sábado, marzo 27, 2021

SER MÁS PAPISTA QUE EL PAPA

 


            Zalabardo, que nunca se separa de mi lado, puede confirmar que, cuando escribo, tengo muy presente la máxima que establece que el escritor es una persona y quien lo lee es otra diferente; aceptado eso, el objetivo del escritor, creo, debería ser conseguir que su escritura se convierta en acto de comunicación bidireccional, en conversación entre interlocutores de igual rango, sin que ninguno se sienta por encima de demás. Y que, aunque el escritor sea uno y los lectores varios, la conversación sea siempre entre dos; y, primero que nada, antes que con el otro, uno hable consigo mismo. Porque, echo mano del refranero, no olvidemos que una cosa es predicar y otra dar trigo, es decir que, puesto que resulta más fácil dar consejos que practicar lo que se aconseja, nunca estará de más reflexionar lo que se va a decir y a quién.

           En esto, como en otras cosas, soy bastante machadiano e intento aplicarme lo que decía su alter ego Juan de Mairena: “No toméis demasiado en serio nada de cuanto oís de mis labios, porque yo no me creo en posesión de ninguna verdad que pueda revelaros.” (JM, XLIV). Y no mucho más adelante: “Desconfiad sobre todo del tono dogmático de mis palabras. Porque el tono dogmático suele ocultar la debilidad de nuestras convicciones.” (JM, XLVIII)

            Viene bien esto porque hoy traigo a esta Agenda otra expresión tradicional: Ser más papista que el papa. No estoy seguro, porque no encuentro la confirmación, pero creo haber visto en algún lado que el dicho original era Ser más católico que el papa. Parece más lógica la frase y más en la línea de lo que con ella se pretende, que no es sino denunciar a quienes se muestran demasiado exigentes y estrictos en el cumplimiento de una norma, a quienes resultan ser más dogmáticos y rígidos que cualquier entendido en la materia de que se trate.



            Es quizá, le digo a Zalabardo, un pecado muy de nuestro tiempo, incapaz de diferenciar entre información y conocimiento. Y mi amigo me señala que, últimamente, parezco obsesionado con este tema. Quiero convencerlo de que no es así; que puede que sea casualidad provocada por las situaciones y hechos que nos rodean. Hay una sobreabundancia de falsos profetas en la política, la economía, la religión, la sociedad… más preocupados por imponer sus mítines, sus sermones, sus análisis, su particular visión, que por ayudar al pueblo a entender el duro camino que hemos de recorrer. Gente que, desde sus plataformas y sus púlpitos, se jacta de saber más de lo que en realidad sabe. Y uno se cansa, porque, recaigo en el refranero, sin quererlo, nos vemos víctimas de aquellos a quienes conviene aplicar lo de consejos doy que para mí no tengo.

            ¿Todo lo bueno ha de tener entonces su cara negativa?, me pregunta Zalabardo. No lo creo, le contesto, salvo que nos dejemos llevar por nuestra propia e inagotable estupidez. Disponemos de más información que nunca, se nos ofrecen más medios que en ninguna otra época para que podamos saborear una parte del nutritivo alimento del conocimiento; pero nos puede el ansia y la prisa y acabamos cayendo en las redes de quienes presumen de saberlo y conocerlo todo y, por tanto, nos instan a seguir su camino como el único verdadero y bueno.

            La verdad, si es que la verdad tuviera solo una cara, nos la vuelve a ofrecer don Antonio Machado: “Nadie sabe ya lo que se sabe, aunque sepamos todos que de todo hay quien sepa. La conciencia de esto nos obliga al silencio o nos convierte en pedantes, en hombres que hablan, sin saber lo que dicen, de lo que otros saben.” (JM, XXIX).

            De estos últimos, aconsejo a Zalabardo, es de quienes debemos protegernos, porque ellos son, al menos eso dicen, quienes lo saben todo, los que son más católicos, o papistas, que el propio papa.


sábado, marzo 20, 2021

MATAR AL MENSAJERO

 


            Hace tiempo, le digo a Zalabardo, que no abordamos aquí la explicación del origen y sentido de algunas expresiones. La situación actual me parece adecuada para que nos detengamos en una, Matar al mensajero, que no es sino descargar las culpas por una noticia que no agrada sobre quien la transmite en lugar de hacerlo sobre quien la provoca.

            Diferenciaba Manuel Jabois en un artículo reciente entre lectores militantes y lectores fieles o leales; con estos adjetivos no aludía a ningún tipo de adscripción política (aunque se pudiera) sino a unos hábitos y actitudes del lector. Es militante quien abre un periódico con el ánimo hecho a leer lo que quiere leer y se irrita si el contenido no se ajusta a sus deseos; es fiel o leal quien, a lo largo del tiempo, se ha ido identificando con la línea informativa de un diario y acaba por sentirlo como suyo, lo que no impide que sea crítico con algunos de sus contenidos.

            Comentábamos Zalabardo y yo la confusa semana que llevamos sufriendo a unos líderes políticos volcados en la representación de un sainete tragicómico —más trágico que cómico, si miramos la serie de graves problemas por los que atraviesa el país— en el que cada cual lucha por sobrepasar a los demás en el ya insoportable juego de ser autor de la estupidez más gorda. Y sálvese quien pueda.

            A Zalabardo no le extraña que el vértigo de los acontecimientos sobrepase a los propios medios de información que, como el ciudadano normal, tienen dificultad para explicar y analizar la situación. Ante este lógico pasmo, tan comprensible como inesperado, no faltan quienes encuentran la excusa para culpar a los medios. Los políticos, como quien no acepta su fealdad y condena al espejo por la imagen que refleja, se convierten en lectores militantes y juzgan tergiversada, manipulada, pagada por intereses espurios, la crítica que de ellos se hace. Por la indignación y descontento que muestran, de un extremismo a otro, obtendríamos la conclusión lógica de que no hay prensa creíble, ni independiente, ni libre, sino prensa canalla a la que habría que amordazar.



