jueves, mayo 28, 2009

PÓSIT
La palabra que da título al comentario de hoy es una de las que entrarán a formar parte de la vigésima tercera edición del Diccionario de la Real Academia, es decir, la que ahora está en preparación. Son muchas las ocasiones en que discutimos Zalabardo y yo acerca de la conveniencia de utilizar una u otra forma de las palabras que van apareciendo. En el adelanto que la RAE hace de su publicación emblema en la Red, podemos leer que pósit es la 'hoja pequeña de papel, empleada generalmente para escribir notas, con una franja autoadhesiva en el reverso, que permite pegarla y despegarla con facilidad'. Hasta ahí, nada que objetar: conversión de un nombre de marca, Post-it, de la empresa 3M, en nombre común de un determinado producto y consiguiente españolización del término.
La discusión, esta vez, gira en torno a quiénes son los amos de la lengua, por decirlo de algún modo, y cuáles debieran ser los movimientos que deben seguirse. Me explico: el español es una lengua que hablamos unos casi 500 millones de personas. De esta cantidad, los españoles somos solamente 45 millones, es decir, el cálculo es fácil, un escaso 10% del total. En lo que dio en llamarse América Latina, o Hispanoamérica, son sobre 350 los millones de hablantes de esta lengua y, solamente en los Estados Unidos, los hispanohablantes se acercan a 50 millones, o sea, más que en toda España. Repito ahora la pregunta, ampliándola: ¿quiénes son los amos de la lengua, es decir, de dónde debiera irradiar la norma común que rigiera sobre la conducta del total de los hablantes? No olvidemos que Hispanoamérica nos ha dado las figuras, entre otros, de Borges, Darío, Rómulo Gallegos, García Márquez, Rulfo, Gelman, Benedetti y tantos más. Eso les concede el derecho a decir algo en este asunto de la lengua, ¿no creéis?
¿A qué viene ahora plantear tal debate? A algo tan simple como el término con el que hemos comenzado, pósit. Los datos me los aporta, como tantas otras veces, Zalabardo. Me muestra que, antes de dar cabida en nuestro Diccionario al término aludido, resulta que en él ya figuraba exfoliador para referirse a lo que ahora designamos con el neologismo. En la edición del año 1956 quedaba registrado como chilenismo. Más tarde, en la de 1984, se decía que era una palabra propia de Chile, Colombia, Ecuador y México. Y ya en la de 1992 queda recogida como americanismo, que es como aún aparece en la de 2001, la 22ª, que es la actual. La definición que se da es la siguiente: 'Dicho de un cuaderno: Cuyas hojas solo están ligeramente pegadas para poder desprenderlas fácilmente'. Si en lugar de cuaderno se dijera bloque o taco de hojas, la definición sería más adecuada. En cualquier caso, lo que interesa es que el dato reseñado demuestra un progresivo aumento en el uso del término, una expansión del mismo por todo el ámbito americano. ¿Qué ha impedido que se extienda también por España? Eso nunca se sabrá. Sin embargo, Zalabardo me dice que deberíamos olvidarnos de pretender que los americanos acojan el léxico que se utiliza en España y abrirnos más a aceptar nosotros el que se emplea allí, aunque sea por la simple razón, que no es tan simple, de que son más. Este sería, pues, un argumento democrático. O, también, anteceder el significado de pósit de la observación 'en España, hoja pequeña de papel...', etc., etc.
La discusión en torno a pósit sirve a Zalabardo para llevarme a otro terreno que también tiene bastante que ver con el léxico, el de la cantidad de nombres comunes que hay en nuestra lengua cuyo origen se remonta a nombres propios de marcas. Eso es lo que pasa, según ha quedado dicho más arriba, con pósit. Pero es que el Diccionario recoge muchos más ejemplos de estos casos, porque es muy frecuente que la marca registrada de un producto pase a designar la generalidad de dicho producto. Damos algunos ejemplos: túrmix o minipímer, 'batidora eléctrica'; cúter, 'cuchilla recambiable que se guarda dentro del mango'; panty, 'media que va desde el pie hasta la cintura, leotardo de tejido fino y elástico' (los más jóvenes tal vez no recuerden aquel anuncio que afirmaba "no son medias, son enteras"); delco, 'distribuidor del encendido en los automóviles'; uralita, 'placa de fibrocemento'; celo, 'cinta autoadhesiva transparente'; tirita, 'apósito adhesivo'; y aun hay otras que, incluso no estando recogidas en el Diccionario, son de uso frecuente: típex, 'líquido corrector'; casera, 'agua gaseosa' o táper, 'fiambrera de plástico'.
Consigo que Zalabardo me dé permiso para terminar con algo que no tiene nada que ver con el tema precedente. Se trata de que hoy es día 28 de mayo, es decir, el día siguiente (que no eso de día después que tanto se dice, porque después es adverbio y no adjetivo) de la final de la Champions que brillantemente completa el trébol de triunfos alcanzados por el Barça esta temporada. Para los seguidores de este equipo es una gran alegría que hace olvidar, siquiera sea un poquito, la grave crisis que estamos viviendo.

