viernes, febrero 24, 2023

DE MURCIA A SEVILLA, PASANDO POR ANTEQUERA

 

Raro es el pueblo al que no se aplica un dicho o refrán con el que se pretende hacer burla o expresar la animadversión que hacia él sienten, por lo común, los pueblos colindantes. Son la consecuencia de rivalidades entre vecinos. En ocasiones, el uso se generaliza y pasa a ser de conocimiento más amplio. Así, no sé cuántas personas conocerán que de mi pueblo se dice De Osuna, ni la luna; y mujeres, ninguna; pero estoy seguro de que son más los que han dicho u oído alguna vez lo de Cordobés y hombre de bien no puede ser.

            Pero no quiero hablar de estos dichos malintencionados (me parece bastante despreciable el que se aplica a Loja), sino de otros que, aun siendo posible que tengan una base real, histórica, han pasado a la conciencia general con un sentido, si no diferente, al menos más amplio del que pudiera tener en su origen.

            Le digo a Zalabardo que el otro día escuché a Juan Benítez, experto como pocos en esto de recopilar dichos y tradiciones orales, comentar ante un nutrido auditorio que nadie ha podido leer la leyenda de la Peña de los Enamorados antequerana por la sencilla razón de que esa historia se sustenta no sobre una leyenda, sino sobre numerosas leyendas, separadas incluso por el tiempo y el espacio. Si no lo dijo así, pido de antemano perdón y ruego que se tome como error mío y no de mi amigo Juan Benítez.

            Digo esto porque pienso en lo de Que salga el sol por Antequera. Pero vamos a empezar por el más próximo ejemplo, el que afecta a esta ciudad en que resido desde hace tantos años que ya me considero tan natural de ella como de mi pueblo natal. ¿Quién no ha oído el refrán Mata al rey… y vete a Málaga?

            Cuándo nació exactamente la frase es difícil de determinar. Pero hay muchas noticias que avalan su sentido; referirse a un lugar en que uno se siente libre de dar cuenta de sus tropelías. Tenemos el caso de un viajero inglés, George Vivian, autor en 1883 de un libro titulado Paisajes españoles en cuya portada aparecía, sobre el fondo de la alcazaba y catedral malagueñas, un grupo de bandoleros. Pero es que otros viajeros daban una imagen muy parecida de la ciudad: «El barrio del Perchel es muy peligroso. Lo habitan terribles bandidos salteadores de caminos», escribió el francés P. L. Imbert. Un marino norteamericano, Alexander Slidell afirmaba en 1827 que en Málaga habita «la canalla más camorrista, fullera y rencorosa del mundo». Y otro viajero, Charles Davillier escribió en 1862 que «el baratero es un hombre de la hez del pueblo, que ha adquirido una habilidad extraordinaria en el manejo de la navaja y explota el terror que inspira». Se creó la idea de que en esta ciudad había tantos bandoleros, contrabandistas, charranes y guapos que la ciudad terminó por ganarse la fama de ser cuna de la delincuencia y nido de impunidad. Málaga, pues, era refugio para cualquier tipo de malhechor.

            Pero es que llegamos a finales del siglo XIX y comienzos del XX y nos encontramos con una figura, la del cordobés José Estrada y Estrada. Diplomado en leyes, llegó a ser concejal y teniente de alcalde en Málaga e incluso diputado en Cortes por los distritos de Vélez-Torrox y Ronda-Campillos. Destacado abogado criminalista, haría con sus actuaciones famosa la frase Mata al rey… y vete a Málaga, que, por la mala fama de la ciudad y por sus actuaciones, acabó siendo Mata al rey, vete a Málaga… y que te defienda Estrada.


            Y sin embargo, casi siempre hay un sin embargo, pudiera ser que el origen del refrán no estuviera en nuestra ciudad, sino más arriba, en Murcia. Leo un artículo de Olaya López Munuera en el que se cuenta que, en los albores de la creación del Reino de Murcia, cuando esta tierra fue conquistada a los musulmanes que la ocupaban y era todavía una región fronteriza, y peligrosa en la que pocos querían vivir, para afianzar el terreno conquistado, el rey Alfonso X decidió firmar un decreto en el que se perdonaba cualquier delito cometido, incluso si era de sangre, a quienes se avinieran a repoblar el territorio recién conquistado. Esto atrajo hacia Murcia un número alto de delincuentes y maleantes de la peor calaña que hizo de la zona una tierra sumamente peligrosa. Tanto que Jaime I, suegro del rey llamado el Sabio, llegó a pedir a su yerno que anulara tal decreto porque podía darse el caso de que cualquiera «matase al propio rey y se refugiara en Murcia sin que se le pudiese castigar».

            Pudiera ser, no lo niego; pero leo en un artículo de Pedro María Egea Bruno, Mata al rey y vete a Murcia. La corrupción en la España de la Restauración, que en tierras murcianas la corrupción alcanzó tal calibre que el dicho Mata al rey… y vete a Málaga se trasladó a Murcia dada la situación. La cosa es que ese Mata al rey y… se aplica a numerosas poblaciones de la costa mediterránea. Y como esto parece que se alargaría demasiado, sugiero a Zalabardo dejar Antequera y Sevilla para el apunte próximo.

sábado, febrero 18, 2023

SALIR RANA

 

Conoce Zalabardo mi admiración y respeto hacia Gonzalo de Berceo, el monje riojano a quien se atribuye lugar preeminente en el mester de clerecía. Hay que elogiar su deseo de ser veraz y sus esfuerzos para no perder la confianza de sus lectores. En la Vida de santo Domingo de Silos, afirma desconocer el nombre de la madre del santo porque no está escrito en el material que él maneja. Y, más adelante, contando uno de los milagros que el santo realizó, no puede darnos el final porque «…dezir non lo sabría / ca fallesçió el libro en qui lo aprendía, / perdiose un cuaderno, mas non por culpa mía». Este dezir no sabría se repite bastante en sus obras; cada vez que carece de argumento en que apoyar lo que escribe. Por eso podemos pensar que Berceo nunca nos saldrá rana.

            Salir alguien o algo rana. El DLE dice que es ‘defraudar’. El modismo está bien claro y lo utilizamos con frecuencia, conscientes de que decimos que alguien o algo ha defraudado las expectativas puestas. Pero esa sencillez que reconocemos en la expresión se diluye cuando queremos indagar en su origen. ¿Por qué cuando algo nos sale mal o cuando sentimos que alguien traiciona la confianza que en él pusimos decimos que nos ha salido rana? Tendría que emular a Berceo y escribir aquí dezir non lo sabría. Cuando repaso los refraneros que conozco, los libros de modismos y locuciones usuales, encuentro Salir algo rana, Salir el pez rana o Salga pez o salga rana; pero ninguna explicación sobre su origen.

            Donde solo encuentro algo es en Un paquete de cartas, obra de Luis Montoto publicada en 1888. Allí leo dos expresiones. Una, El pez me ha salido rana: ‘Dícese de la persona a quien se tiene en buena opinión, y en el momento de dar a conocer su capacidad o competencia en un asunto, se acredita de incapaz o de incompetente’. Y la otra, Salga pez o salga rana dice: ‘Reprende la codicia de los que recogen aquello que salga, aunque valga poco’. Justifica ambas en la existencia de un refrán que se da como antiguo: Salga pez o salga rana, ¡a la capacha!


