sábado, octubre 28, 2023

VENIMOS DE LA GUERRA


Afirma Alessandro Baricco, dramaturgo, novelista y periodista italiano, autor de una versión de la obra homérica que «no son unos años cualesquiera para hablar de la Ilíada. Son años de guerra». Y en el poema Fin y principio de la escritora polaca Wislawa Szymborska, premio Nobel 1996, leemos: «Después de cada guerra /alguien tiene que limpiar / No se van a ordenar solas las cosas. / Digo yo / […] También habrá quien a veces / encuentre entre hierbajos / argumentos mordidos por la herrumbre / y los lleve al montón de la basura».

            Le recuerdo a Zalabardo estos dos textos porque, en efecto, da un no sé qué ―qué bien explicó Feijoo, el fraile del XVIII, no el político de ahora, pues los políticos actuales enredan más que aclaran, el valor de esta expresión para lo que a veces no acertamos a decir― hablar en estos momentos ―demasiado largos y continuados― de la Ilíada, obra que, según define igualmente muy bien Baricco, «es esencialmente una historia de guerra y uno de sus propósitos es cantarla, glorificarla». Y el segundo texto, el de la escritora polaca, lo escojo porque en él aparecen unidas, no sé si la autora era consciente de ello dos palabras, guerra y basura, que tienen el mismo origen y se remontan a un significado común.

            En el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, de Roberts y Pastor, encontramos que de la raíz wers-, ‘confundir, mezclar’, nos llega, a través del latín verrō, barrer y basura. Sin embargo, la misma raíz derivó en las lenguas germánicas primitivas a *werz-a, ‘desorden, discordia, pelea’, que los germanos que llegaron a la Península Ibérica sobre el siglo V nos transmitieron como guerra, desplazando al latín bellum, del que nos quedan solo unos cuantos cultismos.



            Hago partícipe a Zalabardo de que la guerra no debería ser una excusa para entretenerse en meras cuestiones filológicas. Como dice Baricco, son años de guerra. ¿Y cuándo, desgraciadamente, no lo son? Pero le digo a mi amigo que, si acudo a este novelista y periodista italiano, amante de la obra de Homero, es porque defiende que «la experiencia de la guerra ha sido la más alta, la más noble para muchas sociedades. Nosotros no nos reconocemos ya en esos valores, pero venimos de ahí, no de sociedades pacifistas. Venimos de sociedades que glorificaban la guerra. Eso nos ha de volver más realistas y despojarnos de falsas ilusiones». Ya se quejaba Hécuba en Las troyanas, de Eurípides: «hoy termina la guerra y empieza otra cosa que quizá sea peor». Esta frase apoya la desconfianza de que habla el italiano. Nos llamamos pacifistas, sí, pero con mucha facilidad olvidamos que venimos de la guerra, que somos herederos de una estructura social que se sustenta sobre la guerra. Una guerra que no acaba. Sirvan de muestra los medios de comunicación: aún no ha concluido una y ya hay otra que concita nuestro interés y nos hace olvidar la anterior.

            Si vivimos ―me pregunta Zalabardo― en un mundo que viene de la guerra, una guerra que no acaba, ¿tiene sentido que defendamos la lectura de la Ilíada? Tengo que responderle a mi amigo con palabras de Baricco: «La muerte en batalla es el punto más alto de la civilización homérica, pero la Ilíada contiene también una gran resistencia contra la guerra. Es como una gran contradicción en el seno de la obra. Numerosos personajes, especialmente las mujeres, expresan un deseo de paz. La Ilíada es un gran monumento a la guerra que encierra amor a la paz». Dice Andrómaca a Héctor en el canto VI: «Marido querido, tu valor será tu perdición; piensa en tu hijo pequeño, y en mí, desdichada, que muy pronto seré tu viuda, pues los griegos te atacarán todos a una y acabarán contigo». Y en el canto IX será Aquiles quien diga: «Valoro más la vida que todas las riquezas de Troya cuando estaba en paz antes de que llegaran los griegos, o que todos los tesoros que hay bajo el suelo de piedra del templo de Apolo en los acantilados de Pito. Los corderos y las vacas se pueden robar y, si se desea, se pueden comprar trípodes y caballos, pero la vida no se puede robar ni comprar cuando se pierde».



            Y aunque Hécuba, en Las troyanas, tras la caída de Troya, dijera que serán los vencedores quienes escriban la historia, Alessandro Baricco sostiene que «una de las cosas más sorprendentes de la Ilíada es la fuerza, yo diría, la compasión, con que son referidas las razones de los vencidos. Es una historia escrita por los vencedores y, a pesar de todo, en nuestra memoria permanecen también, cuando no sobre todo, las figuras humanas de los troyanos».

        Casandra había dicho: «Sensato es el hombre que huye de la guerra. Pero si esta ocurre, solamente queda no convertirse en un infame». Muchos siglos después, Baricco apostilla: «Hoy la paz es poco menos que una conveniencia política; no es, en modo alguno, un sistema de pensamiento». O sea, que Hécuba se equivoca: la guerra no ha terminado hoy y lo que empieza es peor de lo imaginado; y habrá muchas Andrómacas viudas y niños huérfanos, si no muertos. Porque fluye mucha infamia por este mundo nuestro y son demasiadas las víctimas inocentes. Es mucha la basura que nos deja la guerra, aunque ambas palabras tengan la misma cuna. 

sábado, octubre 21, 2023

¡VAYA TELA!


El jueves y el viernes pasados he estado con los amigos, con los compañeros que iniciamos juntos el bachillerato allá por 1956 (¡vaya tela!), compartiendo unas horas y recordando episodios de aquellos tiempos, y también más recientes, cosa que, mientras hemos permanecido juntos, nos ha hecho felices y permitido olvidar cualquier tipo de preocupación presente (¡tela marinera!). Y como suele decirse que la mejor tertulia es la que se celebra en torno a una mesa, si el vienes comimos, más informalmente, en el Bar Bistec, de la Plazuela de Santa Ana (¡tela!), el jueves tuvimos la comida oficial en la Plaza de San Lorenzo, en AZ-ZAIT (¡vaya tela del telón!), donde, dada la calidad de lo que nos pusieron y la atención prestada, a nadie se dolió lo más mínimo soltar la tela.

            Naturalmente, a esta reunión no pudo acompañarme Zalabardo, pero yo le doy cuenta de todo ―quizá de todo no, porque habría mucha tela que cortar―, aunque sí de lo principal; y no porque él me vaya a poner en tela de juicio, sino porque disfruta con mis cosas tal como yo disfruto con las suyas. Y ya de paso, aprovecho para hablarle un poco de tela y las expresiones en que aparece.

 


           Las telas de que hablo ―le explico a Zalabardo, aunque él de esto también sabe tela― tienen dos orígenes distintos y, lógicamente, significados diferentes. Existe en latín un vocablo telum, ‘dardo, lanza, arma arrojadiza’, de donde deriva la forma tela, casi absolutamente perdida en nuestra lengua salvo en la expresión poner en tela de juicio. El otro es el vocablo tela, ‘paño’, que es del que proceden las demás expresiones.

