sábado, mayo 06, 2023

TREINTA DÍAS TIENE NOVIEMBRE...


Escribió García Lorca que «si el Sueño finge muros / en la llanura del Tiempo, / el Tiempo le hace creer / que nace en aquel momento». El tiempo, comento con Zalabardo, tiene la desagradable costumbre de ser mentiroso. Nos hace creer que lo dominamos, que lo controlamos a nuestro capricho. La realidad es muy diferente, pues es el tiempo quien nos controla y juega con nosotros.

            Sin embargo, los humanos no cejamos en este afán por tenerlo fiscalizado y regulado. En el remoto origen de la especie, los humanos ―cazadores, recolectores, agricultores después―, necesitaron conocer los ciclos de crecimiento y de reproducción de lo que constituía su sustento. Y, observadores, descubrieron que esos ciclos se ajustaban a los del movimiento aparente de los astros; en especial, la luna y el sol. Se fueron amoldando a ellos y así aprendieron cuándo sembrar una cosa u otra, cuándo proceder a la cosecha…; todas esas rutinas que constituían sus vidas. Un repaso de la historia de las diferentes civilizaciones sirve para ver la variedad de calendarios que han existido. Si en un principio los calendarios regulaban los momentos para las faenas agrícolas, más tarde fueron añadiendo pronósticos meteorológicos, predicciones sobre sucesos que acaecerían, profecías sobre calamidades o hechos felices… Estamos en pleno siglo XXI, le digo a Zalabardo, y todavía encontramos, en España, que se sigue publicando el famoso Almanaque Zaragozano, reflejo de aquellos antiguos.

            Si en el apunte anterior se hablaba de la relación entre mes y luna, hoy vamos a fijarnos más en los nombres de los meses y algunas otras cuestiones curiosas relacionadas con el asunto. Los primeros calendarios que conocemos eran lunares. La referencia de medida era el ciclo lunar. Miremos el calendario romano, que es la base del que aún rige. Espero no liarme demasiado y ser claro, le advierto a Zalabardo, al explicar por qué unos meses tienen 31 días y otros 30, a la vez que el pobrecito febrero queda con 28.

 

           Los romanos, se dice que en la época de Rómulo y Remo, atendiendo a estos ciclos lunares, crearon un calendario con diez meses de 29 días: martius, aprilis, maius, iunius, quintilis, sextilis, september, october, november y december. El comienzo del año lo fijaba nuestro marzo. ¿Qué pasaba con enero y febrero? No es que no existieran, sino que, por ser el tiempo del más riguroso invierno, en que no había ninguna labor agrícola ni ganadera que atender, no se les hacía ni puñetero caso y se los dejaba fuera. Se cuenta que sería Numa, sucesor de Rómulo quien los incorporó al calendario como meses once y doce.

            ¿Y los nombres? Cuatro se derivan de divinidades diferentes; y al resto se los conocía por su orden. Le aviso a Zalabardo que, aunque hoy diciembre sea el mes doce, en aquellos tiempos era el décimo, y a eso obedece su nombre. Le seguían enero y febrero, aún sin nombre. Sobre el nombre de marzo hay teorías distintas. Unos dicen que es en honor de Marte, el Ares griego, dios de la guerra, padre de Rómulo y Remo, según la leyenda. Pero el Marte romano era distinto al Ares griego; designaba también a una deidad de naturaleza agrícola anterior, Mavorte. Por eso, marzo, mes en que ya ha pasado el invierno, señalaba tanto el periodo en que se podían iniciar las guerras, como el momento en que todo comienza.

            También plantean dudas los nombres de otros meses. Aprilis, según unos, es el mes consagrado a Venus (Afrodita), diosa del amor y de la belleza, nacida de la espuma (en griego aphrós), aunque otros sostienen que viene de aperire, ‘abrir’, porque es el mes en que la naturaleza renace con la primavera. Maius se explica tanto como mes consagrado a Maia, la pléyade que representa la fertilidad, o como mes dedicado a Júpiter máximum, ‘el mayor’, e incluso el mes en que se honra a los mayores. Y si para unos iunius es el mes de Juno, otros lo relacionan con ianua, ‘puerta’, por ser comienzo del mejor tiempo. Los demás ya no presentan problemas.



            Pero he aquí que el amigo Julio César, en el siglo I a.C., decidió llevar a cabo unas reformas para adaptar el calendario al de los egipcios, que era solar, con 365 días, que se consiguieron así: los meses impares tendrían 31 días y los pares, 30. Salvo febrero, que, por ser último, no necesitó que se le sumara ninguno, pues ya se habían alcanzado los 365 días. Más tarde, enero y febrero pasaron a los lugares que aún hoy conservan porque, siendo enero la fecha en que se renovaban los cargos políticos, pareció conveniente que con ellos se iniciase el año. Ianuarius recibió ese nombre por Jano, dios de los portales; y februarius por el dios etrusco Februa. Finalmente, para dejar marcado su sello, el mes quintilis, el quinto, pasaría a llamarse julius. Ninguno de estos cambios afectaría a la incongruencia de que septiembre, octubre, noviembre y diciembre mantuviesen sus nombres pese a ocupar los lugares noveno, décimo, undécimo y duodécimo, respectivamente.

            Octavio Augusto, sobrino nieto de Julio César, también quiso meter mano en el calendario. Una de sus reformas fue poco original, llamar augustus, agosto, a sextilis. Otra da muestras de su carácter vanidoso. El mes que llevaba su nombre debería tener, al menos, tantos días como el de su tío abuelo, es decir, 31. Ese día lo ganó a costa de quitar uno a febrero, que quedó con 28. Y para que se mantuviese la norma de que los meses impares debían ser más largos (con excepción de agosto), al tiempo que septiembre y noviembre pasaron a tener 30, octubre y diciembre pasarían a 31. El porqué de los años bisiestos quedará para otra ocasión, si se tercia, le digo a Zalabardo.

sábado, abril 29, 2023

EL MES Y LA LUNA


Rafael Cadenas, poeta venezolano flamante Premio Cervantes, decía el pasado día 24 en su discurso de aceptación del premio que «nuestra lengua anda muy maltrecha […] pero no puedo ahora señalar sus fallas en esta ocasión, porque son demasiadas». Javier Rodríguez Marcos, filólogo, publicaba dos días después un artículo, Toda cultura es crisis, en el que respondía que no es para tanto la cosa, que esa opinión la abonan quienes no tienen presente que, en todos los tiempos, la cultura ha sido una perpetua crisis o que olvidan que toda lengua surge como corrupción de otra anterior, como la nuestra del latín; sí es verdad que hoy, y las causas son muchas, se puede afirmar que esa revolución, esos cambios, se produce a un ritmo más acelerado. Opinando sobre aquello de que «todo tiempo pasado fue mejor», le cuento a Zalabardo que Machado mantenía que lo único indiscutible es que «todo tiempo pasado es anterior».

            Cuando aparecen en un debate opiniones de esta naturaleza, también me acuerdo de mi profesor y maestro don Manuel Alvar. Con frecuencia nos repetía que nuestra obligación como hablantes es, si no dejar a las generaciones futuras una lengua mejor, procurar que al menos que no sea peor. El consejo, aun siendo acertado, le digo a Zalabardo, no se contradice con dos realidades igualmente ciertas. Una, que la lengua pertenece al pueblo y no a los especialistas que lo estudian; la otra, que en no pocas ocasiones, la lengua camina por donde le parece aunque no entendamos la razón. Leyendo el interesante libro Navegando por el cielo, de Ana Capsir, me encuentro con un ejemplo que viene pintiparado para el caso: ¿qué hace que palabras como mes y luna podamos considerarlas equiparables e, incluso, sinónimas, en no pocos casos?