            Comento a Zalabardo que se me viene a la cabeza lo de salir rana por el convencimiento que se va instalando en mí de que, entre nuestros políticos, tenemos más ranas que peces. Hace unos días, una persona amiga me decía que entre nosotros había bastantes coincidencias y bastantes discrepancias. No sé si creía eso bueno o malo. Le respondí, más o menos, que una sociedad en la que todos coincidiéramos sería aburridísima, porque las personas somos diferentes; pero que, puestos a valorar, apreciaba más más las discrepancias porque de ellas nace el debate que puede aclarar si la idea que mantenemos está errada o no. Y le recordaba que Machado, en Juan de Mairena, más o menos decía, porque cito de memoria: «Desconfiad de todo cuantos os digan. Desconfiad incluso de lo que os digo yo».

            Llevamos un tiempo, sigo diciéndole a Zalabardo, inmersos en una discusión sobre una ley sobre la violencia contra las mujeres y otra que pretende resolver parte del problema del llamado procés catalán. Aun aceptando la buena intención de los legisladores, la realidad nos viene demostrando que estas leyes han salido con deficiencias: la primera porque da lugar a efectos indeseados de rebajar penas y delitos que antes se castigaban más; sobre la segunda, por una parte los magistrados del Tribunal Supremo advierten al Gobierno de que tiene lagunas que dejan impunes posible delitos secesionistas, y por la otra, hay políticos catalanes que dicen sentirse engañados ‘en lo pactado’. O sea, que son leyes que pueden habernos salido ranas porque no ponen remedio a lo que pretendían solucionar.

            Eso en sí no sería tan malo si no viésemos estas leyes como productos que se han elaborado con prisas y sin tener demasiado en cuenta las opiniones de los expertos juristas que avisaban sobre las posibles fallas. Lo correcto, si vemos lo ocurrido, sería sentarse, debatir, contraponer las discrepancias y ver cómo se llega a coincidencias válidas para todos y, en especial, que supongan la solución al problema que se desea resolver. Pero nos encontramos con que nos cuesta demasiado reconocer que hemos errado y no digamos ya lo que nos cuesta dar nuestro brazo a torcer. ¿Qué hacemos?: echar la culpa a otros. De ahí saco la conclusión de que más que esas leyes fallidas quienes nos han salido ranas son los políticos que las han llevado adelante sin tener, usando las palabras de Montoto, «la acreditada capacidad y competencia» y quienes se oponen a su reparación.

 

           Hago saber a Zalabardo que esta idea se me refuerza tras leer, cuando me levanté esta mañana, El misterio de los trenes fantasma, un artículo de Antonio Muñoz Molina en el que dice que, entre nosotros, «los anatemas prevalecen sobre los argumentos». Copio este fragmento: «…nuestro modelo político preferido ha sido durante siglos, y hasta ahora mismo, más el monólogo encendido desde la tribuna o el púlpito que el debate bien argumentado entre posiciones distintas». Todos acusan a todos; todos echan en cara a todos su incapacidad y mala disposición. ¿Pero quién hace algo para reconducir los desajustes o los equívocos?

            O sea, que, tanto si miramos a nuestra derecha o a nuestra izquierdas, se nos revuelve el estómago sintiendo que nos defraudan, que aquellos a quienes se tenía en buena opinión, llegado el momento no han demostrado la capacidad y competencia que les suponíamos. Total, que nos han salido rana.

domingo, febrero 12, 2023

PARA QUÉ LA ORTOGRAFÍA

Muchas veces he contado a Zalabardo la anécdota de un compañero, profesor de Matemáticas, mi querido Carlos Rodríguez, a quien un alumno preguntó: «Profe, ¿las matemáticas sirven para algo?». Y mi amigo se lo quedó mirando, serio, durante el tiempo suficiente para crear el necesario ambiente de tensión en el resto de la clase. «Mira ―contestó al fin―, por lo pronto sirven para que mi familia y yo comamos todos los días gracias a lo que intento que tú aprendas. Si quieres, te sigo dando otras razones».

            Cuando yo aún ejercía como profesor, aunque tuviera fama de serio, procuraba tomarme todos los asuntos con calma y humor para no agobiar a los alumnos. Así, me decían: «Profe, yo no sé hacer esto», respondía: «Por eso estás aquí; si lo supieras, yo estaría sobrando». O si alguien me espetaba: «Profe, tengo una duda», fingía gran sorpresa y contestaba: «¡Menuda suerte, con la de dudas que tengo yo!».

            Si hablábamos de ortografía, acudía a chistes, aunque siempre he sido mal contador de chistes. Por ejemplo, contaba el del empresario que, dictando una carta, decía: «…así que nos veremos el jueves» y, al ser interrumpido por la secretaria: «¿Jueves se escribe con v?», reaccionaba: «Bueno, ponga que nos veremos el miércoles».

            ¡Ay, la ortografía, qué descuidada está!, le digo a Zalabardo. Y lo está porque olvidamos la necesidad de tener criterio coherente para cualquier asunto. Vivimos una época en que mucha gente anda preocupada con que si la palabra tal o cual es válida atendiendo solo al argumento de si la recoge o no la Academia en su diccionario, sin pensar que la esencia y validez de las palabras nace de que nos sirvan para comunicar nuestros sentimientos, no de que aparezcan en un diccionario. No hace mucho, escuchaba a Aurora Luque defender este criterio cuando le preguntaban sobre su tendencia a formar palabras nuevas. No recuerdo si era a propósito de afrodisiar, que usa en su libro Gavieras. Pero es que, mucho antes, ya Vicente Huidobro nos hablaba en su libro Altazor de la golonrisa, la golonbrisa, la golonniña o de la violondrina y el goloncelo.


            Esta misma naturalidad deberíamos manifestar al hablar del sentido de la ortografía. Que la característica más notable del lenguaje es la oralidad nadie debería discutirlo. Nos comunicamos hablando. La escritura vino mucho después. Pero, como podemos leer en la Ortografía de la Academia, la lengua oral presenta limitaciones según la sociedad va creciendo y haciéndose más compleja. Una, que la memoria humana es frágil e incapaz de retener toda la información que recibe; y otra, que la comunicación oral exige la cercanía de los individuos. Quizá no sea necesario citar más.

            La invención de la escritura salvaba la fragilidad de la memoria y no hacía necesaria la proximidad física para acceder a la comunicación. La escritura traduce a términos visuales los signos vocales que emitimos al hablar. Ese código escrito era, y sigue siendo una convención. Las normas ortográficas nos ayudan a saber cuándo y cómo esos signos gráficos deben utilizarse para que su interdependencia con la oralidad no se resienta porque «la función esencial de la ortografía es garantizar y facilitar la comunicación escrita entre los usuarios de una lengua mediante el establecimiento de un código común para su representación gráfica».