            Ayer, Zalabardo y yo nos entretuvimos en revisar algunos libros de estilo. Elegimos dos de medios de signo opuesto y uno de una agencia de información. No olvidemos que todos ellos comprometen y obligan a la dirección de la empresa y a sus trabajadores. No cumplir ese compromiso indica caciquismo en los primeros y pusilanimidad en los segundos. El Libro de estilo de El País, en la exposición de sus principios éticos, declara ser “medio independiente, nacional, de información general […] defensor de la democracia plural […] que se compromete a guardar el orden democrático y legal […] Se esfuerza por presentar una información veraz [ …] que ayude al lector a entender la realidad y a formarse su propio criterio […] Rechazará cualquier presión de personas, partidos políticos, grupos económicos, religiosos o ideológicos…”

            El Libro de Estilo de El Mundo, en su apartado de deontología profesional, dice que “todo lo que se publica, salvo que incurra directamente en delito […] debe ser defendido según los principios de la libertad de prensa […] El ejercicio [del periodismo] se distingue no solo por la libertad, sino por la moralidad civil, un sentido de la responsabilidad que no siempre ha reinado en los medios informativos […] El servicio a la sociedad mediante la búsqueda constante de la verdad, la consideración constante del delicado equilibrio entre perjuicio para algunos y beneficios para el conjunto de la opinión que entraña la publicación de cualquier noticia, son efectivamente deberes del periodista…”

            Y el Libro de estilo urgente, de la Agencia EFE, al reflexionar sobre las implicaciones legales de la actividad periodística, recoge que “la labor comunicadora del periodista está contemplada en el derecho a la libertad de información […] A los ciudadanos en general les ampara la libertad de expresión, que garantiza la libre formulación de los pensamientos, ideas y opiniones […] Estos dos ejercicios se complementan con el derecho de los ciudadanos a recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión…”


            ¿A qué obedece, pues, ese interés en culpar a la prensa, en su conjunto, de lo que otros hacen? Aceptemos que en ese campo, como en todos, hay malos profesionales. ¿Habremos de culpar por eso a la totalidad y deducir que no hay prensa libre ni cumplidora de su función? Le digo a Zalabardo que, según mi humilde opinión, una razón de peso para entender a estos militantes dispuestos a matar al mensajero es que nuestros políticos no saben, o no quieren saber, qué es la crítica. María Moliner, en su impagable Diccionario, dice que es ‘la expresión de un juicio, el conjunto de opiniones expuestas sobre algo’. Y le sugiero a Zalabardo que nos remontemos hasta Baltasar Gracián, que en El Criticón defiende que el conocimiento de las cosas se alcanza antes mediante el análisis y el raciocinio que por la fe. Pero parece que a muchos no les agrada que el pueblo piense, sino que comulgue con sus ruedas de molino. No olvidemos que, en el siglo XIV, a Eckhart lo acusaron de herejía no por lo que decía, sino por decirlo a “gente que no estaba en situación de entenderlo”. Así se entiende que un diputado del PP (¿de dónde lo habrán sacado?) gritase su rebuzno sobre otro diputado que se limitaba a pedir mayor atención a quienes padecen enfermedades mentales.



            No, los militantes no dudan en matar al mensajero, en culpar de sus propios vicios, mentiras y errores al informador, al analista, al crítico. ¿Y de dónde salió la expresión? La verdad es que tiene bastantes precedentes. El más antiguo que conozco está en Antígona, la tragedia de Sófocles. Un guardián se presenta asustado ante Creonte para darle cuenta de que alguien había sepultado a Polinices, cuyo cadáver debería haber permanecido insepulto como pasto de las bestias, y dice: “Heme aquí contra mi voluntad y contra la vuestra, bien lo sé, porque nadie se huelga con el mensajero de malas nuevas”. Plutarco, en el tomo IV de sus Vidas paralelas, nos cuenta que “Tigranes, al primero que le anunció la venida de Lúculo, en lugar de mostrársele contento, le cortó la cabeza”. Y Cleopatra, en la tragedia de Shakespeare, cuando amenaza de muerte al mensajero que le trae la noticia de la boda de Antonio con Octavia, oye de este: “Graciosa señora, aunque traigo las noticias, yo no hice el matrimonio”.

            Hay muchas malas noticia estos días y el pueblo, los leales de que hablaba Jabois, van cayendo en el desencanto; a los militantes que tuercen el gesto, los profesionales de la información podrían responder lo que el mensajero a Cleopatra: “Señorías, nosotros traemos la noticia, pero ni hicimos la moción de Murcia, ni la espantada de Iglesias, ni el zapatazo soberbio de Ayuso, ni la falta de firmeza del presidente Sánchez, ni…”

sábado, marzo 13, 2021

CUESTIÓN DE ESTILO

 

  


          El País fue el primer diario español, en 1977, que publicó un Libro de estilo. No tardaron otros en seguir el ejemplo e incluso lo hicieron algunas instituciones públicas. En este asunto, le digo a Zalabardo, tal vez lo importante no estribe en ser el primero, sino materializar un compromiso ético de cara a los lectores definiendo la línea de pensamiento del medio y comprometiéndose a utilizar el idioma de la manera más recta posible. Ante eso, solo cabe esperar que están sujetos a ese Libro de estilo respeten sus postulados.

            Hablamos de esto porque El País, saca estos días una nueva edición del suyo y nos anuncia algunas de sus novedades. La evolución de nuestra sociedad, y de modo especial en la consideración del papel de la mujer, recomienda una puesta al día de estos libros, pues aún persisten bastantes tics sexistas que habría que desterrar.

            Le comento a Zalabardo que, por lo anunciado, encuentro en este Libro de estilo algunos detalles que me parecen merecedores de matización, así como otros que, sinceramente, me provocan estupor. Hablando del tratamiento de la violencia machista, no entiendo que a estas alturas un diario serio como juzgo que es El País haga a sus redactores estas dos recomendaciones: desechar las opiniones de vecinos y conocidos que, por falta de información, tienden a ofrecer una óptica poco fiable de los hechos, y no mencionar injustificados detonantes de la agresión que puedan inclinar a disculpar o justificar la agresión o a volcar sospechas sobre quien bien pudiera ser inocente. Siempre he considerado estos recursos propios de la prensa sensacionalista y de la televisión basura.

 


           Las matizaciones a que me refiero afectan a dos normas: la de evitar la expresión crimen pasional y la de no utilizar la voz pasiva (una mujer ha sido asesinada) para no añadir dolor innecesario a la víctima. Como es cierto que la oración pasiva destaca a quien padece la acción verbal sobre quien la ejecuta, nada tengo que objetar. Pero, si ya desde 1976, El País viene defendiendo el uso de la activa en sus informaciones, debería explicar con claridad que no se trata solo de una razón ética, sino también estilística. El profesor de la Universidad San Francisco de Quito Juan Manuel Rodríguez razonaba en un breve artículo de 2001 que la voz pasiva es un cáncer del lenguaje periodístico que el periodista, por su responsabilidad ante el público lector, debe evitar. ¿Por qué? Primero, porque nuestra lengua prefiere la información directa y sin rodeos (lo que es propio de la voz activa), argumento que se confirma con el hecho de que en el habla coloquial muy rara vez se utiliza la pasiva. Y, segundo, porque la pasiva encierra muchos matices éticos; en efecto, la pasiva puede interpretarse como una manera de ocultar, exculpar, esconder o incluso justificar al agente de la acción. Decir una mujer ha sido asesinada…, colocando la víctima en el lugar más visible del discurso, pudiera entenderse que resta importancia a la acción del agente.

