sábado, noviembre 14, 2020

ÍTACA (DOS)

 

  



  

        Al sentarme a escribir, caigo en la cuenta de que Zalabardo y yo nos lanzamos a la aventura de escribir esta Agenda hace ya catorce años y de que, en ese tiempo, llevamos superamos las novecientas entradas y hemos recibido casi trescientas mil visitas. Nos gusta, de vez en vez, revisar algunas de las viejas entradas. Anoche nos paramos en una que lleva por título Ítaca, fechada el 11 de septiembre de 2008 —o sea, que tiene ya doce años—. Su tema era el afloramiento de un recuerdo a partir de un encuentro casual. Leyéndolo, sentí ganas de volver sobre ello y rehacer lo que entonces escribí.

            Revisábamos unos libros con intención de ordenar y limpiar un poco, y Zalabardo encontró entre las páginas de una antología de poemas, justo donde aparecía Ítaca, el poema de Cavafis, un sobre amarilleado por el tiempo. Es antigua costumbre mía guardar recuerdos de momentos que han tenido un sentido especial: una entrada de cine, el programa de una exposición, algún recorte de periódico, papeletas de examen de la facultad, un billete de autobús… Los guardo en cualquier sitio, pero una razón justificaba la estancia del sobre entre aquellas páginas. Me preguntó qué contenía y le pedí que lo abriera.

 


           Dentro, una reseca hoja de ficus con un texto escrito no en su haz, sino precisamente en el envés: 25-V-64. A Anastasio para que no se le olvide el día que estuvimos en el parque Mª Luisa estudiando ‘libertad’. Con mucha simpatía Mª Isabel. Seguía una observación final que siempre me hace sonreír: Esto ahora no tiene valor pero dentro de 3 ó 4 años (D.M.) gusta leerlo y verlo. Le conté a mi amigo la historia de aquella hoja, la extravagante idea de irnos (en mayo, en Sevilla) al Parque de María Luisa con aquel tocho de manual de Filosofía cuyo autor era Antonio Millán Puelles para estudiar un examen. Nos fuimos, sí, pero no estudiamos. Éramos tres, Maribel, entrañable compañera, hermana del dramaturgo Alfonso Romero, Carmelita Olid, paisana, compañera y amiga querida desde los años de instituto, y yo.

 


           Conservo esa humilde hoja de ficus y, aunque me sé de memoria lo que hay escrito en ella, sigo sacándola de su escondrijo de vez en cuando y me quedo observándola. Siempre reacciono igual. Me río al leer lo de “tres o cuatro años”; cuando la encontró Zalabardo, habían transcurrido ya cuarenta y cuatro años y, hoy que vuelvo a aquel apunte y la rescato de la compañía del poema de Cavafis, cincuenta y seis. Releo lo que Maribel escribió y el poema junto al que reposa. Y, siempre, me detengo en los versos que aconsejan: Ten siempre a Ítaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Pero nunca vayas deprisa en tu viaje. / Que dure muchos años.

 


           Mi destino, mi Ítaca, el paraíso de mi niñez, adolescencia y primera juventud, perdidos ya niñez, adolescencia, juventud y paraíso, es Osuna, mi pueblo, que, por circunstancias familiares, abandonaría pronto. Allí quedarían, muchos amigos a quienes no he olvidado nunca, ni siquiera en la lejanía ni en tiempos en que reinó oscuro silencio entre nosotros: Pepe Zamora y José Manuel Ramírez, con quienes más sintonizaba; o Pepe Navarro, con quien, secretamente, competía porque sacaba mejores notas que yo; y Manolo Galindo, a quien los frailes del colegio solían confiar los papeles protagonistas en las veladas teatrales del colegio; y Pepe Ruiz, que vivía junto al colegio y en cuyo patío caían los balones que perdíamos jugando al fútbol durante el recreo; y Mari Pepa Márquez, pizpireta y polvorilla como nadie más; y María Medina, hacia quien sentía un loco y absurdo enamoramiento que ella miraba con desdén; y Mercedes Montes, su prima; y Pepe Núñez, Pepe Sarria, Mati Pérez, Pérez Moreno, Castañeda, Murillo, las dos Angelitas, Amador, Carmelita Ruiz y el hijo de un zapatero que vivía en la cuesta del Casino y cuyo nombre siento no recordar… Algunos, lamentablemente, ya no están con nosotros; de otros he perdido toda noticia.


            No faltaron ocasiones a lo largo de los años en que sentía el impulso de regresar para recomponer los hilos debilitados por el tiempo, aunque, al final, aplazaba la idea, tal vez pensando, como Cavafis, que es preferible el camino a la meta. El camino, el recuerdo, en mi caso, se mantuvo vivo y palpitante, sin que el tiempo lo debilitara. El camino fue siempre la constante remembranza de aquella mañana de mayo, de aquella revista que hacíamos con una vieja y desvencijada multicopista, de aquellos paseos interminables por la Plaza de España en las largas tardes de verano, o las dilatadas veladas en la terraza del Casino, de la participación en los concursos de la radio…

            Luego, un día, el azar volvió a reunirnos a todos. Pero, le digo a Zalabardo, por mucha alegría que proporcione un reencuentro, nada es comparable a caminar acompañados del recuerdo de cómo eran, de cómo éramos, obviando la degradación que sobre todas las cosas ejerce la edad. Porque todo camino es sed de vida. Y el día que alcancemos la meta, la jornada en que lleguemos ante las puertas y las plazas de Ítaca, tal vez estemos arrojando todo en el oscuro pozo del olvido y a nosotros mismos en los fríos brazos de la muerte.

sábado, noviembre 07, 2020

EL ANGLICISMO NUESTRO DE CADA DÍA

 

 


  Elena Álvarez Mellado, lingüística computacional, ha creado una herramienta llamada Observatorio Lázaro, nombre con el que pretende homenajear al ilustre filólogo Fernando Lázaro Carreter, y su objetivo es rastrear el empleo de anglicismos en la prensa española. Su campo de estudio lo forman ocho medios de comunicación de primera línea. Según ella declara no la guía ningún propósito de afear, señalar o criticar ese uso, sino solo observar, describir y analizar.

            Zalabardo me pide que le explique, antes de continuar, qué es eso de lingüística computacional. Como tampoco yo entiendo mucho del asunto, ya que la aparición de estas avanzadas tecnologías nos cogió a los dos con una edad y en unas circunstancias en las que hasta el simple lenguaje de programación basic, nos parecía un trabalenguas insalvable, recurro a palabras de Ana Torrijos: es un campo interdisciplinar que se ocupa del desarrollo de formulismos que describan el funcionamiento del lenguaje natural de modo que puedan ser transformados en programas ejecutables por un ordenador. Porque, avisa Torrijos, cuando pensamos en IA (Inteligencia Artificial) y Big Data (consideración de datos con mayor variedad, que se presentan en volúmenes crecientes y a una velocidad superior), imaginamos que en este campo trabajan ingenieros, matemáticos, científicos, informáticos y programadores, pero poca gente piensa que, a su lado, también hay bastantes lingüistas.

            Lo que importa, le digo a mi amigo, es que la herramienta creada por Álvarez Mellado analiza cada día miles de textos periodísticos españoles y localiza en ellos los anglicismos utilizados. En la reseña que de este trabajo hace Álex Grijelmo, dice que en la prensa española (en esos 8 medios que se toman como referencia) aparecen 400 anglicismos diarios, número que baja a 200 si se excluyen las repeticiones; de ellos, hay una media de 20 no han sido detectados en el análisis anterior. O sea, que nos entran 20 anglicismos por día.