            Y esa norma debe ser coherente, debe servir para que no se interrumpa ni altere el contacto entre los hablantes. Algunos culpan a las redes sociales de que se escriba mal. Zalabardo sabe que no creo tal cosa. Escribir xk (‘por qué’), bss (‘besos’), wapa (‘guapa’), kiero (‘quiero’) no debiera escandalizarnos porque son muestras de un  registro que busca brevedad e inmediatez. El problema surge si no somos capaces de cambiar ese registro por el apropiado para una situación diferente que exige una escritura más formal.

 

           Me preocupa más, y me enfada, que un profesor de Física o de Historia, pongo por caso, diga que él no corrige los fallos ortográficos de sus alumnos; o que un profesor universitario disculpe las deficiencias ortográficas y expresivas. Y casi me indigna que se cometan fallos de ortografía en un texto periodístico o en los rótulos de una televisión. Que no se sepa en qué se distinguen a ver y haber o qué diferencia hay entre porque y porqué, o cuándo hay que usar por que o por qué, etc. Hablo de indignación porque todos los libros de estilo que conozco de los principales medios se esmeran en explicar los usos de porque / porqué / porque y por qué. Claro que esa indignación se torna desesperación cuando leo en el Libro de estilo de ABC: «No hay que confundirlos con la combinación ocasional de la preposición por y el relativo que: Ya te he dicho por que no me voy». Quien redactó tal cosa debería saber que, para ser relativo, que necesita un antecedente. Así, el ejemplo debería haber sido Ya te he dicho la razón por que no me voy, o algo semejante. Tal como aparece, lo que corresponde es por qué.

            En nuestro tiempo, Zalabardo lo recuerda bien, la ortografía se estudiaba con muchos dictados que recogían ejemplos del tipo Vaya tras esa valla y tráigame una baya o Ahí hay un hombre que dice ay. No voy a decir que solo los dictados sean el camino para aprender ortografía, aunque la verdad es que los echo de menos en determinados niveles. La ortografía se aprende leyendo mucho, sin duda. Pero sin desdeñar ningún tipo de lectura y sin someter los libros a esa lamentable costumbre de simplificación, en vocabulario y en sintaxis con la que se dice «se los acerca a una mejor comprensión». Así, solo se consigue que nuestros alumnos tengan cada día un léxico más reducido y un nivel de expresión más pobre.

sábado, febrero 04, 2023

MARIO VARGAS LLOSA

Conversación en La Catedral, La ciudad y los perros, La fiesta del Chivo, Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo, La tía Julia y el escribidor, El sueño del celta, La civilización del espectáculo, los cuentos recogidos en Los jefes y Los cachorros, la innumerable cantidad de artículos y ensayos escritos en su larga vida… Me pregunto, y le pregunto a Zalabardo, si estos remedos de periodistas (ser periodista es algo más que tener un título expedido por una Facultad Universitaria) que pululan hoy en las redes, en ciertos programas de radio y de televisión conocen (han leído) algo del escritor peruano, una de las glorias de la literatura en lengua española, si les ha llegado la noticia de que en 2021 fue elegido, sin haber escrito ni una sola obra en francés (lengua que habla a la perfección), miembro de la Academia Francesa, si saben que es el único escritor no francés cuya obra ha sido publicada en la colección La Pléiade estando todavía vivo… Me pregunto también (y pregunto a Zalabardo) qué saben de Zavalita, de Alberto el Poeta, de Ricardo el Esclavo, de Pichulita…, de tantos personajes inolvidables como pueblan sus libros.

Me hago todas esas preguntas, y se las hago a Zalabardo, porque llevamos un tiempo en que no es posible encontrar plataforma ni programa televisivo (¡ay, cuánta información y qué poco conocimiento!) en cuyas tertulias no ocupe importante espacio la figura de Mario Vargas Llosa. Pero no se habla de su obra, ni de su ingreso en la Academia Francesa, ni de que sea ese único escritor vivo ante quien se rinde La Pléiade… Se habla de su ruptura con Isabel Preysler, la reina de la prensa rosa, la embajadora de Porcelanosa… ¿Qué explicación podríamos dar a tal asunto? Entonces, imitando la pregunta que abre Conversación en La Catedral, pregunto a Zalabardo: ¿en qué momento se nos jodió esto?

Durante la crisis de 2008, esto lo recuerda el propio Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, un cronista de El País contaba que había en Nueva York fotógrafos que hacían guardia a la espera de que algún bróker se arrojase al vacío desde el último piso de un banco. No importaba la tragedia; importaba el espectáculo. Hoy hay un enjambre de reporteros en la puerta de la vivienda del escritor peruano aguardando su salida para preguntarle qué tiene que decir de su separación de la Preysler. Ni les interesa Preysler ni les interesa Vargas Llosa; solo quieren chismorreo. Posiblemente no entiendan de otra cosa. Él, con mucha elegancia, no dice absolutamente nada. Lógico. ¿A quién sino a él puede importarle el asunto? Si le preguntasen sobre sus obras, sobre Francia, sobre literatura, sobre política…, respondería, pues siempre lo ha hecho. Pero de esto no tiene nada que decir, no quiere hablar. Y hace muy bien.


Hace años, precisamente en ese ensayo titulado La civilización del espectáculo, denunciaba los aspectos negativos de esta situación a la que me refiero. Así, muestra su desencanto frente a una sociedad que va perdiendo el interés hacia lo intelectual y dice que esa es la razón de que en una civilización que todo lo convierte en espectáculo tenga tan poca vigencia el pensamiento. «Hoy vivimos la primacía de las imágenes sobre las ideas. Por eso los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora Internet han ido dejando rezagados los libros», denuncia. Pero él, que nunca ha sido intransigente ni fanático no ve mal esta propensión al espectáculo. Lo que ve mal es que «convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo». Él mismo es ahora víctima de esa chismografía.

Es una pena que hayamos caído en esto, en la proliferación de un falso periodismo (con la de buenos y decentes periodistas que hay y que deben sufrir las culpas de otros) en que se impone el chismorreo, el dato banal frente a lo importante, el interés en despellejar a quien sea porque eso crea audiencia. Se desprecia el interés formativo e informativo en pro del interés por el espectáculo. Lo mismo da (a esos) que hablemos de Isabel Preysler que de Mario Vargas Llosa. Y no acepto el argumento; con todos mis respetos hacia todo el mundo, hay mucha distancia entre ellos. Como personas, nada los diferencia; como personajes, los separa un abismo.

Por eso no dejo de preguntarle a mi amigo: «Zalabardo, ¿cuándo se nos jodió esto?»

[La foto de Vargas Llosa pertenece a El País]

sábado, enero 28, 2023

EL DIFÍCIL ARTE DE TITULAR

Se cuenta una anécdota, ignoro hasta qué punto es verdad, que, al informar de un accidente ferroviario, cometía la indelicadeza de titular Descarrila un tren en X. Por fortuna, los fallecidos eran todos de tercera. El desprecio hacia las clases humildes era evidente, aunque pensemos que no premeditado.