martes, mayo 26, 2009

ARROYO CLARÓ, FUENTE SERENÁ

Confieso que aunque hace días que tenía en la cabeza tratar este tema, la verdad es que no sabía cómo meterle mano para que no resultara demasiado sobado ya. Y al ver la viñeta de El Roto se me abrieron los ojos. Sería Zalabardo quien me llamara la atención sobre ella y quien me orientó sobre el tono que dar al comentario. Lo que me bullía sin cesar en la cabeza sin acabar de tomar cuerpo es la serie de informaciones que no cesan de aparecer sobre la aportación de ordenadores a los estudiantes como instrumento con el que combatir el fracaso escolar. Ya sé que nadie lo dice de esa manera, pero, en el fondo, son muchos los que confían en que sea así.
Porque, vamos a ver, de lo primero que nos tenemos que convencer es de que el ordenador puede ser un instrumento muy útil, de hecho lo es, aunque no pasa de eso, de ser un mero instrumento, no la panacea que venga a poner remedio en los problemas de la enseñanza. Digo esto porque en la época final de mi vida como profesor prestaba servicio en un centro tic, es decir (por si alguien no lo sabe), con aulas dotadas de ordenadores con los que los alumnos podían trabajar. Pero para que un aula tic (siglas que significan tecnologías para la información y la comunicación) funcione se necesitan, básicamente, dos condiciones: la primera, que a los profesores se los prepare adecuadamente sobre cómo obtener el máximo provecho de dicha herramienta en clase. Y digo que se los prepare, no que simplemente se les den unas mínimas lecciones acerca del enconamiento de determinados programas que, por lo común, son programas de gestión, que resultan ser los menos aprovechables para en correcto discurrir de las clases. Y la segunda condición es que a los alumnos se los convenza de que con el ordenador es posible hacer más cosas que chatear o acceder a las innumerables redes sociales que por ahí hay; y que valerse del ordenador supone algo más que cortar y pegar. Porque, como denunciaba hace poco un titular de prensa, "el ordenador no educa". Se podría aún citar una tercera condición, que haya un ordenar por alumno.
En estas estaba yo cuando la viñeta de El Roto derivó mis cavilaciones hacia otro lado; quiero decir, ¿no estaremos alejando demasiado a los niños de la ventana que supone el aire fresco, la libertad de imaginación y de creación, el encuentro con los otros niños; en fin, el juego solidario que los ata, positivamente, a los demás, frente a ese otro juego, este solitario y egoísta, que el ordenador propicia, igual que la play, igual que tantas otras herramientas similares que hoy ponemos en las manos de nuestros hijos?
¿Habéis reparado en que cada vez se juega menos, que cada día los niños pueden salir menos a las calles, que las ciudades no se construyen con esa previsión y, por tanto, nuestros niños han de permanecer cada vez más recluidos en las casas, si no encerrados en los centros escolares, obligados a realizar unas actividades extraescolares que, la mayor parte de las veces, ni les interesan.
La viñeta de El Roto nos ha llevado a Zalabardo y a mí a pensar en otras épocas, en otras circunstancias de vida. Por lo pronto, había cantidad de esos que llamo juegos solidarios que reforzaban los lazos entre cada uno de nosotros y nuestros semejantes. Porque en los juegos había solidaridad sin que faltara la competencia. Empezábamos por echar suertes para ver quiénes formaban cada bando y las fórmulas eran muy variadas. Una muy común era aquella de En un café / se rifa un gato; / le ha tocado / al número cuatro. / El uno, el dos, / el tres y el cuatro. Y aunque hoy nos pueda parecer poco correcto políticamente, había juegos de niños y juegos de niñas, sin que ello impidiese que los sexos nos mezcláramos en unos u otros. Las niñas jugaban básicamente a la comba y a la rueda, juegos que se acompañaban de canciones que se han ido perdiendo con el tiempo. Para la comba, era muy usual, en mi pueblo, aquel de Al pasar la barca / me dijo el barquero..., o aquel otro de El cocherito, leré, / me dijo anoche, leré... Pero yo recuerdo una canción especialmente bella que acompañaba los saltos de la cuerda: Una tarde florida de mayo / cogí mi caballo y me fui a pasear; / por la senda donde mi morena, / gentil y risueña solía pasar...
La rueda tenía sus propias canciones: Al corro de la patata, Estaba la pájara pinta, Quisiera ser tan alta como la luna o aquella otra hermosísima con su dislocación acentual: Arroyo claró, / fuente serená, / quién te lava el pañuelo, / saber quisierá. / Me lo ha lavadó / una serraná... Los niños éramos diferentes, más brutos, decían nuestras madres, y jugábamos más a carreras y saltos: a pídola, que en nuestro pueblo llamábamos piola, o al salto del moro; como jugábamos, según las épocas del año, a las bolas o al trompo. Mixtos eran otros juegos: la gallina ciega, el anillo, las cuatro esquinas, el pañuelo, el escondite inglés y tantos más.
¿De qué calle disponen hoy los niños para tales juegos? ¿Qué ordenador favorece las relaciones sociales que permitía el juego del anillo o el de las prendas? ¿Es más educativo tuenti que la gallina ciega? Tanto Zalabardo como yo añoramos aquellos juegos. Y no porque creamos que cualquier tiempo pasado fuera mejor, que no lo fue. Pero creemos que una conversación directa, mirándose a los ojos y con roce de los cuerpos, mantenida mientras se juega al trompo o mientras se intercambian cromos es más viva y fuerte que la que se mantenga a través de Messenger.