            ¿Es esto motivo para preocuparse? Sí y no; no, porque durante toda su existencia nuestra lengua ha permitido la entrada de neologismos de las más variadas lenguas. Hasta de las lenguas esquimales tenemos préstamos, como muestran las palabras kayak o anorak. El problema no está en el préstamo ni en su origen —¿cuántos tenemos de procedencia árabe?—. Sí, porque son muchos y, aunque el problema no radica en el número, pudiera preocupar el criterio, o la falta de él, con que se les da entrada.

            Ya en el siglo XVIII Feijoo llamó la atención sobre este asunto y reprendía a los puristas que se oponían a la adopción de nuevas palabras. Contra ellos gritaba: ¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad. Todos los filólogos serios han sido de esta misma opinión. Lo que se censura es el uso indiscriminado y carente de criterio, la adopción de palabras por simple mimetismo, sin prestar atención a si poseemos o no término equivalente o si es palabra de adaptación fácil a nuestra lengua.

            Álex Grijelmo, en su libro Defensa apasionada del idioma español, después de una extensa exposición sobre los numerosos préstamos que nuestra lengua ha ido aceptando a lo largo de los años, se extraña solo de cómo parece que al inglés se le ha concedido una especie de salvoconducto para imponer palabras difíciles de adaptar a nuestra fonética y prosodia. Y dice: Pero el idioma sabe defenderse solo. Únicamente necesita tiempo y que lo dejen tranquilo. La mayoría de los anglicismos que recogía Ralph Penny en su Gramática histórica del español han ido claudicando ante palabras equivalentes del español. Entonces, ¿a qué tanta veneración? Sucede algo parecido a cuando, en la España de posguerra, se impuso aquella costumbre navideña de Siente a un pobre en su mesa. Hoy parece que se nos dice machaconamente Ponga un anglicismo en su vida. Y así, no hay quien se compre un televisor, porque lo que hay que adquirir es un smart tv, y no buscamos comprar o viajar por un precio barato, sino que sea low cost.



            Lo que un observador externo halla reflejado en los informes del Observatorio Lázaro, es esa veneración injustificada que denuncia Grijelmo hacia el inglés, el uso indiscriminado de palabras que pudiéramos considerar absolutamente innecesarias. Le pido a Zalabardo que echemos un vistazo a esos términos que inundan el mundo de la comunicación en nuestro país. Entonces encontramos que las redes sociales están llenas de influencers en lugar de influyentes; que muchos establecimientos anuncian take away en lugar de comida lista para llevar; que se nos alaba el buen trabajo de tal anchorman, o anchorwoman al señalar a un presentador o presentadora; que un pedido no nos lo llevará un repartidor, sino un rider; que las televisiones sitúan sus productos estrella en prime time, no en horario preferente o permiten ver una película en streaming en lugar de en emisión permanente (¡ay, como me acuerdo de aquellas sesiones continuas de los cines de antes!); que ya no se nos destripa el contenido de un libro, película o cualquier otra historia, sino que se nos hace un spoiler; que las publicaciones digitales son newsletters; que no tenemos una reunión tras el trabajo, sino que hacemos un afterwork; que no hay de éxito de ventas, sino block buster; que apenas nada es convencional o mayoritario, pues queda mejor que sea mainstream

            Aquí viene bien, le digo a Zalabardo, la reflexión de Grijelmo: habrá que dar tiempo y dejar tranquilo al idioma, que él se sabe defender bien solo. No lo atosiguemos poniéndonos intransigentes. Pero, al mismo tiempo, sigo diciéndole a mi amigo, podríamos aconsejar a esos veneradores del inglés, que pongan mayor cuidado con la lengua propia y no confundan siniestralidad con siniestro, analítica con análisis, problemática con problema o que no nos digan que en una determinada tarea han intervenido tres efectivos, ignorando que la palabra designa al conjunto de quienes integran una unidad militar o una plantilla de un determinado cuerpo, pero nunca a cada uno de sus miembros. Ese desconocimiento es más preocupante que el uso de un anglicismo de moda.

sábado, octubre 31, 2020

EL DESPIDO IMPROCEDENTE DE USTED

         

 


           Salíamos del ambulatorio tras ponernos la vacuna contra la gripe, a nuestra edad cualquier precaución es poca y Zalabardo se mostraba cabizbajo, algo mohíno. Le pregunté qué le ocurría y me respondió: “¿Tú crees que se ha perdido el sentido del respeto?” Pensé que le preocupaba el lamentable espectáculo de los recientes rifirrafes parlamentarios, pero él iba por otro lado. Me dijo: “¿Has visto a la enfermera esa, tan jovencita que podría ser mi nieta? Ni me conoce de nada ni la conozco yo. Pero me ha despedido diciendo: Ea, ya estás listo. Hasta el año que viene”.

            Ahí comprendí su actitud. Zalabardo, como yo, pertenece a una época en que todavía se tenía una noción clara de qué diferencia hay entre y usted. A las personas que no conocíamos, a los mayores, a los profesores, al carnicero o al cartero nos dirigíamos usando usted. El lo dejábamos para los iguales en edad y condición, para los parientes cercanos, para una muy acusada familiaridad.

            Las formas de tratamiento, los pronombres con los que nos dirigimos a otra persona en función de la relación que pueda haber entre el emisor y el receptor presentan una historia curiosa; esa relación viene dada por el nivel de confianza, el grado de cercanía por familiaridad o edad, el nivel jerárquico, el sentido de respeto… En fin, muchos y variados son los factores que intervienen en la elección del tratamiento.

 


           La Gramática de la Academia habla inicialmente de trato de confianza y trato de respeto, aunque de manera inmediata da cuenta de que esta relación no siempre se aplica, pues hay casos de confianza en que se utiliza la forma de respeto, sobre todo entre personas mayores; dos jubilados que se ven frecuentemente en el parque o juegan al dominó todos los días puede que se llamen de usted. En cambio, son muchas las ocasiones en que alguien que no tiene ninguna confianza con nosotros; por ejemplo, el caso de la enfermera que ha dolido a Zalabardo, nos habla de .

            Por eso la Academia cambia las denominaciones anteriores y habla de trato simétrico y de trato asimétrico. El primero consiste en que emisor y receptor utilizan la misma forma; podríamos decir que es una manera de comunicarse entre iguales; lo mismo da que se utilice o usted. El trato asimétrico, en cambio, aparece cuando uno de los interlocutores utiliza la forma y el otro emplea usted; sería la forma propia de comunicación entre sujetos a los que separa la edad, la jerarquía, la ausencia de confianza, el respeto, etc.

            La evolución de las formas de tratamiento ha sido compleja a través de los siglos e intento explicársela a mi amigo, aunque le advierto que pienso solo en el modelo del español de España, pues si metemos en la charla el español americano hablar del voseo alargaría la exposición.

 


           Como siempre en nuestra lengua, hemos de partir de nuestra fuente materna. El latín solo disponía de tu para dirigirse a un individuo y de vos para referirse a varios, aunque, hacia el siglo IV, se observa que comienza a usarse como forma de respeto. En el español primitivo, el funcionamiento no fue muy uniforme, pero parece relativamente claro: se convirtió en el término no marcado (es decir, que puede servir indiferentemente para varios tratamientos) de la confianza. Atendiendo a los textos literarios de la Edad Media, vemos que se emplea para dirigirse a inferiores, mientras que se suele usar vos entre iguales. En el Libro de Buen Amor, el narrador se dirige a los posibles oyentes usando el tuteo: …del que olvidó la mujer te diré la fazaña…, pero cuando los personajes de la historia hablan entre sí, emplean el vos familiar; Pitas Payas dice a su esposa: …yo volo fer en vos una bona figuraDoña Endrina pregunta a la vieja Trotaconventos: …dezidme quál es ése o quién que vos tanto loades. Sin embargo, es curioso notar que, cuando se habla con la divinidad, se utiliza ; en el cuento de El clérigo y la flor, de Berceo, el fraile a quien se aparece la Virgen pregunta: ¿Qui eres que me fablas? Y en el Poema de Mío Cid, oímos la oración del caballero en los primeros versos: ¡Grado a ti, Señor, Padre que estás en alto!