            Pero sabido es que en nuestro acercamiento a la prensa escrita los titulares constituyen un elemento de capital importancia para leer o no cualquier información y nos predispone hacia una interpretación. Hay quienes solo se interesan por las «letras gordas», las cabeceras, y no pasan más allá. De ahí extraemos conclusiones. Los titulares se convierten así en el principal elemento de cualquier texto periodístico, centran la atención del lector e informan sobre su contenido.

            Esto, le digo a Zalabardo, obliga a tener mucho cuidado con ellos. Un titular no debe confundir por presentar una redacción ambigua, no debe contener datos irrelevantes para la información, debe ser breve y neutro, estar cuidadosamente escrito y, sobre todo, no presentar muestras de tendenciosidad ni, mucho menos, sugerir algo distinto a lo que el contenido de la información pretende.

            Zalabardo y yo nos reímos de buena gana leyendo titulares en los que la redacción origina una situación a la vez divertida y ridícula. Por ejemplo, que un diario diga Mañana comienza la huelga de médicos y enfermos sorprende al lector, que pronto entenderá que se ha querido hablar de enfermeros. Pero esa sorpresa ya se convierte en pasmo si leemos que Fallece por segundo día consecutivo una mujer de 103 años. Nos conmueve el duro trance por el que ha debido pasar la pobre señora, como si no fuese suficiente morir solo una vez. Habría sido menos chusco que se nos Por segundo día consecutivo se da el hecho de que muera una persona de 103 años; a todos nos quedaría claro que se habla de dos personas diferentes y no de la misma.

          Colocar una palabra en lugar indebido también es causa de titulares cómicos: El diputado de Turismo vuelve al trabajo tras morir casi ahogado. Ya es profesionalidad regresar al tajo después de morir; ¿no hubiese sido mejor decir que se reincorporó después de casi haber muerto ahogado. Algunos titulares, con el ansia de ser en extremos precisos, caen en el absurdo: La autopsia confirma al 100% la muerte de X. O sea, la autopsia determina si una persona ha muerto o no. La redacción puede ser tan confusa en ocasiones que el lector no se entera de lo que le quieren decir: Muere cosido a puñaladas por una gorra durante un concierto. Habrá que suponer que la razón de la muerte fue una riña por quedarse con una gorra. Pero si, leyendo la información sobre un accidente, al hacer mención de la víctima, se afirma: Pierde la vida y muere, no queda sino lamentar que, para esa persona, se ha cumplido lo de que los males nunca vienen solos.

            Comento con Zalabardo que, si hay titulares que nos hacen reír por descuidos como los citados en los ejemplos anteriores, otros hacen pensar si pudo existir algo de mala intención, bien por el modo de composición o por introducir elementos que no proceden. Por ejemplo, para informar sobre la supresión de espectáculos taurinos en Cataluña, un periódico encabezó la información con la fotografía de unos políticos catalanes y este texto: Ganaron los animales. ¿A qué podían pensar los lectores que se refería la noticia? Otras veces, la implicación de una persona conocida en un presunto delito crea titulares tan esperpénticos como este: La SER denuncia que el nieto de la hermana de la madre del suegro de Zaplana tiene un restaurante. El pobre lector no puede menos que escandalizarse por el nivel al que llega la corrupción.

            No olvidemos los titulares en los que, salvo que todo sea producto de una equivocación, se está incurriendo en manipulación. Eso sucede cuando leemos que Una organización de un rabino proclama hoy a Aznar ‘estadista mundial’ del año. ¿Se pretendía unir la figura del expresidente con el sionismo? Lo cierto es, quedaba claro cuando se leía la noticia, que esa proclamación la hacía una organización multiconfesional, Llamamiento a la conciencia, que, en aquel momento, dirigía un judío. O esta otra: La mujer infectada por ébola hizo la oposición en la Facultad de Pablo Iglesias tras el contagio. ¿Qué culpa cabía al exlíder de Podemos del contagio de aquella persona? Ni el político ni que ambos hubiesen estado, aunque no al mismo tiempo, en el mismo centro universitario tenía nada que ver con la enfermedad.

            Ausencia de rigor. Un medio titulaba que Tres de cada diez gasolineras de la Comunidad de Madrid engañan a sus clientes según un estudio de la OCU. Días después, en una carta al director, un experto en estadística aclaraba que ese estudio se había realizado sobre una muestra de solo 21 de las 270 gasolineras madrileñas por lo que, aplicando cálculos pertinentes, de ninguna manera podía extraerse que hubiese tres gasolineras timadoras por cada diez.

            Dejo para el final, le digo a Zalabardo, aquellos titulares cargados de prejuicios. Es claro ejemplo de prejuicio machista titular La esposa de George Clooney regresa al trabajo tras ser madre, sin mencionar su nombre, Amal Ramzi, ni que era (murió en 2014) abogada, especialista en Derecho Internacional, Penal y Derechos Humanos. O titular La esposa y la madre de Felipe VI posan sonrientes a la llegada a la clínica en que ha sido operado don Juan Carlos. Por mucho que las conozcamos, esa esposa y esa madre son doña Letizia y doña Sofía.

            Y no ya prejuicio, sino fanatismo o algo peor, es lo que destila este último titular que cito a Zalabardo: Rafa Nadal doblega a Ferrer y alcanza su séptima final. Jugará contra el puto serbio que ganó a Federer. Ese puto serbio se llama Novak Djokovic. Sin comentarios.

sábado, enero 21, 2023

NI DE POLÍTICA, NI DE RELIGIÓN, NI DE FÚTBOL

Es opinión extendida que, si se está en grupo, debe evitarse hablar de política, de religión y de fútbol, porque son temas generadores de conflictos y discordias. No es necesario que le explique a Zalabardo, de mi misma generación, que tal creencia se nos imbuyó con la educación represiva y colmada de tabúes que recibimos en los años de la dictadura. Claro que, si de religión y de política no podía hablarse, nadie impedía entonces hablar de fútbol, que actuaba como espita por la que dar salida a todas las represiones que se sufrían. Tal vez por eso, digo a mi amigo, aún quede ese resabio de preocuparse más por lo que se le paga a un futbolista que por lo que cobra una mujer que desempeña idéntica función a la de un hombre, valga de ejemplo.

            Lo malo no está solo en que se nos obligase a tal barbaridad; lo malo, y en esto coincidimos Zalabardo y yo, es que aún permanezca vigente tal creencia y sigan existiendo apóstoles de su defensa. Será, pues, buen momento para recordar las palabras de Antonio Machado quien, por boca de Juan de Mairena, afirmaba que quienes nos instan al apoliticismo solo buscan hacer política sin nosotros.

            Hace unos días, leía un artículo de Luis García Montero en el que defendía que todo lo que se habla es política y que quienes buscan deslegitimar la actividad política y adoban sus palabras con constantes alusiones a patria, a nacionalismo, a tradición, a traición a las esencias y cosas así, lo hacen desde una óptica que los lleva a separar lo que consideran «su nación ideal» de lo que es «la nación real». Y dice García Montero que poner en duda la legitimidad de un Gobierno democrático o el resultado de las urnas implica negar a la nación real el derecho a tomar decisiones. Podríamos citar bastantes ejemplos de esto.