            Deberíamos comenzar por la primera, que quizá se explique en menos tiempo y suena algo más rara. Poner en tela de juicio, como muy bien explica José Luis García Remiro en Estar al loro, es poner en duda la certeza o el éxito de una cosa. Su origen hay que buscarlo en la Edad Media. La tela, ‘lanza’, pasó primero a designar la ‘valla que se colocaba en las lizas para que los caballos no se topasen’ y, posteriormente, el ‘lugar donde se dirimían los pleitos y apuestas’. Por eso, se pone en tela de juicio a alguien cuando se juzga que su comportamiento u opinión se pone en entredicho. De ahí también que se pueda entender como ‘examen, disputa o controversia’.

            La otra tela está más relacionada con el tejido y con la marinería. Por eso ―aunque esta afirmación no pueda no pasar de ser una suposición mía, le digo a mi amigo― las primeras de todas las interpretaciones deban de ser las de tener (o ser) tela marinera y tener tela que cortar. Tanto en un caso como en otro, se hace alusión a la complejidad o lo increíble que algo pueda parecer y, por tanto, a su naturaleza asombrosa. La tela marinera es la que se emplea para hacer las velas para los navíos, tarea que precisa gran cantidad de tejido y tiempo para su elaboración, que debe ser cuidadosa y, por lo mismo, difícil. Y, claro está, por el tipo y variedad de velas, es mucho lo que se tarda en cortar y coser las diferentes piezas. Ya tenemos, pues, que tener algo tela que cortar, es, al mismo tiempo, algo que requiere paciencia, porque es largo, porque exige destreza, porque es difícil y que asombra, porque no todos pueden dedicarse a ello.

 


           Pero no olvidemos, señalo a mi amigo, que, por lo que se pide a la velas, hay que usar un tejido de calidad y resistente. Esa calidad y el trabajo que requiere su elaboración supone un alto desembolso económico. Quien tiene velas, tiene tela, que vale un dinero. Ya surgió el nuevo significado, ‘dinero’. La persona que tiene tela es un adinerado y soltar la tela es pagar el precio de algo. Nos queda ya menos. En este proceso evolutivo, llega un momento en que tela también adquiere valor de adverbio con el sentido de ‘mucho’. Por eso se dice tener tela de (dinero, tiempo, trabajo, dificultades, miedo, etc.) y, con la compañía de vaya, en exclamación que manifiesta nuestro asombro admirativo o nuestra queja ante lo que nos parece excelente o ante lo que nos provoca fastidio. Si digo ¡Vaya trabajo!, me puedo referir tanto a la magnífica suerte que he tenido, a lo bien que me ha salido o a lo que me molesta por su dificultad.

            Concluyo. Si poner en tela de juicio es una expresión muy generalizada, todas las demás se circunscriben más al territorio andaluz. Y dada nuestra tendencia a la hipérbole, si queremos expresar de algo el alto valor que le concedemos, no decimos solo ¡vaya tela! ―que podría resultar ambiguo―, sino que decimos ¡vaya tela del telón! Y para rematar, le digo a Zalabardo que ¡vaya tela la lluvia que nos cayó el jueves! Pero falta hace; que nadie se queje.


sábado, octubre 14, 2023

CUESTIÓN DE FE

 


He paseado este viernes por el sendero que une Parauta y Cartajima, atraído, como otras muchas personas, por publicidad en torno al llamado Bosque Encantado. La sensación que traigo es agridulce, más agria que dulce. La belleza del Valle del Genal es innegable y, en cualquier estación, podemos gozar de un paisaje de ensueño. Dentro de pocos días, esa masa de castaños adquirirá el característico y maravilloso color que le ha valido el nombre de Bosque de Cobre.

            ¿Pero qué es el Bosque Encantado de Parauta? Sinceramente, le digo a Zalabardo, me ha parecido un pastiche, un intento de convertir la naturaleza en parque propio de la factoría Disney. Con el agravante de que siempre quedará la duda de hasta qué punto lo hecho allí ―tallar y pintar de chillones colorines unos cuantos árboles― no provocará daño en esos árboles. El Valle del Genal es un paraje lo suficientemente bello que no necesita artificios que agreden su más fiel esencia.


            De un sendero tranquilo, delicia de senderistas y paso obligado de quienes faenan sus parcelas de castañares, han hecho una feria. Incluso el Ayuntamiento ha adaptado el polideportivo como aparcamiento. ¿Por qué esa avalancha de visitantes? Está claro: por la publicidad, por cuanto se ha dicho acerca de las «maravillas» de un sendero cuyo encanto se ha sustituido por otro de guardarropía. No se acude para apreciar la belleza de los castaños; se va a ver muñequitos de colorines que jalonan el camino. Se diría que en cualquier ocasión y ambiente, así se lo digo a mi amigo, se cumple lo que decía Goebbels sobre que repetir una mentira con insistencia la convierte en verdad. Claro que le contraargumento con una frase de Isaac Bashevis Singer en Keyle la Pelirroja: «Que una mentira perdure en el tiempo no demuestra que sea verdad.

            ¿Cuál pudiera ser la razón―me pregunta Zalabardo― de que acuda tanta gente como dices? Le contesto que no estoy muy seguro, pero que, me temo, sea la fuerza persuasiva de las redes sociales. Facebook, WhatsApp, Tik-Tok, Twitter (ahora X) no paran de bombardearnos con mensajes que, reenviados tantas veces, acaban por calar en la gente. No culpo a las redes, culpo al uso inadecuado que hacemos de ellas. Rosa Montero habla de esas numerosas personas temerosas de que «el decorado de la vida se les desmorone». ¿Vivimos quizá en un decorado? Muchas veces pienso que sí y que no cejamos en el afán de buscar nuevos decorados por si perdemos este en que estamos. Y ese decorado, que puede ser una mentira repetida miles de veces, acabamos por sentirlo como verdad: «Si tantos lo dicen…» Esa es la frase que nos hace creer aun sin la evidencia de que sea cierto lo que se dice. O sea, que es cuestión de fe. Vivimos en un mundo en el que se valora la fe muy por encima del análisis.

 


           Hubo un tiempo en que se censuraba que los medios de comunicación empleasen el llamado condicional de rumor porque tal cosa significa presentar suposiciones o rumores como si fuesen noticias. Un mensaje como el oído hoy en televisión: En la contraofensiva israelí habrían muerto… no contiene certeza ninguna si no hay confirmación de lo que se dice. En la actualidad, son las redes la vía por la que discurren suposiciones, rumores e incluso desvergonzadas mentiras. Y los desprevenidos usuarios acaban creyendo tantas informaciones carentes de confirmación. Tantas, que la Comisión Europea para investigar la Ley de Servicios Digitales ha llamado la atención de las principales empresas del sector y les pide que corten el flujo masivo de informaciones sin contrastar que circulan a través de internet.