            Sobre el siglo XV parece darse un desgaste de vos, que se ve sustituido por vuestra merced, que evolucionará hacia usted, como manifestación de trato respetuoso. Y para los siglos XVI y XVII, el sistema presentará los modos de uso que ya consideraríamos propios de la época moderna: para el trato familiar, para la confianza o para dirigirse a inferiores y usted queda reservado para indicar respeto. En el Lazarillo de Tormes, leemos este diálogo: , mozo, ¿has comido? A lo que contesta Lázaro: No, señor, que aún no eran dadas las ocho cuando con Vuestra Merced encontré.

            Le digo a Zalabardo que, desde vuestra merced hasta el moderno usted, hay una historia larga, no tanto en el tiempo como en los grados de evolución. Es curioso encontrar en un mismo texto del siglo XVII atribuido a Quevedo, el Entremés de Pan Durico, hasta diez formas diferentes de ese proceso evolutivo: vuesa merced, vuesarced, vuested, vuacé, uced, ucé, vuesasted, vusted, usted.

            El último estadio del proceso, cómo usted va desapareciendo y ve su lugar ocupado por , es inimaginable en los siglos XVIII y XIX; la confusión entre usted/ no se entiende más que si media un sentido e intención irónicos. Pero en el XX, de manera paulatina el tuteo va ocupando todo el espacio de lo que son las formas de tratamiento. Las causas parecen fáciles de explicar, aunque no sean del todo definitivas. La Academia, en su Gramática, cita algunas posibles: la aparición de movimientos políticos defensores de una conciencia igualitaria y de supresión de clases; el valor que las sociedades modernas conceden a la juventud, en contraste con el que se dispensaba en otras épocas a la madurez y la experiencia; y otra muy importante, la publicidad, que antepone las formas de confianza sobre las de respeto con el deseo de predisponer al oyente hacia un mayor acercamiento.



            Todo eso junto cala en los hablantes, que acaban viendo natural el y demasiado rígido el usted. De todas formas, todavía hay quienes consideran, si no ofensivo, sí inadecuado, el uso del tuteo de un cliente hacia el empleado de una tienda o el camarero que nos atiende; el de un sanitario hacia el paciente no habitual; el de los alumnos hacia sus profesores; el de cualquier persona hacia otra persona adulta a la que no se conoce o hacia cualquier profesional. Todo esto, le digo a Zalabardo, salvo en el caso de que los interpelados otorguen su consentimiento.

            Lo que ya nadie sabe es si, pensando en la evolución natural de la lengua, estamos asistiendo a un despido improcedente de usted, a un simple cambio semántico o a un paso en ese principio de economía que los lenguajes siempre buscan.

sábado, octubre 24, 2020

HISTORIAS DE PALABRAS: DEL CARRO AL COCHE

 

 


           Hay palabras que recorren un llamativo camino a lo largo del tiempo. Algunas aparecen y desaparecen luego para, más tarde, reaparecer con un aspecto que, aun sometido a transformaciones de forma o de significado, sigue recordando lo que fueron en sus orígenes. Supongo, le digo a Zalabardo, que conoce la historia de azafate, del árabe safat, ‘cesto o bandeja en que se ponían las joyas o vestidos de la señora’. Por metonimia, el nombre del objeto no tardaría en ser utilizado para nombrar a quien lo portaba; y, así, se llamó azafata a la doncella que sostenía esa bandeja. Mucho tiempo después, ya en el siglo XX, hacia 1950, la compañía aérea Iberia introdujo en sus vuelos una figura semejante a lo que en otras líneas aéreas se llamaba air hostess, por lo general mujer joven que asistía durante el vuelo a los pasajeros. Entre los nombres barajados por la compañía española acabó triunfando azafata, que se recuperaba así de la lengua medieval, aunque con un sentido diferente.

            Al hilo de esta conversación, Zalabardo, curioso de nacimiento, me confiesa una duda que siempre lo ha intrigado: por qué razón, frente a las soluciones adoptadas por otros países de nuestro entorno y gran parte de la América española, nosotros utilizamos para el automóvil la palabra coche. Me veo precisado, entonces, a explicarle qué relaciona a los vocablos carro, carroza y coche e, incluso a estos con otros diferentes.

 


           Tenemos que remontarnos hasta una raíz indoeuropea kers-, ‘correr’. En latín vemos que de ella surgen dos líneas de evolución distintas, pero no tan diferentes en el fondo. Una es la del verbo curro, ‘correr’ y la otra, por influencia celta, la del sustantivo carrus, ‘vehículo o armazón con ruedas que sirve para transporte’. El verbo nos ofrece una historia curiosa, porque de él nace el sustantivo curso, ‘movimiento o recorrido de un río por su cauce’; pero, mediante una metáfora, también ‘tiempo señalado para asistir a unas lecciones’. Y, por supuesto, cursillodiscurso, transcurrir, corredor y otras.

            La historia de la segunda no es menos interesante. Carrus es el origen de carro y de carruaje, ‘cualquier medio de transporte’, carroza, ‘carro para transporte de personas’ o carrera, vía por la que transitan los carros’, de donde también tendremos carretera, carril, etc. Carrera, y en esto se ve la relación con el término originario, pasa a ser también ‘camino que se recorre para conseguir un título, para labrarse un nombre en un campo determinado, etc.’

           Pero vamos a centrarnos en carro, que es el interés de Zalabardo. El carro pareció especializarse como medio de transporte para mercancías, mientras que, para el transporte de personas, el latín formó carruca, la carroza. El tiempo, como es su costumbre, no dejó de correr y, llegados al siglo XIX, alguien inventó un motor que, acoplado a carros y carrozas, permite sustituir la tracción animal por otro de tracción mecánica. Para ese carro, diferente, se busca un nombre que se encuentra en el neologismo automóvil, ‘que genera su propio movimiento’. En este punto, nos encontramos con lo que intriga a mi amigo. Las lenguas germánicas, fieles al término primitivo que designaba al vehículo de transporte, continuaron usando car, en inglés, o karren, en alemán. En cambio, las lenguas románicas rebuscaron en el latín hasta echar mano de vectura, que se refiere también a un tipo de transporte. Eso explica el francés voiture, el italiano vettura o el portugués viatura. El italiano, incluso, emplea macchina.

            ¿Qué sucedió en español? En principio, la mayor parte de los países de Hispanoamérica se decantaron por carro. Sin embargo, en España, carro seguía siendo el vehículo de tracción animal para transporte agrícola, principalmente. Al carro, o carroza, para transporte de personas, se le llamó coche, nombre que adoptaría también el automóvil. ¿Cuál es la razón? Vamos con la historia.