            La tesis de García Montero, y que comparto, es que hablar de política es hablar de tomar decisiones, de preocuparse por los derechos y deberes, de pensar en la forma de vida de la gente. ¿Cómo, entonces, aceptar que no hay que hablar de política y quedarse tan tranquilo? Y esta mañana, a poco de levantarme, leo que escribe Elvira Lindo que «la distancia entre las palabras y los hechos es enorme» y que «los políticos no toman medidas de gran calado, pero nos sermonean sin tregua». Y no hace diferenciación de ideologías ni de partidos

            Le pido a Zalabardo que piense el calado de la primera frase de Elvira Lindo, en la distancia entre las palabras y los hechos. Porque todos asistimos a ese espectáculo en que los protagonistas son, sobre todo, patria y nación, palabras que, conteniendo gran cantidad de valores positivos, también se las puede cargar de conceptos muy negativos. Como nacionalismo. Y recuerdo el interesante artículo que a estas palabras dedican Andrés de Blas Guerrero y Pedro Carlos González Cuevas en el Diccionario político y social del siglo XX español, que recomiendo leer.

            Separan estos autores entre una concepción liberal de nación que aglutina a los ciudadanos en defensa de un orden de derechos y libertades y otra concepción, conservadora, que considera la nación como una decantación a través del tiempo de hechos determinados, en parte, por leyes divinas y, en parte, por leyes naturales. Dicen que los primeros serían más patriotas, porque toman patria como un sentimiento de identificación con la nación y de solidaridad. Los segundos, en cambio, serían más fascistas, porque para ellos la patria viene definida por un conservadurismo radical.

            Sea así o no, no estaría mal, para aquellos que tanto se esconden tras la barricada de las palabras, leer que el diccionario oficial de nuestra lengua define la patria como la ‘tierra natal o adoptiva a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos o afectivos’, o sea, que habría que echar mano de aquel viejo aforismo latino Ubi bene, ibi patria, es decir, «donde se está bien, allí está la patria», concepto inclusivo que no discrimina a nadie; un senegalés, un rumano, un sueco o un boliviano pueden ser tan patriotas españoles como yo, si aquí han hallado la posibilidad de llevar una vida digna. Del mismo modo, se entiende como nación el «conjunto de habitantes de un país regido por el mismo Gobierno». Y el nacionalismo, que es el sentimiento fervoroso de pertenecer a una nación, se convertirá en negativo si ese sentimiento se exacerba hasta el punto de delimitar quiénes pueden pertenecer a él.


           Finalmente, le pido a Zalabardo que piense en las palabras que Emmanuel Macron, presidente de Francia y nada sospechoso de izquierdismo, cuando en su reciente visita a España se le ha preguntado por la situación de nuestro país. Muy educadamente, ha rehusado opinar «sobre asuntos internos de un país amigo», pero ha dicho: «La extrema derecha es nacionalismo, no patriotismo, porque predica el odio al otro para existir uno mismo».

            Creo, le digo a Zalabardo, que hemos ocupado mucho espacio para tratar de dejar sentado que es posible, y necesario, hablar de política sin contraer ninguna grave enfermedad. Habrá que dejar para otro día la religión y el fútbol.

sábado, enero 14, 2023

SOBRE NOMBRES Y APODOS

Hace unos días, visitando Benaoján, viví una divertida historia que cuento a Zalabardo. Hablábamos con un hombre del lugar que, en un momento de la conversación, nos preguntó: «¿Qué han venido, a ver el pueblo?» Con intención de hacer un chiste, le respondí: «Es que ya que hemos estado visitando el Gato ―la cueva―, no queremos irnos sin visitar a los ratones». El hombre, con toda naturalidad, siguió: «¿Son ustedes familia de ellos?» Su pregunta obedecía a que, cosa que ignorábamos, en ese pueblo hay una familia a quienes apodan los Ratones.

            Que el nombre es importante no ofrece dudas. Todo lo que es tiene su nombre e incluso se dice que lo que carece de él no existe. El nombre es la palabra que designa y distingue tanto a los seres vivos o inertes como a los objetos físicos y a los conceptos abstractos. Ya en el Génesis, cuando se narra el proceso de la creación, se afirma que, según iba creando algo, Yahvé lo llamaba de una forma y que, una vez creado el hombre, al que hizo dominador de cuanto existía, mandó pasar ante él a todos los seres vivos «para que viera qué nombre les daba, y tal como el hombre llamara a cualquier ser vivo, ese sería su nombre».

            Según esto, le digo a Zalabardo, al ser los humanos «seres superiores», nos corresponde un nombre único, que convenga a cada uno y lo individualice (Juan, Felipe…); ese es el nombre propio. Todos los demás, «seres subordinados», deberán aguantarse con un nombre genérico, el nombre común (gallina, olivo…). Revisada la mayor parte de los mitos de creación de las principales culturas, observamos que la gente, la humanidad, en sus albores, era escasa. Por tanto, distinguir a cada uno era cosa fácil: Adán, Eva, Caín… ¿Quién iba a confundirlos si no había nadie más? En el más antiguo de los libros conocidos, el Poema de Gilgamesh, vemos que es así; los nombres son Gilgamesh, Enkidu, Siduri, Utnapisthim… Y nadie los confundía.

            Pero, claro, como Yahvé impuso el mandato «creced y multiplicaos», cada día había más gente. Consecuencia: empezaron a matarse unos a otros porque, al parecer, no cabían todos y, en cuanto a los nombres, llegó un momento en que el catálogo pareció agotarse ―y mira que hay nombres raros― y fue preciso ir añadiendo algo a cada uno para no confundirse. Así vemos, en la Ilíada, que lo más frecuente es unir a cada nombre el del padre para distinguirlo de cualquier otro. Por eso hay un Áyax, hijo de Telamón, y un Áyax, hijo de Oileo. Y casi todos los héroes de la guerra de Troya se nos citan de esta manera: Menelao, hijo de Atreo; Elefénor, hijo de Calcodonte o Menesteo, hijo de Péteo.

            O sea, se inventaron los apellidos que, a lo que se ve, casi desde el origen y en todas partes siguen un modelo común: padre o familia de la que se procede. Eso explica nuestros Diéguez (hijo de Diego), Fernández (hijo de Fernando) y demás. Pero, en no pocas ocasiones, para variar, el apellido puede surgir del lugar de procedencia o del oficio a que uno se dedica: Sevilla, Platero, Zapatero… Y en el caso de los judíos españoles obligados a convertirse, el apellido era muy comúnmente el nombre de un santo: Sampedro, Santamaría… Nada de esto es cosa de hoy; En el Nuevo Testamento nos encontramos, por ejemplo, con María Cleofás (porque Cleofás era su marido), María Magdalena (porque era de Magdala) y el mismísimo Jesús de Nazaret.

            Yo iba lanzado contándole todo esto a Zalabardo hasta que, en un momento, me interrumpió: «Muy bien todo eso que dices; pero ¿qué tiene que ver con los Ratones de Benaoján?» Abandono, pues, el camino que llevaba y le explico que, a cada día que pasa, el asunto se complica más. Por ejemplo, si el padre de Jesús era José de Nazaret, a nadie se le escapa que, aunque en aquella época Nazaret pudiese ser una población pequeña, es seguro que habría más de un José. ¿Solución? Se recurre a un nuevo elemento de diferenciación y hablamos de José de Nazaret, el carpintero. En otros lugares y en otras épocas el asunto se solventó, como en España modernamente, usando también un segundo apellido, que procede de la madre: José Álvarez Domínguez (en teoría ‘hijo de Álvaro y de Dominga’).

