayores pecados que se sabe». Y como más vale tarde que nunca, quiero que este primer apunte del nuevo curso sirva para reparar esa falta que he venido cometiendo. Estaré más atento y procuraré responder a cuantos comentarios se me hagan.

            En esa revisión de la que he hablado ―hemos llegado solo hasta 2014― me he encontrado ante algunas sorpresas. Comprobamos que los apuntes que más interés han concitado son los dedicados a historias de palabras, a comentarios de refranes y a aclarar cuestiones de nuestra lengua. En definitiva, ese fue el objetivo desde que nació en 2006. Me parece digno de citar que la palma se la lleva el titulado Confundir el culo con las témporas, de mayo de 2015, que cosechó 10467 visitas. Otro, el Refranero escatológico, tuvo 6193. Y son bastantes los que superan el millar.

            Decía al comienzo que Zalabardo y yo hemos estado tentados de concluir la tarea, porque no son pocos los más de mil apuntes publicados, asunto que alimenta el temor de resultar cansado por lo reiterativo. Lo hemos discutido bastante, planteándonos los pros y los contras. La seguridad que parecíamos mostrar al comienzo de la charla empezó a diluirse tras leer un apunte de marzo de 2017, Nulla dies sine linea, que se acercó a las tres mil visitas. En él tratábamos el sentido que puede darse a esta frase de Plinio. Allí recordábamos que Apeles, Miguel Ángel, Santa Teresa, Machado o Voltaire, fueron autores de frases que tenían más o menos el sentido de la de Plinio. De este abanico, confesé a Zalabardo que me gusta especialmente la de Voltaire, que dijo: «El hombre ocioso solo se ocupa en matar el tiempo, sin ver que el tiempo es quien nos mata».

            Fue entonces cuando comuniqué a mi amigo mi decisión de no limitarme a matar el tiempo, sino a ocuparlo leyendo, escribiendo, comunicándome con personas inquietas y amigos y continuando con esta Agenda. En aquella fecha, expresaba también que me ponía manos a la obra para componer la novela que completaría la Trilogía del recuerdo y la memoria. Esa novela la he terminado este agosto, cinco años después de negarme a solo dejar pasar el tiempo. No tengo la menor idea de cuándo se publicará, pero tampoco me acucian las prisas.


            Mientras escribía lo que leéis, Zalabardo se ha levantado para buscar algo. Vuelve y me acerca el último libro de Rosa Montero, El peligro de estar cuerda, cuya lectura he concluido recientemente. Me lo enseña abierto por una de las páginas finales, en la que la autora reproduce una entrevista que realizó a Doris Lessing. La escritora británica respondió a una de las preguntas: «Una vez me pasé un año entero sin escribir, a propósito, para ver qué sucedía. Tuve muchos problemas. Creo que no me sienta bien no escribir». La misma Rosa Montero dice bastante antes que a veces se siente algo que le hace a uno decir: «Yo esto tengo que contarlo, tengo que compartirlo».

            Porque, le comento a Zalabardo, cuando uno escribe ―un poema, una novela, una comedia, un simple apunte como este―, creo que no lo hace solo por vanidad, aunque algo de eso haya también; escribe porque siente esa necesidad de contar y de compartir. Y volviendo otra vez a Plinio, recuerdo que en aquel apunte de 2017 decía que su frase se podía entender también como disposición a atender siempre nuestra tarea, aquella a la que nos dediquemos, esforzándose en que su resultado sea el adecuado. Igual que cuando apareció aquí nuestro primer comentario, en 2006, sobre la conveniencia de cancillera junto a canciller. Eso nos impulsa a mantener activa esta Agenda.

sábado, junio 24, 2023

VALE

 

Cide Hamete cierra la segunda parte del Quijote, 1615, con unas palabras dirigidas a su pluma: «Aquí quedarás colgada de una espetera […] No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna». A lo que Cervantes añade: «Vale».

            En 1979, más de 350 años después, una persona muy querida y respetada por mí, don Francisco Olid Maysounave, director del instituto en que cursé el bachillerato, me dirigió una amabilísima carta como respuesta a otra en la que le expresaba mi pesar por no haber podido asistir al homenaje que, tras su jubilación, se le dispensó. Se despedía así: «Ya sabes dónde me tienes a tu entera disposición. Mis afectuosos saludos para los tuyos y para ti un fuerte abrazo de tu ya viejo amigo.