            Has mencionado la fe ―me dice Zalabardo―. ¿Pero qué es la fe? Y yo le contesté que ojalá lo supiera. De pequeño, me inculcaron que fe es «creer lo que no vemos». A falta de argumento más sólido, en el más aséptico de los diccionarios, valga el de Manuel Seco, leemos que la fe es la «creencia [en algo de lo que no se tienen pruebas o evidencia]». Y en Wikipedia, esa especie de chistera que nos permite extraer conejos como cualquier mago, se dice que la fe es la «seguridad o confianza en una persona, cosa, deidad, opinión o doctrina».

            ¿Y qué es tener seguridad o confianza en algo? Llegaríamos a la conclusión de que es crearse (y creerse) una ilusión de verdad. Recurro de nuevo a Rosa Montero que nos tilda a casi todos de picajosos porque exigimos que cuanto se nos pone por delante sea verdadero dando a la palabra verdad un sentido notarial. Al exigir ese cien por cien de verdad en todo, piensa ella que estamos excluyendo lo que sea novela, ficción, lo que no pasa de imaginado. O sea, que nos empeñamos en que lo que no pasa de ser decorado, que es artificio, sea verdad. Lo que yo he visto hoy no es un bosque, ni está encantado. Es un decorado, una ficción; y he acudido a ella, como han acudido cuantos por allí pasan, movido por la fe, por una confianza que me ha defraudado.

            Si acudo a mentes más serias y preclaras que la mía, encontraremos definiciones demoledoras de la fe. Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, matemático y escritor, premio Nobel de Literatura, nos pide que nos fijemos en que cuando hablamos de la seguridad, o confianza o creencia en algo, nunca nos referimos a que dos más dos son cuatro o a que la Tierra es redonda. Según su tesis, la fe aparece cuando, ante la falta de evidencias, recurrimos a las emociones. Por eso mantiene que la fe es dañina, porque la evidencia, que debería ser idéntica para todos los seres, es sustituida en diferentes culturas por emociones no coincidentes.

 


           Y Peter Boghossian (1966), filósofo y pedagogo, profesor universitario, duda de casi todas las definiciones que en la actualidad se dan de la fe, porque en nuestros días se comprueba que quien dice «yo tengo fe en tal cosa» no está expresando su confianza o esperanza de que tal cosa sea verdadera, sino que lo que afirma es «yo que tal cosa es verdadera». Le digo a Zalabardo que, en mi opinión, lo que nos empuja a lanzar tal aserto es la influencia de los medios y las redes que nos asedian: «lo ha dicho la tele, o la radio, o lo he visto en internet; ¿cómo va a ser mentira?» Pero eso es lo que digo yo. Lo que Boghossian mantiene es que, dado que la fe siempre se sostiene en la «ausencia de evidencias que apoyen la creencia», la mejor definición que de ella se podría dar es que la fe es «fingir saber algo que no se sabe». 

            ¿Y cómo se descubren y desarman los argumentos de quienes mienten? Ahí está la madre del borrego. Si alguien quiere entretenerse en averiguarlo, podría comenzar estudiando la paradoja del mentiroso, cuyo primer planteamiento se atribuye a Epimónides, en el siglo VI a.C. ―«Todos los cretenses mienten» y él era cretense; ¿mentía o no?― Y desde entonces no se ha dejado de volver a ella. Pablo de Tarso la utilizó en su epístola a Tito. Y Cervantes la reprodujo en el Quijote, en el episodio del puente, la horca y la pregunta que se haría a quien quisiera pasar. Quizá por esta dificultad aún nos aferremos tanto a la fe.

sábado, octubre 07, 2023

HISTORIA DE PALABRAS. MARRANO


Si le decimos a alguien que es un zorro, un lince, un asno… lo alabamos o lo insultamos aplicándole cualidades que consideramos propias del animal que sirve de comparación (la astucia, la agudeza de visión, la torpeza…). Es posible que no exista demostración científica de que tales cualidades definan de manera cierta a esos animales, pero la conciencia colectiva ha asumido esa idea y la defiende. Tanto, que raro es el animal al que no concedemos una cualidad que no pueda ser aplicada a una persona (hiena, elefante, gallina, buitre, león…).

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, extraña toparse con una palabra en la que se ha producido el viaje inverso, en que primero está la persona a la que asignamos un adjetivo o un sustantivo y luego el animal al que aplicamos ese adjetivo o ese sustantivo. Eso es lo que sucede con marrano, pese a que la controversia acerca de qué fue primero, la gallina o el huevo, el nombre de un animal o el que se aplicaba a una persona, no esté del todo resuelta.

            Le pido a mi amigo que coja un diccionario, cualquiera, y busque marrano. En todos encontraremos, como primera acepción, ‘cerdo’; y en las siguientes aparecerán ‘persona sucia y desaseada’, ‘persona grosera, sin modales’, etc. Aunque no siempre fue así. De hecho, esos mismos diccionarios recogen, ya al final, la siguiente acepción: ‘Dicho de un judío converso. Sospechoso de practicar ocultamente su antigua religión’.

            Sabemos que, durante un determinado periodo de nuestra historia, entre los siglos XV y XVI, hubo un movimiento de intolerancia grande hacia judíos y musulmanes no solo en España. Pero dice el historiador Joseph Pérez que «solo en España se llevó a cabo una intolerancia organizada, burocratizada, con un aparato administrativo». Judíos y musulmanes eran implacablemente perseguidos, se les privaba de sus bienes y se los obligaba a acatar la religión cristiana, bajo pena de expulsión e incluso de muerte. Para evitar los peores males, la expulsión o incluso la muerte, muchos rabinos judíos aconsejaron cristianizarse formalmente, aunque luego en privado y en conciencia se siguiera manteniendo la fe anterior. A estos falsos conversos es a quienes se llamó, con un matiz claramente peyorativo, marranos.



            Y aquí viene plantearse el porqué del nombre. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana recoge las dos tesis en disputa. Por un lado, dice que muchos judíos conversos pedían «que no se les forzase a comer carne de cerdo porque les provocaba náusea y fastidio». Y cuando se descubría que uno de estos conversos no lo era de corazón, se los llamaba con el nombre que daban a aquel animal impuro que, según su religión, debían rechazar, el marrano.

            No obstante, a continuación, habla del verbo marrar, procedente de una raíz indoeuropea mers-, ‘perturbar’ y dice que significa ‘faltar’ y que de ella viene la palabra marrano, que se da al judío que faltaba a su juramento y no se convertía llana y simplemente. Esta es la razón, deduce Joseph Pérez, de que este nombre marrano pasara también a designar al animal considerado impuro que los judíos se negaban a comer.

            García de Cortázar señala en su Breve historia de España que «la renuncia a su fe no ahuyentaba del todo el peligro; los conversos seguían marginados por las leyes, rechazados por los pobres e incluso por los poderosos, que levantan barreras de autoprotección con el concepto de limpieza de sangre». O sea, que la medida no solucionó, sino que aumentó el problema. Ni siquiera, le digo a Zalabardo, una de las figuras más señeras de la Inquisición, fray Tomás de Torquemada, se libró de críticas, ya que era descendientes de conversos. Quizá esto explique que sean precisamente ellos, los conversos de conveniencia, no ya los judaizantes, los marranos primitivos, los que muestren siempre mayor nivel de fanatismo e intolerancia, siquiera sea como recurso para disimular su falsa conversión.