            Y como la imaginación popular es inagotable, lo que tampoco es nuevo, no se desprecia unir al nombre un apelativo (rasgo, cualidad, defecto…) que distinga al nominado. En el Poema del Cid, el héroe se llama Rodrigo Díaz, lo normal, pero también de Vivar (por su pueblo) y Cid Campeador (como lo llamaban los musulmanes contra los que luchaba). A ver quién confunde a ese. Y el personaje más cercano a él era Minaya (un vasquismo, ‘mi hermano’) Alvar Fáñez, el de ardida lanza (‘animosa lanza’, ‘valiente guerrero’).

            Con lo que vamos entrando, le digo a Zalabardo para aclarar su duda, en el campo de los apodos y los motes, que, siendo más comunes en zonas rurales, se dan en todas partes. Aunque apodos y motes no son exactamente lo mismo, aquí los vamos a tratar como sinónimos. El apodo o mote es una cualidad, o un defecto, por el que se distingue a una persona y que, en ocasiones se transmite de generación en generación. Miguel Delibes, en sus novelas, presenta estos personajes: Daniel el Mochuelo, Roque el Moñigo, Germán el Tiñoso, las Guindillas, Gerardo el Indiano, el Tío Ratero, el Nini, don Anteo el Poderoso, doña Resu el Undécimo Mandamiento

            Los motes y apodos son un material de gran valor etnográfico y servirían para estudiar el trasfondo social de la población en que se emplean. El cantaor Alonso Núñez, conocido como Rancapino, es hijo de Orillito y nieto de la Obispa. En mi pueblo, entre los que recuerdo y los que algunos amigos me hacen llegar, hay apodos como estos: Dientejaca, Tumbaollas, Sapa, Tanque, Jeringoslacios, Chocolate, Rascahuevos y algunos más. Pero, le añado Zalabardo, como pocas cosas hay nuevas bajo el sol, también los apodos tienen una larga tradición. Por ejemplo, Cayo Julio César se llamaba así por caesarius, ‘cabellera’, en razón de que era casi calvo; y Marco Tulio Cicerón, por cicer, ‘arveja’, porque tenía una verruga que parecía tal.

viernes, enero 06, 2023

HISTORIA DE PALABRAS: ESTENTÓREO

Esténtor es un personaje que se cita en la Ilíada una sola vez, en el canto V, y, además, solo para aludir a tremendo vozarrón: Hera se detuvo y dio un grito como los de Esténtor, de voz broncínea, cuyo grito era tan fuerte como el de cincuenta hombres. Si su recuerdo ha perdurado hasta nosotros es, en gran medida porque en los diccionarios leemos que el adjetivo estentóreo significa ‘[referido a la voz] muy fuerte, ruidoso o retumbante’, y procede de una voz tardolatina, derivada, a su vez de un griego formado a partir del nombre de este personaje que citamos.

            Le cuento a Zalabardo que son frecuentes los nombres propios formados a partir de otros comunes o de adjetivos con los que se quiere destacar una cualidad de la persona que lo luce. En La celestina, el nombre de Calisto se deriva del kalós, y significa ‘hermoso, apuesto’. Sobre el de Melibea, también de origen griego, se ha escrito bastante, pues unos defienden que significa ‘la que cuida bueyes’, mientras otros, quizá más, piensan que quiere decir ‘la que es dulce como miel’.

            En el asunto que nos ocupa hoy, lo curioso es que mientras muchos nombres derivan de un adjetivo o señalan una cualidad (Ambrosio, ‘inmortal’; Isabel, ‘consagrada a Dios’; Sofía, ‘la que tiene sabiduría’; Iker, ‘portador de buenas noticias’, etc.), en el caso de Esténtor, origen de estentóreo, nos encontramos con el proceso inverso. Lo que ya se cita menos es que Esténtor tiene su razón de ser en la raíz indoeuropea (s)tend-, ‘trueno’, que da el verbo griego sténo, del que proceden nuestros tronar, trueno, tronido, atónito, detonar, estruendo y otros.

            En este punto podríamos considerar acabado el apunte, pero le cuento a Zalabardo que ese adjetivo nos sirve para contar otras cosas. Por ejemplo, el caso llamativo de que el que fuera presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella, Jesús Gil, no por descuido, sino por simple desconocimiento, creó en unas declaraciones suyas un neologismo chusco, ostentóreo, en el que confundía (sin que esa fuera su intención) ostentoso, ‘llamativo por su apariencia lujosa o aparatosa’, con estentóreo, cuyo significado ya hemos aclarado al principio. Aquel error dio pie a muchos escritos satíricos contra el político-empresario, o al revés, según cada uno quiera. Con agudeza, hubo quien sostuvo que ostentóreo era adjetivo adecuadísimo tanto para Gil como para sus actos porque en ambos se reunían la ostentación y el ruido casi insufrible. El novelista Paco Umbral, con su habitual ironía, incluso sugirió que la RAE debería incluir el término en su diccionario.

            Pero la historia de este adjetivo, estentóreo, y su confusión con ostentóreo, da para más. José Antonio Pascual, filólogo y, en un tiempo, vicedirector de la RAE, escribió en 2013 un ensayo, No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. La azarosa vida de las palabras, en el que comenta, junto a otras cuestiones, este tipo de deslices. Sobre este caso particular, cuenta que ya Juan Benet, en su novela Herrumbrosas lanzas, había escrito (aquí sí a propósito) …don Tertuliano con su ostentórea presencia…, y aclara que lo que en Jesús Gil fue un error, en Juan Benet fue un intencionado recurso de estilo; y sentencia: Esa es la diferencia que separa los juegos de palabras de Quevedo y las equivocaciones que comete Sancho sin quererlo.

            Pascual, siguiendo con su discurso, avisa de que la lengua no es una enemiga a la que debamos combatir y advierte sobre el hecho de que no pocos escritores de prestigio cometen errores de tipo más o menos parecido que nos pasan de largo, porque hay palabras españolas en cuyo uso tropezamos dos, tres, cuatro y hasta cinco veces. Y pone el caso de la extendida confusión entre términos que no son sinónimos, aunque los tratemos como tales, caso de ver y mirar, oír y escuchar o infligir e infringir. El último ejemplo, además, mueve a crear el no menos ostentóreo vocablo inflingir que a veces se oye y se lee. Este académico, le cuento a Zalabardo, nos previene también sobre otros errores en los que incurrimos: las llamadas combinaciones imposibles, que se dan cuando juntamos términos que son incompatibles. Por ejemplo, cuando no reparamos en que algo puede acarrear daños, pero nada acarrea felicidad; o cuando, aun sabiendo que se puede celebrar una victoria, olvidamos que no se puede celebrar una muerte.