jueves, mayo 21, 2009

MIEDO AL MESTIZAJE

Venimos leyendo desde hace días cómo Berlusconi (¿qué explica que un individuo de su calaña llegue a regir los destinos de un país?) manifiesta a los cuatro vientos que no tolerará una Italia multiétnica, declaración que viene avalada por el comportamiento de su Gobierno en el asunto de la denegación de acogida a un gran número de los inmigrantes que llegan al país e incluso la consideración de la propia inmigración como delito.
Esto, que pudiera parecer un asunto interno y exclusivo de la política italiana no es sino una muestra de una corriente más generalizada, diríamos que en la casi totalidad del territorio europeo, y habría que hacerla extensiva al conjunto de eso que llamamos primer mundo: la del rechazo de quienes forman parte de aquellos grupos que sentimos diferentes de nosotros. Dicho rechazo es más que nada consecuencia del miedo cerval que sentimos a una plena integración y lo que ello conlleva, miedo a la mezcla de razas, al mestizaje.
Me dice Zalabardo, y no le falta razón, que este miedo, aunque creamos que nuestra situación es diferente a la italiana, es también perceptible en España y no es asunto de la época actual, sino que es una constante de toda nuestra historia. Ya tras la conquista del reino de Granada, los Reyes Católicos dieron una Pragmática en 1499 por la que se obligaba a judíos y musulmanes dominados a convertirse al cristianismo bajo pena de expulsión del reino. Pero las relaciones entre quienes aceptaron la conversión y los cristianos viejos no serían nunca buenas, lo que derivó, con el paso del tiempo, en el decreto de abril de 1609 que firmó el duque de Lerma, en nombre del rey Felipe III, por el que se determinaba la expulsión de los moriscos, descendientes de aquellos musulmanes conversos que decidieron permanecer en nuestro país, que, por otra parte, lo era también de ellos. El decreto encerraba disposiciones realmente duras: ...que todos los moriscos de este reino, así hombres como mujeres, con sus hijos, dentro de tres días de cómo fuese publicado este bando en los lugares donde cada uno vive y tiene su casa, salgan de él y vayan a embarcarse a la parte donde el comisario les ordenare... Que cualquiera de los dichos moriscos que, publicado este bando, y cumplidos los tres días, fuese hallado fuera de su propio lugar, pueda cualquier persona, sin incurrir en pena alguna, prenderle y desvalijarle... y si se defendiere lo pueda matar... Ahora se ha cumplido el cuarto centenario de aquel hecho.
Los moriscos expulsados, se dice, fueron algo más de 300.000. Eso, en un total de ocho millones de habitantes, suponía la expulsión del 4% de la población. El número no es en absoluto despreciable y las consecuencias no pudieron menos que ser desastrosas para la economía del país. No olvidemos que en una sociedad con tantos nobles y tantos celosos de su hidalguía, los moriscos constituían la mayor parte, en algunas regiones, del pueblo llano que mantenía la agricultura y el comercio. Y lo que no puede obviarse de ninguna de las maneras es que todos ellos eran españoles no ya de segunda generación, sino en muchos casos de tercera y cuarta. Los especialistas hablan de qué razones pesaron más en la expulsión, si las económicas o la raciales; Zalabardo me pide que no entre en tales cuestiones, que hacen olvidar lo principal, que fueron españoles expulsados por españoles a causa de motivos más raciales y religiosos que de otro tipo. En 1749 les tocaría el turno a los gitanos.
Los moriscos expulsados vivían principalmente en las zonas de Aragón y Valencia, pero no escaseaban en Murcia ni en Andalucía. La tesis de Zalabardo es que la realidad impediría a los gobernantes y a cuantos los animaban evitar el mestizaje, porque el mestizaje era ya un hecho: España, como todos los pueblos del mundo, fue fruto no de uno sino de muchos mestizajes, escribió Sánchez-Albornoz. Puede que en las ciudades lo notemos menos, pero los pueblos dan continuamente fe de lo que decimos. La toponimia, el urbanismo, las actividades agrícolas nos lo muestran a cada momento.
Me habla Zalabardo de la Axarquía ('el territorio que está al este'), de sus pueblos (Macharaviaya, 'la alquería de Abu Haya', Iznate, 'el castillo', Nerja, 'manantial abundante', etc.) y de su ruta mudéjar (Arenas, Archez, Salares, Daimalos, Sedella...) como ejemplo típico y prueba fehaciente de ese mestizaje. Cualquiera de estos lugares axarqueños presenta las paredes de sus calles llenas de azulejos que recuerdan un pasado morisco.
Y, por último, si atendemos a la lengua, es preciso recordar que los arabismos constituyen el segundo grupo en importancia, después del latín, de nuestro léxico. Son instituciones: alcalde, alguacil, albacea; el comercio: arancel, tarifa, aduana, almazara; el urbanismo: arrabal, alquería, aldea, alcoba, zaguán, albañil, tabique, azulejo, alcantarilla; vida doméstica: tarea, alfarero, taza, jarra, alfiler, albornoz, babucha, almíbar; labores agrícolas, regadíos y frutos: acequia, aljibe, noria, alcachofa, algarroba, alfalfa, azafrán, azúcar, aceite, azahar, adelfa, acebuche, jara... Y así se podría seguir bastante tiempo. Y, pese a todo ello, y después de haber sido nosotros mismos emigrantes no hace tanto, les seguimos negando el pan y la sal a los que ahora llegan buscando una vida mejor.

