lunes, octubre 31, 2022

EL PAJARILLO MUERTO

Escribo en lugar, día y hora desacostumbrados. Es lunes, estoy en Puerto Serrano y, por mor de una disposición administrativa que no acabo de entender, el reloj me dice que son las cinco menos cuarto, como si estuviera en nuestra mano cambiar el flujo del tiempo y su duración; pero nos hacemos la ilusión de poder tal cosa, moviendo caprichosamente las manecillas de ese artilugio llamado reloj. En fin, que me veré obligado a ajustar mi reloj biológico para liberarme de estos madrugones.

            Mi compañía en Puerto Serrano no es Zalabardo; aunque él pudiera molestarse, que no lo hará por su bondad y por su naturaleza comprensiva. Quienes están conmigo me llenan con su calor más que mi amigo, con todo lo que él me da. Esto lo sabe y no se molesta. Sin embargo, escribo dirigiendo a él mis reflexiones porque sé que hacerlo así me ayuda a que lleguen a otras personas con mayor facilidad.

            Por todo eso, sabe Zalabardo que hoy sería natural que hablase de la casi inimaginable belleza de los jardines de la Casa-Palacio de los Ribera en Bornos, o de que el reloj del Ayuntamiento de esta población parece rebelarse contra los caprichos administrativos perdiendo sus manecillas, o de la tranquila paz que se disfruta caminando por la Vía Verde que une Puerto Serrano con Olvera mientras el oído goza oyendo solo el rumor de las aguas del Guadalete y la vista se extasía con el majestuoso vuelo de los buitres. Como sería natural que le hablase de lo que hoy esperamos hallar en Arcos de la Frontera.


            Sin embargo, mi mente vuelve una y otra vez a un hallazgo de ayer junto a la boca de uno de los túneles de la Vía Verde: el cadáver de un pajarillo. No soy experto, pero su brillante color verde-amarillo me inclina a creer que se trataba de un verderón. En medio de tanta belleza, nos topamos de bruces con la muerte, representada por aquel pequeño animal.

            Recordé en ese momento que, días atrás, había leído un artículo, A favor de las poetisas, de la filóloga e historiadora de la lengua, catedrática en la Universidad de Sevilla, Lola Pons, en el que de forma sencilla nos explica la diferencia entre denotación y connotación. Venía a decir esta joven profesora, no ha llegado a la cincuentena, que las palabras señalan asépticamente lo que las cosas son, eso es la denotación, y luego los hablantes ―al cabo, ellos son los que van haciendo la lengua― les van añadiendo una carga positiva, o negativa, eso es la connotación, que, por lo común, acaba prevaleciendo. Como no es mi intención hablar del caso de poetisa, me limito a aconsejar su lectura.

            Vuelvo a la imagen del pajarillo muerto. Y recordé también las palabras de Epicuro sobre la muerte, a la que no debemos temer porque mientras vivimos la muerte no está y, cuando ella aparece, somos nosotros quienes no estamos. La muerte, la visión del verderón de cuyo cadáver iban dando cuenta las hormigas, nos causa tristeza; pero la contemplación de la naturaleza, ayer estaba inmerso en ella, nos recuerda que toda muerte no es sino un anuncio de nueva vida. ¿Qué, si no, son otoño e invierno, un acabar para resurgir con mayor fuerza en primavera?


         Hay quienes rechazan al buitre por carroñero. Pero olvidan la majestuosidad y belleza de su vuelo y el hecho de que ellos son quienes se encargan de limpiar la naturaleza de la podredumbre de lo que muere. Siempre estamos enfrentando lo que nos causa fastidio, lo que cargamos de significados negativos, con lo que de positivo pueda haber en aquello de lo que queremos huir.

 


           En la Vía Verde de la Sierra abundan los túneles, creo que son 30 en sus pocos más de 36 kilómetros. El cadáver de este verderón estaba junto a la boca de uno de los más largos, el Túnel del Esqueleto, que tiene una longitud de 500 metros. Aunque estos estén iluminados, el túnel, le digo a Zalabardo―le diré cuando lo vuelva a ver―, nos da la sensación de oscuridad y nos provoca miedo porque pensamos que en la negritud no hay nada; esas son connotaciones que añadimos y que nos la convierten en palabra negativa. Pero el túnel, su sentido más aséptico, es positivo, porque nos permite salvar una dificultad horadando el duro terreno que nos corta el paso. Esa oposición entre denotación y connotación, entre su sentido negativo y el positivo, la observamos en la expresión ver la luz al final del túnel, equivalente a otra, siempre que llueve escampa, que nos avisan de que por mal que las cosas nos vayan, siempre queda un resquicio que nos dirija hacia un final feliz.

 

           Catulo, el poeta latino, lloraba la muerte del gorrión que hacía feliz a Lesbia. Podríamos quejarnos de la muerte del verderón de ayer. O de que las rosas del jardín de los Ribera, en Bornos, se ajarán. Pero digo a Zalabardo que mejor nos iría si enfocásemos todo desde la mejor perspectiva que nos sea posible, que carguemos los episodios de nuestras vidas con connotaciones positivas, aunque la aséptica denotación señale hacia algo menos agradable.

sábado, octubre 22, 2022

MIS PALABRAS PERDIDAS

Nos llega una edad, comento con Zalabardo, en que cualquier mínimo detalle sirve para que se nos disparen los recuerdos y la mente vuele por lugares y tiempos que creíamos perdidos, pero que, de repente, se levantan ante nosotros con una fuerza inusitada. Esta vez han sido dos los detonantes casi simultáneos: la lectura de una breve reseña periodística y el hallazgo de una vieja foto que me ha aparecido ordenando papeles.

            Hace unos días, Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, hablaba de la necesidad de defender una lengua, cualquier lengua, y el desatino que es ofenderla. Lo hacía remitiéndose a unas palabras de aquel Isidoro, obispo de Sevilla hace la friolera de casi quince siglos y tan interesado por la historia y origen de las palabras, en las que afirmaba que las personas y las lenguas andan a la par, como cogidas de la mano, pero que las lenguas no nacen de las personas, sino que somos las personas quienes nacemos de las lenguas. Es decir, que la lengua nos modela más de lo que nosotros modelamos la lengua. La lengua materna es la que nos hace ser lo que somos. Por eso, cuando perdemos siquiera una de las palabras de esa lengua, se va perdiendo una parte de esa personalidad que nos configura.