 


           Pero es que, además, la Gramática de la Academia, que no es normativa (pues no obliga), sino descriptiva, abunda en lo mismo, aunque lo haga de manera más técnica y fría. Todo discurso, leemos en ella, comporta un tema o información temática y un rema o información remática. La primera es la que el hablante supone conocida por el interlocutor, aquello de lo que se va a hablar; la segunda es la que se considera relevante para completar el tema. El tema, además, suele colocarse al comienzo de la frase, que se cierra con el rema. Dos frases pueden decir exactamente lo mismo, pero presentar una carga informativa diferente. La Segunda Guerra Mundial terminó en 1945 y En 1945 terminó la Segunda Guerra Mundial son enunciados idénticos. Sin embargo, en el primero, La Segunda Guerra Mundial es el tema, mientras que en el segundo lo es En 1945. Lo que caracteriza a la voz pasiva es que se coloca primero el tema, una mujer ha sido asesinada (quien padece la acción); lo que se dirá de ella, lo relevante (quién ejecuta esa acción), el rema, se deja para el final, o se silencia. Por eso se desaconseja.

            ¿Habrá entonces que desterrar la pasiva? No en todos los casos, pues el protagonista pasivo puede, en ocasiones, tener más importancia que el agente de la acción, dice Rodríguez. Y la Gramática académica, por su lado, añade que también será preferible la pasiva cuando se carece de información sobre el agente (en este caso, se desconoce al asesino). Estas cosas, digo a Zalabardo, debiera conocerlas bien un periodista.

            La supresión de crimen pasional me parece innecesaria. Si siempre hay un móvil (económico, religioso, político, odio…) tras un delito, ¿qué nos hará pensar que la alteración de la conciencia originada por celos, ira o engaño signifique justificación de la violencia empleada?



            Y pasamos al lenguaje sexista. Me ocurre algo parecido. Veo bien unas cosas y otras no tanto. Si es necesario que un Libro de estilo nos señale que hay que evitar las asimetrías del lenguaje y que debemos escribir con una perspectiva más igualitaria es porque nuestra sociedad necesita recorrer aún un trecho hacia una conciencia de igualdad. Los ejemplos son claros: si al hablar de personas que cumplen funciones semejantes no nos interesa la vestimenta del varón, tampoco debería interesarnos la de la mujer. Y si es normal citar a un hombre por su apellido (el presidente Sánchez) no habría que añadir el nombre a una mujer (la ministra Irene Montero).

            Me parece bien que se considere desaconsejable la duplicación repetitiva del género, que crea enunciados cacofónicos; o que se rechacen formas como lxs lectorxs o l@s lector@s, por la sencilla razón de que es imposible leerlos. Ya no veo tan claro que se pida sustituir hombre (genérico, no en su acepción de ‘varón’) por otras formas. Evitar el hombre llegará pronto a Marte y decir en su lugar la humanidad, o la gente, llegará pronto a Marte, aparte de poco adecuado me parece erróneo. Abogaría más por la doctrina que defiende Fundéu: con independencia de lo que la gramática haya venido sosteniendo sobre los nombres comunes en cuanto a género, para aceptar jueza, edila, médica, fiscala, cónsula, abogada, arquitecta, etc., solo se necesitan dos cosas: que exista tal función y que haya una mujer que la desempeñe.

sábado, marzo 06, 2021

SOBRE “PROPONIDO” Y OTROS LAPSUS

 


            Don Antonio Llorente, catedrático de Gramática Histórica de la Universidad de Granada cuando yo andaba por en la Facultad de la calle Puentezuelas, dedicó alguna clase a hablarnos de un antiguo gramático griego preocupado por dilucidar si en el lenguaje predomina la analogía o la anomalía, la excepción o la regla, la regularidad o la irregularidad. En los cuadernos de apuntes de aquellas clases, que conservo más por nostalgia que por utilidad, aparece el nombre de ese gramático cuyo nombre no recuerdo.

            Por aquellos años aún no conocía a Zalabardo, pero mi amigo coincide conmigo, alguna vez que ha salido el tema, en que dicho problema aún no se ha resuelto y que el enfrentamiento entre la regla y la excepción es piedra angular de toda nuestra existencia y no solo del lenguaje. No en vano vemos como casi todas las lenguas poseen una frase proverbial semejante, La excepción confirma la regla, que lo que fielmente significa es que la existencia de excepciones no invalida ni desecha ninguna regla, sino que la matiza e incluso precisa. Y, sin embargo, ¡qué duro se hace a veces apartar la regla y admitir la excepción!

            ¿Quién no se ha parado nunca a pensar en el habla de los niños? Mientras viven la feliz etapa en la que sus mentes aún no se han visto maleadas por el acontecer social, son los más correctos y coherentes hablantes, puesto que, siguiendo la regularidad más lógica imaginable, dicen cabo, sabo, hacido, etc., en lugar de quepo, o hecho, transgresiones de la regularidad normativa, anomalías que viven en pacífica relación con las analogías, en este proceso al que estamos acostumbrados.

            La lengua abunda en anomalías que aceptamos con toda naturalidad, sin conocer incluso que lo son ni la razón de su existencia. Algunas resultan difíciles de explicar; otras son consecuencia de algún inocente error o de una falsa interpretación. Le cuento a Zalabardo, a modo de ejemplo, un caso curioso, el de una palabra tan simple como cerrojo. Esta palabra procede del latín veruculum, ‘barrita pequeña de hierro’, diminutivo de veru, ‘dardo corto’ y ‘espeto, hierro para asar’. Siguiendo la evolución normal de la lengua, veruculum debería haber terminado en verrojo; pero como aquella pequeña barrita se utilizaba para cerrar (de origen diferente), por etimología popular acabó contagiándose de la forma de esta última y ahí tenemos el cerrojo y todos sus derivados.

            Zalabardo sabe que defiendo el correcto y adecuado uso del lenguaje, pero que no me escandalizo cuando alguien da un patinazo, o cuando, aun contraviniendo la propia naturaleza de la lengua, propone una forma que podría aceptarse como lógica. Pero en estos años en que la información, que no el conocimiento, circula con vertiginosa rapidez, siempre hay personas de piel muy fina dispuestos a escandalizarse sin razón; estas personas abundan más cada día y, lo que es peor, militan entre quienes no cesan de reenviar en sus whatsapps frases mal construidas, palabras incorrectas o juicios atribuidos falsamente a quienes nunca dijeron ni opinaron tal cosa. En la mayoría de los casos, lo hacen por simple ignorancia, aunque a veces actúen movidos por la malicia hipócrita de los fanáticos.