P.D. En estos días se ha creado la ‘Asociación de Antiguos Alumnos del Instituto de Osuna’. Vale».

            Después de aquellas palabras de Cervantes, ya no hubo más Quijote. Tras las de don Francisco Olid, ya nunca volví a verlo ni a tener contacto con él. Pero le digo a Zalabardo que lo que me mueve a escribir este apunte es fórmula de despedida y cierre empleada en ambos textos, Vale, hoy prácticamente desaparecida, aunque permanezca en nuestro vocabulario con valor interjectivo de significado diferente.



            Dice el Diccionario Latino-Español de Agustín Blánquez, cuya primera edición se remonta a 1946, que vale es imperativo de valeo, ‘ser fuerte y vigoroso, estar sano’ y que en Plauto, Virgilio, Cicerón y otros se utiliza como cierre de un escrito con el sentido de ‘pásalo bien’, fórmula que acaba convirtiéndose en despedida, ‘adiós’. Aunque, por el empleo que hace Ovidio en el relato del mito de Eco y Narciso, pasa a entenderse también como forma de ‘último adiós a un difunto’. Por eso, en el DLE de la Academia, leemos que, aunque forma desusada, es ‘adiós o despedida que se da a un muerto, o el que se dice al término o remate de algo’.

            No obstante, este valor de despedida está casi totalmente desterrado en la actualidad. En su lugar ha venido otro significado a ocupar su puesto; el de ‘asentimiento o conformidad con lo que otra persona dice. A la pregunta «¿Vendrás esta tarde al cine?» es muy posible que se responda: «Vale». Lázaro Carreter ya avisaba en 1976 de este uso que ha venido a dejar a un lado otras formas como bueno, bien, de acuerdo, conforme, como quieras, etc., y lo considera empobrecedor porque se torna abusivo y reiterativo. Lo único bueno que le ve es que fue una forma efectiva para frenar «al yanquismo okay, de tan desoladora prevalencia en otras tierras».

            Dos advertencias quiero hacerle a Zalabardo sobre la opinión de don Fernando. La primera, que muchos dudan de que la Academia hubiese dado su beneplácito para acoger en su Diccionario tal empleo de vale; lo hizo en 1984, solo que incluyó este uso en valer y no en vale. La segunda, que a nadie debiera sorprender este tipo de cambios que se producen en la lengua. También hola manifestaba sorpresa en sus orígenes y hoy es una manera coloquial de saludo.

            Dicho todo lo anterior, Zalabardo y yo deseamos anunciar que, llegadas estas fechas, nos tomamos unas pertinentes, que no sé si merecidas, vacaciones y dejamos de dar la tabarra a quienes amablemente nos leen. Esta Agenda se abrió en 2006, casi veinte años ya, y han sido más de mil los comentarios recogidos en ella. Se dice que la vida útil (a pleno rendimiento) de un electrodoméstico es de dos años; y la de un automóvil dicen que cuatro. Tal vez a la Agenda de Zalabardo le haya llegado la edad de la jubilación. Meditaremos qué hacer con ella durante el verano. Entre tanto, como dijo Cervantes, como dijo don Francisco Olid y como terminaba Cicerón su carta a Létulo en la que le pedía que favoreciese a Aulo Trebonio -…meam commendationem non vulgarem fuisse. Vale. [‘…que mi recomendación no quede sin valor. Ten salud’]- aquí dejamos nuestro Vale.

domingo, junio 18, 2023

LA GATA, LA RATA Y LA VIOLENCIA INTRAFAMILIAR

 

En la segunda parte del Quijote, en el capítulo sexto, mientras trata de que su señor le asigne un pago por sus servicios, Sancho, hombre de escasa cultura, ruega al caballero: «Una o dos veces he suplicado a vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que cuando no los entienda, diga: ‘Sancho, o diablo, no te entiendo’; y si yo no me declarare, entonces podrá emendarme, que yo soy tan fócil…». Naturalmente, don Quijote aprovecha este fócil para, siguiendo la petición del escudero, hacerle ver su descuidada expresión. El buen Sancho, inculto pero no tonto, se percata del juego irónico de su señor y concluye: «Apostaré yo que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme, por oírme decir otras doscientas patochadas».