            Casi a la par, revolviendo papeles para decidir qué me resultaba ya prescindible a estas alturas de mi vida, topé con una antigua foto. Con ella encabezo este apunte. Le digo a Zalabardo que en esa calle transcurrió parte de mi niñez, en Osuna, hace 60 años. Nos asombra verla sin un solo coche aparcado junto a sus aceras y ni siquiera circulando. En aquella época no se tenía idea de hasta qué punto los automóviles nos esclavizarían.

            Le cuento que, a la derecha, en primer plano, se ve la que fue mi casa. Que frente vivía un amigo, José Joaquín, de quien no tengo la menor noticia sobre qué habrá sido de él. Que más arriba, un poco más del punto desde el que la foto está tomada, había un sastre de cuyo hijo era también amigo y nos prestábamos los tebeos de Mendoza Colt. Que la torre del fondo, a la izquierda, es del convento de una comunidad de monjas. Que, entre la casa de José Joaquín y el convento había una espartería que ahora soy incapaz de situar…


            Una espartería donde, con esparto, palma y pita y se elaboraban productos muy variados. ¿Queda en mi pueblo alguna espartería? ¿Quedan esparterías en otros lugares, aquí en Málaga, por ejemplo? Busco por curiosidad y leo que, en Madrid, quizá la única que se mantiene abierta es una llamada Espartería Sánchez. Y pienso ―ya dije antes con qué facilidad se abre la espita de los recuerdos― que, si estuviera ahora a mi lado mi muy querida amiga Pepa Márquez, tesoro inagotable de palabras que los demás casi ni utilizamos, que hasta hemos olvidado su existencia, me ayudaría a recordar la ingente cantidad de las relacionadas con la artesanía del esparto y que se nos pierden sin remedio, desdibujando lo que un día fuimos y dando lugar a una imagen nuestra más moderna, es posible, pero desligada de las raíces que un día nos dieron sentido.

            La labor básica en una espartería es la de la pleita, trenzado de tres o más ramales, según la anchura que se quiera obtener, de esparto, o de palma, o de pita, con que luego se confeccionará todo lo demás. De la pita machacada se extraía la fibra que se emplearía fundamentalmente en cordelería, por ejemplo, la guita, la soga o la tomiza (Pepa suele hablar más de jical, ‘hiscal’); o para algofifas con las que fregar los suelos. Existiendo algunas almazaras en el pueblo, parte importante de la producción era la de los capachos, seras redondas y planas para colocar las aceitunas en la prensa de moler. La sera, más propiamente, era una espuerta grande y sin asas para el transporte de materiales. Si la sera era doble, más estrecha y lisa por en centro para colocarla sobre los lomos de un animal, habría que hablar del serón.


           También salían de aquella espartería muchas esteras, piezas de esparto, generalmente de un grosor acusado y dimensiones variables que se utilizaban para cubrir el suelo o como persianas. Las alfombras las han jubilado de los suelos, y finas láminas de plástico, metal o madera las han sustituido en puertas y ventanas. Como ahora no se ven esas esteras de esparto, tampoco se ven los soplillos, esos aventadores, por lo común redondos y con mango con que se avivaba el fuego de los fogones; las vitrocerámicas y las cocinas de gas los han hecho innecesarios.

            Cuando un objeto se pierde, parece que la palabra que lo designa se torna inútil y acaba por perderse. Todo en la vida cambia, todo se transforma, las personas mueren y otras van ocupando el espacio que han dejado libre. Igual ocurre con las palabras. Hay quienes no le dan importancia a este hecho, pero otros sentimos la pérdida de las palabras como la de las personas cercanas que han significado algo en nuestra vida.

            Y pensaba en Pepa Márquez porque, aunque algunos vean con extrañeza que sepa tantas palabras que ya están fuera de la circulación, yo la admiro y la veo como uno de los personajes de la novela Farenheit 451 que, frente a una sociedad que condena y quema los libros por considerarlos peligrosos, formaron un grupo de resistencia en el que cada persona memorizaba un libro para que no se perdiera. Así memoriza Pepa muchas palabras y, con ello, no pierde la vitalidad que le otorgan las raíces que la mantienen unida a un tiempo, a unos objetos y a sus nombres que otros muchos vamos perdiendo.

sábado, octubre 15, 2022

PREMIO, LECTURA, ORTOGRAFÍA Y REDES SOCIALES

Hoy, día de santa Teresa de Jesús, conoceremos al ganador del Premio Planeta de Novela, el más importante del mundo por cuanto su dotación económica, un millón de euros, supera incluso a la que percibe un Premio Nobel. A la vista del desembolso, se supone que la editorial espera unos beneficios económicos superiores. Nada tiene que ver, por ejemplo, con el Premio Nadal, el más antiguo de España, 1944, de no menos prestigio, pero con una dotación económica de 18000 euros; no obstante, quizá nos haya dejado una cantidad de buenas novelas y descubierto un número de autores noveles tal vez superior al Planeta.

            Comento con Zalabardo que todo el entramado comercial del Premio Planeta genera muchas dudas. La primera, si la necesidad de rentabilizar el dinero entregado al ganador importa más que la calidad en la obra. ¿Se buscan compradores antes que lectores? Algunos datos alimentan la sospecha. ¿Tenía necesidad Camilo José Cela de presentarse a este premio en 1994, después de haber ganado el Nobel en 1989 y, además, con una obra que fue acusada de plagio? ¿Por qué Miguel Delibes ya declaró en 1993 que le habían propuesto presentarse, garantizándole que sería ganador? E igual circunstancia se dio con Ernesto Sábato en 1994. Este último incluso declaró: Me reí y dije que no podía aceptar un premio por un libro que todavía no había escrito. Se dice, no sé si es verdad, que se premia a una obra de encargo. Tampoco parece que moleste el escándalo, como el año pasado premiando a Carmen Mola que, finalmente, resultaron ser tres hombres.