            En cualquier caso, le digo a mi amigo, las dos tesis continúan enfrentadas en la actualidad. Pero no es el caso de los judíos el que me interesa. El meollo de la cuestión lo veo en quienes, tras abjurar públicamente de una idea, en su interior no ha abandonado la idea que defendían anteriormente. Y si olvidamos los conflictos religiosos ―cualquier idea religiosa es respetable aunque no la compartamos―, podríamos recuperar la palabra marrano para este sentido, es decir, para el falso converso a una idea. Pensaba esto anoche cuando, en la presentación de un libro de Juan Carlos Usó, en El Tercer Piso, de Librería Proteo, el farmacólogo José Carlos Bouso pedía la recuperación de la palabra droga frente a alucinógeno, porque no considera correcto que ocultemos una palabra que nos resulta incómoda y la sustituyamos por otra sin tener en cuenta que un problema no desaparece con un simple cambio de palabra.

Así, le digo a Zalabardo, no estaría mal recuperar marrano para todos aquellos advenedizos a una idea, para quienes proclaman una conversión que resulta falsa según todas las evidencias. Serían, pues, marranos los políticos que piden austeridad y respeto a unas leyes al mismo tiempo que las vulneran y se suben el sueldo. Serían marranos los obispos que predican la pobreza o la castidad y viven en un palacio y justifican los abusos sexuales de los clérigos bajo su mando. Serían marranos los empresarios que exigen moderación salarial a la vez que critican a los gobiernos que les piden tributar por sus desmedidas ganancias. Serían marranos quienes dicen «yo no soy machista [o racista, o…], pero…». Quienes pretenden imponer un pensamiento único, un lenguaje único, un sentido de la libertad único… también entrarían en esta categoría de marranos. Es decir, cuantos presumen de una condición que desmienten con su conducta. 

sábado, septiembre 30, 2023

IRSE AL / QUEDARSE EN EL POYETÓN

 

Es bien palpable que algunas, o muchas, palabras y expresiones se van perdiendo con el tiempo y resultan desconocidas para las nuevas generaciones. Las causas son muy variadas. A veces, lo designado queda obsoleto por mor de los avances de la técnica y el uso de esa palabra se diluye. Le digo a Zalabardo que, hace unos días, leyendo una novela de un paisano mío, Víctor Espuny, me topé con pascalina. ¿Cuántos conocen hoy ese término y quiénes usan el objeto significado? La palabra ni siquiera aparece en el DLE. La pascalina es un raro artefacto lleno de ruedas y engranajes que facilita los cálculos inventado en el siglo XVII por Blaise Pascal, quien la llamó máquina aritmética. O sea, no es sino el más remoto antecedente conocido de las modernas calculadoras. Si atendemos a otros campos que no sean las ciencias, podríamos pensar qué fue de los miriñaques y los polisones en el mundo de la vestimenta femenina.

            De palabras antiguas que se van dejando de utilizar sabe bastante mi buena amiga Pepa Márquez, fiel defensora de como se ha hablado «toda la vida de Dios», aunque no tenga en cuenta, tampoco tiene por qué, que, antes de ella y de todos nosotros, se hablaba de otra manera y que, ahora y después de nosotros, se hablará de otra diferente a aquella y a esta. También sabe de esto mi no menos buen amigo Paco Álvarez Curiel; no ya por lealtad y apego a los modos de hablar, sino porque los ha estudiado y es autor de un interesante Vocabulario popular andaluz.

            Pero lo que quiero explicar a Zalabardo es que debemos asumir con naturalidad que el lenguaje, tanto el culto como el coloquial, no cambia por caprichos de nadie ―aunque haya muchos malandrines que lo prostituyen a conveniencia―. El lenguaje evoluciona de forma natural ajustándose a los cambios que la sociedad experimente. Algunos se resisten a creerlo, pero las cosas no cambian porque modifiquemos las palabras que las designan; las palabras cambiarán, o desaparecerán, cuando la mentalidad de la sociedad vaya aceptando avances y cambios necesarios y cuando dejemos de volcar sobre el lenguaje nuestros prejuicios. Sin embargo, es conveniente y positivo no olvidar los nombres anteriores; ese recuerdo es el fiel de la balanza que indica el giro que ha dado la sociedad.



            A este criterio responde el título del apunte de hoy. Le sugiero a Zalabardo que antes de comentar la expresión, irse al / quedarse para / estar en el poyetón, sería interesante revisar la palabra de la que poyetón procede. Para no remontarnos demasiado lejos ―aunque la historia es curiosa―, nos quedaremos en el latín podium, que podía significar tres cosas: 1. ‘Grada primera y más ancha en los anfiteatros, en forma de plataforma, sobre la que se colocaban las filas principales’; 2. ‘Consola, cordón saliente de un edificio’; y 3. ‘Otero o colina pequeña’. Del primero sale su sentido de ‘banco’; del segundo, la ‘encimera’ de cocina; y del tercero, ‘lugar elevado’. Menéndez Pidal dice que podium debió extenderse fundamentalmente por el norte y noreste de Hispania, prevaleciendo el tercero de los significados. Eso explica que en la Tarraconense y en Galicia derivase hacia puig, pueyo y poyo como nos demuestran los topónimos Puig de Castellet (Girona), Pueyo de Aragüés (Huesca) o Poio (Pontevedra), todos ellos situados en lugares elevados; porque en la parte sur, para señalar un lugar de mediana altura triunfaron otero y cerro.

            Poyo, como ‘asiento o banco’ se usaba más en León y Asturias. Y con este significado llegó a establecerse en la mitad sur de España. El poyo es un ‘banco de mampostería, especialmente formado por una sola piedra’, adosado a la fachada exterior de una casa, junto a la puerta. Aunque hay que hacer dos observaciones: la primera, que entre nosotros acabó por triunfar una forma de diminutivo, poyete; y la segunda, que poyo y poyete se utilizaron también con el segundo de los significados que tenía en latín, como nos demuestra la presencia de poyo, o poyete, de la cocina, que es la ‘encimera o repisa sobre la que se elaboran las comidas’.

            Le presento a Zalabardo una última cita que nos mete de lleno en la que es idea principal del apunte. Alonso Zamora Vicente, hablando en su Dialectología española del influjo de las hablas aragonesas en el andaluz, afirma que muchas de las palabras que siguieron este camino adoptaron por influencia popular, sin que se sepa bien por qué, significados locales; Trata de demostrarlo con abundantes ejemplos, de los que nos quedamos solo con el que nos interesa. Que poyo no designa, aquí, ‘lugar alto’ y que se echó mano de un aumentativo para poyetón, irse al poyetón, ‘quedarse soltera una mujer’. Ya tenemos aquí la expresión; ahora habría que buscarle una explicación. En una sociedad marcada por ideas fundamentalmente patriarcales, la mujer tenía poca o ninguna consideración social. Su meta, impuesta, era el matrimonio no siempre fruto de su voluntad, sino impuesto por un concierto entre familias. La mujer tenía pocas o ninguna perspectiva respecto a su futuro. Tan es así que, si nadie la pretendía o si sus padres no conseguían «colocarla», su única opción era permanecer en casa. Y, cuando no estaba ocupaba por faenas domésticas, su única distracción era sentarse en el poyetón y ver cómo el mundo desfilaba ante ella sin su participación.