lunes, mayo 18, 2009


BENEDETTI
Ayer, en su casa de Montevideo (Uruguay) y a los 88 años de edad, falleció Mario Benedetti. Hoy podemos leer biografías, reseñas y elogios fúnebres relativos a su persona en todos los periódicos y en diferentes páginas de Internet. Por eso no vale la pena que Zalabardo o yo digamos nada sobre quien Juan Cruz ha llamado "poeta del compromiso, de la amistad y del amor". Me limito, pues, a copiar este poema suyo, Pasatiempo, del libro Viento del exilio y a pediros que lo leáis:
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía
luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era océano
la muerte solamente
una palabra
ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros
ahora veteranos
ya dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra
Descanse en paz.

jueves, mayo 14, 2009

FERENC PLATKO

Pocas veces he visto discutir a Zalabardo. Su natural sosegado, yo me altero con mucho menos motivo, es capaz de aparentar que la razón la tiene su opositor con tal de no meterse en litigios en los que no se dilucida nada que sea crucial. Anoche, sin embargo, sería la resaca de lo que acabábamos de ver, fue uno de esos momentos en que uno no se puede resistir y llevó la contienda hasta el final. Claro, que tampoco llegó la sangre al río. Todo ocurrió tras la final de Copa entre el Athletic y el Barça.
Entre el auditorio de espectadores que estábamos sentados ante la televisión, una vez finalizado el encuentro y ya en la tertulia pertinente al caso, se hablaba de la maravilla del juego desplegado por el Barça en la segunda parte. Un nostálgico de tiempos pretéritos, de esos que aún quedan por ahí, y merengón por más señas, tuvo la ocurrencia de decir: "Lo que yo no sé es dónde están ahora todos aquellos que presumían de intelectuales", y pronunció la palabra intelectuales con retintín, "que afirmaban que el fútbol es el opio del pueblo". Comentario sin importancia que, no obstante, hizo saltar a Zalabardo como impulsado por un muelle: "Lo que aquellos intelectuales querían decir no era que el fútbol, en sí fuese el opio del pueblo, sino el uso interesado que del fútbol se hacía en aquella ominosa época", y fue entonces Zalabardo quien puso retintín al pronunciar la palabra ominosa, "puesto que se utilizaba como telón para ocultar otros problemas más serios".
Y que si patatín, que si patatán; nada del otro mundo, vamos. Pero como a Zalabardo le duraba el subidón de haber visto vencer al Barça con tanta autoridad, dio rienda suelta a un discurso justificativo de cómo los intelectuales y artistas de principio del siglo XX fueron ya defensores de todos los deportes y admiradores, en especial, del balompié, que así se le llamó en un tiempo. No paraba de dar ejemplos, hasta llegar al clímax en el momento en que citó y recitó, como argumento máximo de su tesis, la famosa Oda a Platko, de Rafael Alberti; sí, aquella que empezaba: Ni el mar, /que frente a ti saltaba sin poder defenderte. / Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía. / Ni el mar, ni el viento, Platko, / rubio Platko de sangre, / guardameta en el polvo, / pararrayos. / No. Nadie, nadie, nadie. / Camisetas azules y blancas sobre el aire. / Camisetas reales, /contrarias, contra ti, volando y arrastrándote. Su declamación fue cerrada con general aplauso y allí se acabó toda disputa.
Ferenc Platko, húngaro nacido en 1898, fue el portero que defendió la portería del Barça en la final de Copa de 1928, jugada en El Sardinero, de Santander, contra la Real Sociedad, y que precisó de tres partidos, porque entonces no existía aquello de deshacer el empate mediante tandas de penalties. Platko fue el héroe en el primero de los partidos, pues al arrojarse a los pies de un contrario para evitar un gol recibió una patada en la cabeza que lo dejó conmocionado y con una brecha que precisó de seis puntos de sutura. Una vez repuesto y remendado, continuó jugando.
El fútbol siempre ha sido épica y lírica, aunque según los tiempos ha prevalecido una cosa u otra. Anoche, la épica la puso el Athletic; al menos, mientras tuvo fuerza y antes de que se desatara el aluvión de juego azulgrana, que es ejemplo de la lírica. Por estos días, parece que la lírica solo la pone el Barça, al que podríamos llamar de los tres tenores (Messi, Xavi e Iniesta, si bien este último estuvo ausente por lesión). También, a veces, el fútbol tiene algo de retórica: las metonimias, las metáforas, las hipérboles y los hipérbatos llenan su lenguaje. Un lenguaje donde a las camisetas se las llama elásticas o al balón se le cita como cuero o esférico; lenguaje épico porque se habla de ataque, de defensa y de poner cerco; lenguaje lírico porque a las botas se las llama borceguíes; a los partidos, encuentros; a las porterías, arcos o metas y, consecuentemente, a los porteros, arqueros o guardametas, cuando no cancerberos; también se prefiere llamar manoplas a los guantes del portero, aunque la manopla sea un guante sin separación entre los dedos o con solo una para el pulgar. Por fin, al árbitro se le llama trencilla; ¿sabéis por qué? Pues porque en su indumentaria antigua, la chaqueta del uniforme tenía los bordes ribeteados con una trencilla de color blanco.
En fin, que anoche disfrutamos. Unos más que otros, por supuesto. ¿Hace falta decir qué equipo se lleva las simpatías de Zalabardo y las mías? Los dos somos culés, desde casi el principio de los tiempos; al menos, de los tiempos nuestros. Los dos amamos el fútbol, aunque ya la edad, se dijo aquí otra vez, no nos permite practicar más que el fútbol sala; es decir, bien sentaditos en la butaca delante del televisor. Ahora, a esperar la otra final, la de la Champions. Eso es harina de otro costal, pero por soñar que no quede. Ya veremos qué pasa.