            Le digo a Zalabardo que todo esto me trae a la memoria una serie de análisis y artículos diversos. En 2019, en una entrevista, Carme Riera, escritora, profesora de Literatura y miembro de la Real Academia, declaraba que lo importante no es conseguir un premio, sino tener lectores. De manera irónica, decía también que, en España hay más escritores que lectores. Y se quejaba de que en España se desplaza la enseñanza de la literatura de los planes de estudio y no se fomenta la lectura debidamente.


            La afirmación de que hay más escritores que lectores no debe considerarse exageración. Basta ver el auge de la autoedición en nuestro país. Resulta muy fácil publicar un libro y las editoriales han encontrado una mina de oro en el proceso de la autoedición. No tengo reparo en reconocer que me encuentro entre quienes se han valido de este sistema. Lo más común hoy es que, si envías un original a una editorial, te respondan con elogios hacia tu obra, pero la rechazan «porque su contenido no entra en su línea editorial»; acompaña a esta negativa el consejo de que te dirijas a una editora menor, pero de la misma empresa, dedicada a la autoedición. Así, todos acabamos leyendo solo nuestros propios escritos. A quienes se envanecen de haber escrito y publicado un libro ―escribirlo es fácil, lo difícil es que tenga calidad― les recordaría lo que dijo Borges: Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído. Yo, lo digo con sinceridad, estoy con Borges.

            En cuanto a la lectura, en un artículo de hace solo unos días, Ana Camarero denunciaba que la ortografía empeora por dos motivos: la influencia de las redes sociales y el decrecimiento de la lectura. Le digo a Zalabardo que me parece que en la mala ortografía influye más la caída de la lectura que las redes sociales. No olvidemos que la expresión oral es algo natural mientras que la expresión escrita es algo «artificial», si queremos llamarla así, sujeta a unas normas convencionales y que debe ser aprendida y practicada. Pero porque sea una convención no deja de ser una necesidad. La puntuación, la acentuación, el correcto uso de los signos gráficos con los que representamos los sonidos no son un capricho. De hecho, los numerosos intentos de acabar con la ortografía, terror del ser humano desde la cuna, según Gabriel García Márquez, han fracasado. El chileno Andrés Bello, que en 1884 propuso una revolucionaria reforma de la ortografía, acabó por renunciar a su intento y pedir que no se aplicara. Los cambios en la ortografía son lentos.

 

          La ortografía no se aprende solo estudiando las reglas; se aprende de manera natural mediante la lectura. Dice Cristina de la Peña, profesora de la Universidad Internacional de La Rioja, que la lectura favorece que las palabras se nos vayan quedando inconscientemente en nuestro cerebro, de forma que, el ejemplo lo pone ella, si me acostumbro a ver escrita la palabra zanahoria, cuando necesite utilizarla en un escrito no tendré problemas para colocar esa h indetectable en el habla oral. Y José Ramón García Guinarte, director del Instituto de Neurociencia y Alto Rendimiento, sostiene que para lograr una correcta ortografía, el cerebro deberá alcanzar un proceso de automatización, y eso lo irá haciendo a través de infinidad de repeticiones y exposiciones. La lectura, ejercicios de dictado, de redacción, de copia de textos nos proporcionan estas repeticiones requeridas para que se fije en nuestro cerebro una correcta ortografía.

          El informe PISA sigue insistiendo en que en España estamos mal en la tarea de construir y comprender textos escritos. Creo que haría falta trabajar más estos aspectos. Cuando visito una librería de viejo, me gusta buscar libros dedicados a estas tareas. Tengo una Ortografía dudosa, de José de las Casas, publicado en 1914, que, en ejercicios destinados a ver la función del acento, propone escribir textos como este: El equívoco en el epigrama encierra un doble sentido que ha dado lugar a cuestiones entre escritores de reconocido mérito. O mucho me equivoco, o su autor se equivocó a sabiendas. Y en un cuadernito de 1881, Ortografía, solo 47 páginas, el profesor malagueño Agustín Moreno Rodríguez recoge una lista en la que explica la diferencia entre palabras de sonido semejante, pero ortografía diferente: aya, halla, haya, allá, ayo, hallo, halló, hayo.

            Y quedan las redes sociales. Con todos los fallos que yo les veo, creo que en este aspecto se las culpa más de lo debido. Lola Pons, filóloga, dice que no hay que dejarse avasallar por la ortografía. Que se utilizan abreviaturas, se suprime la h, se escribe k en lugar de qu, se eliminan puntos y otros signos… Nada de ello debería escandalizarnos si quien lo hace es consciente de que emplea un determinado registro propio de la jerga de internet, pero es capaz de emplear el registro adecuado cuando sale de ese mundo.

            Por eso es tan importante fomentar la lectura. David Bueno, profesor de Biología y Genética de la Universidad de Barcelona, dice que está claro que un buen lector tiene más capacidad de imaginar, es más creativo, que una persona que solo utiliza monosílabos. Eso debería hacernos pensar. 

sábado, octubre 08, 2022

¿CUÁNTOS DE QUIENES LO MONTAN CAERÁN DEL BURRO?


En el sexto acto de La Celestina, la alcahueta responde a Sempronio sobre la tozudez de Calisto: Déjale, que él caerá de su asno. Y más tarde, en el capítulo XIX de la segunda parte del Quijote, el bachiller Corchuelo responde a Sancho tras haberle advertido este sobre el peligro de afrontar determinadas riñas: Yo me contento de haber caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia la verdad de quien tan lejos estaba.

            Que en el siglo XV se prefiriese asno y en el XVII la lengua se inclinase por burra importa muy poco. Siempre ha estado claro, ya lo recogía Covarrubias en su Tesoro, que la expresión caer de su asno es proverbio griego que usamos cuando uno ha sido necio en un parecer y porfiado, sin tomar consejo de los que se le podían dar, y al cabo por el suceso conoce haber errado. Y así, le digo a Zalabardo, el DLE sigue diciendo que caer(se) alguien del burro, esta es la forma más extendida en la actualidad, es ‘reconocer que ha errado en algo’.