        ¿Había hombres que, por la razón que fuese, quedaban solteros? Sí, solterones ha habido siempre, pero difícilmente se aplicaba a un hombre lo de irse al poyetón. Eso se decía más de las mujeres que alcanzaban una edad en la que se pensaba que ya era difícil que contrajesen matrimonio. Clara muestra de que la expresión tenía un matiz claramente peyorativo y denigratorio. La mujer que no llegaba al matrimonio, salvo que entrase en un convento, quedaba señalada. Tan es así, que el DLE sigue manteniendo que irse al poyetón significa ‘quedarse soltera’.

            Afortunadamente, coincidimos Zalabardo y yo, la sociedad ha cambiado, la mujer ha alcanzado un estatus social muy diferente y, aunque a pasos lentos, se va logrando una igualdad en derechos. Una mujer de hoy podrá elegir no casarse, no establecer ninguna clase de vínculo matrimonial. Pero será porque esa es su voluntad. Lo que es seguro es que a ninguna se le podrá imponer lo de irse al poyetón.

            Esto es lo que pretendía decir cuando al principio defendía que los cambios no se imponen, sino que caen por su propio peso en cuanto que cambian las mentalidades. Pero, aunque una palabra o expresión quede obsoleta, haya perdido su uso, nunca deberíamos olvidarla, porque es una forma de no olvidar lo que va de un tiempo a otro, los avances conseguidos, y de cobrar nuevas energías para seguir logrando cambios.

sábado, septiembre 23, 2023

EL ORGULLO DE SER UN PAÍS PLURILINGÜE

 

En el siglo XVI, Antonio de Nebrija escribía en su Apología (1507): «Quienes ignoran pueden alegar como causa de su desconocimiento la propia ignorancia, de la que ellos mismos no han sido los responsables» para, a continuación, hacer un durísimo alegato contra los fanáticos e intolerantes (si es que una cosa no va siempre unida a la otra) que lo acusaron ante la Inquisición de que sus estudios filológicos sobre los textos bíblicos no se ajustaban a lo que el dogma imponía.

            Hablamos Zalabardo y yo del «conflicto» por la autorización en el Congreso de las lenguas cooficiales. Quinientos años después, creo encontrarme de nuevo ante un caso que no sé si calificar de ignorancia o fanatismo. Deberíamos estar orgullosos de la riqueza cultural que supone vivir en un país, y un Estado plurilingüe, pero parece que algunos eso les causa vergüenza. Le digo a mi amigo que la ignorancia podría vencerse repasando la historia; la de la evolución de nuestro país y la de la lengua. El fanatismo, en cambio, cuesta más desterrarlo.

            ¿Qué momentos de esa historia digo a Zalabardo que deberíamos repasar? Desde muy antiguo, la Península Ibérica estuvo ocupada por un conglomerado de pueblos muy diferentes, cada uno con una lengua y una cultura propia. Esta situación se vio alterada, sobre todo, desde que en el 218 a. C. los romanos arribaron a nuestras costas. En apenas dos siglos, conquistaron toda la península a excepción de esa pequeña región norteña que hoy denominamos País Vasco. E impusieron la romanización ―administración, cultura, religión y lengua― sobre todo el territorio. Esa romanización se vería condicionada por dos influencias externas posteriores: la de los pueblos germanos, a partir del siglo IV, y la de los musulmanes a partir del año 711.

 


           ¿Qué latín aprendieron en cada una de las zonas de lo que Roma llamó Hispania? Un latín con muchos rasgos de las lenguas sobre las que se impuso, lo que dio lugar a una fragmentación en diferentes dialectos. Suele contarse la anécdota de que en Roma se burlaban de la «extraña» forma de hablar de Adriano, emperador nacido en Hispania. Esa romanización es la razón de esa «Babel que nos invade amenazando destruir el país» para escándalo de algunos. El ilustre filólogo Rafael Lapesa escribió en 1942 una Historia de la lengua española ―yo utilicé en mi último año de Universidad, en Granada, la que era ya séptima edición, de 1968― en la que se puede leer: «La división administrativa romana [de la península Ibérica] no era arbitraria. Los conventos jurídicos que integraban las provincias parecen haberse atenido, en su demarcación, a núcleos previos de pueblos indígenas. A esta diversidad étnica ―y posiblemente de substrato lingüístico― se añadió la concentración de actividades de cada convento en torno a su capital» (el destacado es mío). Ese substrato lingüístico acabó por manifestarse en el mozárabe, el mirandés, el riojano, el navarro-aragonés, el gallego, el catalán, el castellano… más el euskera, que existía desde mucho antes. Y sigue Lapesa, hablando de los primitivos reinos españoles: «Los reinos medievales son entidades más claramente definidas que las provincias romanas, conventos jurídicos y obispados». O sea, que aquellos reinos ―León, Castilla, Navarra y Aragón, Valencia, Condado de Cataluña, etc.) eran entidades más firmes y diferenciada que las provincias romanas. ¿Es una barbaridad, entonces, hablar del origen plurinacional y plurilingüe de España?

 


           Tratemos de las lenguas. De las diferentes hablas españolas, solo cuatro alcanzaron el nivel necesario para convertirse en lenguas: el castellano, el catalán, el gallego y el euskera. Las tres primeras, de raíz latina, pertenecían a la familia románica. La cuarta, el euskera, es lo que se llama una lengua aislada, es decir, que no tiene vínculos conocidos con otro idioma. Si bien es un caso raro, no es único en el mundo. Podríamos citar el mapudungun, en Chile, y el burushaski, en Pakistán como ejemplos similares

            Las cuatro lenguas españolas son lenguas maternas de millones de personas que tienen el privilegio de ser hablantes bilingües, pues conocen su lengua materna y la oficial del Estado. Le aclaro a Zalabardo que no debe confundirse plurilingüismo con diversidad dialectal. Lo primero supone que una persona es capaz de comunicarse en diferentes lenguas. Lo segundo, que una lengua puede hablarse de manera distinta en diferentes zonas; por ejemplo, el andaluz, el canario y el extremeño son variedades dialectales del castellano.

            ¿Es importante cuidar y favorecer las lenguas maternas? El escritor Bernardo Atxaga hacía esta declaración: «Conservar la lengua materna es importante para quienes la hablan porque la lengua va unida completamente a su vida y no solamente a la vida propia, también a la vida de la familia y a los amigos. La defensa de la lengua propia no difiere mucho de la defensa de la vida en general». Respetando las lenguas maternas se consigue: fomentar valores como la tolerancia y el respeto, preservar conocimientos que han sido transmitidos durante siglos en esa lengua, proteger la diversidad cultural enriquecedora y potenciar el respeto a los derechos humanos.