            Le digo a Zalabardo que, en nuestros días, no ya al hablar, aunque al final tocaremos el tema, sino al escribir, es bastante frecuente que se escapen numerosas erratas, prefiero ser prudente y llamarlas así antes que errores, por causa de los dichosos correctores automáticos. La tecnología ha puesto muchos medios a nuestro alcance y el más simple de los smartphones, que deberíamos llamar teléfonos inteligentes o limitarnos al más corriente móvil, ya que en la actualidad casi todos entran en esta categoría, contienen la función predictora que ‘anticipa’ lo que queremos escribir. Igual función encontramos en los ordenadores personales. Con esta avanzada función conseguimos que el aparatejo evite que escribamos *bender en lugar de vender, o *exhuberante en lugar de exuberante, por no aburrir con más ejemplos.

            Pero móviles y ordenadores, con la riqueza de posibilidades que ponen a nuestra disposición, pueden ser menos listos que Sancho y carecen, por el momento, de capacidad para distinguir si queremos escribir balido o valido en atender al valido/balido o para diferenciar porque, por que, por qué o porqué en frases del tipo pregunto porque/por qué quería; y posiblemente se les fundiría el chip si tuvieran que decidir cuándo es correcto errar es humano y cuándo herrar es humano. Pero tampoco aquí quiero amontonar ejemplos. Me limito a aconsejar que se revise lo que se escribe en un mensaje antes de pulsar la tecla que determina el envío. Así evitaríamos que se nos ponga delante un puntilloso aspirante a caballero manchego que nos llame la atención por escribir reducir cuando pretendíamos poner relucir o que lo correcto es dócil y no fócil. O que haga divertidos juegos de palabras a costa de una confusión que nos ha llevado a emplear gata en lugar de rata, cuyo sentido escapa a quienes no recuerden que en el capítulo veintidós de la primera parte de la obra de Cervantes se utilizaban juntos los términos gato y rato, que en lenguaje de germanía significan ‘ladrones’.



            Pero ya le he avisado antes a Zalabardo de que no todo es errar ―con o sin intención― a la hora de escribir. Que hablando ―acto en el que no existe ninguna clase de corrector automático al que culpar― también cometemos deslices que pudieran ser más graves que los anteriores. El peor de todos es el que viene alentado por una ideología negacionista o nos arrastra hacia ella. Lo que no tiene nombre no existe, defienden algunos sin contar, aunque no sea el mejor argumento, con que ya el famoso ontológico de san Anselmo decía que basta pensar una cosa para inferir de ello la inevitabilidad de su existencia. Igual que hay quien, quizá consciente de lo anterior, procura disimular y sostiene que la mejor manera para negar la existencia de algo es no mencionarlo ―aquello de lo que no se habla no existe―. Y también existe, y esta es la actitud más sibilina, quien modifica la palabra, la sustituye por otra sobre la que hipócritamente sostiene que designa lo mismo, aunque el objetivo no sea otro que el de hacer que dicho concepto quede suficientemente diluido. Esa es la senda de quienes viven enganchados a las verdades alternativas.

            Cuando escribo esto, Zalabardo sabe que esa es la razón que me mueve a hacerlo, estoy pensando en unas declaraciones que quien posiblemente sea, si no lo es ya, presidente de la Cortes Valencianas, José María Llanos. Este señor dijo hace unos días en una entrevista radiofónica: «La violencia de género no existe. La violencia machista no existe». Se le da un ardite que, en un gesto muy poco frecuente en la política de nuestro país, en 2017, durante el gobierno de Mariano Rajoy se firmase un Pacto de Estado contra la violencia de género. En ese Pacto de Estado, todas las fuerzas democráticas ―Podemos no firmó porque le parecía insuficiente su contenido― denunciaban la violencia machista como problema estructural en el que las instituciones deben ser parte: para prevenirla, para desarrollar medidas, herramientas y presupuestos para luchar contra ella y trabajar con el objetivo último de erradicarla.