            Pero decía que eso es lo de menos, ya que la que me interesa comentar es otra expresión que guarda relación con esta porque también contiene asno/burro y jinetes que lo montan: No ver tres en un burro. Nadie tiene dificultad en entender que con ella señalamos a alguien sí las tiene para ver. Sin embargo, haría falta que alguien cayera de su burro ―mejor desearía yo que se apeara voluntariamente para evitarle algún posible daño― y no insistiera tan tozudamente en defender un origen que la expresión no tiene.

            Veo a Zalabardo interesado en mis palabras y le cuento que un día, en una página de internet llamada Emitologías (no es error, ese es su título y no Etimologías) comenzó a difundirse que se originó en Andalucía a comienzos del siglo XX. La teoría es más falsa que esos duros del famoso tanguillo gaditano. Se puede resumir de la siguiente forma: un oculista, percatado del número de analfabetos que acudían a su consulta y viendo que le resultaba imposible medir su agudeza visual con las tablas optométricas al uso, decidió utilizar unos cartelones con dibujos. Uno de ellos presentaba a tres jóvenes subidos en un burro. Si el paciente era incapaz de distinguir el motivo del dibujo, es decir, no veía los tres en el burro, significaba que era más miope que el Rompetechos de los tebeos. Hay una versión aún más extraña por no disponer de ninguna documentación que la avale: la que dice que, cuando Herodes mandó matar a los niños, José pudo salvar a Jesús y a María huyendo los tres a Egipto en un burro y que nadie los vio, es decir, nadie vio tres en un burro

            Si ya da que pensar que la falsa historia del oculista andaluz se repita en múltiples publicaciones como si fuese verdadera, más preocupa que incluso una institución dedicada a la enseñanza de idiomas, una tal Academia Andaluza con sede en la gaditana Conil, se haga eco de ella en su página web. A pocos de quienes siguen el equivocado parecer de Emitologías parece importarles que, entre otros, Alfred López, creador del blog Ya está el listo que todo lo sabe haya desmontado esta versión al mostrar cómo Gonzalo de Correas recogía en 1627 el refrán Antojásele que ve siete en un asno o, ya en el último cuarto del siglo XIX, José María Sbarbi incluía entre su colección de refranes No ver tres, o siete, sobre un asno. Además, formas de este refrán, o parecidas, se encuentran en otras lenguas de España con anterioridad a la fecha que algunos pretenden. Por ejemplo, en catalán existe Non veu un bou á tres passas, ‘No ver un buey a tres pasos’.

           Lo anterior apuntala mi idea, repetida en otras ocasiones, sobre el daño de subir a internet falsas historias que luego resultan difíciles de desmontar y la irresponsabilidad de los reenvíos y repeticiones sin contrastar. En el caso que comentamos del refrán, le digo a Zalabardo, no podemos decir que la sangre llegue al río; se trata de un asunto menor, una nimiedad. Lo malo es cuando esas historias falsas afectan a instituciones o a personas; en tal caso, el daño infligido puede ser grave e irreparable. Por eso es tan importante una buena formación en el uso de las redes sociales y de internet en general.

            Sobre el refrán, poco importa, si son tres o siete los jinetes, si se trata de asno, de burro o burra. Sabemos lo que queremos decir. Importa más que algunos, tres, siete o los que sean, caigan del burro y reconozcan su error en la asignación del origen. Al hacerlo, podrían ver también otra cuestión que plantea Alfred López, quien, analizando algunas obras clásicas en las que el refrán se utiliza en su forma No ver siete en un asno, señala que, en los albores de la expresión, no se aludía tanto a la debilidad de visión sino al empeño en no querer ver más que aquello que a uno le interesa. Si esto fuera así, le comento a Zalabardo, tal vez pudiésemos establecer una línea de familiaridad entre caer del burro y no ver tres en un burro. Pero eso es algo más complejo.

sábado, octubre 01, 2022

NO DONDE NACES, SINO CON QUIEN PACES

Francisco Delicado ―de quien no hay seguridad sobre si nació en Córdoba o en Jaén―cuenta en el mamotreto XLVII de La Lozana andaluza cómo Silvano, uno de los personajes, presume de haber conocido al autor de la historia en Martos, población que califica como su tierra, lo que hace a Lozana preguntar si no era nacido en tierras cordobesas, como su padre. Silvano le responde con el refrán que da título a este Apunte y que Gonzalo de Correas tenía recogido como No con quien naces, sino con quien paces, con el que se quiere señalar que hacen más las compañías que el linaje y la crianza. Y hasta nuestros días ha llegado en su variante No se es de donde se nace, sino de donde se pace. Muchas probabilidades tiene este refrán de proceder de una sentencia latina, ubi bene, ibi patria, que podemos traducir como ‘en donde se está bien, allí está la patria’, que llegó a emplear el mismo Cicerón.

            No cabe duda, comento con Zalabardo, de que los seres humanos guardamos hacia la tierra natal o adoptiva un sentimiento anudado con lazos muy fuertes: de afecto, de cultura, de historia o de muy diferentes tipos. A mí mismo me sucede con Osuna, mi pueblo. A ese lugar solemos llamar patria, que en su origen no significa otra cosa sino ‘la tierra de nuestros padres’, aunque en mi caso sea yo el único nacido allí. Con los siglos, esta palabra se ha interpretado de muchas maneras, incluso se ha identificado con nación, hasta ser raíz de dos términos antagónicos: patriotismo y patrioterismo. Pero no voy a entrar en esa cuestión; para quien quiera saber la evolución del concepto encerrado en patria solo recomendaré la lectura del muy profundo artículo que Ismael Saz le dedica en el Diccionario político y social del siglo XX español.

            Le pregunto a Zalabardo si recuerda el revuelo que se organizó en algunos sectores del espectro político español cuando la vicepresidenta Yolanda Díaz tuvo la ocurrencia de proponer que sería interesante abrir el debate sobre si debiera sustituirse patria por matria (no recogida en el DLE, punto que no importa, ya que sabido es que no es el diccionario quien crea las palabras), término que a su juicio designa un espacio que nada tiene que ver con la tierra de nacimiento o con el Estado, sino con un lugar interior en el que se puede crear un espacio propio.