 


           Ahí entra el caso del hemos proponido que soltó hace unos días el ministro Garzón. Bien sabe mi amigo que no simpatizo con el señor Garzón ni con el partido en que milita, IU, por defender postulados que no comparto en muchos casos. Pero de ahí a juzgarlo y criticarlo por ese proponido media un abismo. Simplemente padeció un lapsus que se explica por la existencia en nuestra lengua de participios irregulares, anómalos, junto a los regulares que son mayoría. Es un error, el de Garzón, justificable; su mente actuó como si hubiese padecido una regresión a los inocentes años de la infancia y dijo lo que la coherencia pide, proponido, hasta reparar en que dicha regla la rompen las excepciones de participios como dicho, hecho, propuesto y tantos otros; no olvidemos que también hay muchos casos en los que regularidad e irregularidad coexisten, como vemos en bendecido/bendito, freído/frito, elegido/electo, prendido/preso, etc.

            En nuestra historia más reciente no faltan casos semejantes de lapsus cometidos por un sano e inconsciente deseo (fallido, claro está) de restablecer una analogía. Carmen Romero, a quien tuve como compañera de curso en la Universidad de Sevilla y terminó siendo primera esposa del expresidente Felipe González, ya dio que hablar con aquel famoso jóvenes y jóvenas; más tarde, en la misma línea nos hemos encontrado los casos de miembra, portavoza y cosas así. O sea, que Garzón no es sino uno más en una larga lista que debería movernos más a sonreír que a criticar. El caso revestiría gravedad si quien comete el indeseado patinazo persistiese en su error, como aquel sacristán del chiste que, contando la historia de Lázaro soltó: Y Lázaro andó, y al corregirlo el párroco: ¡Anduvo, idiota!, el rapavelas añadió: Bueno, anduvo idiota unos días, pero luego andó.


            Si condenásemos a Garzón por decir proponido, ¿qué deberíamos haber hecho con Zapatero cuando afirmó tener un plan para follar (en lugar de apoyar) a Rusia? ¿O con María Dolores de Cospedal cuando declaró lo de hemos hecho mucho para saquear (sacar) a este país… ¿O con Leire Pajín, que recomendó que todos teníamos que rezar (remar) en la misma dirección? ¿Y qué hacer con Pablo Iglesias que, en un debate televisado, reconoció que había que dar la razón a las mujeres indignadas por lo que hemos visto con tantas mamadas (manadas)? ¿Y, para terminar, con Ana Pastor, que se quedó tan pancha tras responder a una pregunta que es (por no es) incompatible ser político y ser honrado?

            O sea, le digo a Zalabardo, vamos a reírnos de estos lapsus; hagamos chistes, pero quedémonos en eso. No caigamos en la acritud, palabra que popularizó Felipe González y mostremos buen talante, palabra que popularizó Zapatero; y, aunque sea en el ámbito familiar, hablemos algunas veces en catalán, según nos confesó Aznar. Seguro que, con independencia de excepciones y reglas, a todos nos iría mejor. Zalabardo me mira y se ríe.

domingo, febrero 28, 2021

ELOGIO DE ZALABARDO

 


            Son varias las teorías que pretenden explicar el origen de la palabra familia. Una de ellas, no sé si es la más válida, aunque la encuentro bastante lógica, es la que sostiene que proviene de un término itálico sin relación con el indoeuropeo, famulus, que significa ‘servidor’, el cual a su vez se derivaría de famel, ‘hambre’. Entre los romanos, la familia la constituían no solo los parientes, sino también todos los sirvientes y esclavos de la casa. Por eso se podría entender como conjunto de personas que viven, que se alimentan a expensas del señor o amo, a quien se le concedía el título de pater familias.

            En cierto modo, la noción de familia coincide con la de otros términos usados en distintas culturas, tribu, clan o, incluso, rama (de ahí lo de árbol genealógico), por reunir a cuantos acaban por aunar sus orígenes en un tronco común. La palabra que designa a este tronco, sea familia o sea tribu, acabó convirtiéndose en lo que hoy conocemos como apellido, sin que ahora sea preciso entrar en las formas diferentes que este pueda ofrecer, según pueblos y culturas. El apellido, pues, indica la pertenencia a una familia.

            Ya en los Evangelios se destaca la importancia de que Cristo sea de la familia de David; para mayor abundancia, Mateo da cuenta de su genealogía remontándose hasta Abraham; y otro evangelista, Lucas, se atreve a llegar hasta el mismísimo Adán, a quien llama hijo de Dios. Hay apellidos que, por muy diferentes razones, atraen la atención de todo el mundo: Médici, Rothschild, Borgia, Shakespeare, Hitler, Mandela, Rockefeller, Thyssen, Cervantes… Algunos apellidos españoles se remontan a los albores de nuestra historia y nuestra lengua: Díaz, Muñoz, Álvarez… Otros apellidos destacan por agrupar a un número muy amplio de personas, como García, el más común en nuestro país.



            Zalabardo me interrumpe y me pide aclarar qué objetivo persigo al hablar de apellidos, familias y genealogías. Y le contesto que lo hago en su honor, que hoy solo me apetece hablar de él y de su apellido, Zalabardo, porque son muchas las ocasiones en que me han preguntado quién es Zalabardo y de dónde había extraído ese nombre. Por lo general, quienes me preguntan no saben que es un apellido y pocos conocen la existencia de una pequeña red sujeta a un arco metálico llamada salabardo. Según los momentos, he contado una historia u otra, con la intención de dejar la incógnita sin resolver.

            Lo que nunca imaginé, es que la misma pregunta me la harían personas portadoras de dicho apellido. Por respeto a su intimidad, doy de ellos los menos datos posibles. El primero en hacerlo fue J. Zalabardo, profesor en una universidad inglesa; y hace solo unos días, sería M. Zalabardo, del ramo de la banca, quien se dirigiera a mí. La curiosidad de ellos estriba, eso supongo, en que hablamos de un apellido relativamente raro, escaso. Según el Instituto Nacional de Estadística, entre los 47.329.981 españoles que integramos el censo de 2020, apenas hay unos 200 con el apellido Zalabardo; un amigo que entiende de números me hace un cálculo que soy incapaz de realizar yo y me contesta que los Zalabardo españoles forman el 0,00042 % de la población.