            Zalabardo se ríe porque dice que hemos comenzado hablando de la Iliada para explicar el vozarrón que puede distinguir a alguien para terminar haciéndonos a la idea de que sería de mal gusto, por ejemplo, celebrar el tricentenario de la muerte de alguien, cuando lo procedente es recordarlo o a conmemorarlo. Cuestión que, me dice sin parar de reír, sí que podría parecer ‘ostentórea’. 

sábado, diciembre 31, 2022

¿FELICES FIESTAS O FELIZ NAVIDAD?

La coincidencia de la Nochebuena y la Navidad con el fin de semana motivó el retraso del apunte anterior. Como la situación se repite con la despedida del año, volvemos a estar en fin de semana, Zalabardo, más previsor que yo, me propone ganar tiempo al tiempo para que no nos coja el toro y, aunque no consigamos que amanezca antes, intentemos madrugar un poco.

            En esta temprana hora, hablamos de cómo entendemos estos días y la forma de manifestarlo a los demás. Días pasados, he leído, y he oído, opiniones dispares acerca de si es más correcto decir Felices Fiestas o Feliz Navidad. Los defensores de lo primero argumentan que, siendo estos los días más festivos del año, es la fórmula más aconsejable para transmitir un universal deseo de fraternidad que excluya cualquier otra connotación. Quienes abogan por lo segundo, mantienen que la palabra Navidad defiende la tradición, detiene la paganización de nuestra sociedad y celebra el nacimiento de Cristo. La primera opción se asienta sobre una base laica; la segunda se apoya en una cuestión religiosa.

            Decantarse por cualquiera de ellas, le digo a Zalabardo, puede acarrearnos la animadversión de los partidarios de la otra. Como defensor de la libertad personal que asiste a cada individuo, mi postura ha sido siempre la de respetar las creencias particulares y el derecho a manifestarlas. Por eso admito que cada uno escoja la que crea mejor, lo que no supone, de ningún modo, excusa para sortear un posible debate. Así que, en un intento de ser objetivo, procuraré demostrar que hacer confrontación y conflicto entre las fórmulas es dejarse guiar por el desconocimiento de la verdadera raíz de estas fiestas y, como suele decirse, mear fuera del tiesto, ya que significa defender ideas desacertadas y confundir las cosas por falta de ideas claras.

           Eso es lo que le ha pasado, en mi opinión, a la portavoz del PP en el Parlamento Europeo, Dolors Montserrat, cuando al pedir que se coloque un nacimiento en la sede de dicho Parlamento, petición concedida, su defensa se ha basado en estas palabras: «Estamos aquí para celebrar el nacimiento de la cristiandad, nuestras tradiciones y también reivindicar el legado histórico de Europa y las raíces cristianas de la Unión Europea». Con todos mis respetos, esa señora se equivoca, pues ni la UE es una organización religiosa ni sus fines son los que ella pretende hacer ver. Pero debatir eso me llevaría por otro camino.

            Las raíces de que yo hablo a Zalabardo hay que situarlas en los primitivos cultos a la naturaleza y tienen que ver con la celebración del solsticio de invierno, momento en que los días comienzan a alargarse lentamente por el triunfo del sol, que supone la renovación, el re-nacimiento de la naturaleza, hecho que todas las culturas han celebrado desde tiempo inmemorial. Alguien dirá que el solsticio tiene lugar el 21 de diciembre. A eso respondo que tal cosa se explica por la imposición a finales del siglo XVI del calendario gregoriano, que sustituyó al calendario juliano, que venía rigiendo desde el 43 a.C. En este último, el solsticio tenía lugar el 25 de diciembre.

            La Navidad, vamos primero a eso, toma su nombre del latín nativitas, ‘nacimiento’; pero debe saberse que este nacimiento se refería al nacimiento del Sol Invicto o Triunfante, es decir, la celebración del Dies Natalis Solis Invicti, el solsticio. En estas fechas, entre los días 17 y 25 de diciembre, celebraban los romanos las Brumalia y las Saturnalia, festividades dedicadas al sol y que se parecían en muchos aspectos a nuestras navidades actuales.

           Atendamos ahora a otra cuestión, no menos importante: ¿en qué fecha nació Cristo? No hay documento fiable que nos concrete el año, como no lo hay para fijar el nacimiento de otros grandes personajes de la antigüedad. Los evangelios no lo aclaran; al contrario, presentan datos confusos. Por ejemplo, Lucas habla de que el nacimiento de Cristo coincidió con el censo que mandó hacer el emperador Augusto, que, según el historiador Flavio Josefo, se realizó 37 años después de la batalla de Accio. Como esta batalla tuvo lugar en el 31 a.C., el nacimiento debió producirse sobre el 6 d.C., es decir, cinco o seis años después de lo que se dice ahora. Cuestión diferente es el día del natalicio. Aquí sí que no hay modo posible de datación porque, dato relevante, a nadie pareció preocuparle esta cuestión en los primeros años del cristianismo.

            Tuvieron que pasar 300 años para plantear el asunto. El emperador Constantino, que había sido educado en el culto al Sol Triunfante, no solo se convirtió al cristianismo, sino que en el 313 declaró esta religión como la oficial del imperio aconsejado, entre otros, por el obispo cordobés Osio. A Zalabardo, que no deja de mirarme con el gesto estupefacto del alumno que empieza a perderse en mitad de una explicación, le digo, anticipándome a los hechos, que no hay cultura ni religión que se libre del sincretismo, es decir, de conjuntar líneas de pensamiento diferentes e ideas opuestas para facilitar el proselitismo y conseguir seguidores. El cristianismo no es una excepción. Tras la conversión de Constantino, que había sido adorador del sol y se apoyó en los cristianos por conveniencia, se creyó pertinente adaptar las nuevas creencias a lo que ya se tenía. Cristo, se dijo, era el verdadero Sol Triunfante del que hablaban las antiguas religiones y se difundió, de manera intencionada, la tesis de que su nacimiento se produjo el 25 de diciembre, día del solsticio de invierno. Al identificar lo nuevo con lo viejo, se conseguía que muchos que antes adoraban al sol pasasen sin problemas a adorar a Cristo. La Navidad cristiana se imponía, pues, revestida con los ropajes de la Nativitas pagana.

            Zalabardo, me parece, anda un poco mareado. Así que corto y le digo que, en función de lo expuesto, quienes se sientan cristianos tienen todo su derecho a celebrar en estos días el nacimiento de Cristo y desear Feliz Navidad; pero que, quienes no lo sean, o siéndolo quieran ampliar el número de felicitados, pueden perfectamente desear Felices Fiestas y proceder a una celebración más profana. Nadie podrá esgrimir razón alguna que impida el derecho de los otros, pues eso significaría intolerancia y fanatismo.