             ¿De dónde nos vienen los prejuicios contra el uso de las diferentes lenguas españolas que no sean el castellano? Quienes tenemos edad avanzada sabemos que de la educación franquista recibida, cuyas consecuencias no acabamos de sacudirnos. Los nostálgicos de aquel periodo, defensores solo de «la lengua en que nos entendemos todos» aducen que no hay ninguna ley franquista que prohibiera esas lenguas. A lo mejor hasta tienen razón en eso de que no hay ninguna ley en el sentido que damos a esta palabra. Pero hay abundancia de hechos constatados imposibles de desmentir. El mismo Franco proclamaba en un discurso: «España se organiza en un amplio concepto totalitario, por medio de instituciones nacionales que aseguren su totalidad, su unidad y continuidad. El carácter de cada región será respetado, pero sin perjuicio para la unidad nacional, que la queremos absoluta, con una sola lengua, el castellano, y una sola personalidad, la española». Con esas palabras se suprimían siglos de cultura. No se podía publicar (libro o prensa) más que en castellano; se multaba por hablar por teléfono o poner telegramas en lenguas diferentes a la del Estado o por llamar a alguien con nombres vernáculos; se obligaba, en los cementerios, a sustituir las lápidas que recordaban al difunto en su lengua materna…

            ¿No es hora de superar esta anomalía? Albert Bastardas y Emili Boix, en ¿Un Estado una lengua?, proponen una solución que no es original, porque algo semejante funciona en Suiza: «El castellano en el Estado español podría tener un estatuto de lengua de relación, prescribiéndose su aprendizaje como segunda lengua en las áreas lingüísticas no castellanas. En correspondencia, el sistema escolar de las regiones de habla castellana tendría que poner énfasis en el aprendizaje de otra de las lenguas peninsulares».

Ahora, un candidato a ser presidente del Gobierno de España (gallego, nacido en Ourense), dice que estudia a marchas forzadas inglés, por si suena la flauta; pero parece despreciar su propia lengua gallega al olvidar que un rey castellano medieval, Alfonso X, la utilizaba con orgullo e incluso la prefería para escribir su poesía porque la consideraba más culta y sutil que el rudo y arcaico castellano de su tiempo.

sábado, septiembre 16, 2023

¿SE PUEDE HABLAR SIN MIEDO DE AMNISTÍA?

 

Me comenta Zalabardo la incongruencia que sería que un empresario pusiera más interés en provocar el fracaso de un competidor que en alcanzar el triunfo propio. Con este ejemplo quiere explicarme la situación que, a su juicio, venimos viviendo desde el 23 de julio. El enfrentamiento de dos políticos. Uno que, en lugar de trabajar por reunir los apoyos necesarios para su investidura, ocupa su tiempo en denostar los medios con que, en su opinión, su contrincante pretende alcanzar los suyos. Y otro, al que por el momento tampoco llegan los votos, cuyo silencio acerca de si las acusaciones de su oponente son fundadas preocupa a muchos.

            Y todo ello ―¿hay alguien capaz de sustraerse al debate durante estos días?― gira en torno a la hipotética amnistía que Sánchez ofrecerá a los independentistas a cambio de su voto. Leía, creo que el jueves pasado, la opinión del historiador Antony Beevor sobre que «en un mundo repentinamente repolarizado, incluso las democracias estables se ven amenazadas por un asalto a la verdad a causa del poder de las redes sociales masivas» Y continuaba diciendo que, aunque las teorías conspirativas siempre han existido, «la diferencia ahora es que las ideas enloquecidas y las mentiras pueden difundirse mucho más rápidamente y con mucha mayor convicción porque Internet junto a los creyentes».

            En esas estamos. Sitiados por la fuerza de unas redes y unos medios cuya actuación da la razón al historiador. Con facilidad se recurre a ellas para difundir mentiras, medias verdades, suposiciones ―con desprecio hacia los argumentos― mediante el empleo de palabras que acaban dándonos miedo porque se las carga de la más dañina munición posible. Amnistía es la palabra del momento. Para unos, sería una catástrofe que se produzca; para otros, el miedo impide reconocer que pudiera entrar en el juego político sin que se hunda el mundo.

Zalabardo y yo hablamos de que, a fin de cuentas, indulto y amnistía son dos medidas de gracia, legítimas, que siempre han existido. El indulto tiene quizá menos enjundia. Es una reducción, total o parcial, de una pena impuesta; o su conmutación por otra menor. Aunque parezca frivolidad, su efecto es comparable al de la confesión en la religión católica; la absolución me libera de ir al infierno y me manda al purgatorio, pena más soportable. Por su parte, la amnistía es algo más serio. Por eso se exige que sea todo un parlamento quien la decida. El intríngulis de la amnistía es que borra de un plumazo la existencia de un delito y, consecuentemente, sus consecuencias penales. No es ya el perdón de un pecado; es la proclamación de que ni el pecado ni el infierno existen.

            Cualquier miedo puede superarse con un análisis sereno. Y un mínimo análisis de la realidad nos confirma una serie de verdades incontestables en medio de este gallinero en el que no paran de sonar voces de alarma o, por el contrario, asistimos a silencios preocupantes. La primera verdad de todas: que la Constitución no hable de amnistía no significa que su aplicación sea ilegal; pero, ojo, tampoco significa que sea legal. Por eso habrá que estudiar muy bien el asunto desde una perspectiva jurídica y desde una necesidad práctica, ya que hablamos de una medida excepcional. La segunda verdad: que desconocemos si Sánchez piensa o no conceder la amnistía que le piden a cambio de los apoyos que precisa. Y una tercera verdad: que, llevados por ese miedo generado y nuestra obcecación en unas ideas, no contamos con que una amnistía tiene sus límites. Porque, aun siendo medida de gracia por la que se anulan delitos políticos y sus consecuencias penales, no todo es amnistiable. Las leyes internacionales dejan bien claro que «los crímenes de lesa humanidad, la tortura o la desaparición forzada de personas» no caben dentro de la categoría de delitos políticos y, por tanto, no hay amnistía que los anule. Ningún Estado, según esta doctrina, puede eludir su responsabilidad de investigar los delitos que hayan supuesto «violencia grave contra la vida o la integridad de las personas».

 

           La amnistía, vista así la cosa, es un recurso lícito en un momento de crisis política grave de la que es necesario salir de manera airosa por el bien de todos y sin daño para nadie. Quien concede la amnistía y quien se beneficia de ella han de saber que la medida exige aceptar escrupulosamente las reglas del juego democrático que la nueva situación impone. El precedente más claro lo tenemos en la Ley de Amnistía de 1977. Con el país enrocado en la irreductible dualidad reforma/ruptura, diferentes grupos y diferentes ideas, no sin notables esfuerzos, convinieron en que, como camino desde la dictadura hasta la democracia, aquella solución, si no la mejor, permitía poner en marcha lo que conocemos como Transición, proceso que hizo posible el más largo periodo de paz democrática que España haya disfrutado en siglos.