            M. Zalabardo, de Málaga, me cuenta una historia sumamente interesante: un antepasado suyo, militar, anduvo por tierras de México, donde casó con una mexicana. Volvería a España a comienzos del siglo XIX, concretamente a Málaga, atraído por la pujanza industrial de la ciudad en aquellos años, y podemos encasillarlo como integrante de lo que se llamó “oligarquía de la Alameda”. Le digo que, caso de haberlo sabido antes, puede tener la seguridad de que su pariente habría aparecido como personaje de mi novela La última travesía del Goede Hoop, publicada en junio pasado y ambientada en 1823. Su trama se desarrolla entre Marbella y Málaga y las familias extranjeras o del norte de España, el apellido Zalabardo procede de La Rioja, desempeñan en ella un papel relativamente destacado.

 


           Mi Zalabardo, no obstante, es un individuo ficticio que, con el tiempo, se me ha vuelto más real que muchísimos de los seres con los que me cruzo por la calle. Apareció en mi vida por casualidad. Se presentó como uno de esos personajes abundantes en el cine negro cuya silueta apenas alcanza a cobrar contornos definidos en mitad de una neblinosa noche. Pero este personaje, Zalabardo, enigmático y algo esperpéntico en sus orígenes, se fue elevando hacia una categoría superior y se fue ganando mi aprecio gracias a su talante: afable, risueño, tolerante, comprensivo, leal, solidario. Modesto en grado sumo, parece siempre querer excusarse por una inexistente falta de formación; pero lo cierto es que posee una notable inteligencia y una claridad de ideas que no necesita de esos títulos que algunos personajes públicos se inventan, tal vez porque les falta confianza en sí mismos y carecen de la preparación requerida para los cargos que desempeñan; al fin y al cabo, el título es un papel, mientras la mente despierta es un don. Y no le gusta pavonearse ni exhibirse en lugares concurridos, prefiere pasar inadvertido.

            Zalabardo es amigo y confidente; es guía y consejero; le gusta, como a mí, el tute subastado, la cerveza y el orujo; y es magnífico conversador. Si Antonio Machado decía converso con el hombre que siempre va conmigo, yo converso constantemente con Zalabardo. Él me da ánimos cuando los necesito y pone freno a cualquier ataque de esa vanidad que a tantos nos cuesta reprimir. Pero, aunque no sea esto lo más importante, le estoy agradecido porque él me cedió, sin ninguna clase de contraprestación, esta Agenda de la que, desde 2006, vengo ocupando páginas.

            Ignoro si podríamos vivir el uno sin el otro. En nuestra relación, ninguno de los dos es ni amo ni servidor. Tal vez no seamos ni siquiera parientes. Pero, eso sí, constituimos una familia; cortita, pero bien avenida.

sábado, febrero 20, 2021

LOS DOBLETES LÉXICOS

 


            Como cualquier buen aficionado, Zalabardo y yo hemos admirado esta semana la exhibición de calidad que ofrecieron esos portentos futbolísticos llamados Mbappé y Haaland. Aunque los resultados fuesen contrarios a nuestros deseos, el espectáculo es siempre merecedor de elogio. Como otras veces, mi amigo me preguntó por qué los narradores de fútbol hablan de recepcionar y no de recibir, de manopla y no de guante, de dupla y no de pareja. Y, como no podía ser menos, me preguntó también por doblete y por triplete. Le contesto que las tres primeras no me gustan, aunque las otras son preferibles a cualquier otro vocablo de extraña procedencia.

            Aprovecho ya para indicarle que también la lengua usa estos términos para referirse a conjuntos de dos o tres palabras (y a veces más) que tienen el mismo origen pese a que su camino de introducción sea diferente: sigilo/sello o clavícula/clavija/lavija. Y aunque sus significados sean dispares, le pido que observe que, analizadas con detenimiento, quedan claras las relaciones que hay entre ellas.

            Como lo veo interesado, paso a explicarle la razón del fenómeno. Lo primero que hay que tener en cuenta, y esto lo dijo hace ya muchos años el lingüista Charles Bally, es que hay una lengua transmitida y una lengua adquirida, aunque en el fondo sean la misma cosa. La primera, llamada también patrimonial o natural, es la que se utiliza en la vida cotidiana, la que funciona y evoluciona sin que los hablantes tengan conciencia de este funcionamiento y esta evolución. Es la que utilizamos la mayoría de las personas y que, de manera imperceptible, se va modificando a lo largo de los años y siglos. Nuestro español actual no es más que el latín (modificado) que hablaban los romanos hace muchísimos siglos. En cambio, la segunda, o artificial, es aquella en la que la reflexión y la voluntad desempeñan un papel principal. La primera nos llega de forma oral y sus palabras reciben el nombre de patrimoniales; la segunda, en cambio, nos llega a través de la escritura y está plagada de palabras que llamamos cultas o semicultas.

 


           Esto, más o menos, ya era así en la época romana. En el latín se distinguía una forma llamada vulgar y otra llamada culta; pero estos adjetivos no se referían de ninguna manera a una noción de clase o de calidad. El latín vulgar era el convencional, el utilizado de forma oral por toda clase de personas, sin distinción de profesión o estrato social; el culto, en cambio, era el empleado en la escritura. El primero, se entenderá, era más fluido y cambiante; el segundo, más rígido y reacio a cualquier cambio.

            Los comienzos de lo que llamamos lengua española suelen fijarse entre los siglos IX y X. Era ya una lengua bien diferenciada del latín clásico; algunos hablan de que se trataba de un latín arromanzado. Para la mayoría de la gente, analfabeta, esta era su lengua vehicular como algunos dicen hoy. Pero, también por aquellos años, la orden cluniacense llevó a cabo una amplia reforma entre cuyos objetivos figuraba recuperar la ortografía y fonética latinas de los primeros tiempos. Esa es la causa de que coexistan dos registros de habla: uno que permanece fiel a la transmisión oral y otro que retorna a lo que fue el latín culto o escrito.

            En la literatura se dieron también dos corrientes principales: la representada por los juglares, personas de menor formación que seguían usando para escribir el registro oral, y la que representaban los clérigos, personas de amplia formación, mejores conocedores del viejo latín. La consecuencia de esto, le explico a Zalabardo, es la aparición de los dobletes. Si para unos el delicatus latino pasó a ser delicado, para otros fue delgado. Ya tenemos ahí un primer ejemplo de doblete. Lo común es que el doblete esté formado por una palabra culta o semiculta, muy parecida a la latina, y por otra patrimonial, transformada por su oralidad. Son dobletes: litigar/lidiar, frígido/frío, aurícula/oreja, solitario/soltero, recitar/rezar, augurio/agüero, etc. En ocasiones, las dos palabras pueden ofrecer un significado idéntico (fosa/huesa, clave/llave, estricto/estrecho, coágulo/cuajo, etc.); pero otras veces las diferentes formas caminan hacia distinto significado, aunque siempre sea posible percibir el fondo común que las une (sigilo/sello, espátula/espalda, regla/reja, etc.)