        Esta semana, José María Llanos, y el partido al que pertenece, VOX, vienen a descubrirnos que no existe violencia machista, que lo que hay es violencia intrafamiliar. ¡Qué forma más indecente de disimular su necio negacionismo intentando confundir al personal con dos expresiones que son muy diferentes tanto en su forma como en su fondo! Hablar de violencia intrafamiliar es retorcer el idioma para robar a nuestra sociedad cuanto, con mucho esfuerzo se viene haciendo para erradicar la violencia machista. Si don Quijote se hallara frente a José María Llanos o frente a cualquiera otro de su cuerda, le gritaría lo que a aquel comisario que conducía a los presos a quienes el caballero pretendía dar libertad: «¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco

sábado, junio 10, 2023

ANALÍTICA DE LA PROBLEMÁTICA

Fernando Lázaro, allá por 1992, escribió un artículo que incluyó en aquella interesante serie titulada El dardo en la palabra. Me refiero a Macedonia de yerros, en el que dirigía uno de sus dardos al periodista que había escrito motivos economicistas en lugar de motivos económicos; afirmaba: «otro formidable barreno metido en el idioma lo constituye el prurito de injertar sufijos a los vocablos para darles apariencia más notable». Y llamaba la atención sobre cómo se iba extendiendo entre nosotros problemática en lugar de problema y analítica en lugar de análisis. Treinta y un años después, nos parece natural que un médico nos pida una analítica y no un análisis o que un asunto difícil, en lugar de crearnos un problema, dé pie a una compleja problemática.

            Le digo a Zalabardo que a estas palabras que se alargan mediante sufijos, sin que su significado se altere, se les llama archisílabos o, si recurrimos a un vocablo menos corriente, sesquipedales. Esta última, de origen latino ―sesqui- significa ‘uno y medio’, como en sesquicentenario, ‘100 + 50’―, proviene del campo de la versificación y designa a un verso que es más largo de lo normal. El DLE dice todavía que es ‘un verso o discurso largo y ampuloso’. Solo el Diccionario del Español Actual (1999), de Manuel Seco, recoge claramente: ‘palabra muy larga’. Hablamos de archisílabos o sesquipedales cuando se afirma que alguien «emplea una avanzada metodología (por método) en su trabajo»; o que en tal centro «se presta una atención personalizada (por personal) a los clientes»

 

           El dardo que lanzó Lázaro Carreter sirvió para que un catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV, Aurelio Arteta, emprendiese una particular lucha contra estos vocablos dilatados al publicar La moda del archisílabo (1997), al que siguieron Arrecian los archisílabos (2005) y Archisílabos a tutiplén (2010). Si ha escrito más sobre el tema, lo desconozco. En el último de los artículos que cito, me imagino que ya con espíritu resignado, reconoce: «Les espera larga vida entre nosotros. Me lo temía al observar que no han desaparecido del mercado lingüístico ni uno solo de los varios cientos ya divulgados, o cuando se constata, al contrario, la fruición con que los hablantes los siguen creando o paladeando».

            Y no miente al afirmar que son varios cientos los que él ha ido recogiendo y comentando pacientemente. Podríamos hablar de culpabilizar (culpar), conflictividad (conflicto), funcionalidad (función), obligatoridad (obligación). ¿A quién de nosotros, al pasar por una ventanilla cualquiera con intención de realizar un trámite, no le han pedido la documentación precisa en lugar de los documentos? Del mismo modo, comprobamos que se pierde la distancia, porque lo que hay es distanciamiento, que una relación está tensionada y no tensa, que se ha llegado a la finalización de un acto y no a su final

            Me ha causado cierta sorpresa encontrarme en una página web, Archiletras, un artículo publicado en 2019 en el que su autor, Julio Somoano, no habla de injerto de sufijos ni de archisílabos, sino que recupera el añejo término sesquipedal. Se titula el artículo Sesquipedilismo o el arte de lo rimbombante. Y compruebo que Manuel Seco, para darnos un ejemplo de sesquipedal elige una cita del periodista deportivo Antonio Valencia, que fue subdirector de Marca, quien, en 1970, habla de «emplear palabras sesquipedales y grandilocuentes, como salen cuando un casi iletrado decide escribir con afectado estilo…que pudiéramos llamar curial florido». O sea, que el fenómeno no es nuevo.