            En Hungría, al menos desde el siglo XIII o XIV, hubo una pequeña ciudad, Kocs, que se hizo famosa por la construcción de diferentes carruajes, tirados por dos o tres caballos, destinados específicamente al transporte de personas: disponían de asientos acolchados en la carlinga, inicialmente hecha de mimbre, que, si se tenía en cuenta también el sistema de suspensión de que dotaron a las ruedas, proporcionaban gran comodidad a los viajeros. Todo el mundo conoció aquel carro como Kocsi szekeret, más o menos ‘la cesta de Kocs’. ¿Cómo llegó esto a España? Le aclaro a Zalabardo que no he hallado un documento acreditativo de su veracidad, pero se cuenta que, en el siglo XVI, Fernando I de Habsburgo, que llegó a ser rey de Hungría, envió como regalo uno de estos lujosos carruajes a Carlos I, de quien era hermano.


            Por un juego metonímico como el explicado para azafata, el Kocsi szekeret acabó siendo simplemente kocsi, que en español se pronunció, y se escribió, como coche, ya que es lo más parecido a la pronunciación húngara. Y esa es la razón por la que, en nuestro país, el vehículo para transporte de personas, tanto si se mueve arrastrado por caballos como si lo hace gracias al motor de combustión, es llamado coche, palabra que se convierte en una isla léxica dentro de los países de nuestro entorno y tradición lingüística.

domingo, octubre 18, 2020

EL OJO EN EL REFRANERO

 


Paseando esta agradable mañana por el Paseo Marítimo, se me ocurre mencionarle a Zalaabardo un antiguo refrán que afirma que Abrojos abren los ojos. Zalabardo, admirador y conocedor de estas creaciones populares, me hace una exaltación de lo que con él queremos decir, que la experiencia y precaución nos enseñan a evitar el daño, que las dificultades conocidas predisponen el ánimo contra otras futuras o, echando manos de otro refrán, que De escarmentados nacen los avisados. Lo que ya desconoce mi amigo es la redundancia escondida en la expresión, pues abrojo, esa especie de cardo espinoso que crece entre los sembrados y que el segador debe conocer y evitar para no dañarse es un término procedente de la contracción del latín aperi oculos, que no significa más que ‘abre los ojos’.


            Aprovecho para meter una cuña erudita y hago notar a mi amigo que ojo, el órgano de la visión de personas y animales procede de la raíz indoeuropea okw-, que significa, precisamente, ‘ver’. Y, al mismo tiempo, le solicito que observe cuántos significados posee la palabra ojo en nuestra lengua, aparte del ya manifestado: ‘ranura por la que se ensarta en hilo en la aguja’, ‘cada uno de los anillos por los que se introducen los dedos en las tijeras’, ‘agujero en que se introduce una llave en la cerradura’ ‘agujero que atraviesa de parte a parte cualquier cosa’, ‘manantial que surge en un llano’, ‘círculo de color que tienen las plumas del pavo real o las alas de algunos insectos’, ‘cada uno de los vanos entre los pilares de un puente’, ‘gota de una grasa que sobrenada en agua u otro líquido’, ‘mano que se da a la ropa con jabón al lavarla’, ‘cada hueco o burbuja en la masa del pan o el queso’, ‘cuidado que se pone al hacer algo’ y más que podríamos citar.

            Pero como, en latín, la palabra ojo indica no solo el órgano de la visión sino también la ‘capacidad de ver’, ‘ver con el entendimiento’ o ‘fijar los ojos en alguien’, la misma raíz propició la aparición de palabras como atroz, ‘de aspecto oscuro, amenazador’ o feroz, ‘de ojo fiero’, lo que hizo que se asociara el ojo con prácticas maléficas —de ahí lo Hacer un mal de ojo—, cuestión que provocó que algunas lenguas la consideraran palabra tabú y buscaran un eufemismo con la que evitarla. Eso explica que los griegos optaran por ophtalmós y la familia germánica por augo, origen del inglés eye, el alemán y neerlandés oog o el danés øje.


            Pero lo que a mi amigo Zalabardo le interesa es el campo de los refranes. No diré que sabe más que Sancho Panza, aunque puedo asegurar que son numerosos los que conoce y de ellos hablamos. El refrán, coincidimos, no nace de un conocimiento científico ni es producto de una profunda y larga investigación; el refrán surge de la experiencia habitual, en el ámbito del campesino cuyas cosechas dependen de la meteorología y se ajustan a las estaciones, del trabajo de los artesanos, de todo lo que se observa y se reconoce como repetido. El refrán, además, nace en ámbitos populares, entre actividades de la vida diaria. Por desgracia, los refranes pertenecen a una época ya pasada, lo que dificulta que algunos, como el que inicia este apunte, puedan ser fácilmente entendidos.

            Volviendo a los ojos, comenzamos a recordar refranes en los que aparece la palabra. Salen en primer lugar los que destacan el valor de la vista y del cálculo visual en circunstancias en que se carece de otros medios. Así, A ojo de buen cubero o Más vale ojo de herrero que compás de carpintero. El primero, que alaba la pericia del artesano para hacer cubas en las que guardar líquidos cuando no tenía instrumentos para calcular los volúmenes, amplía su campo y enfatiza cómo la experiencia proporciona exactitud sin necesidad de otra medida que la de actuar a ojo. El segundo eleva esta estimación al máximo al considerar más exacto el ojo que cualquier otro instrumento. Esa valoración que se da al ojo sirve para poner de relieve el daño que puede hacernos un suceso inesperado; por eso encontramos refranes que, con muy poca diferencia, dicen lo mismo: Caer algo como pedrada en ojo tuerto, Ser algo como pedrada en ojo del cura o Sentar algo como pedrada en ojo de boticario.


            El ojo, también, es signo del buen resultado de una acción cuando la ejecuta quien tiene interés en ella, como vemos en El ojo del amo engorda al caballo; recomiendan estar siempre prevenidos refranes como Aunque esté echado el cerrojo, duerme con un solo ojo, Al amigo poco cierto, con un ojo cerrado y otro abierto, Con un ojo durmiendo y con el otro velando y viendo o Con un ojo en el plato y el otro en el gato. Porque, como señalan otros refranes, la desatención, interpretación defectuosa de la realidad visible o el descuido conducen a un mal fin: Antes se llena el cuajo que el ojo o Hay ojos que de legañas se enamoran, Después del ojo sacado, no vale santa Lucía, Penseme santiguar y quebreme el ojo o No es nada lo del ojo y lo llevaba en la mano.


            Hay refranes para casi cualquier situación: Cuando pases por tierra de tuertos, cierra un ojo recomienda modestia y no hacerse destacar sobre el conjunto; Lo que veo por los ojos, con el dedo lo señalo nos indica que lo evidente y obvio no requiere demostración para ser aceptado; Los ojos todo lo ven y a sí mismos no se ven advierte de la dificultad para la autocrítica; Llorar con un ojo denuncia la hipocresía; y conducta prudente y moderación al hablar aconsejan Boca cerrada y ojo abierto no hicieron jamás descontento o Las plantas tienen ojos y los muros orejas.

            Zalabardo, que ve cerca un chiringo en el que podemos descansar un poco, me avisa de que tal vez ya hayamos dado muestras excesivas de refranes sobre el ojo y propone cerrar el tema sentados al sol disfrutando de un pequeño tentempié. Eso sí, para conseguir que la charla sea tranquila y amena, recurre a dos refranes más: El vino alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre y El pan con ojos, el queso sin ojos y el vino que salte a los ojos. Aunque sobre este último hay controversias.

sábado, octubre 10, 2020

¡QUÉ NO DARÍA YO…!, EL ACUEDUCTO Y LOS FUNDAMENTALISMOS


 


           Zalabardo siempre ha admirado a Rocío Jurado. Y confieso que yo también. Desde que aquella chiquilla nacida en Chipiona (nació solo once días después que yo) comenzaba a darse a conocer como telonera de otras figuras famosas, ya descubrimos en ella la pasión y fuego que imprimía en sus actuaciones. Nos cuesta, cuando la recordamos, elegir qué canción de las suyas nos gusta más. Pero siempre, en cualquier lista que hagamos, hay dos que no faltan: Punto de partida y ¡Qué no daría yo!