            En sánscrito, men significa ‘medir’. Pero las culturas primitivas, observando el movimiento de la luna, descubrieron que era una excelente referencia para fijar los tiempos de cada cosa. Y tomaron sus ciclos como referencia para diseñar los calendarios, que en el origen fueron siempre lunares. La Luna medía las mareas, determinaba la fertilidad de las hembras, decidía los buenos momentos para las siembras, la puesta de las tortugas, el desove de los corales, influía sobre las conductas… Esta observación ayudó a establecer la noción de año, que venía compuesto por doce ciclos lunares. A cada uno de ellos, a cada unidad de medida, se le dio el nombre de mes.

           Los calendarios lunares, que no son fijos, fueron también la base que regía el momento de los cultos y los ritos de las culturas primitivas. En el Peñón del Majuelo, de Valonsadero, en Soria, se encuentran unas pinturas rupestres que los especialistas interpretan como un modo de representación de la incidencia de la Luna sobre animales, hombres y cosechas. Tan importante era aquel proceder que todavía hoy se conservan muchos ritos y cultos religiosos que carecen de fecha fija porque se ajustan a este calendario lunar. El Ramadán de los musulmanes tiene lugar en el noveno mes lunar; y la Pascua cristiana, en nuestro hemisferio, se festeja el primer domingo posterior a la luna llena que sigue al equinoccio de primavera.



           Esta estrecha relación entre la forma de medir el tiempo respetando los movimientos lunares hicieron que mes, el men indoeuropeo, acabase por ser también el nombre que designase a la Luna. Lo vemos en el alemán mond; en el inglés moon; en el danés måne; en el sueco manen… ¿Por qué, entonces, me pregunta Zalabardo, nosotros decimos Luna? La explicación es fácil. Atendiendo a que uno de los rasgos más notable de la Luna es su brillo, los griegos usaron σέλας (selas), que significa ‘resplandor’, para llamar Selene a la diosa de la Luna. De ahí que a una forma de ‘yeso cristalizado en láminas brillantes’ se le llame selenita, como a los hipotéticos habitantes de la Luna. Y que la selenografía sea el estudio y descripción de la Luna. O que selenosis sean las ‘manchitas blancas que con frecuencia aparecen en las uñas’; que a estas manchas se les llame también mentiras ha hecho pensar a algunos que mentir pueda provenir también de men, en su sentido de Luna, por su aparentemente errático movimiento.

Del mismo modo, es decir, atendiendo a una cualidad lunar, el latín echó mano de otra raíz indoeuropea, leuk-, ‘luz, esplendor’, de donde provienen lumbre, luminoso, lustre, lucir, lunes…, y también Luna. Esa es la razón de que en el ámbito románico tengamos el francés lune, el portugués lua, el italiano luna o el rumano lună

            Las reacciones que la Luna puede ocasionar, aparte de las claras influencias ya mencionadas, ha alimentado leyendas y creencias múltiples. Como la de los licántropos, los hombres lobos. Se remonta a una vieja leyenda que cuenta cómo un lobo jugueteaba con la Luna, que se quedó enredada en las ramas de un árbol; cuando y volvió a subir al cielo, el lobo la persiguió aullando. Esa historia se trasladó a la creencia popular de que hay individuos que, por efecto de la luna llena se convierten en lobos. O que se llame lunáticos a los dementes que padecen crisis discontinuas porque, lo decía ya Covarrubias, «con los cuartos de luna alteran su accidente». Por fin, le digo a mi amigo, esta interrelación entre luna y mes da lugar a metonimias curiosas como la que cita Ana Capsir de que al periodo menstrual femenino se lo llame mes en España y, en Francia, se lo llame lune.

viernes, abril 21, 2023

SOBRE LIBROS PROHIBIDOS (ANTE EL DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO)


Me intriga que se me acerque Zalabardo sonriendo. Al preguntarle el motivo, contesta que le parece ridículo que hayamos llegado a esta falta de fechas en el calendario para conmemorar días de… Fíjate, dice ya sin contener la risa, que, el pasado 9 de marzo se celebró el Día de la tortilla de patatas, o que hoy, día en que empiezo a escribir este apunte, es el Día Mundial de la marihuana. Lo de la tortilla de patatas se explica porque es el día de santa Juana, monja del siglo XV sobre la leyenda cuenta que socorría a los menesterosos que acudían a ella ofreciéndoles una tortilla. Lo otro, lo ignora.

            Hablamos de esas celebraciones insulsas. Sin embargo, le digo, algunas sí parecen necesarias. Por ejemplo, la del próximo 23 de abril, Día Internacional del Libro, por el valor incalculable que el libro tiene. Su lectura es motivo de placer, de evasión y entretenimiento, abre las puertas a mundos e ideas desconocidos, favorece el aprendizaje, despierta la curiosidad y aumenta los conocimientos, nos da compañía y combate el aburrimiento, activa la inspiración…; en suma, un libro nos hace más libres. Y tiene muchos enemigos.


            Saco a colación lo que Plinio el Joven contaba en una carta a su amigo Baebio Macro sobre su tío Plinio el Viejo, que solía decir que no existe ningún libro tan malo como para que de él no pueda sacarle algo provechoso. Desde aquella lejana época, la frase no ha dejado de repetirse. En España, tal vez fuese el autor del Lazarillo de Tormes (1554) el primero en hacerlo; en el prólogo se lee: «…podría ser que alguno que los lea halle algo que le agrade… Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena». En 1599, Mateo Alemán lo repite en la introducción a su Guzmán de Alfarache («…mas considerando no haber libro tan malo donde no se halle algo bueno…») Y Cervantes, en la segunda parte del Quijote (1615), pone el mismo juicio en boca del bachiller Sansón Carrasco (cap. III) y de un caballero llamado don Juan con el que se encuentran en una venta (cap. LIX).

            Tal vez por estas cualidades que he citado, podría aún citar más (por ejemplo, Annie Ernaux dice que «la literatura es el método clásico para salir del propio medio social», totalitarismos y dictaduras de todas las épocas los han mirado como un peligro y nunca han faltado quienes se empeñan no solo en prohibirlos, sino incluso en hacer desaparecer los que consideraban contrarios a una determinada corriente (social, política, religiosa…). Esa actitud era una forma de represión de disidentes.

 


           Por irme lejos, le cito a Zalabardo el caso de la quema de la biblioteca de Alejandría, a principios del siglo V, atribuido al fanatismo de Teófilo de Alejandría o de su discípulo Cirilo, para acabar con las ideas contrarias al cristianismo. En el Concilio de Trento (siglo XVI) se decidió elaborar el Índice de Libros Prohibidos, que recogía qué lecturas debía rehuir cualquier creyente católico; este Índice estuvo vigente hasta que el papa Pablo VI, en 1966, lo abolió. En mis años de bachillerato, Lecturas buenas y malas, del jesuita Antonio Garmendia de Otaola, servía de referencia en el instituto de mi pueblo, Osuna, para determinar qué nos estaba permitido leer y qué no. Ese volumen impidió que yo pudiera sacar de la biblioteca libros de Baroja y de Leopoldo Alas. En 1953, Ray Bradbury publicó su distopía Fahrenheit 451, en la que mostraba una sociedad que prohibía la lectura y en la que la misión principal del cuerpo de bomberos no era sofocar fuegos, sino quemar bibliotecas.