            Quienes tanto se escandalizaron de este razonamiento no cayeron en la cuenta, o tal vez prefirieron ignorar, que matria no es ningún neologismo, que ni la ha inventado Yolanda Díaz ni es de nuestros días, sino que viene avalada por una larga historia. Se suele decir que Plutarco (historiador griego de nacimiento, pero a quien su amigo el cónsul Lucio Mestrio Floro apoyó para que se le concediera la ciudadanía romana) fue el primero en utilizarla cuando escribió que los cretenses llamaban a su país matria, conscientes de que los mayores beneficios se los debemos a nuestras madres. Pero ello no debe arrastrarnos a caer en el error de pensar, como algunos, que patria/matria es reflejo de la oposición padre/madre. Es preciso saber que, en latín, patria era femenino y la terra patria designaba el lugar del que procedían indistintamente tanto el padre como la madre.

            A matria se han referido varias veces Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Jorge Luis Borges, Virginia Woolf, Julia Kristeva… Larga lista. Y Ernesto Sábato, argentino y Premio Cervantes en 1984, escribió que la patria es la infancia y quizá por eso sería mejor llamarla matria. Tal vez estuviese recordando un poema de Rainer María Rilke en el que afirma que la verdadera patria es la infancia. Quizá pudo también tomar la idea de Miguel Delibes, quien hablando del afecto con que son acogidos los niños de sus novelas dijo que la infancia es la patria común de todos los mortales.

            Pero le pido a Zalabardo que regresemos al refrán del comienzo y a la sentencia latina, ubi bene, ibi patria, ‘donde nos sentimos bien, allí tenemos la patria’, porque cualquier otra cosa me parece que es encerrarnos en unos límites asfixiantes y romper lazos con quienes nos rodean. Le recuerdo el poema de Machado recogido en Los sueños dialogados en el que escribe: Mi corazón está donde ha nacido, / no a la vida, al amor… Alberto Cortez interpreta también una bella canción en la que dice: No soy de aquí, / no soy de allá


           
A Zalabardo, que jamás me ha revelado su origen, le pregunto si es bueno sentirse tan atado a un concepto rígido de patria. Me contesta que él se siente mejor siendo de muchos lados. Y me cuenta que un actor argentino, Eduardo Blanco, decía en 2010 en una entrevista que le hicieron: Uno no es solo de donde nace, aunque lo sea, ni de donde pace, aunque por descartado, sino también de donde tiene sus muertos. Y me repite una frase, de la que afirma no recordar quién fue su autor, que hiela un poco la sangre: Empieza uno teniendo una patria y acaba echando de ella a todo el mundo. De Zalabardo aprendí a rechazar todo tipo de nacionalismo patrioteril y quizá, por su influencia, cuando me preguntan de dónde soy responda, un poco con ironía: De Osuna, ¿de dónde se puede ser mejor?, aunque aparentemente parezca que incurro en contradicción al responder cuando me preguntan si soy sevillano: Sí, pero no ejerzo.

domingo, septiembre 25, 2022

ERRORES DE INTERPRETACIÓN Y CRÍTICA


En Corazón tan blanco, una de las más interesantes novelas del recientemente fallecido Javier Marías afirma el protagonista narrador: Es preferible correr algunos riesgos y encajar los incidentes (a veces graves) y los malentendidos (duraderos a veces) que inevitablemente producen las imprecisiones de los intérpretes. Cierto es que el contexto en que Marías, o su personaje, dice tal cosa es diferente al que me voy a referir yo, pero no por eso deja de valer para mi propósito.

            Muchas veces he hablado con Zalabardo de la complejidad del proceso comunicativo y del cuidado con que hay que enviar y recibir cada mensaje. Porque no se trata solo de que yo quiera decir algo, sino de acertar a decirlo del modo debido para no inducir a error a mi interlocutor; como tampoco basta con que el receptor oiga o lea lo que le digo, sino que es de necesidad imperiosa una recta interpretación de lo que he querido decir. A eso alude el personaje de la novela de Javier Marías, a que cualquier malentendido, la más pequeña interpretación errónea de unas palabras, puede originar incidentes de muy diferente nivel de gravedad.

            En el acto de la comunicación no solo importa que emisor y receptor se valgan del mismo código; para que el mensaje no quede distorsionado cumplen una función especialísima el contexto y la situación. El contexto lo forman los elementos que anteceden y siguen a una unidad lingüística determinada y ayudan a concederle su valor; la situación, en cambio, la constituyen las condiciones psicológicas, sociales e históricas (factores extralingüísticos) que hay que tener en cuenta para interpretar correctamente un mensaje. Le pongo a Zalabardo dos ejemplos. Si digo No me gusta la elección de Luis Enrique, quedará la duda, dicho así sin más, de si lo que no me gusta es que Luis Enrique haya sido elegido o no me gusta lo que Luis Enrique ha elegido. Y si le digo a alguien ¡Qué hijo de la gran puta estás hecho!, faltará conocer todos los elementos extralingüísticos que intervienen para saber si estoy insultándolo o elogiándolo.


            Ese riesgo citado en la novela, le digo a Zalabardo, se da con más frecuencia de la deseable en las redes sociales. La brevedad e inmediatez que en estas se exige hacen que contexto y situación queden marginados. La consecuencia: surgen los malentendidos, las interpretaciones equivocadas (a veces de manera maliciosa) que dan pie a incidentes más o menos graves. El comportamiento de nuestros políticos, por ser algo bien visible, nos lo muestra casi a diario. La supresión del inicio de unas declaraciones de la ministra Irene Montero nos deja una frase de la que se valen sus enemigos para acusarla de defensora de la pederastia. Y no es que la ministra me resulte simpática; pero es una mentira maliciosa lo que dicen que ha dicho. Por la otra parte: ¿Se puede llamar insolvente a Feijóo? Me parece que no es lo adecuado. En insolvente hay una carga de profundidad, negativa, que hace que el adjetivo sea más duro que incompetente, por ejemplo. En el caso de Montero se oculta el contexto; en el de Feijóo se aplica una connotación situacional.

            Y, como suele ocurrir, un tema nos lleva a otro y Zalabardo y yo pasamos a hablar de la crítica, del derecho a ejercerla y de la conveniencia de aceptarla. Porque es un principio innegable que todo aquel que expone en público una actitud o una idea está expuesto a ser criticado. Pero es fácil ver que no nos gusta ser criticados y nos cuesta aceptar una crítica. Muchos incidentes acaecen porque consideramos crítica cualquier cosa que los otros digan. De ahí la necesidad de entender e interpretar bien. Baltasar Gracián decía que no puede ser entendido el que no sea buen entendedor. También dice que algunos serían sabios si no creyesen serlo. Y, también, que no se debe criticar a bulto: el mal gusto habitualmente nace de la ignorancia.