martes, mayo 12, 2009

¿EL HUEVO O LA GALLINA?
Hubo un tiempo en que las ciudades ofrecían un ritmo menos trepidante y angustioso que el que en nuestros días soportamos. Se podía andar por las calles sin especiales preocupaciones salvo la de evitar que te atropellara un tranvía, lo que también pasaba de vez en cuando. Luego, las ciudades aceleraron su ritmo de crecimiento, las personas empezamos a tener prisas para todo e hicieron su aparición los autobuses para suplir a los tranvías, acusados de ser un medio lento y poco o nada moderno.
Sin embargo, hubo ciudades que se negaron a desterrarlos y los mantuvieron a toda costa. E incluso hoy son muchas las ciudades que han decidido recuperarlos. Por citar un único ejemplo, el tranvía, aun con su diseño ultramoderno y pese a que sea de quita y pon, ha dado un cierto aire romántico al peatonalizado centro de Sevilla.
Yo aún conservo un entrañable recuerdo de aquellos últimos tranvías de Granada, que conocí cuando llegué a su Universidad, allá por 1965 (¡cuarenta y cuatro años ya!). El llamado tranvía de la sierra discurría por unos parajes realmente bellos. Y es Zalabardo quien me recuerda los rótulos que en su interior se podían leer. Junto al prescriptivo Prohibido hablar con el conductor, que nadie obedecía, había otros, como el que indicaba: Asientos reservados para caballeros mutilados de guerra, que insistía en mantenernos cercana, aunque quedase ya lejana en el tiempo, la época del conflicto civil; o el que, muestra del radical nacionalcatolicismo que imperaba en el país, rezaba: Prohibido usar palabras malsonantes y blasfemar.
Pero el apunte de hoy no pretende detenerse en los tranvías, ni en su desaparición ni en su recuperación, sino en el contenido del último de los rótulos recordados. No quiero entrar aquí en el terreno de la blasfemia ('palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos', según el Diccionario de la RAE), sino en el de lo que comúnmente se denomina taco (o, según otros ámbitos y países, palabrota, picardía, grosería, garabato, improperio, mala palabra o palabra sucia) y, más que en su sentido o contenido, en la moderna extensión de su uso.
Tengo que confesar que ni Zalabardo ni yo somos habituales en la utilización de palabrotas; o por decirlo con más claridad, es difícil que yo las emplee y no he escuchado nunca a Zalabardo servirse de ellas. Pero lo que importa ahora es que vivimos en una época que podemos llamar de liberación y difusión extrema de los tacos. A los españoles se nos acusa, creo que con razón, de no ser capaces de articular tres palabras seguidas sin que una de ellas lo sea, y no es excusa alegar que muchos extranjeros que vienen a nuestro país lo primero que deciden aprender es el amplio catálogo de nuestro tacos.
Vaya por delante que ni a Zalabardo ni a mí se nos podrá tachar de mojigatos ni tenemos ninguna clase de escrúpulo moral frente a este tipo de expresión. Sucede simplemente, al menos en mi caso, que, pese a la fuerza expresiva que se dice que tienen, considero que el taco resta precisión y galanura a nuestra habla al tiempo que le añade una sobretasa de grosería, le quita elegancia. Porque ahí está el quid de la cuestión, según mi parecer: en que la utilización indiscriminada de los tacos es síntoma de pobreza léxica y los utilizamos cuando no sabemos qué otra cosa decir. En casi todos los apuntes de esta agenda procuro dar ejemplos aunque, paradójicamente, hoy lo que pretendo es evitarlos. Pero alguno ha de haber para que quede bien sentado lo que digo: observemos que si de un amigo no atinamos a decir que sea leal, solidario, jovial, amable, divertido, inteligente, noble, fiel, simpático, elegante o alegre, cortamos por la tangente y decimos que es cojonudo, lo cual, por otro lado no aclara demasiado sobre lo que deseamos decir salvo dejar sentado nuestro afecto hacia su persona. Del mismo modo, si de una comida no acertamos a calificarla de excelente, exquisita, sabrosa o deliciosa, salimos del paso afirmando que ha estado de puta madre.
Lo que a mí me preocupa es que, si bien es verdad que en una situación concreta nada refuerza tanto como un taco lo que queremos decir, o la actitud que deseamos manifestar con lo que decimos (a ver, si no, el valor del ya famoso ¡Se sienten, coño! del esperpéntico y atrabilario Tejero), la indiscriminación de su empleo no demuestra más que, como digo, pobreza y vulgaridad.
De un tiempo a esta parte, el taco ha sentado sus reales en la radio y en la televisión. No hay película, serie, debate, retransmisión en las que no tenga papel más o menos estelar este lenguaje plagado de palabras malsonantes, que siempre se han usado, pero sobre las que parecía existir un tácito acuerdo acerca de cuándo y dónde se podían o no se podían usar. Ahora no importa el tema que se debata, que los diálogos de las series sean malos de solemnidad, o que el evento deportivo no depare mucho de sí; lo importante (?) es que no falte un buen trufado de tacos de principio a fin. Y esto provoca, lo que me crea mayor preocupación, que los niños hablen cada vez peor, porque imitan a los mayores y porque creen que lo que se oye en la tele y en las películas es lo que mola.
Y si alguien critica estos excesos verbales, nunca faltará, como leía hace unos días, quien los justifique alegando que todo ello no es sino un reflejo de la realidad de la calle. Ya estamos de nuevo en el eterno dilema del huevo o de la gallina, porque también podría alguien replicar que es al revés, que la calle imita lo que le ofrecen en la televisión.
Sin embargo, todavía hay quien siente algún rubor cuando descubre no haberse expresado de un modo debido. Un futbolista del Chelsea, Drogba, pidió perdón tras haber gritado ante las cámaras, en el sofoco consecuente de haber sido objeto de un mal arbitraje: ¡Esto es una jodida vergüenza! Dijo sentirse dolido porque su comportamiento y palabras fueron un mal ejemplo para muchos niños que siguen el fútbol. Esta reacción sí es un buen modelo que seguir.