            Me pasa como a Borges, que era capaz de imaginar un mundo sin pájaros o sin agua, pero no sin libros. Sin embargo, abundan los enemigos de los libros y la censura sigue muy viva. Le cuento a Zalabardo una experiencia personal: a una persona amiga, y perteneciente a una congregación religiosa, pedí opinión acerca de Jesús. Una aproximación histórica, del teólogo vasco José Antonio Pagola, que tenía intención de leer. Tras enumerarme los «numerosos defectos» del libro, me respondió sin ninguna clase de rubor que «no lo había leído, porque en su congregación lo ‘habían desaconsejado’ a sus miembros». ¿Puede alguien opinar, y negativamente, de algo que desconoce?

 


           Pero hay más. En nuestros días se está extendiendo con fuerza inusitada un movimiento censor de libros que cuesta trabajo imaginar. En las bibliotecas de Estados Unidos circula una lista de unos 1600 de libros que no pueden ser leídos. Entre ellos, Matar a un ruiseñor, El señor de las moscas o Un mundo feliz. Hay colegios a cuyos alumnos se impide la lectura de determinadas novelas o se les ofrecen en ediciones «edulcoradas», expurgadas de párrafos y páginas enteras o con palabras sustituidas por otras. El último caso, que yo sepa, es el de Roald Dahl, autor de novelas para niños como James y el melocotón gigante o Charlie y la fábrica de chocolate. Me parece inconcebible que las novelas de una autora que llenó de placer muchas horas de mis años jóvenes, Agatha Christie, se vean sometidas igualmente al castigo de alterar los relatos protagonizados por Hércules Poirot o la señorita Marple. Que se hagan «reescrituras políticamente correctas» de los cuentos infantiles tradicionales. Que se envíe al ostracismo a autores como Joseph Conrad o Rudyard Kipling, a los que se acusa de ser supremacistas. Que, abiertamente, se prohíba una biografía de la cantante cubana Celia Cruz o de las hermanas tenistas Serena y Venus Williams. Y todo, apenas si es la razón que se esgrime, en «defensa de las sensibilidades más modernas»

            Las quejas no acabarían. ¿Debemos, pues, callar ante la prohibición o mutilación de un libro? ¿No sería renunciar a nuestra libertad? Le digo a Zalabardo que no necesito de un cursi Día de los enamorados para expresar mi cariño a las personas que quiero; que no necesito un Día del padre o de la madre para acordarme de ellos. Que no quiero un Día de la tortilla de patatas, ni de la zanahoria morada. Que me sobran muchos días estúpidos. Pero que, por ninguna razón, renunciaría a un Día del Libro, porque los libros militan entre las pocas cosas que aún fomentan nuestras ansias de libertad.


viernes, abril 14, 2023

DEFENSA DE LA ESCUELA PÚBLICA

 

Comentaba con Zalabardo el origen extraño de la palabra escuela, en cuya forma vienen a coincidir la mayor parte de lenguas del mundo (scuola en italiano; école, en francés; škola en bosnio; skole, en danés, shkollë, en albanés, iskola, en húngaro, scholl, en inglés…; incluso el euskera, lengua tan alejada del sánscrito, tiene la forma eskola). Lo que de verdad extraña no es el origen, sino cómo ha llegado a significar ‘establecimiento en el que se reciben ciertos tipos de enseñanzas e instrucción’, tan aparentemente alejado de lo que σχολὴ significaba en griego: ‘ocio, tiempo libre’.  Los romanos adoptaron el término como schola pese a disponer del término otium.

            Quizá, le digo a Zalabardo, necesitaríamos fijarnos en qué era para los griegos el ocio, la σχολὴ. Y tendríamos que echar mano de Aristóteles para entenderlo. En su Política, este filósofo dice entre otras cosas: «La vida tomada en su conjunto se divide en trabajo y ocio […] Un hombre debe ser capaz de trabajar y de guerrear, pero más aún, de vivir en paz y tener ocio y llevar a cabo acciones necesarias y útiles, pero todavía más las nobles […] Llamamos embrutecedoras a todas las artes que disponen a deformar el cuerpo, y también a los trabajos asalariados, porque privan de ocio a la mente y la hacen vil». Tal vez por eso, los romanos entendieron este ocio, la schola, como ‘descanso consagrado al estudio’ y también ‘ocupación literaria’.

 

           Considerando la idea aristotélica de que el cultivo del ocio se mueve en la esfera de lo que es más libre en los individuos, se entiende que los Estados deban atender la enseñanza por encima de otras muchas necesidades. Entonces irrumpe en nuestra charla el desencanto ―mío, por mi experiencia como docente― por la poca atención, cuando no desprecio, que muestran no pocos políticos hacia la educación, al tratarla no como pilar del progreso de una sociedad, sino como instrumento político y partidista.

Podríamos remontarnos a muchos años atrás, pero, imitando a Manrique, «dexemos a los romanos, aunque oímos e leímos sus historias […], vengamos a lo de ayer, que también es olvidado». Quienes ya tienen mi edad, y la de Zalabardo, saben muy bien que, durante el franquismo, se nos sometió a una educación que se entendía como herramienta de adoctrinamiento político y religioso. El objetivo era inculcar a los escolares una formación de ideología católica y un reforzamiento de lo que se llamaba «espíritu nacional». Eso explica que se dejase su control en manos de la Iglesia Católica.

 Tras la muerte de Franco, la Constitución de 1978, en su artículo 27, reconocía el derecho a una educación básica y gratuita además de, para cualquier persona física o jurídica, la libertad de crear centros docentes. Era una forma de conceder carta blanca a lo que los centros privados, en su mayoría religiosos, habían venido haciendo.

Establecido el derecho a la enseñanza básica gratuita y el deber del Estado a proporcionarla, el problema surgía por la insuficiencia de centros donde acoger a todos los escolares, lo que pretendió corregirse con el plan de conciertos educativos de 1985. Se daba a los centros privados la opción de acogerse a ellos, con lo que el Estado subvencionaba centros que nunca dejaron de ser negocios privados y, en su mayoría, regidos por órdenes religiosas que siguen imponiendo un ideario, pese a que la Constitución diga que somos un estado laico. El interés por que nadie quedase fuera del proceso educativo podía justificar los conciertos. Lo malo viene cuando no se hace nada, o se hace poco, por aumentar los presupuestos destinados a mejorar los centros públicos, y los diferentes gobiernos siguen destinando partidas a mantener la enseñanza privada.



Como los partidos políticos se niegan a encarar un pacto nacional que deje la educación fuera de las peleas políticas, la población acaba también confundida. Una de estas confusiones, y grave, es la que Luis García Montero llama en su Manual de instrucciones para seguir viviendo «confusión entre deseo y derecho». La ley dice que las familias tienen derecho a elección de centro y a que sus hijos reciban la educación que deseen. Nada hay que objetar a ese enunciado, pero el derecho puede convertirse en solo deseo si se exige un centro y un tipo de educación concretos que vulneran el derecho general a la educación que defiende el Estado. Nadie puede prohibir que una familia quiera un centro más elitista y de una determinada confesión para sus hijos. Lo que ya no se sostiene es que se exija que ese deseo sea sufragado por el Estado. El derecho se reclama; el deseo habrá que pagarlo.