            La ley del 1977 nació tramposa (entre otras cosas, obviaba que ni las matanzas de Paracuellos ni las matanzas de Badajoz son delitos políticos, como tampoco lo eran las vulneraciones de derechos humanos durante la dictadura) y sigue siendo un quebradero de cabeza, pues sus imperfecciones no han sido limadas por ningún gobierno español, ni de derechas ni de izquierdas. Por eso todas las instancias jurídicas de la ONU, así como Amnistía Internacional, siguen pidiendo que se corrijan aquellos aspectos contrarios al derecho internacional que dicha ley ampara. Y ahí estamos, en mitad del conflicto que lleva a algunos a no aceptar la Ley de Memoria Democrática, que pretende corregir lo que nos piden organismos internacionales.


            Pero en medio se nos ha colado esta amnistía y vuelven a sembrarse miedos. Un miedo que se sustenta en pensar que la única posibilidad que hay de romper el nudo gordiano actual es la aceptación de los planteamientos de Puigdemont. Y no pensamos que, caso de haberla, la amnistía podría circular por vías diferentes. Al fin y al cabo, pase lo que pase, Puigdemont es, todavía, un prófugo de la justicia y no será él quien imponga las reglas del juego.

            De todas formas, si hubiese una solución política al conflicto catalán que resolviese los problemas actuales en beneficio de todos, esa solución sería aceptable. Y lo que son las paradojas. Si se llegase a ella, podrían hacerse verdad unas palabras pronunciadas hace unos días por Feijóo, abanderado del movimiento contra la [hipotética] amnistía: «consolidar acuerdos de mayorías para gobernar a la mayoría del pueblo español». Me avisa Zalabardo que la frase literal era más enrevesada y que, al menos él, le quitaría eso de «mayoría del pueblo español» para convertirlo en «totalidad del pueblo español».

sábado, septiembre 09, 2023

SOBRE OVEJAS NEGRAS, PERROS VERDES Y MIRLOS BLANCOS

            Le cuento a Zalabardo las dudas que me surgieron hace unos días mientras presenciaba un concurso de televisión. Al concursante se le da una definición y ha de adivinar a qué palabra corresponde. Ese día, una de las definiciones fue «Adorador o que rinde culto al fuego». El concursante respondió, y yo pensé lo mismo, ignílatra. Pero resulta que no, que la respuesta correcta es ignícola.

            Mi sorpresa fue mayúscula. Hubiese jurado que el sufijo -cola, del latín cŏlĕre, significa ‘que habita en’ (terrícola, cavernícola, arborícola, etc.) o ‘que cultiva o cría’ (apícola, vitivinícola, piscícola, etc.) y que para ‘que venera o adora’ ya tenemos -latra. Por tanto, acogía con incredulidad ese ignícola. Para que mi confusión resultase mayor, no encontraba la palabra en el corpus del DLE. Acudí entonces al Diccionario latino-español de Agustín Blánquez donde encontré que, junto a ‘cultivar, labrar, cuidar’ ―de donde se extrae lo de ‘habitar en el lugar que se cultiva’―, aparece también el significado de ‘amar, estimar, venerar, dar culto’.

            La duda etimológica, pues, parecía resuelta. Solo restaba, entonces, encontrar otras palabras españolas que acompañasen a ignícola en manifestar ese mismo sentido en su sufijo -cola. Echando mano a una herramienta de la RAE que permite consultas avanzadas del diccionario, aparecen 31 palabras con este sufijo; aunque, como he anticipado, entre ellas no está ignícola. Por tanto, había que continuar la búsqueda. Gracias a esa labor encuentro que ignícola se recoge por vez primera en el Diccionario Castellano con las voces de ciencias y artes, de 1787, obra del vizcaíno Esteban Terreros y Pando, pero que, como caprichoso Guadiana, se pierde hasta que, en 1927, la veamos en el Diccionario Manual (no el oficial) de la RAE. Y allí seguirá hasta 1989, año en que se la envía a un exilio definitivo. Para mayor sufrimiento de la palabra, durante este breve periodo, siempre va entre corchetes, que es la forma con que ese diccionario recoge las palabras «de uso común, neologismos, voces de argot… consciente de que puede ser léxico de fugaz paso por la lengua. El Diccionario testimonia su uso en espera de una instalación definitiva o de su olvido».

 


           Luego, ya, no hay más constancia. Y solamente encuentro que la libera del olvido María Moliner en su Diccionario de uso. Pero, sorpresa de las sorpresas, en la reciente edición digital (tiene, si acaso, uno o dos meses de vida) del Diccionario de Uso del Español, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, que recoge palabras de las que hay testimonios de uso con posterioridad a 1950, me topo con ignícola. La califican como rara y, si se incluye, es porque fue utilizada, al menos, en un artículo del diario ABC de mayo de 2006.

            Mi reacción fue instantánea: estamos ante la oveja negra de una familia léxica. Una palabra rebelde que, coincidiendo en su sufijo con otras 31 de nuestra lengua, es la única en que ese sufijo tiene un significado diferente. En ese momento, Zalabardo se me planta delante y me dice: «Vamos a ver, ¿por qué oveja negra? ¿Por qué si los colores son una mera impresión de nuestros sentidos provocada por la diferente longitud de onda con que nos llega la luz les concedemos el valor de transmitir estados de ánimo, sensaciones diversas e incluso gustos?» Y me aporta diversos ejemplos: que si la vida es rosa, que podemos comernos un marrón, que se piensa en príncipes azules, que nos quedamos en blanco, que alguien es una persona gris o que en ocasiones lo vemos todo negro.

            Tiene razón mi amigo. Creo, además, que posee más conocimientos de física que yo; también de otras cosas. Recuerdo, y se le cuento, que, cuando estudiaba bachillerato, en clase de Física realizábamos un experimento, creo que con el llamado disco de Newton. Un disco metálico, atravesado en su centro por un eje, dividido en zonas de igual superficie, cada una de un color. Si se giraba el disco con la suficiente velocidad, los colores desaparecían y todo se veía blanco. Así nos demostraban que el color no es sino una impresión causada por la luz en el cerebro humano. Los colores, podríamos decir, carecen de una existencia firme. Si acaso, solo el blanco y el negro tienen esa entidad. En ausencia de luz, todo se ve negro. Y si se conjugan todas las diferentes impresiones que un haz de luz puede provocar en nuestra retina, tenemos el blanco.

            Zalabardo, con su pregunta, me sumerge en un mar de dudas: por su actitud frente al resto del grupo a que pertenece, ¿es ignícola una oveja negra, un perro verde o un mirlo blanco? Porque, pensando en la observación de mi amigo, es innegable que con los colores calificamos estados de ánimo, sensaciones diversas e incluso gustos; y al negro lo cargamos con una idea peyorativa, negativa. Y me digo: ¿Acaso ser distinto a los del grupo al que se pertenece ha de ser algo negativo? ¿Por qué rechazamos al que es, o piensa, de modo diferente? En este caso, no creo que ignícola haya de ser una oveja negra léxica.