            Somoano define el sesquipedalismo como «creación de una palabra por derivación innecesaria de un verbo, adjetivo o sustantivo. El resultado es otro verbo, adjetivo o sustantivo con mayor número de sílabas, pero que dice lo mismo». O sea, matización en lugar de matiz; exceptuación en lugar de excepción, secuenciación en lugar de secuencia, etc. La lista sería interminable.



            Zalabardo, que es curioso por naturaleza me pregunta cómo se llega a esta situación, cómo aparecen los archisílabos. Le digo que todos los que han estudiado el tema coinciden en que este uso de palabras más largas de lo que debieran ser origina un estilo farragoso, pretencioso, ampuloso, rimbombante. O sea, que debiéramos evitarlo. Y Zalabardo insiste: ¿por qué, entonces, abundan? Por supuesto, le digo, estos usos no nacen en el seno del pueblo llano, aunque todos, alguien diría la totalidad, acabemos haciéndonos eco de ellos.

        Siempre se ha dicho que hay personas que, por su profesión, rango o prestigio, gozan de una autoridad entre el común de la gente. Estas personas deberían ser consciente de su gran responsabilidad en el momento de hablar y de escribir, porque el pueblo las imitará. Si un periodista deportivo dice una vez y otra, sea en radio o en televisión que un jugador ha recepcionado el balón, que se ha posicionado así o asá, o que ha obstruccionado a un contrario, quienes lo escuchan dejarán de hablar de recibir, de ponerse, de obstruir. Y si un médico pide que nos hagamos una analítica, o un periódico habla del sobredimensionamiento de un problema, o un juez legitimiza algo, o el mismo presidente del Gobierno nos asegura que todo va en pro de una mejor gobernanza, que nadie tenga dudas: dejaremos de decir análisis, sobredimensión, legitimar o gobierno. Así son las cosas. 

domingo, junio 04, 2023

JOB Y LA RESILIENCIA


 La Inquisición abrió proceso a Antonio de Nebrija porque en sus trabajos para la elaboración de la Biblia Políglota proponía una corrección de lecturas erróneas basada en cuestiones puramente gramaticales y olvidando lo referente al dogma, que dejaba en manos de los teólogos. En su defensa escribió Apología, donde exponía sus razones y criticaba a quienes pretendían una revisión de las Escrituras sin conocer siquiera las lenguas originales en que se escribieron. Dijo de ellos: «Ignoran de hecho tanto quienes reconocen francamente que no saben qué es aquello sobre lo que se trata, como los que entienden una cosa en lugar de otra, como los que fingen saber lo que no saben».

            Le digo a Zalabardo que recuerdo a Nebrija porque a veces se me acusa de decir cosas que no digo o se entiende mal lo que digo. Admito que me puede caber alguna culpa de ello. Sin embargo, siempre pretendo que mis palabras vengan avaladas por una autoridad superior a la mía. E interesándome más el análisis objetivo del tema escogido, trato de evitar el juicio directo que pueda incomode. Una persona se ha sentido molesta y mantenía que tan fanático es quien no es partidario de la monarquía como quien niega la existencia de la covid y que sabía muy bien a quién votar. O sea, ni sabe de qué iba el apunte ni entiende los matices del prefijo anti-.

            Ante estas conductas, Zalabardo me aconseja, como mejor remedio, manifestar mi nivel de resiliencia. Y este término, resiliencia, me da pie para el apunte de hoy. La lengua ―no es opinión exclusiva mía, sino de cualquier mentalidad clara que conozca su naturaleza― pertenece al pueblo. La lengua se va haciendo con el uso diario de la gente normal y no puede imponerse desde una tribuna política, ni desde un púlpito, ni desde una fatuidad erudita. Y, lamentablemente, hoy se tiende bastante a eso.

            Sería absurdo negar que la lengua, sobre todo en su léxico, cambia según pasa el tiempo. ¿Quién solicita hoy algo por uebos (por necesidad), o quién le huele el anhélito (aliento), o quién se excusa por estar romadizo (acatarrado)? Estos cambios se han ido sucediendo de manera natural. No existe fecha de caducidad para una palabra ni fecha oficial en que se ha de producir un cambio. Sin embargo, hoy abundan los comisarios lingüísticos, los iluminados de la corrección política, los que se creen que pueden obligar a que la gente hable como a ellos les salga del alma. Y no es así; o no debiera. Porque de tales pretensiones surgen esos casos chirriantes de jóvenas, miembras, todes, persona de color (¿carece alguien de un color de piel?), personas con capacidades distintas (¿no es natural que, aunque iguales, cada persona se distinga por su capacidad para lo que sea?).