La otra confusión muy extendida, y más grave, es la que afecta a muchos gobernantes que no dudan en favorecer la privatización de la enseñanza; Es difícil encontrar un centro privado que resulte gratuito. Como no todos pueden acceder a ellos, subvencionarlos no solo supone favorecer a las clases más pudientes, sino perjudicar a las clases menos favorecidas. Aquí me voy a ahorrar cualquier comentario y me limito a mostrar a Zalabardo unas palabras de Antonio Muñoz Molina. El periodo de confinamiento por causa de la covid 19 le permitió recoger en Volver a dónde una serie de reflexiones. Entre ellas las contenidas en estas líneas: «La educación se ha ido privatizando y deteriorando durante décadas […] A quienes más perjudica la entronización de la ignorancia es a quienes más necesitan de los servicios públicos y de la enseñanza pública para vivir con un poco de dignidad […] Los hijos de los ricos ya cuentan con el seguro de sus privilegios. El dinero les dará acceso a las mejores escuelas posibles (que para más vergüenza están subvencionadas con fondos públicos) […] Los hijos de los ricos pueden permitirse la haraganería, el capricho, la falta de hábitos de estudio, la inconstancia, el desarreglo de la vida. Para los hijos de la inmensa mayoría la escuela pública es su mejor esperanza, casi la única, de progreso social, de desarrollo pleno de la inteligencia y el espíritu».

Por eso, entre otras muchas razones, siempre defenderé la escuela pública.

sábado, abril 08, 2023

HABLAR POR BOCA DE GANSO


Conversaba con Zalabardo sobre la fatuidad de quienes pregonan sus virtudes y son incapaces de reconocer sus propias limitaciones. Salió entonces a relucir la fábula del ganso que, al encontrarse con un caballo en un prado, quiso presumir de su superioridad. Así, le dijo al caballo: «Soy más noble y perfecto que tú, pues mientras solo muestras tus facultades en un único elemento, yo puedo valerme en varios: camino sobre el suelo, como tú; pero, a la vez, puedo nadar como los peces y volar como las aves». El caballo miró al presuntuoso ganso y le respondió: «Cierto es que tienes alas, pero tu vuelo es torpe y nunca comparable al majestuoso y alto de las águilas; te mueves sobre el agua, pero no alcanzas a vivir bajo ella como los peces y te limitas a la superficie. Y caminas sobre la tierra, mas tus andares son grotescos y, cuando paseas lanzando tu desagradable graznido, todos se burlan de ti».

            Me pregunta entonces Zalabardo si puede estar relacionada con la fábula la expresión hablar por boca de ganso. Le respondo que algo tuviera que ver y que por eso se afirma en algunos lugares que la expresión equivale a ‘decir tonterías’. Sin embargo, me parece más acertado que hablar por boca de ganso señala a la persona que carece de criterio propio, que no tiene conocimiento claro de aquello de lo que habla y, por tanto, se limita a repetir lo que otros ya han dicho, bien sea por respeto a quien lo dijo, por sumisión a ella o por vanidoso deseo de emulación. Abona esto el comprobado hecho de que, cuando un ganso grazna, todos los demás que se hallen junto a él lo siguen en el desagradable y alborotador graznido.

            Lo que le digo a Zalabardo hace que recordemos la antigua leyenda romana de los gansos del Capitolio. En el siglo IV a.C. los galos saquearon Roma y obligaron a los romanos a refugiarse en el Capitolio. Allí en un templo de Juno, había un grupo de gansos que estaban consagrados a la diosa. Una noche, ocurrió un episodio inesperado. Los galos pretendieron un asalto por sorpresa. Pero sucedió que los gansos, asustados, comenzaron a graznar con gran jaleo, lo que despertó a los soldados romanos, que repelieron el ataque. Aquel episodio dio lugar a un raro ritual: el supplicia canum, o el sacrificio del perro. Para conmemorar el fallido ataque, cada aniversario se sacrificaba un perro, como castigo por no haber alertado a los soldados que dormían; y este acto era presidido por un ganso, como reconocimiento de ellos fueron verdaderos héroes.

 

           Sebastián de Covarrubias, autor del Tesoro de la lengua castellana o española (1611), al hablar de la palabra ganso, nos describe al animal y, recordando aquel hecho antiguo, dice que se lo considera «símbolo de la centinela que hace escolta, por ser de tan delicado oído». Poco más adelante, siguiendo con su descripción del ganso, nos da la pista de cuál sea el origen de la expresión que comentamos: «por alusión llamamos gansos a los pedagogos que crían algunos niños, porque cuando los sacan de casa para las escuelas, o para otra parte, los llevan delante de sí, como hace el ganso a sus pollos». Y los niños repiten lo que el ayo les dice.

            Aunque hay muchos autores que utilizan este modismo (Quevedo, Calderón, Tirso de Molina, Gracián…), ningún diccionario contemporáneo lo recoge, así como tampoco la acepción de ayo que le otorga Covarrubias. En 1734, el Diccionario de Autoridades dice que se llama ganso al ‘hombre alto y desvaído». Y tendrá que llegar el año 1803 para que un diccionario académico recoja la opinión de Covarrubias acerca de que ganso es ‘ayo o pedagogo de los niños’, aun avisando que es algo antiguo. Se trata, claro es, de un uso metafórico. El Diccionario fraseológico documentado del español actual (2004), acoge la expresión diciendo que significa ‘decir lo que otro ha sugerido’.

            La revista Rinconete, del Centro Virtual Cervantes, ahonda más en el análisis y amplía incluso su sentido: ‘expresarse sin ideas propias, repitiendo lo que otros han dicho o al dictado de intereses ocultos’. Ya no es, pues, cuestión de respeto o emulación de lo que otro ha dicho, sino que eso que se repite puede perseguir un objetivo peor, malintencionado. Incluso se señala que hablar por boca de ganso puede ser perfectamente equivalente a ser la voz de su amo, con lo que se insiste en la actitud servil de quien así habla.

            Me dice Zalabardo, y no le niego la razón, que en este tiempo que vivimos, nos encontramos, por desgracia, con muchas personas que, faltas de criterio válido y nulas para cualquier análisis, se limitan a repetir lo que han oído, o aún peor, a repetir los que se les ordena. Lo vemos en tertulias, en mítines, en púlpitos, en declaraciones altisonantes… Lo que más sorprende es que esos muchos que hablan por boca de ganso lo hacen refugiándose en una mal entendida libertad de expresión. Ignoran que no es realmente libre quien renuncia a tener un criterio propio y se aviene a ser vocero de lo que se le impone.

sábado, abril 01, 2023

HISTORIA DE PALABRAS: CÍNICO

 

No creo que haya nadie que tenga dudas cuando se habla de qué es el cinismo y quién es un cínico. En el DLE y cualquier otro diccionario lo leemos con claridad: ‘Dicho de una persona. Que actúa con falsedad o desvergüenza descarada’. ¿Pero cómo hemos llegado a eso? Hace unos días, José Luis Rodríguez Palomo y Javier López, buenos amigos, y yo visitamos la Vega de Mestanza, lugar señalado hace unos veinte años, cualquiera sabe por qué, para la construcción de la Estación Depuradora de Aguas Residuales de Málaga Norte. La construcción es necesaria porque la Unión Europea la viene exigiendo y Málaga es una de las provincias que más contamina. Lo que no queda tan claro es por qué se eligió este lugar, un vergel en el que se cultivan cítricos que se exportan a toda Europa, habiendo otros emplazamientos en los que el proyecto no solo era más viable, sino incluso más económico. La familia Mestanza ha luchado, y continúa luchando, por salvar lo que ha sido la vida de esta familia desde hace un siglo.

            Por allí han pasado políticos de todos los partidos ―blancos, verdes, amarillos o pardos― y, todos sin excepción, coinciden en la barbaridad que supone destrozar aquel vergel, que es el menos idóneo para la construcción de la depuradora y el que exige un mayor gasto. Todos han prometido a la familia Mestanza «hacer cuanto en su mano estuviera» para evitar el desaguisado. El día que estuvimos nosotros, coincidió que visitaron la zona miembros destacados del PSOE. Y repitieron las promesas que los Mestanza han escuchado de todas las bocas políticas. Sin embargo, al día siguiente, desde la Junta de Andalucía los tacharon de cínicos porque, dicen, el proyecto de ejecución de aquella obra y la elección del lugar se decidió cuando los socialistas regían la Junta.