            Así que, con nuestra mejor intención, Zalabardo y yo deseamos Feliz Navidad (con retraso) a unos y Felices Fiestas para todos. Y, de paso, que el año que entra esté libre de los sobresaltos de los que dejamos atrás. 

miércoles, diciembre 28, 2022

SOBRE DICCIONARIOS Y PANETONES

Nunca las prisas son buenas y tienen razón quienes tal argumento esgrimen. De los muchos refranes que corroboran lo que digo, me quedo con dos, el que aconseja vestirse despacio cuando se tiene prisa y el que nos advierte que no va a amanecer antes porque madruguemos mucho. Tiempo requiere un buen vino para cobrar cuerpo, un buen queso para su maduración, un jamón para alcanzar la curación precisa y un panetone para convertirse en delicia y no en un vulgar amasijo de harina y otros productos.      

            La Real Academia, de este tema hablaba con Zalabardo, ha publicado la lista de correcciones, matizaciones, supresiones y nuevas entradas que pueden encontrarse en el Diccionario que ampara la docta casa. Este año, son casi 4000 casos. Esa lista se nos va haciendo frecuente y hay quienes la esperan como se aguarda la llegada del 22 de diciembre por si los niños de san Ildefonso sacan la bola con el número que ellos juegan. Someter el Diccionario a estas revisiones es hoy posible gracias a los medios con que contamos. La edición digital del Diccionario de la Lengua Española permite lo que no sería posible en una edición tradicional en papel.

            Zalabardo sabe que no tengo nada en contra de estas revisiones. Por el contrario, siempre he defendido que hay que hacerlas siempre que sean necesarias. La lengua es algo tan vivo y tan cambiante como el pelo que nos nace y se nos cae sin que reparemos en ello, como esos centímetros que vamos ganando o perdiendo con la edad. Con lo que no estoy de acuerdo es con la equivocada creencia de que la palabra que no aparece en el Diccionario no existe o viceversa, con que la palabra que vemos en el Diccionario es intocable. Por ejemplo, hubo un tiempo en que anduve tratando, sin conseguir nada, de aclarar el sentido de surriguista, palabra que leí en un periódico malagueño del siglo XIX, aunque supongo que el autor de aquel artículo y sus lectores sabían de qué se hablaba; no conozco un solo diccionario que dé cobijo a tal término. Por el contrario, ahí siguen estando amover, ‘destituir a alguien o revocar algo’ o uebos, ‘necesidad’ que nadie emplea ya.

           Las palabras, comento a Zalabardo, entran y salen continuamente del conjunto de las que usamos; unas nacen y otras mueren, unas enriquecen su significado y otras pierden el que tenían, algunas se deforman y se usan de modo inconveniente, importamos unas y exportamos otras y algunas son tan específicas que apenas circulan fuera de un ámbito restringido… En cualquier caso, será el uso por parte de la gente común quien les otorgue el certificado de garantía para asentarse en la conciencia colectiva tras el necesario reposo que dictamine que no son moda pasajera y la constatación de su utilidad y fiabilidad en la comunicación.

            Eso me hace creer que la RAE debería ser más meticulosa: bien está corregir todo lo que manifiestamente sea corregible, matizar todo lo que el uso indica que debe ser matizado y suprimir lo que ha dejado de ser efectivo… La función del Diccionario debe ser dar fe de las palabras que un amplio número de hablantes utiliza en sus relaciones con los demás. Para otra cosa, ya están las versiones anteriores y los diccionarios específicos (histórico, de vulgarismos, de tecnicismos, de términos jurídicos, o médicos, o literarios, o artísticos…). Por eso digo lo de ser estrictos y lo de esperar un plazo suficiente. Que aparezca o no, en nada daña su existencia. Sé perfectamente lo que Zalabardo quiere decirme cuando me llama carapapa y él me entiende cuando le digo que, a veces, se pone muy jartible; aunque ninguna de las dos aparezca en el Diccionario. Generalizar la entrada por vía rápida incita a exigir la introducción de palabras que son flores de un día o a protestar por las que sí están. Además, da lugar a equívocos que prenden en la mente de los hablantes normales y desprevenidos. He leído en ahora no sé dónde que la RAE daba entrada, ¡albricias, por fin!, a covidiota, ‘quien niega la existencia de la covid’; y mi amiga Mariloli me decía haber oído, o leído, que, ¡albricias, por fin!, había sido expulsada cuñadez, ‘condición de cuñado’, palabra que ella no había oído en su vida. Ni covidiota está entre las novedades, aunque haya quienes la usen, ni cuñadez ha sido eliminada, por la sencilla razón de que nunca ha estado dentro.


Sí ha recibido el plácet de la comisión encargada del Diccionario el término panetone. Pero, como he avisado, ya hay quien se pone tiquismiquis con ella. El DLE dice que panetón, o panetone, válidas las dos, es un ‘dulce navideño de origen italiano, que consiste en un bizcocho grande en forma de cúpula, relleno de pasas y frutas confitadas’. Pues un gremio de artesanos panaderos pide que se cambie esa definición porque el panetone, según ellos, ni es bizcocho ni es producto de repostería.

            Zalabardo es consciente de que me atrevo a preparar un arroz, una fabada o incluso un buen bacalao con salsa de pimientos amarillos, pero soy torpe hasta el máximo a la hora de atreverme con algo tan aparentemente fácil como unas natillas. Por eso recurro a otro amigo, José María Pérez, que, sin ser profesional, prepara panes y pasteles que no envidian a los de nadie. Le pido su opinión y me responde que: «al estar humedecido con yemas y mantequilla, y por su dilatada elaboración, tal vez en puridad no sea un bizcocho, aunque tampoco se puede negar que lo sea». Y tras darme la detallada receta de sus panetones, concluye: «no es nada pan». Sus palabras, dan la razón a la Academia frente a esos quejicas panaderos.

            ¿Cabe aquí la receta de mi amigo? Ya él me avisa que el producto requiere una elaboración dilatada. Me tomo la osadía de resumir y que José María me perdone si yerro. Primer día: se prepara una biga (masa madre, prefermento) con harina floja (60 g.), agua (60 g.) y levadura fresca (0,6 g.), al tiempo que se hace un tangzong (especie de bechamel ligera) con 60 g. de harina gran fuerza (mínimo 14% de proteínas) y 300 g. de agua. Segundo día: se mezclan las dos masas anteriores con 540 g. de harina gran fuerza, 18 g. de agua, 44 g. de levadura de panadero, 6 yemas, 30 g. de miel y 10 g. de mantequilla. Esa masa se dejará reposar 30 minutos. Luego, en máquina, se amasa 4/5 minutos, incorporando lentamente 4 g. de sal y 180 g. de azúcar. A continuación, se incorporará 210 g. de mantequilla sin sal a temperatura ambiente, la ralladura de una naranja y un limón, 200 g. de pasas de corinto humedecidas y 200 gramos de piel de naranja confitada. Todo ello reposará en el frigorífico uno o dos días. Pasados estos, se atempera la masa, se voltea, se divide y bolea; se deja reposar de nuevo (20 minutos) y se enmolda, cubriéndola para que fermente (preferiblemente, a 28º) durante 4/5 horas. Se precalienta el horno (170º para panetones de medio kilo) y se hornean durante 35 minutos. Una vez sacados, se pinchan por la base para colgarlos del revés, con lo que se evita que la cúpula se hunda; así estarán toda una noche. Mi buen amigo cierra su receta con este consejo: «y rezar durante todo el proceso para que salga bien».