            No voy a hablar hoy de música, pero me viene de perlas el título de la segunda canción citada. ¿Cuántas veces, antes y después de Rocío, habrá sido utilizada esta expresión para manifestar el deseo de conseguir algo que se nos antoja difícil o imposible? Este estar dispuesto a cualquier cosa no se detiene a la hora de sacrificar, a cambio de lo que se desea, lo que uno considera más valioso, el alma, que es como entregarse entero; y el máximo exponente de esa entrega lo encontramos cuando a quien se recurre en la petición es el mismísimo diablo.

            El pacto con el diablo, acto por el que, ante una imperiosa necesidad o cualquier deseo, se acude a Lucifer ofreciendo como garantía de pago por el favor el alma, que parece ser lo único que le interesa, es tema muy repetido en la literatura y en toda clase de leyendas desde el siglo VIII. Quizá la más famosa versión sea la que plasma Goethe en Fausto. Pero le recuerdo a Zalabardo que, sobre todo en las leyendas orales, no faltan versiones en las que se introduce un elemento picaresco, el engaño. Quien ha recibido el favor, se muestra ingrato y falaz a la hora de pagar y busca un resquicio por el que eludir la deuda y dejar al maligno chasqueado. O sea, que quien tan necesitado estaba se convierte en desagradecido y el diablo, a quien tanto poder se le supone, demuestra, además, ser un tonto que no escarmienta.


            Larga es la lista de construcciones que, por su dificultad de ejecución o por otra diferente razón, se atribuyen al diablo. Casi un centenar de Puentes del Diablo hay en todo el mundo, varios de ellos en España. Pero a Zalabardo y a mí no nos interesan ahora esos puentes, sino el Acueducto de Segovia, sobre el que hay también una leyenda que roba su construcción a los romanos y se la atribuye, sin ninguna duda, a este diablo tan aficionado a la albañilería. Consultada una guía oficial de la ciudad, encontramos que comienza a hablar del acueducto con estas palabras: “De todos es conocido que fue el Diablo quien construyó el Acueducto…”

            Porque segovianos y foráneos, le digo a Zalabardo, dan por buena una leyenda cuyas diferentes versiones coinciden en lo principal: Una joven sirvienta de una casa situada en la parte alta de la ciudad, cansada del constante ajetreo de subir y bajar a coger agua del río, musitó un día lo que decimos todos en condiciones similares: “¡Qué no daría yo si…!” Ese si, está claro, era no tener que soportar la agotadora tarea. Dicho, o pensado, esto, se apareció una enigmática figura con la tentadora oferta: “¿Qué me darías si hago que el agua llegue hasta tu casa sin que tengas que bajar a cogerla cubo a cubo?” Y ella, como cualquiera, respondió: “Lo que me pidas”. El diablo, pues no era otro quien negociaba con ella, solo le pidió su alma. La joven, que estaría agotada, pero tenía poco de necia, impuso una condición: “De acuerdo, si lo consigues en el plazo de una noche y antes de que el gallo cante”.


            Llegó la noche y sobre la ciudad comenzó a descargar una fortísima tormenta. La joven comprendió pronto quién era tan misterioso caballero y cómo, en un santiamén, aunque el maligno diría otra cosa, iban elevándose los pilares y arcos del acueducto. Asustada, comenzó a buscar una solución para la temeridad de su pacto. El amanecer estaba cada vez más cerca. Unos dicen que rezó con todo fervor a la Virgen; otros, que encendió una vela y comenzó a moverla violentamente de un lado a otro para que el gallo despertase antes de lo debido. Fuese lo que fuese, el sol asomó por el horizonte cuando ya solo quedaba una piedra que colocar. El diablo y la tormenta se desvanecieron y la joven conservó su alma. Los segovianos se despertaron aquel día asombrados por la obra aparecida en mitad de la ciudad. La joven contó a un sacerdote lo ocurrido y este, considerando que todo era cosa de milagro, decidió que en el lugar de la piedra que faltaba se colocase una imagen, unos dicen que de Nuestra Señora de Fuencisla, y otros que de la Virgen de la Cabeza, pues tampoco en esto hay acuerdo,

            Zalabardo, que no la conocía, encuentra bonita esta leyenda. Pero le aclaro que se la cuento porque, en enero de 2019, un médico jubilado, y además escultor, José Antonio Abella, decidió regalar a la ciudad una figura de un orondo y risueño diablillo, con cara y hechuras de haberse alimentado toda su vida con cochinillo segoviano, que se colocaría en la calle San Juan, sentado sobre un pretil, de espaldas al acueducto y haciéndose un selfi. Un nuevo atractivo para la ciudad: después de siglos, el autor venía a fotografiarse junto a su obra.

            Pero, miren por dónde, una asociación cristiana, San Miguel y San Frutos, denunció el hecho y pidió la inmediata retirada de la escultura, porque “ofendía las convicciones religiosas de los segovianos”. Por eso aparece en el título de este apunte lo de los fundamentalismos. El DLE define fundamentalismo como “exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica”. Por desgracia, cada día abundan más, en todo el mundo, los fundamentalistas, sean religiosos, políticos o sociales. Un fundamentalista, digámoslo claro, es, primero, un intransigente que no acepta que pueda haber una idea distinta a la suya. Pero, además, es un intolerante, por no admitir a quien no comparta su pensamiento; y es fanático, por negar incluso la hipótesis de que la razón pudiera no estar de su parte. Y en el caso de esta asociación segoviana, los fundamentalistas son ignorantes por olvidar la bella legendaria tradición, bien grabada en el corazón de la ciudad


            Después de casi dos años de presentada la denuncia, el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León resuelve, con bastante lógica e incluso algo de humor, que “nada hay en esa escultura que signifique ofensa a Dios ni a la religión católica; y más, si pensamos que lo que la leyenda hace es rememorar el triunfo del rezo de la muchacha”. Comentando la anécdota, Zalabardo me dice que no entiende la incapacidad de estos fanáticos intolerantes para ver que su denuncia sí era una ofensa a las convicciones tradicionales de toda una ciudad y que no imagina cómo hubiesen podido convencer a los segovianos de que su acueducto no es obra del diablo. Aunque todos ellos sepan muy bien que los verdaderos artífices fueron los romanos.


(Las fotos corresponden, respectivamente, a Alejandro Castro, diario La Vanguardia, diario El Día, de Segovia y TripAdvisor)

sábado, octubre 03, 2020

SOBRE CURIOSOS TOPÓNIMOS

 

 


           Comenta Manuel Mañas Núñez, en un artículo publicado en la Revista de Filología Románica, que los nombres de pueblos y lugares, topónimos, pertenecían en su origen al léxico común de sus creadores y, por lo común, tenían que ver con características geomorfológicas o de otro tipo del lugar: su ubicación, alguna planta que abunde en la zona, el propietario de las tierras en que se asienta, fundadores, etc. Le expongo a Zalabardo algunos ejemplos claros: la malagueña Casabermeja debe su nombre a una pequeña alquería pintada de ese color que allí hubo; Gibraltar es nombre de origen árabe, Gebel-Tarik, que significa ‘monte de Tarik’; Monfragüe, en Cáceres, no es otra cosa que ‘monte escarpado, boscoso’ y Olmedo es ‘lugar poblado de olmos’.