            Zalabardo se ríe de la historia que cuento porque, me dice, nadie sale bien parado en ella, pues, pese a las muchas promesas y buenas palabras, nadie en estos veinte años ―ni blancos, ni verdes, ni amarillos ni pardos―, ha hecho nada por frenar lo que dicen considerar un gran error, pero cada día parece más imparable. A la vez, me pide que le aclare qué pretendo al comenzar el apunte de hoy con esta historia. Le contesto que no tengo otro interés que contar el origen y evolución de la palabra cínico.

Tengo que echar mano a mis recuerdos de cuando en el bachillerato había una asignatura llamada Historia de la Filosofía y le aclaro que, hacia mediados del siglo IV a.C. surgió una corriente filosófica a la que se conoció como escuela cínica, porque Antístenes, su creador y discípulo de Sócrates, comenzó a impartir sus enseñanzas en los locales del gimnasio conocido como Cinosargo, de kýon argós, que puede traducirse como ‘perro blanco’. Así pues, cínico tiene que ver con el sánscrito kwon, ‘perro’, raíz de la que se derivan también can, canalla, cinegética, ‘caza con perros’ o canícula, ‘época de más calor’. Esta última, en ocasiones, se utilizó para designar a la estrella Sirio, la principal de la constelación del Can Mayor y que se observa en el horizonte en los primeros días de agosto. Platón atribuye a Antístenes la tesis de que en todas las cosas está ya implícito lo que ha de ser su nombre, de modo que quien conoce su nombre es conocedor de la cosa. De ahí eso de lo que no tiene nombre no existe.


            El filósofo cínico quizá más conocido fue Diógenes, famoso, aparte de por otras muchas cosas, por la anécdota que lo unió a Alejandro Magno, a quien, después de que este se vanagloriara ante él de ser el más poderoso del mundo y ofrecerle cualquier cosa que le pidiera, respondió: «que te eches a un lado, pues me tapas el sol que me calienta». En esta anécdota se suele señalar el origen de otra expresión: hacer sombra a alguien, para indicar que minimiza los méritos de otros quien antepone los propios.

            ¿Pero qué ideas defendían estos filósofos? Los cínicos pretendían vivir de forma austera para poner en evidencia todo lo que consideraban vanidad humana. Enseñaban que la felicidad se logra si se vive acorde con la naturaleza y sin ambicionar riqueza ni posesión de ninguna clase, reduciendo sus necesidades al mínimo y se comparaban a sí mismos con los perros que se dejan guiar por su instinto sin aspirar a nada más. Así pues, cínico significó en los primeros tiempos ‘perteneciente a la escuela griega cuya doctrina preconiza el desprecio a las convenciones sociales y a la moral comúnmente admitida’. Voluntariamente aparecían en público desaseados y mal vestidos como forma de provocación para fustigar a aquellos cuyas conductas afeaban. Eso les atrajo la animadversión de quienes se sentían censurados y cínico comenzó a generalizarse como ‘desvergonzado’. En el siglo XVII, Covarrubias los define así en su Diccionario: Eran sucios porque de ninguna cosa se recataban, teniendo por lícito todo lo que es natural y que se podía ejecutar públicamente […], de todos decían mal, echando sus faltas en la calle. ¡Plega a Dios que no haya agora otros Menipos y Diógenes caninos!

            De esta y otras semejantes opiniones sobre estos filósofos, y por considerar que no pocos de ellos no ajustaban sus conductas a la conducta que predicaban, el concepto cínico fue modificándose y perdiendo su carácter crítico contra las malas costumbres para terminar significando lo que aún hoy se entiende: ‘que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas’.

sábado, marzo 25, 2023

REALIDAD IMAGINADA Y LENGUAS ESPAÑOLAS

En el apunte anterior, ya hice mención de Y. N. Hariri. Hoy tengo que volver a él para tratar la conciencia lingüística aún dominante en España. Porque, si lo objetivo existe con independencia de la conciencia del individuo y lo subjetivo existe en función de esa conciencia individual, hay algo intersubjetivo que existe en el seno de la red de comunicación que conecta la conciencia subjetiva de muchos individuos. Y afirma Hariri que «a diferencia de la mentira, una realidad imaginada es algo en lo que todos creen y mientras esta creencia comunal persista, la realidad imaginada ejerce una gran fuerza». Dice también que, en esto de las realidades imaginadas no todo consiste en crear una, sino en «convencer a la gente para que la crea». O sea, estamos ante un hecho intersubjetivo.

            Hablábamos Zalabardo y yo de esa farsa de moción de censura de hace unos días y de cómo quienes presumen de haberla promovido en defensa de la Constitución parten de una flagrante desobediencia de la misma. Entre los motivos de sonrojo destaco que una persona que gozaba de amplio prestigio y respeto, Ramón Tamames, se haya prestado a utilizar entre sus débiles argumentos el de que usar una lengua que no sea la castellana es un peligro contra la unidad del país. ¿Ignora acaso Tamames que el artículo 3 de esa Constitución que dice defender establece que, aunque el castellano sea lengua oficial del Estado, las demás lenguas españolas lo son también en sus Comunidades y que la riqueza de poseer distintas modalidades lingüísticas es un patrimonio cultural que se debe respetar y defender?

            Le digo a mi amigo que somos víctimas de una de esas realidades imaginadas y que, por desgracia, nos está costando demasiado liberarnos de ella. Una de las consecuencias de la guerra civil fue la dura represión que la dictadura ejerció contra las lenguas minoritarias y su cultura para promocionar el castellano como elemento indispensable para la unidad nacional. Eso no es más que retomar la vieja aspiración de que hablaba el poeta Hernando de Acuña, «un monarca, un imperio y una espada», aunque aquí se cambió el monarca por un caudillo. Y, entre los lemas del franquismo, no pueden olvidarse aquellos de «Habla la lengua del Imperio» o «Sé patriota. Habla español» que aparecían en carteles y octavillas. Fue una política lingüística que llegó a ilegalizar cualquier otra lengua y a sancionar con fuertes multas su uso en público, al amparo de la idea, realidad imaginada, de que la única lengua española era la castellana, con imperdonable olvido de que también eran españolas lenguas tan cultas como el catalán, el vasco o el gallego.

 

           La fuerza de ese hecho intersubjetivo la seguimos viendo casi a diario. Debería ser normal que viésemos que una Comunidad autónoma quiera que en su sistema educativo sea vehicular la lengua materna propia de la región ―cosa normal en cualquier país plurilingüe― que en una Comunidad española con lengua propia se exija al personal sanitario saber dirigirse en ella a los pacientes. Pero no, lo cierto es que muchos se escandalizan porque las autoridades sanitarias expedienten a una enfermera que, en horario laboral y en su centro de trabajo, se dedique a grabar y difundir vídeos en los que manifiesta su queja porque le pidan conocer el «puto catalán». Eso muestra hasta qué grado enraízan en la conciencia de la gente las realidades imaginadas.