            Le digo, por fin, a Zalabardo, que, en el proceso de formación de estos dobletes, es frecuente que intervengan metáforas, metonimias y fenómenos semejantes que conducen a resultados que podríamos considerar curiosos e incluso divertidos. Por ejemplo, ¿quién relacionaría hoy amígdala con almendra? Ambas proceden del latín amygdala, fruto del almendro. Por su parecido con la almendra, término patrimonial, la medicina llamó amígdala, palabra culta, a este órgano; ¿o quién sospecharía que cátedra, palabra culta, se corresponde con cadera, patrimonial, porque ambas derivan de cathedra, ‘asiento’?; fingere, ‘aparentar’, derivó a fingir, ‘simular’, pero también a heñir, ‘amasar el pan’, porque se esconden los puños entre la masa; o attonitus dio atónito y, a la vez, tonto, por el gesto que se pone. Y así podrían seguir explicándose muchos casos.

sábado, febrero 13, 2021

PALABRAS EXTRAVIADAS

 


            Recordamos a bastantes personas por un gesto, por el color de su pelo o por su carácter —le digo a Zalabardo—, pero yo recuerdo a algunas por las palabras que utilizaba. Por ejemplo, un compañero apreciado, palentino, sabio en muchas cuestiones, Juan Ángel de la Calle, solía adjetivar cuanto le gustaba como guapo, ya fuese un libro, una camisa, una forma de andar o una película. Y una compañera de estudios en Granada, Beatriz Nevot no decía nunca menos mal, sino buenos mal. Pienso en ella cuando oigo a Arguiñano insistir con almóndiga en lugar de albóndiga o cuando alguien se empeña en decir entre la espalda y la pared confundiendo espalda con espada, que es lo correcto.

            A lo que iba. Yo recuerdo el timbre de voz de mi madre, su manera de sonreír, la prudencia y el recato con que manifestaba sus enfados; pero, casi por encima de todo eso, la recuerdo cuando me llamaba bilorio, ‘persona inquiera’ o cuando se quejaba de que le dejábamos la casa hecha una almáciga, ‘desordenada’. La primera, cuyo origen nunca he conseguido saber, solo la vi una vez en el libro Palabrario, que recogía términos andaluces; el autor, David Hidalgo, afirmaba haberla recogido en Osuna, mi pueblo, de donde la consideraba endémica; lo curioso del caso es que mi madre era originaria de otro pueblo y, sin embargo, apenas si oí pronunciar esa palabra a alguien más.

            La segunda, almáciga, requiere una explicación diferente. La he recordado al leer un artículo de 2007 escrito por el académico Pedro Álvarez de Miranda: Palabras y acepciones fantasma en los diccionarios de la Academia. El concepto de palabra fantasma lo creó, según nos cuenta, un lexicógrafo británico, Walter Skeat para referirse al despiste o error causante de una creación léxica, un neologismo, que acaba naturalizándose cuando indebidamente se incluye en un diccionario. Su origen puede estar en una errata de imprenta, en un error de transmisión o en una lectura o interpretación inadecuadas. Será más grave si la encontramos en un diccionario que ejemplifica sus entradas con documentación textual. A hablar de palabra fantasma, debemos entender que también puede haber acepción fantasma.

            El Diccionario común, actual Diccionario de la Lengua Española, nos lo recuerda Álvarez de Miranda fue en sus inicios una descendencia del Diccionario de Autoridades, y mantuvo los ejemplos hasta 1780. La conclusión a la que quiere llegar en su artículo es la de que este diccionario, el DLE, está necesitado de una limpieza de las palabras fantasma que aún conserva, aunque ya muchas hayan sido expulsadas de donde no debieron estar. Y nos cuenta algunas historias que cómo llegaron dichas palabras al Diccionario académico.

            Por ejemplo, el inexistente término amarrazón entró en el Diccionario de Autoridades como ‘conjunto de las amarras de un barco’, apoyado en una cita sacada del tomo 1, capítulo 46, del Quijote. Si queremos comprobarlo, jamás encontraremos esa cita. Tendremos que ir al 29 de la segunda parte, pero lo que leemos es: cortar la amarra con que este barco está atado. ¿Cómo se produjo el error? El DA había tomado como referencia, una edición tardía en que ponía, equivocadamente, la amarraçon que este barco, que un tipógrafo de 1714 quiso corregir añadiendo la preposición que a su juicio faltaba, con lo que convirtió la frase en la amarrazón con que este barco. A estos se unieron otros errores. Como la cita aparecía en la página 146 de la segunda parte, alguien interpretó 146 como tomo 1, capítulo 46. En fin, que dicha palabra fantasma se mantuvo en el Diccionario hasta 1984.



            Los ejemplos se multiplican, pero quiero citar solamente dos más por ser el autor del desaguisado un ilustre paisano mío, don Francisco Rodríguez Marín, unos de los más prestigiosos cervantistas de todos los tiempos. Mi paisano escribió un artículo, Dos mil quinientas voces castizas y bien autorizadas que piden lugar en nuestro léxico, en el que reivindicaba la inclusión en el Diccionario de dichas palabras. Pero hasta el mejor escribano echa un borrón y Rodríguez Marín también colaboró, muy a su pesar, en la creación de palabras fantasma engañado por textos poco fiables. Así, defendió apaliar, que decía recoger de El Criticón, pero que en realidad no era más que una errata por paliar. Y del mismo modo defendió la presencia de almodonear, ‘revolver un asunto’, en El juez de los divorcios, de Cervantes, y que se consideró derivada de almodón, ‘tipo de harina’; la verdad es que el verbo que usó Cervantes fue almonedear, ‘gritar’, que tiene que ver con almoneda, por el modo de levantar la voz para vender algo. Las dos palabras inexistentes tuvieron su lugar en el Diccionario.

            Pero le digo a Zalabardo que se me ha ido un poco el santo al cielo, ya que yo hablaba de las palabras de mi madre. Retomo el hilo. Ya he dicho lo de bilorio. Pues leyendo el artículo de Álvarez de Miranda me entero de que almáciga como ‘cosa desordenada’ es consecuencia de una acepción fantasma. En El libro de Agricultura, de Gabriel Alonso Huertas se lee la expresión poner a almanta, ‘plantar las vides de manera desordenada’, y alguien equivocó la lectura e interpretó almáciga, ‘lugar donde se siembran vegetales que luego hay que trasplantar’. Almanta, por su parte, es la ‘porción de tierra entre dos surcos para dirigir la siembra’. La interpretación errónea de almáciga, le digo a Zalabardo, es la que llegó a mi madre y yo se la oía decir.