            Zalabardo me apostilla que, aunque no soportamos que nos critiquen, no dejamos de criticar a los demás. Y me deja caer esta frase de Friedrich Dürrenmatt: uno está expuesto a la crítica como a la gripe. Entonces recuerdo un artículo que escribió hace años Ferran Ramon-Cortés en el que, entre muchas otras cosas, afirmaba que si la crítica es una observación [impresión personal desligada de cualquier juicio hacia la persona], se tomará bien; pero si la crítica implica un juicio [una catalogación de la persona, no de lo que dice], lo más probable es que siente mal.

            Todas estas reflexiones me hacen volver al principio: si nos esforzamos en interpretar bien, evitaremos los malentendidos; si no hay malentendidos, no habrá conflictos; si procuramos ser mejores entendedores antes que exigir ser entendidos, sabremos diferenciar las observaciones de los juicios molestos. Si alcanzamos esa meta, no necesitaremos creernos sabios, pero es posible que estemos rozando, aunque sea muy superficialmente, el manto de la sabiduría.

domingo, septiembre 18, 2022

SOBRE CACHONDEO

 

Le cuento a Zalabardo que una estancia de algunos días en la costa gaditana me ha dado ocasión para meditar acerca del origen y relaciones entre el sustantivo cachondeo, el adjetivo cachondo/a y el verbo cachondear(se). Lo que parece tarea fácil no lo es tanto. Pudieran ser, las tres, formas de una misma familia o, por el contrario, un ejemplo más de homonimia, palabras coincidentes en su forma, pero con origen diferente.

            A Zahara de los Atunes se entra cruzando el río Cachón, dato que hay que tener muy en cuenta ya que los zahareños presumen de ser los inventores del cachondeo, palabra a la que asignan su origen precisamente por el nombre de ese río. Entre sus argumentos, dicen contar con un testigo crucial, el mismísimo Cervantes. Echan mano de algunos fragmentos de La ilustre fregona, donde se dice del joven Carriazo que pasó por todos los grados de pícaro hasta que se graduó en las almadrabas de Zahara, donde es el finisbusterrae de la picaresca. Poco más adelante leemos: No os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes; y aún un poco más: Aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta. Allí campea la libertad y luce el trabajo.

            Zahara de los Atunes, como varios otros pueblos cercanos, vive de la pesca de este pez y la técnica de la almadraba es todo un arte que se viene practicando desde muy antiguo. Cuentan en la zona que los almadraberos, al terminar la faena, se reunían junto al río Cachón para descansar y solazarse y allí sucedía todo lo que cuenta Cervantes y aún más. Por eso, asistir a tales reuniones era estar o irse de cachondeo. Este tipo de reuniones atraía a gran cantidad de ociosos y maleantes. Hasta tal punto que el marqués de Santillana recoge el refrán Roncalde, que del almadraba viene, comentado por Rodríguez Marín, en su edición de esta novela diciendo que tan de vagos era el andarse en las almadrabas que cuando tornaban, les daban vaya por los caminos, roncándoles, para echarles en cara su haraganería. Quizá esto sirva para explicar el significado que el DLE da al término, ‘falta del rigor o seriedad necesarios, juerga, jolgorio’ o para el que da al verbo cachondear(se), ‘burlarse, guasearse de algo o alguien’.


           El problema podría surgir cuando vemos que el diccionario académico hace proceder la palabra de cachondo. El Diccionario académico, el etimológico de Corominas y algunos otros, afirman que cachondo/a, ‘que está en celo’ o ‘persona dominada por el apetito sexual’, es voz que deriva del latín cattulus, ‘cachorro’. Mantienen algunos que por imitación de verriondo (de verres) y de toriondo (de toro) surgió una forma catuonda, catulonda o cachionda para designar a la ‘vaca en celo’ y que acabaría en cachonda, pues originalmente existió la forma femenina que solo más tarde se trasladaría también al masculino.

            Cuando hablo antes de problema es porque Corominas, en una entrada anterior, habla del origen de cacho, que hace derivar del latín cacculus, ‘olla, cacharro’. De cacho, dice, procede cachar, ‘hacer pedazos algo’ y ‘hablar de alguien burlona o irónicamente’. La verdad sea dicha, no veo mucha relación entre cachorro y cacharro, pese a la similitud fonética.

            Confieso a Zalabardo que no puedo asegurar nada porque tampoco hallo lugar en que se me aclare cómo esto segundo pasa a lo primero o, si así lo queremos, al revés. En conclusión, yo no me atrevería a privar a los zahareños de sentirse orgullosos por ser inventores de una palabra. Y menos aún si, cuando repaso este apunte antes de subirlo a la Agenda, leo un artículo de Elvira Lindo en el que califica de cachondas a unas señoras que se divierten sin que el adjetivo nos haga pensar de ellas que son unas salidas ni unas vacas en celo. Por eso, dejaría estar las cosas como están, con esa pizca de ambigüedad que no acertamos a aclarar y que los zahareños continúen felices por su invento.