            Hablando sobre estos temas, Zalabardo y yo coincidimos en que este fanatismo que conduce a crear estas realidades imaginadas no es algo de ahora, ni es solo asunto de ideologías ultraconservadoras. Viene de lejos. Se nos ocurrió pensarlo el otro día, mientras escuchábamos al cantaor flamenco José Menese una liviana que comienza «Si poco necesito, pobre es mi hato…» Nos llamaba la atención ver como esta palabra, hato, ‘conjunto formado por la ropa y objetos básicos que alguien necesita’, se encuentra reflejada en diferentes lugares de varias formas: hato, tal cual, que es la forma base; jato, con aspiración, que es como el cantaor la usa y como se dice en todas las regiones en que se aspira; y bato, que no es más que una barbaridad, porque supone no entender de qué se habla en la canción. El protagonista habla del poco equipaje que necesita en su vida ―Machado aspiraba llegar al final de la suya «ligero de equipaje»― y bato es una palabra caló, la lengua de los gitanos, con la que se designa al ‘padre’.

            También sobre los gitanos y su lengua se creó una realidad imaginada que aún no acaba de desterrarse. Por lo pronto, no se tiene en cuenta que el caló, lengua de los gitanos españoles, es una variante del romaní, la lengua gitana universal. Los gitanos, que llegaron pronto a la península, tuvieron que sufrir la realidad imaginada de ser gente de mala vida ―ni siquiera Cervantes se libró de esta opinión― y, por tanto, digna de ser perseguida y exterminada, desde que se promulgó en Medina del Campo la primera Pragmática contra ellos con la rúbrica de los Reyes Católicos. Le seguirían la de 1539, la de 1749, las leyes de 1939 y 1942… Hasta 1978, el Reglamento de la Guardia Civil recogía que había que vigilar escrupulosamente a los gitanos.


            Pero no queremos contar aquí la historia de este pueblo, sino solo denunciar los prejuicios contra lenguas que no sean la castellana. Se quiere olvidar la lengua caló como se ha querido enviar al olvido las otras lenguas españolas. Quienes tan intolerantes se muestran, tal vez olviden que son de origen caló palabras como camelar, ‘querer’, currelo, ‘trabajo’, chavea, ‘niño’, jindama, ‘miedo’, najar, ‘irse’…; o que son catalanas peaje, correo, molde, reloj, peseta, chuleta…; y gallegas sarpullido, morriña, botafumeiro

            No estaría mal que, cuando defendamos una idea, lo hagamos con argumentos y no recurriendo a las realidades imaginadas ni a los hechos intersubjetivos que, en el fondo, no son más que mentiras que pretendemos convertir en verdades.

 

viernes, marzo 17, 2023

VIVIR EN TIEMPOS DE LAS REDES SOCIALES


Yuval Noah Harari
 es autor del interesante ensayo Sapiens. De animales a dioses, en el que leo: [En otro tiempo], «escribir una carta, poner la dirección y el sello en un sobre y llevarlo hasta el buzón llevaba mucho tiempo. Para obtener la respuesta se tardaban días o semanas, quizá incluso meses. Hoy en día puedo escribir rápidamente un mensaje de correo electrónico, enviarlo a medio mundo de distancia y recibir una respuesta un minuto después. Me he ahorrado toda esa complicación y tiempo, pero ¿acaso vivo una vida más relajada?». Se contesta que no, porque «la gente solo escribía cartas cuando tenía algo importante que relatar. En lugar de escribir lo primero que se les venía a la cabeza consideraban detenidamente qué es lo que querían decir y cómo expresarlo en palabras».

            Antonio Vargas Cobos, soldado que participó en la campaña de Marruecos, escribió desde Bab-el-Sar, el 22 de julio de 1924 (se va a cumplir un siglo), una carta a un tío suyo en la que daba cuenta de su situación. Encontré esta carta en un libro comprado en una librería de viejo y la guardo como oro en paño. Es una delicia comprobar cómo se esmera esta persona, casi analfabeta, para tranquilizar a sus parientes frente a las noticias inquietantes que llegan a la península, cómo envía recuerdos para cuantos conoce y pide que se le remitan noticias de ellos.

            Le enseño esta carta a Zalabardo y le digo que hoy todo es diferente. Tras el correo electrónico llegaron las redes de mensajería instantánea. Le recuerdo que, cuando publiqué mi primera novela, me preguntaron si tenía Facebook. A mi respuesta negativa siguió una admonición, consejo u orden, según se quiera entender: «¡Pues ya te estás abriendo una cuenta! ¡Si no estás en Facebook y en las redes, no eres nadie ni nadie te conoce!». Y como todo quisque, me abrí mi cuenta y luché por ponerme al día sobre su funcionamiento. Confieso que aún no lo he conseguido, que sigo teniendo la impresión de que, ante el imparable aumento de «amigos» de los que nada sé, fácilmente pierde uno el norte en el ámbito de las relaciones personales y se va hundiendo en una desesperanza difícil de explicar. Si trato de buscar esta explicación me veo diciendo «preferiría no hacerlo», como aquel Bartleby, empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas del cuento de Melville. Pero si me abstuviera, este apunte acabaría aquí.

            Si todo acabara en lo dicho, casi sería soportable. Pero es que de inmediato vienen los grupos: de profesionales, de padres de alumnos, de simpatizantes de un club de fútbol, de cofrades de una hermandad de semana santa, de antiguos compañeros, de admiradores o afiliados a un partido político… Cuesta negarse y, quieras que no, siempre acabas en uno de esos grupos. Y por mucho que valores la amistad o el simple deseo de no vivir apartado de la sociedad que te rodea, acabas añorando la tranquilidad que disfrutabas en otra época. Los grupos, le digo a Zalabardo terminan por ser peligrosos y contraproducentes. Podría citar varias razones, pero me quedo con tres. Como son muchas las personas que poseen el número de tu móvil, no hay modo de evitar que acabes odiando un chiste que al principio pudo parecerte gracioso; porque el mismo chiste te llega por varios conductos a velocidad increíble. Lo mismo digo de esos «reenviados muchas veces», esas frases y pensamientos a cuál más cursi, cuando no falsas, atribuidas erróneamente a un personaje célebre o que se dice sacada de un libro que nunca se ha leído. ¿No se nos ocurre pensar que ese «reenviado muchas veces», que  a nuestra vez reenviamos, le habrá llegado a su destinatario hasta la saciedad?

            La segunda razón es la de los tabúes y censuras: «Pero en este grupo no se habla de…». Y ahí se inicia la larga lista de lo que no acepto que se diga, aunque yo no muestre ningún reparo en decir lo que me apetezca. Si busco el contacto con personas a las que aprecio y se hallan lejos, si paso por eso de entrar en un grupo, le digo a Zalabardo, es porque siento verdaderos deseos de hablar con ellos. ¿De qué? De todo: de lo caro que se ha puesto el pan, del último incidente de una guerra, de política, de religión, de fútbol, del último libro que he leído, de modas, de recuerdos de tiempos pasados, del rollo de película que me he tragado en la tele, de que no llueve… Sé perfectamente que estar en un grupo no supone uniformidad ni unanimidad de ideas; las personas, por fortuna, somos diferentes y no respondemos todos al mismo patrón de pensamiento. ¿Qué conclusión saco de esto? Pues que, por encima de todo, debo mostrarme respetuoso frente a cualquier otro miembro del grupo y ser tolerante con la diversidad de ideas. Dejar que cada uno se exprese libremente, como libremente deseo expresarme yo.