            Si los topónimos, según eso, los crea la gente, ¿qué explica la existencia de algunos que provocan el sonrojo y vergüenza de sus moradores, hasta el punto de que los silencian o, incluso, llegan a cambiarlos? Junto con la pregunta, Zalabardo me cita ejemplos muy concretos: el granadino Asquerosa, el burgalés Castrillo Matajudíos o el abulense Bellacos. Le recuerdo a mi amigo lo que Mañas Núñez, en su estudio, sigue diciendo: pasado el tiempo, el nombre de los lugares se va desconectando de las realidades nombradas; se convierten en fósiles que la gente ya no entiende. Eso explica, en algunos casos, este sentimiento de vergüenza de los habitantes del pueblo, o, en otros, la simple extrañeza ante un nombre que no comprenden.

            Y trato de aclararle qué ha llevado a los habitantes de los pueblos citados a cambiar su topónimo. Castrillo Matajudíos nunca fue lugar de exterminio de nadie, sino que, muy al contrario, era una zona en la que habitaban muchos judíos. ¿Cómo se entiende esto? Es muy simple. Un día, alguien dejó de entender Mota y supuso que se quería decir Mata. Si miramos un diccionario, sabremos que mota es una ‘pequeña elevación en un terreno llano’ y topónimo que se repite bastante (Castillo de la Mota, Mota del Cuervo, La Mota del Marqués o La Mota). Por eso, la denominación correcta es la actual, Castrillo Mota de Judíos, que en su origen fue una pequeña fortificación sobre un cerro poblada por judíos.  

            El caso de Asquerosa, hoy Valderrubio, es muy peculiar. Debemos su nombre a los romanos, que la llamaron Aqua Rosae, ‘agua de rosas’. Tan bonito nombre acabó siendo en castellano Acuarosa; cuándo y por qué lo ignoro, pero lo cierto es que se fue imponiendo la pronunciación Asquerosa. Este pequeño pueblo, en el que pasó largas temporadas García Lorca y le inspiró su tragedia La casa de Bernarda Alba, cambió su nombre hacia 1940 por el de Valderrubio.

 


           Y queda Bellacos; en la comarca de La Moraña hay un lugar en que se encuentra la Fuente de San Juan. En la Edad Media fue zona de continuas luchas entre musulmanes y cristianos. Conquistado el lugar definitivamente por estos últimos, se decidió repoblarlo con campesinos a los que, usando un antiguo término de origen celta, bekkallakos, se los llamó bellacos, ‘campesinos’. Pero la palabra pasó a designar también ‘gente zafia, ruin, de mala condición’ Y los bellacos, gentilicio a la vez que topónimo, no lo soportaron y en el siglo XV cambiaron el topónimo por el de Flores de Ávila, que aún perdura.

            Son muchos los topónimos confundidos o reinterpretados; en algunos casos, la explicación puede ser difícil. Por ejemplo, hay topónimos en los que nos aparece una palabra que designa lo que hoy entendemos por un animal, cuando su sentido es otro diferente. Le cito a Zalabardo solo cuatro casos de este tipo. La cacereña Sierra de las Moscas no tiene absolutamente nada que ver con estos insectos dípteros. Cierto que hay dudas sobre su origen exacto, ya que unos hablan del latín muscus, ‘musgo’ mientras que otros se inclinan por una antigua palabra ibérica, masko, que significa ‘pico, cima, risco’. Arroyo del Puerco dicen algunos que se llamaba así por unas piedras próximas con forma de verracos o cerdos; otros mantienen que es por los judíos que allí vivían; ambas interpretaciones son incorrectas. Este Puerco no remite al animal, sino que proceda del latín porcae, que designa una ‘depresión por la que se encauzan las aguas procedentes del deshielo o la lluvia’. Hoy, esta población se llama Arroyo de la Luz. ¿Quién no ha disfrutado de las delicias del Cabo de Gata? Por supuesto, el nombre no tiene ninguna relación con el felino doméstico. El origen hay que buscarlo en una antigua raíz gat- o kat-, ‘cueva, oquedad, roca erosionada, prominencia’, que los árabes convirtieron en Qabta, ‘cabeza, promontorio’. Nos queda el cuarto ejemplo, Cabra, ciudad cordobesa. Nada que ver con bóvidos. Originariamente se llamó Licabrum; los romanos la llamaron Igabrum y los musulmanes Qabra. Los tres nombres se refieren a su situación en alto.

 


           Continuar sería el cuento de nunca acabar. Por eso le digo a Zalabardo que dejemos el tema contando dos únicos casos más: Villanueva del Trabuco y Vía de la Plata, calzada romana que iba desde Augusta Emerita hasta Asturica Emerita. Pero este camino no tenía nada que ver con el transporte de plata ni de ningún otro metal. También aquí hay dos teorías. Una defiende el nombre árabe, al balat, ‘camino empedrado’ y otros el nombre latino Via delapidata, de igual significado. Lo más probable es que se la llamase así por los miliardos, hitos de piedra que jalonaban el camino marcando las distancias. Sea lo que sea, solo una mala pronunciación de via albalata o via delapidata es la que nos ha traído la actual Vía de la Plata. Y el Trabuco que aparece en el topónimo malagueño nada tiene que ver con el arma de fuego en que pensamos, sino con otra muy diferente. Al parecer, en la preparación de la toma de Málaga, los Reyes Católicos establecieron aquí un campamento y de sus montes se extrajo la madera necesaria para construir otras armas, los trabucos de que habla Covarrubias: ‘máquina bélica con que se arrojaba de una parte a otra piedras gruesas con tanto ímpetu y fuerza como agora en su tanto una pieza de artillería’. Es decir, lo que hoy conocemos como catapulta.

sábado, septiembre 26, 2020

LAPIDACIÓN, TOSCOS Y PIEDRAS JEÑAS


             Cuenta el libro IV del Génesis que Tubal-Caín, hijo de Lamec, de la estirpe de Caín fue creador de la metalurgia e inventor de las primeras armas, en especial las espadas. Me insinúa Zalabardo que ya podía haberse dedicado a otro oficio, por ejemplo, a zapatero, que es más útil y menos dañino. De todas formas, le digo, es pura leyenda y el hecho no vuelve a citarse en ningún otro libro de la Biblia, que yo recuerde.

            No obstante, el libro sagrado de los judíos, y posteriormente también de los cristianos, ofrece innumerables referencias a un tipo de ejecución aplicable a determinados delitos que consideraban merecedores de ser castigados con la pena de muerte, la lapidación. No solo en el Antiguo Testamento; también en el Nuevo. Recuérdese, si no, el episodio en que Cristo anima a lanzar la primera piedra a quien esté libre de culpa.


            La lapidación es posiblemente la más horrible de las penas de muerte —si hay alguna que no lo sea— por el modo lento y doloroso con que muere el ajusticiado. La lapidación, si nadie me corrige, es una invención judía, que los musulmanes acogieron poco después; que, de un modo u otro, todas las sociedades han usado y, por incomprensible que parezca, aún sigue vigente en la legislación de no pocos países.

            Pero no es mi intención, le digo, hablar de ese tema, sino de la palabra. Lapidación, ‘matar a alguien a pedradas’, viene del latín lapis, -idis, que significa precisamente ‘piedra, pedrusco, roca’. De lapis proceden términos menos violentos, como lápiz, lápida, lapicero, lapidario (‘estudio de las piedras preciosas’) o dilapidar (‘malgastar una fortuna tirando el dinero como si fueran piedras sin valor’), etc. Lo curioso es que el latín posee, también otra palabra, petra, -ae, que significa exactamente lo mismo y de la que encontramos en nuestra lengua piedra, apedrear, pedrusco, pedernal, pétreo, pedrada, etc.