            Pienso, entonces, en perro verde, expresión con la que designamos lo raro por inexistente. Ignícola es palabra rara, nadie lo duda; pero ahí está, vivita y coleando. Y se pasea hasta por los concursos de televisión, aunque nos puedan parecer frívolos. Tampoco, pues, podemos defender que lo sea. Y con ser un mirlo blanco expresamos lo ‘que es excepcionalmente raro o difícil de encontrar’; ¿cada cuánto encontramos una palabra con sufijo -cola que signifique ‘que rinde culto o adora’? Solamente en esta ocasión.

            ¿Qué es, entonces, ignícola? Creo que ni oveja, ni perro. No es nada negativo ni inexistente. Concluyo, pues, en que es un mirlo blanco, una palabra de uso raro, curiosa si queremos, pero que puede mostrarse orgullosa de no ser como las demás que siguen el camino trillado, que es el fácil. Así debiéramos ser las personas, negadoras de las calificaciones fáciles, huidizas frente a los prejuicios, defensoras del valor de la diversidad. Zalabardo, imitando uno de esos emoticonos de las redes, me muestra el puño cerrado, con el pulgar hacia arriba.

domingo, septiembre 03, 2023

MÁS VALE TARDE

 

Pasada la canícula, cosa de la que no acabo de estar convencido, aquí vuelvo a estar, sin que me falte la compañía de Zalabardo. No niego que ambos dudábamos del regreso. Nos sentíamos cansados ―no por la edad― y hasta meditamos la opción de cerrar definitivamente la Agenda. Entonces vino en nuestro auxilio Diógenes.

            Diógenes de Sinope, que vivió entre los siglos V-IV a. C., no dejó obra escrita. Todo cuanto de él se cuenta ―de sus ideas y de su biografía― se lo debemos a fuentes diversas que hablan de él. Esa es la razón de que abunden las frases y los episodios que se le atribuyen sin que podamos refrendar plenamente ni las unas ni los otros. Por ejemplo, se cuenta que, ya a una avanzada edad, decidió aprender música, lo que motivó que muchos lo reprendieran echándole en cara su edad provecta. A estos fue a los que, dicen, Diógenes respondió: «Mejor tarde que nunca».

            La cosa es que hemos estado revisando lo que ha sido y lo que ha significado esta Agenda. Podría habernos llamado la atención su dilatada vida ―el primer apunte está fechado el 9 de agosto de 2006, ¡17 años ya!―; o el número de entradas publicadas, 1011 y esta será la 1012; o las visitas que hemos tenido, 353.408, lo que arroja un resultado de más de veinte mil al año; o que en este periodo en que la Agenda ha permanecido cerrada, haya habido unas 1660 visitas en julio y casi mil en agosto.

            Todo eso podría habernos ufanado. Sin embargo, lo que más nos ha admirado es la fidelidad de unos seguidores que han aguantado este bombardeo periódico y los comentarios elogiosos que amablemente nos han dedicado. Aquí cobra sentido la referencia a la frase atribuida a Diógenes, la de que más vale tarde que nunca. Porque debo confesar que he sido descuidado tanto con los comentarios como con los seguidores. La culpa, por supuesto, me corresponde solo a mí y nada tiene que ver en ello Zalabardo. No les he prestado la atención debida ni he mostrado el agradecimiento que merecía esa deferencia hacia la Agenda de Zalabardo.

Aconsejaba don Quijote a Sancho: «Muéstrate agradecido; que la ingratitud es hija de la soberbia y uno de los mayores pecados que se sabe». Y como más vale tarde que nunca, quiero que este primer apunte del nuevo curso sirva para reparar esa falta que he venido cometiendo. Estaré más atento y procuraré responder a cuantos comentarios se me hagan.

            En esa revisión de la que he hablado ―hemos llegado solo hasta 2014― me he encontrado ante algunas sorpresas. Comprobamos que los apuntes que más interés han concitado son los dedicados a historias de palabras, a comentarios de refranes y a aclarar cuestiones de nuestra lengua. En definitiva, ese fue el objetivo desde que nació en 2006. Me parece digno de citar que la palma se la lleva el titulado Confundir el culo con las témporas, de mayo de 2015, que cosechó 10467 visitas. Otro, el Refranero escatológico, tuvo 6193. Y son bastantes los que superan el millar.

            Decía al comienzo que Zalabardo y yo hemos estado tentados de concluir la tarea, porque no son pocos los más de mil apuntes publicados, asunto que alimenta el temor de resultar cansado por lo reiterativo. Lo hemos discutido bastante, planteándonos los pros y los contras. La seguridad que parecíamos mostrar al comienzo de la charla empezó a diluirse tras leer un apunte de marzo de 2017, Nulla dies sine linea, que se acercó a las tres mil visitas. En él tratábamos el sentido que puede darse a esta frase de Plinio. Allí recordábamos que Apeles, Miguel Ángel, Santa Teresa, Machado o Voltaire, fueron autores de frases que tenían más o menos el sentido de la de Plinio. De este abanico, confesé a Zalabardo que me gusta especialmente la de Voltaire, que dijo: «El hombre ocioso solo se ocupa en matar el tiempo, sin ver que el tiempo es quien nos mata».

            Fue entonces cuando comuniqué a mi amigo mi decisión de no limitarme a matar el tiempo, sino a ocuparlo leyendo, escribiendo, comunicándome con personas inquietas y amigos y continuando con esta Agenda. En aquella fecha, expresaba también que me ponía manos a la obra para componer la novela que completaría la Trilogía del recuerdo y la memoria. Esa novela la he terminado este agosto, cinco años después de negarme a solo dejar pasar el tiempo. No tengo la menor idea de cuándo se publicará, pero tampoco me acucian las prisas.


            Mientras escribía lo que leéis, Zalabardo se ha levantado para buscar algo. Vuelve y me acerca el último libro de Rosa Montero, El peligro de estar cuerda, cuya lectura he concluido recientemente. Me lo enseña abierto por una de las páginas finales, en la que la autora reproduce una entrevista que realizó a Doris Lessing. La escritora británica respondió a una de las preguntas: «Una vez me pasé un año entero sin escribir, a propósito, para ver qué sucedía. Tuve muchos problemas. Creo que no me sienta bien no escribir». La misma Rosa Montero dice bastante antes que a veces se siente algo que le hace a uno decir: «Yo esto tengo que contarlo, tengo que compartirlo».

            Porque, le comento a Zalabardo, cuando uno escribe ―un poema, una novela, una comedia, un simple apunte como este―, creo que no lo hace solo por vanidad, aunque algo de eso haya también; escribe porque siente esa necesidad de contar y de compartir. Y volviendo otra vez a Plinio, recuerdo que en aquel apunte de 2017 decía que su frase se podía entender también como disposición a atender siempre nuestra tarea, aquella a la que nos dediquemos, esforzándose en que su resultado sea el adecuado. Igual que cuando apareció aquí nuestro primer comentario, en 2006, sobre la conveniencia de cancillera junto a canciller. Eso nos impulsa a mantener activa esta Agenda.