Y la tercera de las razones es la del silencio en que acaban muchos grupos. Sherry Turkle, experta en teorías de las comunicaciones, dice que esperar respuesta a un mensaje no es cuestión de impaciencia, sino que obedece a la lógica del diseño de la red. Si cuando conversamos de manera presencial no callamos, ¿por qué se dilata la respuesta, o no se contesta, a un whatsapp una vez que ya ha sido leído? Su interpretación es la siguiente. No responder o no hacerlo en un tiempo prudencial obedece a un triple deseo: de mostrarse dominador de la conversación, de marcar diferencias o de mostrarse inaccesible. La verdad es que no lo sé y Zalabardo tampoco me aporta mucho. Por mi parte, le digo a mi amigo, si estoy en un grupo, me gustaría que atendieran a lo que digo y me contestaran como atiendo a lo que me dicen y contesto. Me gusta compartir mis dudas y mis alegrías, y compartir las de los demás. Solo hablando se estrechan lazos existentes y se crean otros nuevos. Si debo censurarme o intento censurar a otros, ciertamente no me interesa ese grupo.


        Tengo que regresar a Hariri, con quien comencé. Desarrolla en su ensayo la tesis de que, en los albores de la humanidad, hace decenas de miles de años, los sapiens fueron creando redes de cooperación. Ya sé que habla del nacimiento de tribus, sociedades de intereses comunes y de los futuros pueblos. Pero el ejemplo me vale para las redes sociales actuales. Lo que dice es: «Las normas que sustentaban [estas redes de cooperación] no se basaban en instintos fijados ni en relaciones personales, sino en la creencia en mitos compartidos». Entiendo esto como que lo que hace al grupo no es sino la uniformidad del pensamiento: si piensas como pienso yo, estoy contigo; si no es así, no me interesas. Esta actitud solo demuestra insolidaridad, intolerancia, negación de la libertad de cada individuo.

            Hay quien dice que eso es lo que hay en las redes, que acaban por hacer aflorar lo malo que llevamos dentro y que intentamos disimular. Me resisto a aceptar esa tesis. Pienso más bien que lo que nos falta es formación en el manejo de las redes sociales, que cometemos demasiadas veces el error denunciado por Hariri, no pensar lo que queremos decir y soltar lo primero que se nos viene a la cabeza. Y si lo que queremos es solo un dedito hacia arriba o unas manos aplaudiendo, mejor que las abandonemos. Sin considerar a las redes culpables de nuestros fallos. 

sábado, marzo 11, 2023

¿SOLO O SÓLO? UNA POLÉMICA TILDE

 


No siempre una mayor cantidad de información supone mayor y mejor conocimiento. Se lo digo a Zalabardo, persona paciente y tolerante como pocas, y coincide conmigo en la validez de ese principio. Y me razona mi amigo que el problema se acentúa si la cantidad (a veces mareante) de información que induce a errar procede de quienes profesionalmente trabajan con ella. Hablábamos sobre un artículo aparecido en ABC el pasado día 2 de marzo, La RAE rectifica. Vuelve la tilde a sólo trece años después, que ha revuelto el gallinero y hecho reverdecer viejas polémicas.

            Esta información, empecemos por ahí, es errónea. Ni la RAE ha rectificado ni la norma sobre solo se ha modificado. No estaría mal, cuando se habla de un tema, conocer bien aquello de lo que se habla. La ortografía es una convención, un acuerdo que aceptamos para facilitar en la escritura, que es otra convención, un reconocimiento más fácil de lo que oralmente decimos. El acento, la fuerza espiratoria con que una sílaba se pronuncia, es un rasgo importante de la lengua y la tilde no es sino una pequeña rayita oblicua que marca cuál es esa sílaba tónica.

            Pero a veces nos falta curiosidad por saber el origen de las cosas. La tilde, como la normalización de la ortografía en español, es algo «reciente». En el Quijote de 1605, por poner un ejemplo claro, leemos Quixote, vivia, lança, rozin y cosas así. No había tildes ―tampoco las había en latín―y se usaban letras que hoy han desaparecido. No se hacía por capricho, sino que se seguía la costumbre de textos anteriores. Será en la segunda mitad del siglo XVII cuando comience a generalizarse el uso de la tilde y hasta el XVIII no surgirá el interés académico por normalizar la ortografía.

Miremos hacia la tilde. ¿Sirve para algo? Claro que sí. Como nuestra lengua tiende a una pronunciación naturalmente llana ­―el acento recae sobre la penúltima sílaba―, esa minúscula rayita ayuda a saber, en la escritura, cuándo el acento recae en lugar diferente. Por eso tildamos minúscula o decisión y no rayita. ¿Pero por qué colocamos tilde en cuándo? La respuesta está en que hay una tilde prosódica y una tilde diacrítica. La primera nos señala que minúscula es esdrújula y que decisión es aguda. Además, la tilde ayuda a diferenciar el trío crítico/critico/criticó. Con la diacrítica, tratamos de evitar confusiones entre palabras que, iguales en escritura, tienen pronunciación y sentido diferente; así sabemos que cuándo es un interrogativo. No todo es tan simple; pero, para nuestro objetivo, creo que esto es suficiente.

           La ortografía, como la lengua en su conjunto, ha ido cambiando con el tiempo. En la lengua rige lo que se llama «economía del lenguaje», buscar máximo rendimiento con una menor cantidad de elementos. Mientras escribo esto, escucho casualmente en la radio a Lola Pons, partidaria de la simplificación, como lo fue Juan Ramón Jiménez. Esta filóloga y profesora de la Universidad de Sevilla, al defender solo sin tildar, recuerda que, en 1870, la Academia, en uno de esos ajustes, acordó, entre otras reformas, colocar tilde diacrítica, diferenciadora, a éntre y a sóbre, hoy desaparecidas sin que nadie se queje, para diferenciar el verbo de la preposición.

            Y, sin embargo, la polémica de moda, el asunto de que se habla en prensa, radio, televisión y hasta en las redes sociales gira sobre si el adverbio solo debe o no llevar tilde. Y le pregunto a Zalabardo si muchos de cuantos se lanzan a opinar saben bien de qué están hablando. Se recurre, sí, a la autoridad de Javier Marías, de Arturo Pérez-Reverte y otros escritores grandes que, además, son académicos. Pero, ¿qué argumentos, aparte de la costumbre, se pueden aportar para sostener la defensa o la condena de esa tilde? También a mí me enseñaron esa ortografía de la costumbre. Pero no hay que ser ni inmovilista ni fanático. Porque también me enseñaron que la preposición á llevaba tilde y la conjunción ó si iba entre cifras. Y ambos usos son hoy inexistentes.

            Zalabardo y yo decidimos repasar algunas publicaciones académicas. En el Diccionario de Autoridades (1726-1739), no vemos más que solo, sin tilde. La Gramática castellana editada por la RAE en 1883, en la página 367, dice: «Por costumbre se acentúa la palabra solo, cuando es adverbio». O sea, se habla de costumbre, no de obligación. En 1959, se publicaron las Nuevas Normas que se incorporarían a los textos tradicionales sobre ortografía. En la página 27, leemos: «La palabra solo, en función adverbial, podrá llevar acento ortográfico si con ello se ha de evitar anfibología». Podrá llevar; es decir, se concede libertad a quien escribe de usar o no tilde si cree que puede haber confusión. Y, en la de 2010, tras comentar que son muy pocos los posibles casos de confusión en solo y bastante variados los modos de evitarla, se dice en la página 269: «a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en los casos de doble interpretación». A la insistencia en podrá se añade incluso, lo que amplía la libertad de tildar o no el adverbio solo, respetando así la costumbre de quien escribe. Nunca, pues, ha habido obligación ni prohibición. Conclusión: ni la Academia ha rectificado ni ha suprimido ninguna norma preexistente. Se ha limitado a anunciar que el párrafo se redactará de forma que quede claro que «es obligatorio escribir sin tilde el adverbio solo cuando no entrañe riesgo de ambigüedad y es optativo su empleo cuando, a juicio de quien escribe, pudiese haberlo».