            Trato de informarme sobre esta cuestión y me dicen que lapis es palabra de mayor prestigio, casi la única que se utiliza en el latín clásico y, cuestión no desdeñable, de más antigüedad. En cambio, me explican, petra es posterior, tomada del griego, donde recaló, a su vez, parece que del arameo. Petra, según esta información, es propia de lo que se conoce como latín vulgar o coloquial y se introdujo, especialmente, a través de una influencia religiosa; el episodio en que Cristo dice a Simón Bar Jona que, desde aquel momento, su nombre sería Pedro, piedra sobre la que edificaría su Iglesia podría ser la base de lo que digo.

            Zalabardo empieza a mirarme, nervioso, sin entender qué persigo con esta acumulación de datos dispersos. Lo tranquilizo indicándole que ya llegamos a lo que me interesa, que son las piedras y el papel que tenían en nuestra niñez, cuando no teníamos playstation ni nada de eso. Le pido que recuerde cuando, allá en el pueblo, y esto era algo que sucedía no solo en el nuestro, un grupo de niños de una barriada se enfrentaba a un grupo de barriada diferente y nos retábamos a una pedrada, es decir, una batalla con piedras.

 


           No se me ha ocurrido investigar, pero creo que, mucho antes de que Tubal-Caín inventara las espadas, ya existirían las pedradas, modo de enfrentamiento más antiguo y menos lesivo, pues no es igual cortar el cuello o sacar las tripas a alguien con una espada que dejarlo inconsciente o abrirle una brecha con una buena jeña. Claro que no tenemos documentación sobre el caso. Es relato posterior el que nos cuenta que David mató a Goliat valiéndose de su honda de pastor. Mi profesor de historia nos contaba con orgullo cómo los honderos de la antigua Urso, la actual Osuna, se distinguieron en las guerras entre César y Pompeyo; a veces he pensado que, aunque usasen como proyectiles las piezas bicónicas de plomo que con facilidad aparecían en los campos, no pocas veces los proyectiles serían simples toscos cogidos del suelo. Juvenal, en La guerra de Yugurta, llega a utilizar la expresión lapidibus pugnare, ‘luchar con pedruscos’, en los enfrentamientos entre númidas y romanos. En el Quijote, Ginés de Pasamonte y el resto de desagradecidos galeotes pagaron su libertad lloviendo sobre el caballero y su escudero una inmensa cantidad de ñoclos, que no creo que hubiese por aquellos caminos otro tipo de piedras. Y, en Arroz y tartana, Blasco Ibáñez narra ya enfrentamientos a pedradas a la salida del colegio entre niños chuetas, ‘pertenecientes a una etnia de origen judío establecida en levante’ y niños cristianos viejos.

            O sea, me dice Zalabardo, que lo que hacíamos los niños era seguir una atávica tradición. Precisamente a la salida de los colegios, recuerda, una forma de matar el tiempo era apedrear farolas o perros que se nos pusiesen por delante; y, cuando surgía un conflicto, la diana de nuestras piedras eran los niños de otro barrio. Le confieso a mi amigo que no participé en demasiados de estos enfrentamientos, no tanto por ser prudente o pacífico, sino más bien por tímido y medroso de que me quedara señalada la frente como consecuencia de un toscazo recibido.


            De esto quería hablar hoy con mi amigo, de los distintos nombres que tenían las piedras que utilizábamos en las pedradas o en los ataques incívicos contra perros y farolas: tosco, ñosclo, canto, peladilla, chinarro, pedrusco, jeña… Acertar con ellas tenía también su nombre: toscazo, pedruscazo, ñosclazo, jeñazo… Algunas se comprende con facilidad lo que son, pero otras requieren algo más de estudio, por ser términos bastante localistas.

            Por ejemplo, el tosco, lo leo en María Moliner, es lo que en levante llaman tosca, un tipo de roca caliza muy porosa y de forma irregular. La piedra jeña, que era la reina de las piedras en mi pueblo, creo que es la que Alcalá Venceslada llama heña, ‘piedra muy compacta, dura de tallar y redondeada’, palabra probablemente relacionada con el verbo heñir, ‘apretar bien con los puños la masa’; un jeñazo podía dejar un chichón de los de campeonato. Pero, le digo a Zalabardo, nunca he sabido ni he hallado nada sobre cuál pueda ser el origen de ñosclo.

            No quiero incitar a los niños de hoy a que recuperen las pedradas; simplemente advierto con nostalgia cómo se van perdiendo algunas palabras.

sábado, septiembre 19, 2020

PARLAMENTARISMO Y DÉFICIT DEMOCRÁTICO

      

 


           Zalabardo, por mor de los tiempos que le tocaron vivir, tiene pocos estudios. Por eso, nunca respalda sus opiniones con la presunción de un título, máster o diploma; se limita, sin presumir tampoco, a valerse de su sentido común. Me comentaba hace unos días que, a veces, muchos de nuestros políticos parecen haber aprendido en la escuela barriobajera de la que han salido bastantes protagonistas de esos peculiares programas televisivos que tienen la desvergüenza de llamar a lo que hacen “periodismo de investigación”. ¿Saben ellos lo que es eso y saben nuestros políticos lo que es la política?

            Me parece duro en su opinión y así se lo digo. Me responde que habla así porque, cada vez que contempla una sesión parlamentaria, no encuentra sino individuos gritones, egocéntricos y maleducados que, más que trabajar en la búsqueda del bien de la comunidad (con lo que se ajustarían a aquella definición de animales políticos que hizo Aristóteles), parecen ocupados en dirimir quién de ellos la tiene más larga. Y me pide disculpas por usar esa vulgar expresión.

            Zalabardo, desde luego, me suele poner en aprietos cada vez que plantea una de estas cuestiones. Porque me sigue diciendo, además, que, por lo que lee en los diccionarios, parlamento, aparte de la sede de la asamblea legislativa de un país, es también la sencilla acción de parlamentar, es decir, dirigir la palabra a una audiencia, y que este verbo, sin salirnos del terreno de la política, es entablar conversaciones con quienes piensan de modo contrario con el fin de zanjar diferencias y buscar un punto de encuentro.

 


           Se toma un respiro y me dice: Por lo que veo, lo que hacen es prostituir las palabras y la función para la que fueron elegidos. ¿Te has dado cuenta de que en estos tristes momentos en que pasamos por una de las crisis mayores que haya conocido nuestro país, en el Parlamento se habla poco de cómo encarar con seriedad el problema sanitario, o el problema económico derivado del anterior? ¿Ves preocupados a los que se sientan en esos escaños por cómo afecta todo lo anterior a las relaciones sociales de la población, a la cultura, a la educación? En lugar de eso, no escuchamos más que “tú eres un mentiroso”, a lo que se responde “pues tú lo eres más”, o “tú eres un chorizo”, a lo que, cómo no, se contesta “más chorizo eres tú”. Y mientras, la casa sin barrer, el virus campando a sus anchas, los sanitarios desbordados, los profesores recurriendo, como casi siempre, a su mejor buena voluntad, pues faltan medios, espacio y personal, y mucha gente angustiada porque se ve abocada al paro.