viernes, mayo 08, 2009


¿AHORA YA TOCA?
Las filias y las fobias no se rigen por ninguna normativa o regla preestablecidas, o al menos eso es lo que me parece a mí. Obedecen a unos sentimientos de atracción o repulsión que portamos siempre muy adentro de nosotros, de manera larvada, pero dispuestos a aflorar en cualquier momento. En nosotros los españoles parece que esto es así de modo más patente y son muchos los que han hablado de nuestra permanente tendencia al cainismo y de un acendrado maniqueísmo.
Me interrumpe un momento Zalabardo y me pregunta, mirándome a los ojos, de qué pienso hablar hoy en esta su agenda que hago tan, para él, trágico exordio. Le contesto que quiero hablar de nuestra tendencia a encumbrar a algunos compatriotas, muchas veces sin analizar demasiado cuáles sean sus méritos, comparable, la tendencia, tan solo a aquella otra de derribar de la peana a quienes antes hemos elevado a ella, igualmente sin analizar cuáles pudieran ser los deméritos que han provocado el derrocamiento. Parece, le digo, como si esto fuera por tocas: ahora hay que ensalzar; ahora es tiempo de denigrar.
Me pregunta entonces Zalabardo si pienso en alguien concreto o es que hablo por hablar. Y la verdad es que estoy pensando en una persona bien concreta; Camilo José Cela. ¿No habéis notado que de un tiempo a esta parte parece como si ahora correspondiera hacer la crónica negra del gallego tal como en tiempos no muy lejanos tocó hacer la alabanza? Quien en un momento fue merecedor de toda clase de panegíricos (ganó el Nobel y ganó el Cervantes) parece que debe afrontar por estos tiempos la hora de las vacas flacas. Y ni tanto ni tan calvo, ¿no crees?, le pregunto a Zalabardo, que me hace gestos de asentimiento.
Porque vamos a ver: si somos sinceros, Cela, desde siempre, junto a su persona, llevó el acompañamiento de las figuras, y bien que las cuidó, del escritor y del personaje. Y las tres vertientes de su ser, la de la persona, la del personaje y la del escritor están llenas de luces y de sombras (¿más sombras que luces o al revés?, lo ignoro); llenas de límpidas superficies y de agudas y peligrosas aristas. Y de él podremos decir lo que queramos, pero su obra está ahí. Aunque muchos, ahora, pretendan negarle el pan y la sal y alardeen de pregonar que nada de ella será recordada con el tiempo. Y yo digo: demos tiempo al tiempo.
Pudiera sugerir lo que llevo escrito que soy un incondicional de Cela y no es así; quienes me hayan oído hablar de él saben que siempre he mantenido lo que significó su crecimiento a la sombra del franquismo. Que mientras otros muchos hubieron de exiliarse, él aprovechó la situación para medrar en su propio beneficio. Que trabajó de censor a sueldo del Ministerio de Información, aunque más tarde pretendiera disimular su tarea. Que se dice -se dice- que se ofreció como delator. Todo eso son negros brochazos de su biografía. Como personaje, nadie pondrá en duda que fue maestro en el arte de escandalizar para obtener algún beneficio (¿quién no recuerda aquel episodio bufo-literario de la historia de El Cipote de