            Que el objetivo es caminar hacia la simplificación lo demuestra la frase irónica de Salvador Gutiérrez Ordóñez, director de Español al día, al referirse a esta polémica: «Si no tildas nunca, nunca te equivocas; si tildas, corres riesgo de equivocarte». Al sintildismo defendido por Lola Pons se unen, siguiendo con la ironía, Álex Grijelmo, al denunciar que, si reivindicamos con exceso la tilde diacrítica tendríamos que emplearla en frases del tipo vino de la Ribera para aclarar si hablamos del verbo ir o del sustantivo vino. Y Carlota de Benito, profesora de Lingüística en la Universidad de Zúrich, que lanzaba este anuncio hace unos días: «Información de servicio público contra el populismo ortográfico: ya podíais ponerle la tilde [desde 2010] a solo en casos de ambigüedad».

            Le digo a mi amigo que extraña tanto escándalo por una humilde tilde mientras se nos cuelan errores mucho más graves (no solo de ortografía). En otro gran diario, El País, un redactor deportivo escribía por esos mismos días que Pau Gasol será «el doceavo jugador del equipo de Los Ángeles que verá su dorsal retirado». No se trata de una innecesaria tilde de más o de menos; es que lo que debiera ser un ordinal, decimosegundo o duodécimo, ‘que ocupa el lugar número doce’ se confunde con un partitivo, doceavo, ‘cada una de las doce partes en que se divide un todo’, con lo que la grandeza de nuestro Pau (216 centímetros) se rebaja a tan solo 18.

viernes, marzo 03, 2023

EL SOL DEL INFANTE Y LA SILLA DEL ARZOBISPO

 

Nos quedaron pendientes por explicar en el apunte pasado dos expresiones que igualmente se han hecho comunes aun desconociendo cuáles sean sus orígenes y verdadero sentido: Salga el sol por Antequera y Quien fue a Sevilla perdió su silla.

            La primera, le señalo a Zalabardo, es forma abreviada de la original, Salga el sol por Antequera y póngase por donde quiera. Pero veremos que hay una versión diferente. El Diccionario fraseológico documentado de la lengua española, de Manuel Seco, dice que esta expresión ‘sigue a la mención de un propósito, un hecho, para indicar que no importan sus consecuencias’; también se entiende como señal de la ‘determinación de realizar algo cuyo resultado se antoja imposible, como que el sol aparezca por el Mediodía’. Así lo entiende un tal Luis de Granada en la revista madrileña Alrededor del mundo en su número del 21 de diciembre de 1899, que, además, concluye: «Mi opinión es de que esta locución tuvo su origen, durante la conquista de Granada, en el campamento de los Reyes Católicos». A esa opinión se suma José María Iribarren, aludiendo a que Antequera se encuentre al oeste de Granada. Pero sugiero a mi amigo una interpretación no recogida en ningún lado en la que ese salir el sol pudiera significar ‘la esperanza de que una situación difícil, e incluso en apariencia imposible, pudiera acabar de modo inesperado’.

            Parece innegable que la locución nace durante la guerra de Granada y la toma de Antequera en 1410. Nos cuentan los historiadores que el Infante don Fernando, regente de Castilla y futuro rey de Aragón, se planteó durante su regencia acelerar la lucha contra los musulmanes en la frontera granadina, aunque los primeros intentos fueron negativos, como por ejemplo la derrota en Setenil. Terco en alcanzar su objetivo, miró entonces hacia Antequera, bastión decisivo contra Málaga y otros lugares del reino granadino. En ese momento, se dice, fue cuando dijo aquello de Salga el sol por Antequera y que se ponga por donde quiera, manifestando con ello su anhelo de que aquello fuese el inicio de la victoria ―la salida de un nuevo sol― aun con el riesgo de que aquello podría terminar mal; en Antequera una Fuente del Toro, muy posterior, en la que, bajo el relieve de un sol, se lee: Que nos salga el sol por Antequera.


            Hay una segunda versión más de carácter piadoso y legendario. La describe bien Antonio J. Guerrero Clavijo, director del periódico El Sol de Antequera, en el artículo de 2012 Santa Eufemia hizo salir el sol por Antequera en 1410, publicado en una web diocesana. Habla la leyenda de un Infante Fernando dubitativo que no sabía por dónde atacar. Antes de una batalla, era costumbre invocar al Espíritu Santo para impetrar la ayuda divina, metiendo en una urna los nombres de los santos del día. Por tres veces seguidas salió el papel con el nombre de santa Eufemia. Don Fernando, al oír este portento, exclamó: «Esta es la doncella que, en un sueño, se me apareció rodeada de leones y ángeles y diciéndome: Que salga el sol por Antequera y sea lo que Dios quiera». Y así atacó y conquistó Antequera aquel día, ayudado de un sol que deslumbró a los combatientes musulmanes.

            Una tercera versión, finalmente, atribuye la frase al famoso y temido caudillo musulmán El Zagal que, viendo próxima la caída de Granada, exhortó a los suyos pidiéndoles un esfuerzo final con la locución ya repetida: Que nos salga el sol por Antequera. No obstante, en contra de cualquiera de las interpretaciones clásicas, hoy se ha impuesto la de que Salir el sol por Antequera es proponerse algo con poco sentido de la responsabilidad porque lo más seguro es que acabe en fracaso.

            ¿Y qué decir de Quien va a Sevilla pierde su silla, refrán que nos queda? Le comento a Zalabardo que es el más fácil de explicar de los tratados. Con él se quiere indicar que quien abandona un lugar o cede algún privilegio corre el riesgo de perderlos cuando, más tarde, desea recuperarlos. Lo que diferencia este refrán de los anteriores es que tiene una base histórica bien conocida. Reinando Enrique IV (1454-1474), Alonso de Fonseca y Acevedo, llamado por algunos el Viejo, era arzobispo de Sevilla y logró que un sobrino nieto suyo, Alonso de Fonseca II o el Mozo fuese nombrado arzobispo de Santiago de Compostela. Pero en Galicia andaban a la gresca y Alonso II pidió ayuda a su tío, quien acudió en su ayuda proponiéndole que, en tanto se solucionaban los conflictos, cambiasen sus sedes. Así, el sobrino pasó a ocupar el arzobispado de Sevilla y el tío marchó a Santiago. Tras los cinco años que tardó en poner orden en Galicia, Alonso Fonseca I requirió a su sobrino, Alonso Fonseca II, volver cada uno a su sede primitiva.


            Pero Alonso Fonseca II dijo que nanay, que lo que se da no se quita. Total, que tuvieron que intervenir, incluso con las armas, el duque de Medina Sidonia, el rey Enrique IV y hasta el propio papa para que el díscolo Alonso Fonseca II se aviniese a razones, no sin que parte de sus defensores fuesen ejecutados en la horca. Toda esta historia sirvió para que Pedro Felipe Monláu, autor de Las mil y una barbaridades (1869) defendiera que la forma originaria del refrán debió ser Quien se fue de Sevilla perdió su silla y no la que hoy usamos.

            Para redondear, le cuento a Zalabardo que Alonso Fonseca I, aparte de arreglar los problemas de Santiago, tuvo un hijo, Alonso Fonseca III, que ha pasado a la historia porque, aparte de ocupar también el arzobispado de Santiago, fundó el Colegio Santiago Alfeo, que luego se llamaría Colegio Fonseca y que acabó siendo la Universidad de Santiago de Compostela. Esto explica, para quien no lo sepa, esa canción propia de las tunas que comienza «Sola y triste, sola se queda Fonseca…».