            Otras veces, lo que nos hace vulnerar la mutabilidad natural del lenguaje ―aunque lo hagamos de manera inconsciente― es el ansia de emulación, el deseo de seguir la moda. Una persona emplea una palabra y muchas otras, por mimetismo, la repiten. Y pudiera darse el caso de que, con tanta repetición, la palabra acabe por imponerse y arrojemos a la cuneta sinónimos válidos que habían venido funcionando hasta el momento. Veamos tres ejemplos, tan solo: resiliencia, empatía y empoderar.

            Resiliencia. Fue el presidente Pedro Sánchez, creo, quien la sacó a la pasarela. Un día, estábamos inmersos en la tragedia de la pandemia, apareció en televisión para anunciar un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. La palabra se empezó a repetir en medios de comunicación, la utilizaban los políticos y acabamos todos colgados de ella. Pero no era un invento. Consulto el CORDE (Corpus Diacrónico del Español) y encuentro que el término ya aparecía en un libro, Tecnología Mecánica, escrito en 1938 por José Serrat y Bonastre. Porque resiliencia es un tecnicismo procedente de la metalurgia, que señala la ‘capacidad de un material para recuperarse de una deformación causada por un esfuerzo externo’.

 


           De ahí pasó a la sicología y al sentido más general, que supongo es el que quería darle Sánchez de ‘capacidad de afrontar dificultades con ánimo constructivo’. Es decir, ‘tras superar un problema, volver a ser como antes’. Nada que objetar, pero ¿por qué todo se vuelve ahora resiliencia y nos olvidamos de adaptación, elasticidad, fortaleza, optimismo, recuperación, paciencia y cuantos otros sinónimos podrían convenir a cada situación concreta? En el Libro de Job, en la Biblia, se nos cuenta la inconcebible serie de calamidades que tuvo que soportar Job. Cuando todos se preguntaban cómo no se rebelaba, Job dijo: «¿Cuál es mi fortaleza para esperar todavía? ¿Cuál mi fin, para llevarlo en paciencia? ¿Es mi fortaleza la de las piedras o es de bronce mi carne?». Su virtud fue la paciencia y por él nació el dicho Ser más paciente que el santo Job. Con las tendencias de hoy, a Job habría que considerarlo patrón de los resilientes.



         La empatía, ‘capacidad de adoptar el punto de vista de otros’. Aunque palabra «reciente», su linaje se remonta a tiempos muy lejanos. Tiene que ver con la raíz indoeuropea kwent(h)-, ‘sufrir’, de la que procede el griego páthos, ‘sentimiento’ y ‘enfermedad’. El documento más antiguo que encuentro en el CORDE de empatía es de 1965. El arquitecto Fernando Chueca Goitia, en su Historia de la Arquitectura Española. Edad Antigua y Edad Media, hablando de la catedral de Burgos, escribe: «Su cohesión arquitectónica […] nos hace sentir, por empatía, toda la sublime espiritualidad de este estilo». Y en 1966, María Moliner, en su Diccionario de uso del español, incluye empatía como término propio de la sicología: ‘capacidad de una persona de participar afectivamente en la realidad de otra’. La RAE no la recogerá en su diccionario hasta 1984. Y ahora, cuando se pide empatía con los demás, no se nos ocurre utilizar comprensión, ni solidaridad, ni afinidad.

             Y nos queda empoderar. Esta es la más nueva de todas. El CREA (Corpus de Referencia del Español Actual), puesto que no aparece en el CORDE, me da como documentación más antigua un libro de Carmen Alborch de 2002 titulado Malas. Rivalidad y complicidad entre mujeres. Allí dice que es un derivado del inglés empowerment, y que significa ‘impulsar cambios culturales sobre las relaciones de poder’. Hoy se emplea como ‘hacer fuerte a un individuo de un grupo social desfavorecido’ y ‘dar a alguien autoridad e influencia para hacer algo’. Por eso, sin tener que rechazarla, también se podría decir fortalecer, potenciar, conceder autonomía o habilitar a alguien.