Archidona?; ¿alguien ha olvidado la entrevista en televisión en la que se prestó a demostrar que era capaz de sorber toda el agua de una palangana por vía anal?). Su último escándalo fue el de la victoria en el Premio Planeta con una novela, La cruz de San Andrés, que fue acusada de plagio; el asunto aún está en los juzgados. La historia se resume así: a Cela -se dice- no solo le encargaron una novela a la que se otorgaría el premio, sino que le dieron otra presentada al mismo certamen para que la "reescribiera". A mí no me extraña nada que todo ello sea verdad. Cela era capaz de eso y de más. También, antes, La catira había sido otro encargo del que obtuvo buen lucro.
Pero, dicho todo lo anterior, a Camilo José Cela no se le puede quitar lo que de bueno hubiese en su obra, que lo hay, y no poco. Por ejemplo, no se puede olvidar lo que significó la aparición, en 1942, de su novela La familia de Pascual Duarte, todo un prodigio de modelo narrativo y de claridad de estilo. En el terreno yermo de la literatura española, en España, de los primeros años de posguerra, Pascual Duarte constituyó una auténtica revelación. Y junto a Cela, no se puede olvidar la figura de Carmen Laforet, que publicó Nada poco después, en 1945. Si el gallego fijó su atención en un mundo popular y campesino en el que se daban los instintos más primarios y las más salvajes pasiones, la catalana dibujó la sordidez y miseria moral de la burguesía española del momento. Ambos autores retrataron una sociedad que los vencedores pretendían disimular y fueron el faro que alumbró el camino a los escritores de aquellos años.
Y más tarde, en torno a 1950, el novelista Camilo José Cela, con La colmena, formó trío con el poeta Blas de Otero, autor de Ángel fieramente humano, y el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, que estrenaría Historia de una escalera; entre los tres hicieron posible, cada uno en su género, la aparición de aquella generación, llamada del medio siglo, que tanto hizo en el terreno de la corriente realista, ya fuese en su vertiente objetivista o en su vertiente crítica.
Tampoco se pueden olvidar algunas otras de sus obras, como la claustrofóbica Oficio de tinieblas 5, o aquella que cuenta la historia de una venganza tras la guerra civil, Mazurca para dos muertos, o Madera de boj. ¿Y qué decir de sus incursiones en un género tan escasamente atendido en nuestra literatura como es el libro de viajes (véanse Viaje a la Alcarria y los que le siguieron)?
Y, para terminar, a todo ello habrá que unir la creación de la revista Papeles de Son Armadans, que sirvió, entre otras cosas, para que pudiesen publicar en España muchos exiliados que tenían vetadas cualesquiera otras vías para hacerlo. En estos días se ha publicado un epistolario de Cela que da fe de aquellos contactos.
Así que, si ahora toca, digamos todo lo malo que haya que decir de este escritor, no renunciemos a utilizar los más duros adjetivos que encontremos; pero no olvidemos que, entre tanta ropa sucia, de vez en cuando aparece alguna prenda limpia y no contaminada. Demos a cada uno lo suyo.