            Por cierto, cuento a mi amigo, cuestión que nada tiene que ver con esta es la del nombre del pueblo y su gentilicio, zahareño. No tengo la menor idea sobre la lengua árabe y todo lo digo por referencias. También aquí hay dos bandos sobre el origen del nombre de la población, Zahara, que relacionan con Sahara, porque dicen que coinciden con la misma raíz, ṣaḥrā, ‘desierto’. Pero, ya en el siglo XVI, Covarrubias recogía en su Tesoro el término zahareño, que define como ‘pájaro esquivo y dificultoso de amansar. Es término del arte de cetrería y arábigo, y dicen venir de la palabra çahara, que significa peñasco o breña, por haberse criado estas aves en las hendeduras de los altos riscos’. Todo cobra sentido si conocemos cómo son las costas en que se asienta este pueblo, si pensamos que hay un tipo de manzanilla, que se da en la Axarquía y en Sierra Nevada, en terrenos rocosos, llamada zahareña y si pensamos que zahareña es también la persona ‘arisca, desdeñosa, huraña’, como el ave de que hablaba Covarrubias. Eso lleva a pensar, con el lexicógrafo toledano que fue capellán de Felipe II, que el origen de Zahara será más bien ṣaḫrî, que significa ‘peñasco, roca’.

sábado, septiembre 10, 2022

…, NO, LO SIGUIENTE

 


Zalabardo me ha oído con frecuencia repetir que hay tres principios de máxima validez referidos a la lengua. El primero, que el pueblo es su dueño y es quien la hace y deshace; el segundo, que es algo en constante mutación; y tercero, que ni la Real Academia, ni la Gramática ni el Diccionario dictan cómo hay que hablar, sino que se limitan a reflejar cómo se habla en cada momento.

            Sabido eso, digamos que el hablante tiene la responsabilidad de tratar con mesura y respeto la lengua heredada, la obligación de procurar que, si no evoluciona a mejor, nunca lo haga a peor. Academia, Gramática y Diccionario son orientadores y guías, pero no depositarios exclusivos de esa lengua.

            Esta responsabilidad, claro está, recae sobre unos más que sobre otros. Quienes se valen de la palabra como principal instrumento de su actividad ―periodistas, profesores, políticos…― han de ser más cuidadosos, porque son referentes para el pueblo, que termina asimilando las formas y giros lingüísticos que manejan. No olvidemos que habrá palabras, giros, que podrán gustarnos o no, pero que, si se generalizan, acabarán triunfando e integrándose en el fondo común. Por eso hay que dejar claro que aunque en el Diccionario aparezca almóndiga, eso no quiere decir que sea un término correcto, pues ya en él se lee que es de uso vulgar; o por eso hay que hacer entender que el hecho de que una palabra no aparezca en el Diccionario no la invalida de ninguna manera; o, por eso, nadie debe decir que el sufijo -nte no tiene femenino…


           He comentado a veces con Zalabardo dos giros que no me gusta, pero que parecen instalados ya en nuestra lengua común. Uno es la negación sistemática con para nada en lugar del claro y rotundo no. Y el otro es ese extraño giro no, lo siguiente, para expresar un grado que o no existe o se puede decir de otra manera. Ya en 2018, un cronista deportivo escribía: Zidane no es torpe, es lo siguiente; y en 2021 repetía: Militao no es torpe, es lo siguiente. No es pues un vicio reciente. ¿Cuántas veces habrá repetido este hombre lo mismo, ignorando que en nuestra lengua podría haber utilizado el superlativo, torpísimo, o echar mano de incompetente, nulo, negado, inhábil, obtuso, incapaz, ceporro, tarugo, zoquete, garrulo, maleta y no sé cuántas formas más para destacar la mucha torpeza que él veía? Pero prefería lo siguiente, con olvido de que, por su prestigio profesional, muchas personas acabarían empleando tan fea expresión.

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, creo que más condenables que este tipo de errores son las manipulaciones conscientes del lenguaje con fines no siempre lícitos. Sobre esta cuestión he encontrado, casi por casualidad, un libro publicado en 2018 y que no conocía: Las manipulaciones del lenguaje, de Nicolás Sartorius. Quien no tenga una memoria muy débil sabrá que este abogado fue cofundador de Comisiones Obreras, partícipe en los debates para la redacción de la Constitución, figura importante en la Transición y parlamentario hasta 1993. Luego debe saber de qué habla.


            La tesis de Sartorius en este diccionario o glosario de expresiones y palabras que hoy circulan de forma abundante es que el lenguaje ha sido históricamente manipulado ―por los políticos, en especial durante las dictaduras, y por la religiones― para evitar palabras y expresiones que serían más adecuadas, pero peor aceptadas. Me voy a quedar con tres: posverdad, externalizar y viral.

            Posverdad podría sonarle a alguien poco avisado como ‘lo que está más allá de la verdad’, con lo adquiriría un barniz positivo. Sin embargo, el DLE dice de posverdad que es una ‘distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales’; o sea, posverdad es igual que mentira. Y es un arma tan nociva que transforma la realidad en asuntos de enorme transcendencia. Sartorius da ejemplos: Trump llegó a ser presidente con la excusa, posverdad, de que Hillary Clinton ponía en peligro la seguridad de los EEUU; el brexit triunfó con la afirmación, posverdad, de que Gran Bretaña pagaba los gastos de la UE; el procès catalán se ha sostenido sobre el mantra, posverdad, “España nos roba”.

            Externalizar, ‘encargar el trabajo que se realizaba en una empresa o institución dentro de sus locales y por sus plantillas a empresas y personal externos a ellas’ es algo frecuente en nuestros días. Se externaliza la sanidad o la enseñanza públicas derivando la atención a centros privados o subvencionando colegios privados. ¿Se mejora con ello la sanidad o la educación? Ni mucho menos. Al externalizar, lo que se hace es obtener la fuerza de un trabajo sin asumir las obligaciones de una relación laboral. El estado deja la gestión de esas atenciones en manos de empresas privadas sin hacerse cargo de esos trabajadores que, en no pocos casos, se convierten autónomos y no miembros de una plantilla. Afirma Sartorius que externalizar sale mucho más barato que construir centros o formar profesores y su objetivo final es hacer desaparecer al trabajador como sujeto de derechos y eje del sistema productivo.


           Y nos queda viral. A esta palabra, ‘relativo a un virus’ en su origen, se le ha añadido el significado de ‘mensaje que se difunde con gran rapidez, exponencialmente, en las redes sociales, mediante constantes envíos y reenvíos’, con lo que se la dignifica. ¿Dónde está la manipulación? En que la rapidez de difusión de una posverdad, una mentira, o un bulo, informaciones premeditadamente falsas, es decir, hacerlas virales, quita al receptor la facultad de analizar la veracidad del mensaje, cosa que poco importa, porque lo que el emisor busca es que, con tanta machaconería, se acabe creyendo que podría ser verdadero.

sábado, septiembre 03, 2022

SOBRE DOGMAS Y AXIOMAS

 Pese a los muchos años que llevo jubilado, no consigo desprenderme de lo que constituye el ritmo de los cursos. Por eso, durante el verano, dejo guardada la Agenda de Zalabardo para reiniciarla en septiembre, cuando el verano se nos aleja y empieza a asomar el otoño. Ojalá vengan las aguas que tanto faltan y se sosieguen los ánimos encrespados que hemos debido soportar en tantos ámbitos. Pero Rusia sigue con su ataque a Ucrania y nuestros políticos no pierden la afición a la gresca que ya mostraban antes de las vacaciones.