            Y quiero terminar con dos palabras que ya no son de mi madre. Una se la leí al malagueño Narciso Díaz de Escovar, en un artículo del siglo XIX, surriguista, palabra que no hallo en ningún lugar y que supongo derivada del latín surrigo, ‘levantarse’; y la otra palabra es gaitán. El famoso Caminito del Rey se encuentra en el Desfiladero del Chorro o, mejor, Desfiladero de los Gaitanes. ¿Por qué ese nombre? Gaitán, leí hace tiempo, es el nombre de un ave de la familia de los quebrantahuesos, que abundaba en la zona, junto a las águilas y los buitres, y hoy extinta. Al parecer, el último gaitán fue abatido por un cazador inglés hacia 1920 y, se dice, puede verse disecado en un museo londinense. Pues tampoco encontraremos gaitán en ningún diccionario. Por error, la gente del lugar sigue llamando gaitanes tanto a los buitres como a las águilas que sobrevuelan el desfiladero.

            Por eso le digo a Zalabardo que no solo hay palabras fantasma. Hay también lo que yo llamaría palabras extraviadas, que vagan por ahí sin que nadie las recoja. Extraviadas andan bilorio, almáciga (en el sentido que mi madre le daba), surriguista o gaitán. Y a saber cuántas más.

domingo, febrero 07, 2021

INFODEMIA E INFOXICACIÓN

 

 


           Con frecuencia, repetimos tanto un concepto, un argumento, una idea, que corremos riesgo de vaciarlos de contenido hasta dejarlos en algo inútil. ¿Se habrá dicho y repetido—le indico a Zalabardo— que no es lo mismo información que conocimiento? Si así fuera, nuestra sociedad sería la más sabia de todos los tiempos por la cantidad de información que manejamos. Pero, y suena a paradoja, muchos auguran que caminamos precisamente en el sentido contrario.

            Tenemos toda la información imaginable, y hasta es posible que más, al alcance de un simple clic. Y, sin embargo, estamos expuestos, inermes, ante cualquier ataque de desaprensivos que llenan las redes de una ingente cantidad de información que no todo el mundo es capaz de procesar y, por tanto, se convierte en camino fácil para bulos, verdades alternativas, mentiras o como queramos llamarlas.

            Aquí entra en escena, le digo a Zalabardo, el término infodemia. Que el Diccionario de la Academia —tan proclive en los últimos años a aceptar cualquier palabra que alguien proponga— no recoja este término importa poco; la realidad está ahí y hay que darle nombre: infodemia cumple todos los requisitos de los acrónimos españoles, aunque su origen sea inglés. Se crea sobre información y pandemia. ¿Y qué hay tras ese nombre?: sobreabundancia de información (a veces veraz y rigurosa, pero otras muchas veces falsa) que dificulta que las personas encuentren fuentes de información fiables en el momento que las necesitan.

 

       Aunque no falta quien asocia esta situación con la pandemia actual, la palabra es anterior y abarca un campo más amplio que el de la covid-19. Sí es cierto que en estos últimos días ha cobrado especial vigor y hasta la propia OMS ha pedido que tomemos precauciones contra la infodemia que ha surgido en torno a la enfermedad; es decir, contra los bulos, mentiras, y falsas informaciones acerca del problema que padecemos.

       La organización Medicus Mundi se pregunta si el desconocimiento que tenemos del comportamiento y posibles efectos de la enfermedad es suficiente como para generar tanta alarma social. Y, sin quitar importancia a la pandemia, avisa de que la cantidad y naturaleza de las noticias que aparecen una y otra vez en todos los medios de comunicación y redes sociales generan en la población una sensación de angustia, inseguridad y de alarma que no ayuda, ni individual ni colectivamente, a encontrar las soluciones más adecuadas. Y nos recuerda que un bulo causó la muerte de 27 personas en Irán por ingerir alcohol industrial —ya pudimos oír a Trump hablar de la lejía—; que la gente acopia alimentos u otros productos sin que nada sostenga la necesidad de esas medidas; que se adelantan noticias —no confirmadas— sobre el posible cierre de una ciudad, originando con ello una huida masiva de sus habitantes que agrava el problema; que en zonas con situación similar, las autoridades toman medidas diferentes sin dar justificación de ello, por lo que la población no llega a tener noción clara de qué es la pandemia…



         Todo lo anterior, explico a Zalabardo, exige que tengamos que hablar de otra palabra emparentada con la infodemia y de la que tampoco se hace cargo la RAE, infoxicación. Mi amigo pone cara rara y debo decirle que infoxicación no es más que “enfermar” de exceso de información. Tampoco de esto tiene culpa la covid-19. ¿Cómo puede alguien notar que está infoxicado? Hay un artículo muy interesante de Alfons Cornella que lo explica perfectamente: cuando se está expuesto a recibir más información de la que se es capaz de procesar, cuando no se puede profundizar en ella porque importa más la exhaustividad que la relevancia y se valora más la cantidad que la calidad, cuando nos puede el ansia de recibir mensajes para luego reenviarlos, estamos infoxicados.

            Mantiene Cornella, y yo creo lo que dice porque lo veo a diario en los medios y en las redes, que acumular demasiada información limita la capacidad de comprensión. Ese exceso de información nos arrastra a creer que somos expertos cuando lo cierto es que no pasamos de ser “comepalabras”, que ni siquiera digerimos bien lo que leemos. Una vez que caemos en el irresponsable acto de reenviar a todos nuestros contactos de las redes todo aquello que, a la vez, hemos recibido de otros, sin pararnos a analizar su contenido, no solo estamos infoxicados, sino que nos hemos convertido en peligrosos focos de contagio.


            Entonces —me pregunta Zalabardo— el “caso” del sueldo de Messi, ¿es ejemplo de infodemia o de infoxicación? Le contesto que, en mi opinión, es un claro ejemplo de ambas cosas: alguien, con un objetivo malicioso que calla, lo que muestra su deseo de infoxicar, lanza una información en la que, sin mentir, se ocultan bastantes verdades. A partir de ahí, de todo se encarga la infodemia. Quien lo lee, que no tiene por qué conocer el fondo de la cuestión, se escandaliza y un mensaje que no ha sido entendido en su fondo es reenviado millones de veces. Infoxicados de esa manera nosotros, tal vez sin quererlo, empezamos a contagiar a otros.