            Siento tener que darle la razón a mi amigo y me hago la pregunta de qué pensaría Antonio Machado de una situación como esta. Zalabardo, que no tiene estudios pero no es ignorante, me recuerda que, en uno de sus proverbios, don Antonio aconsejaba guardarse la verdad propia y buscar, junto a los otros, una verdad válida para todos. Y que en el famoso Autorretrato con que encabeza Campos de Castilla, al preguntarse si era clásico o romántico, respondía “No lo sé”. Otros más poseídos de sí mismos que él, añade, no hubiesen tardado un segundo en definirse.

Hablamos, entonces, de si es ignorancia la duda que expresa Machado. Concluimos en que ni mucho menos; coincidimos en pensar que lo que el poeta hace es aplicar el principio propio del método socrático, que mantiene que es más sabio quien pone en duda sus conocimientos que quien proclama, sin reflexionar, la certeza de los suyos. Porque el primero estará siempre en condiciones de descubrir sus errores; pero no el segundo. Machado, para quien la etiqueta, lo accesorio, es lo menos importante, solicita el debate en campo abierto, limpio; y, para ello, no siente la menor vergüenza por partir de la idea de que la razón pudiera no estar de su parte. Por eso siempre hay que hablar y sin ninguna clase de complejos.

En democracia, le digo a Zalabardo, eso debe hacerse en el Parlamento, donde, tras el debate correspondiente, habrá que decidir las actuaciones más pertinentes y beneficiosas para los ciudadanos, no las que interesan a los respectivos partidos. Y como una parte muy considerable de nuestros políticos tienen las miras puestas más en su propia casa, su partido, que en la casa común, el país, rehúyen el debate parlamentario y se explayan en las redes sociales.


O sea, me interrumpe Zalabardo, que igual que el aire acondicionado nos robó el placer de disfrutar de una película en un cine de verano, el túiter y el feisbu esos nos están privando de los debates políticos, que deberían tener lugar en su verdadero escenario, el Parlamento. Y he de reconocerle que es así. Aunque en el hemiciclo debiera debatirse todo aquello de lo que se espera un bien para la comunidad, lo cierto es que son las redes el escenario donde cada uno airea “su verdad”, aquella de la que abominaba Machado, para evitar someterla debate; se diría que hay miedo a un diálogo socrático que pudiera dejar al descubierto los puntos flacos del argumentario de alguien.

A lo que parece, a los políticos les cuesta reconocer que la razón pudiera estar del lado de otros. Por eso, en el hemiciclo se limitan a actuar de cara a la galería; para eso les viene muy bien insultar y mentir. Lo decía Gabriel Rufián, portavoz de ERC: “Se miente más en el hemiciclo que en una entrevista de trabajo”. En las redes es más fácil dar rienda suelta a toda la demagogia con la que se pretende lograr las ambiciones políticas.

Estos comportamientos hacen creer que, por desgracia, padecemos un acusado déficit de conciencia democrática. Y el mismo Aristóteles que nos definió como animales políticos dejó dicho que la demagogia es el principal enemigo de la democracia.

sábado, septiembre 12, 2020

DE LA ALGARROBA AL QUILATE

 

 


           Llega septiembre y aquí estamos de nuevo Zalabardo y yo tratando de comentar en esta Agenda algunas cuestiones de la lengua que puedan resultar, al menos, curiosas. El tema de hoy me viene sugerido por dos circunstancias diferentes, pero que se han dado muy cercanas en el tiempo.

            La primera de ellas, la conversación mantenida con un señor que, encaramado en un alto algarrobo, cogía su fruto para alimentar a su ganado, mientras caminaba por el llamado Camino del Corcel, en los Montes de Málaga; la segunda, durante una visita al Castillo de Gibralfaro. El encuentro de un panel explicativo sobre el algarrobo y sus propiedades. Lo que ni Zalabardo ni yo sospechábamos es que dos palabras aparentemente tan dispares, algarroba y quilate, pudieran estar tan emparentadas.

            Algarroba es palabra de procedencia árabe, ḫarrūbah, que a su vez procede del persa har lup, que significa ‘quijada de burro’. De ahí proceden todas las variantes garrofa, garrofón, garrofín, garrofina, etc. Por la forma y aspecto de la vaina de esta legumbre, los griegos se valieron de otra metáfora y la llamaron keration, palabra de raíz indoeuropea kerds-, que significa ‘cuerno’, y de donde también proceden queratina, ciervo, carótida e, incluso, cráneo. No obstante, sobre keration, los árabes formaron la palabra qīrât, que, de designar todo el fruto, pasó a señalar solo su semilla, conocida también como garrofín. Y aquí surge la cuestión, pues qīrât quedó en español como quilate, aunque ha ido alterando su significado.


            La algarroba, de naturaleza humilde, se considera hoy alimento para animales. Pero no debe olvidarse que, en tiempos de penuria, la harina de algarroba fue fuente de alimento para los humanos y que aún hoy es muy apreciada en cosmética, en alimentación (se emplea para bizcochos, chocolates, miel…) y en farmacia (es buena para afecciones intestinales). No en vano, los catalanes siguen empleando el refrán guayar-se les garrofes, que es similar a nuestro ganarse las habichuelas. Zalabardo me hace recordar que, de pequeños, aparte del palodú, la caña de azúcar, los majoletos y otras chucherías, comprábamos unos canutitos rellenos de este fino polvo de algarroba molida y envueltos en papel de colores. Su apariencia era la del actual cacao en polvo y, su sabor, dulzón, aunque un poco acre.

            Pero vamos al quilate, que es lo que nos interesa ahora. Ya Covarrubias dice que de estas semillas “los romanos hacían cierta forma de peso muy pequeño, y pesaban como se pesa también con granos de trigo”; y aquí es donde se inicia la historia de hoy. Para determinar el peso y calidad de algunos productos, en este caso metales preciosos como el oro o gemas, se necesitaban medios de gran precisión de los que no se disponía. Los griegos, o tal vez los romanos, no sé con seguridad, comprobaron que las semillas de la algarroba, los quilates, presentaban un tamaño y un peso muy uniforme y era difícil diferenciar unas de otras. Eso los movió a utilizarlas como referencia a la hora de pesar perlas, gemas y oro.

 


           Cada semilla pesa 200 mg. Y, en el momento de establecer un canon de medidas, se determinó que un quilate serían cuatro semillas de algarroba; luego se comprobó que 5 granos pesan 1 gramo. Serían los árabes quienes cambiaran la relación quilate/peso y lo convirtieron en ley de pureza de un metal (sobre todo, el oro). Surge, entonces una pregunta: ¿por qué el 100% de pureza se estableció en 24 quilates? La razón, le digo a Zalabardo es sencilla: en principio, por el sistema duodecimal utilizado por los romanos; pero, además, el emperador Constantino I decidió acuñar, en el siglo IV, unas monedas que basaran su prestigio en tener un peso constante y una máxima pureza. Así apareció el solidus de oro, con un peso de 4,5 gramos; es decir, el equivalente al peso de 96 semillas; o sea, 24 quilates.

 


           Por eso, cuando decimos que una joya de oro es de 24 quilates, queremos decir que es oro puro casi al 100%. Y si decimos que es de 18 quilates, estamos afirmando que, de cada 24 partes, 18 son oro puro y 6, otros metales. Y por ese valor constante y seguro, en español, el verbo aquilatar, inicialmente ‘establecer la ley de pureza’, pasó a significar ‘analizar algo con todo detalle y precisión para separar lo que es puro de lo que es de naturaleza inferior’.

            Por si alguien no conoce este detalle, me avisa Zalabardo que diga que los rosarios tradicionales están hechos con semillas de algarrobas, lo que hace que sus cuentas sean tan regulares.