            Le digo a Zalabardo en el reencuentro que he hecho lo posible por abstraerme de esa situación anómala buscando refugio en la lectura y los paseos. Y también he meditado sobre la naturaleza de las redes sociales, que juzgo positivas aunque generen peligros, riesgos y situaciones que no pueden sortearse más que bloqueando alguna de esas extrañas amistades de Facebook o algún contacto de Whatsapp. Aunque la decisión no resulte grata.

            La razón, le digo a mi amigo, es que me cuesta entender el nivel de intolerancia con que no pocas personas se mueven en las redes. Que alguien defienda ideas que no tienen por qué ser compartidas por los demás es algo lógico y natural. Pero duele ver hasta qué punto una religión, una doctrina política, un sistema de pensamiento― conjuntos de creencias en principio todas respetables, salvo contadas excepciones― puede derivar hacia conductas sectarias y fanáticas. Le digo a mi amigo que las personas debieran estar por encima de sus ideas, aunque algunos no parecen entenderlo así.

            Reflexionando sobre esto, he recordado dos lecturas, una añeja y otra más reciente. Valle-Inclán dice en uno de sus esperpentos: «La crueldad y el dogmatismo del teatro español solamente se encuentra en la Biblia»; y poco más adelante: «[Nuestro teatro] tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática». Y en una de las lecturas de este verano, Luis García Montero: «las constituciones no son libros sagrados, intocables que se cierran para siempre en un propio ser, sino obras en marcha obligadas a responder ante los cambios y necesidades de su sociedad». Todo esto debería ser algo sabido: una gramática solo da cuenta del estado de la lengua en un momento dado y una constitución responde a las necesidades de un momento preciso. Si la lengua cambia o en la sociedad surgen necesidades nuevas, gramática y constitución habrán de adaptarse a esos cambios.

            Por desgracia, eso no es así entre nosotros. Hay quienes se empeñan en que cualquier conjunto de ideas ―religiosas, políticas, sociales…― es inmutable por definición o por el capricho de alguien. Grave error nacido de otro error aún mayor: que la verdad viene siempre del mismo lado. Los que eso piensan convierten sus ideas en dogmas sin entender, porque se empeñan en ignorarlo, que nunca un dogma debe confundirse con un axioma.

            Zalabardo sabe bien, lo hemos hablado varias veces, que ambas palabras tienen origen griego. Axioma, en sus inicios, significaba ‘lo que guía como justo’ y los diccionarios actuales lo definen como ‘verdad o proposición que, por su evidencia, no necesita demostración’. Dogma, en cambio, significaba ‘parecer, decisión, opinión’, aunque ahora se entiende como ‘proposición o conjunto de creencias que se consideran indiscutibles e innegables’. Con facilidad entenderemos que el axioma es algo natural, que no necesita más que ser observado para su aceptación, mientras que el dogma es siempre algo forzado, creado para someter a otros. Cuando decimos que un todo está formado por la suma de todas sus partes, nadie duda de que enunciamos un axioma. No se nos impone y no se trata de creerlo o no, pues basta con su simple evidencia. Pero si alguien nos dice que el autoritarismo solo se da en la extrema derecha y en el fascismo está enunciando un dogma, una opinión que se desea imponer pese a que puede ser rebatida con facilidad.

            Axiomas y dogmas se dan solo en todas las esferas de la vida y no solo en las religiones o la política, aunque quizá en estas resultan más notables. El axioma es intemporal, una verdad que está ahí y que nadie impone ni se ha de demostrar; el dogma nace en un momento dado y por una necesidad de someter a pensar lo mismo a todos los seguidores de ese sistema.


            El austriaco Paul Watzlawick diseñó una clara teoría sobre los axiomas de la comunicación; citemos solo el primero: es imposible no comunicar. Es una verdad de Perogrullo. La comunicación no es solo un acto de voluntad, pues cualquier movimiento, cualquier palabra, cualquier vestuario, cualquier gesto, etc., puede ser interpretado; por lo tanto, no comunicar es imposible. Y en geometría, pocas cosas hay tan claras como que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos.

            La sencilla validez del axioma prevalece aunque no reparemos en ello. Todo lo contrario que el antipático dogma, que suele nacer de un conflicto en el que una parte pretende imponer sus creencias a los que piensan de diferente manera. Por eso es discutible el dogma jurídico de que no hay pena sin ley, es decir, que si no existe una ley que lo avale, tampoco hay conducta merecedora de castigo. Tan discutible como el referido a la nutrición que afirma que el veganismo es la única forma de vida equilibrada.

            Pero le repito a Zalabardo que son las religiones los cuerpos de creencias más dados a sostenerse sobre dogmas. Si no estoy equivocado, que pudiera ser, el credo islámico, lo que se llaman cinco pilares del islamismo, fueron expuestos por Abu Hanifah en el siglo VIII para impedir las desviaciones de algunos grupos de fieles. Y, en la Iglesia Católica se discutió mucho para definir el dogma de la virginidad de María, como se discutió el problema de los hermanos de Jesús que cita el Nuevo Testamento, que los católicos resuelven diciendo que no eran sino primos y, los ortodoxos, hijos de un matrimonio anterior de José. Cuando en un grupo dos o más partes se empecinan en que sus creencias son las verdaderas, nace el conflicto, la escisión, el cisma, y cada una acaba definiendo su opinión como dogma, que no puede discutirse ni negarse. El axioma de que todos los ángulos rectos son iguales es una verdad universal, anterior a Euclides, que se limitó a expresarla. En cambio, la infalibilidad del papa ha sido algo tan cuestionado a lo largo de los siglos que tuvo que ser formulada como dogma por Pío IX a finales del siglo XIX.