            Sobre este último caso, le pido a mi amigo que se lea el artículo de Jorge Valdano publicado el viernes y titulado ¿Cuánto vale Messi? Ahí va a encontrar la información que muchos otros ocultan por ignorancia o por malicia.

sábado, enero 30, 2021

¿FARMACIA O BOTICA?

 


            Las costumbres, como las modas, cambian con los tiempos. Zalabardo, que siempre fue consumidor fiel de la aspirina, es ahora adicto al paracetamol. Casi merece comisión por la propaganda que le hace. Pero es otra cosa lo que ahora importa. Salíamos ayer de la farmacia y, como es habitual en él, me soltó la pregunta de sopetón: ¿Por qué antes se hablaba de boticas y hoy no tenemos sino farmacias?

            Y, como siempre, no acepta que difiera una respuesta y la desea de inmediato. Tuve que hablarle del carácter mágico-religioso que tenía la medicina en tiempos muy remotos. La gente buscaba remedio a sus dolencias, del tipo que fueran, en los templos, en los oráculos o en los curanderos y brujos ambulantes, expertos en preparar hierbas y brebajes de muy variada naturaleza con los que combatir determinados males.

            Le cuento, por ejemplo, cómo todas las culturas han tenido rituales sustentados en la creencia del poder curativo de alguna materia o hecho. Entre los más antiguos, se encuentran los ritos relacionados con el agua, a la que siempre se otorgó una gran fuerza sanativa. Las religiones fomentaban estas creencias con el fin de conseguir adeptos. Daba igual que fuesen males del cuerpo o del alma. El agua lo curaba todo. El Nuevo Testamento recoge la historia de un Bautista a cuyo rito se sometió el mismo Cristo, que, más tarde, enviaría a un ciego de nacimiento a la piscina de Siloé para que recuperara la vista; la lista de santuarios y ermitas en los que hay un manantial de agua milagrosa sigue siendo inagotable.

            Otro ritual, muy extendido en la antigua Grecia, es el del pharmakós, que me lo explica muy bien Aurora Luque, a quien quedo agradecido. Con él se buscaba calmar a los dioses para liberar a la ciudad de cualquier mal. El sexto de Targelión, aproximadamente nuestro 29 de abril, se mataba o expulsaba de la ciudad a una persona que hubiese sido acusada de defectos físicos o de haber cometido un delito. Esta persona, el pharmakós, a quien se consideraba causante de los males, sufría este castigo para que la ciudad se salvase. La finalidad expiatoria y purificadora estaba clara. El pharmakós era, pues, lo que el chivo expiatorio en la cultura judía.

            —Vale, vale —me interrumpe—, pero, ¿qué tiene eso que ver con boticas y farmacias? Le pido paciencia y le aseguro que no olvido su pregunta. Además, le adelanto para su tranquilidad, que botica y farmacia son básicamente la misma cosa. Los griegos, continúo, tenían otra palabra, phármakon, que significaba tanto ‘remedio’ como ‘veneno’ y que, por influencia del ritual, acabó denominando preferentemente al ‘producto que se administraba para curar un mal’.



            La medicina, le insisto, antes que ciencia, era cosa de fe y de magia. Asclepio, Esculapio para los romanos, era el dios de la Medicina, porque tenía el poder de sanar e incluso hacer volver a la vida. Este don se lo dio su padre, Apolo, que se lo había arrebatado a Pitón. En su recuerdo, las personas que practicaban actividades sanatorias eran llamadas asclepiones. Incluso las actuales farmacias siguen luciendo como símbolo la copa de Higía, una hija de Asclepio. Es esa copa en la que se enrosca una serpiente y en la que se recogen los remedios de los que Pitón había sido poseedora. Con ello se quiere dar a entender que lo que puede matar, el veneno, administrado convenientemente puede curar.

            Hasta la aparición de Hipócrates, que vivió entre los siglos V y IV a.C. y a quien la leyenda consideraba descendiente de Asclepio, no puede hablarse de medicina en el sentido que hoy entendemos el término. Pero entre los médicos hipocráticos había tendencias diferentes. Unos, los dietéticos, consideraban que la salud del cuerpo dependía de los alimentos que se consumían; otros, los quirúrgicos se valían de la manipulación de los cuerpos y el uso de sus manos para curar; y un tercer grupo, los farmacéuticos, confiaban en la administración de remedios con propiedades para sanar.

            Ya llegamos al final. Todos aquellos productos que servían para elaborar remedios se conservaban en tarros, los albarelos, depositados en las estanterías de almacenes que, a la vez servían como tiendas para su venta. Estas son las boticas, palabra de origen griego, apotheke, que significa ‘almacén, tienda’. La botica no era más que un lugar de venta o almacenamiento de algo. Tengamos en cuenta que de esa palabra proceden también bodega y boutique.



            En tiempos en que la actividad farmacéutica no estaba reconocida, el médico prescribía un tratamiento que tenía que ser elaborado y vendido en las boticas. Dice Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española que farmacopola era ‘el que vende drogas o medicinas. Vulgarmente le llamamos boticario’. Cuando ya en los inicios del siglo XIX se regularizaron de modo oficial las enseñanzas de Farmacia, la palabra designaba tanto la ciencia como la actividad de venta; farmacia y botica coexistieron como la misma cosa. Las boticas se especializaron en venta de medicamentos y en la elaboración de las fórmulas magistrales; para venta de otro tipo de productos, aparecieron las droguerías.

            En mi novela La última travesía del Goede Hoop, ambientada en 1823, un personaje, don Miguel Torres, boticario en Marbella, prepara para uno de los contertulios de su rebotica un antitusígeno: cocimiento de cebada entera, azofaifas, higos pingües, pasas, culantrillo de agua y regaliz. Y en la misma novela, un farmacéutico de la calle Espartería, de Málaga, prepara contra la fiebre y la inflamación intestinal una pomada hecha con cuatro onzas de manteca fresca sin sal y una onza de alcanfor con la que se friccionará espalda, pecho y vientre. Estas fórmulas magistrales no las inventé; las saqué de una Farmacopea española, de 1833.

            Zalabardo se ríe porque dice que aprovecho para hacer propaganda de mi novela y le respondo que no hay más remedio, que, tal como están las cosas, de alguna forma tengo que difundir su existencia y buscar posibles lectores. Le pregunto si a él le ha gustado y me responde afirmativamente. Pero lo que me interesa, le aclaro, es que sepa también las farmacias conocen cierto declive, pues apenas encontramos alguna en que elaboren fórmulas magistrales; los fármacos vienen perfectamente envasados desde modernos y asépticos laboratorios. Así, vivimos la paradoja de que las farmacias funcionan como lo que eran las boticas a las que despojaron de su nombre, pues vuelven a ser tiendas de medicamentos.