lunes, mayo 04, 2009


INTRANSIGENCIA
Jacques Tati, actor francés de ascendencia rusa nacido en 1907 y fallecido en 1982, está considerado en su patria como el rey indiscutible de la comedia. Sus películas más conocidas son Día de fiesta, Las vacaciones de M. Hulot, Mi tío, Playtime y Trafic. Tanto Zalabardo como yo coincidimos en valorar muy por encima de las demás a la segunda y tercera de las citadas, aunque ya hemos dejado constancia en esta agenda que nuestra cultura cinematográfica no pasa de ser la de dos aficionados a ver buenas películas, sin más.
Ambas películas son, a su vez, la presentación en sociedad del personaje que lo ha hecho mundialmente famoso, monsieur Hulot, fácilmente reconocible por su gabardina, su paraguas y su pipa. Monsieur Hulot es un hombre corriente, una persona común, con no más ignorancia y curiosidad que otro hombre cualquiera que vive en un mundo caracterizado por todos los avances tecnológicos del siglo XX y en el que no termina de sentirse a gusto. Las vacaciones de M. Hulot (1953) pretende ser una crítica de las costumbres pequeñoburguesas en una ciudad costera durante las vacaciones. Su estancia entre sus vecinos es fuente de un completo caos y de la provocación de un absoluto desorden que no es más que su modo de satirizar unos modos de ser. Mi tío (1958) fue su película más premiada y aclamada y en ella manifiesta su defensa del individuo frente a la modernidad y la tecnificación. Hablando de ella, dijo: Prefiero vivir en un barrio antiguo y humano antes que en medio de una red de autopistas y del barullo de la vida moderna.
¿A qué viene ahora esta glosa de la vida y obra de Tati?, me pregunta Zalabardo. Le digo que a algo muy simple como es el hecho de que este mundo tecnificado que él repudiaba y que ahora, para más inri, se ha vuelto cultivador de lo políticamente correcto hasta caer, digo yo, en la intransigencia, acaba de darle, en su propia patria, un último bofetón. Como Zalabardo me pone cara de extrañeza, le explico la situación. En Francia se está llevando a cabo un homenaje a tan genial cómico. Pues bien, a alguien se le ha ocurrido la infausta idea de censurar los carteles que lo anuncian en el metro y en los autobuses despojándolo de su inseparable pipa y colocando en su lugar un molinillo. Razón aludida: la prohibición de publicitar el tabaco en estos medios. No piensan que tal cosa es como si ahora representásemos a Charlot desprovisto de su flexible bastón o de su bombín. Por supuesto, los sindicatos de directores y críticos de cine del país galo han protestado por tal desaguisado, pero no sé si les harán caso.
Lo que esto me lleva a pensar, le digo por fin a Zalabardo, es que talibanes e intransigentes los hay por todas partes. Por ejemplo: no hace mucho, no sé qué asociación presentó una queja contra una de nuestras televisiones porque en una de sus series aparecía un personaje que tartamudeaba, lo que dicha asociación consideraba un trato vejatorio hacia las personas que padeciesen esa dificultad de habla.
Esta actitud de intransigencia parece extenderse como mancha de aceite, poco a poco aunque sin que nadie sea capar de pararla, por todas las facetas de nuestra vida. Naturalmente, el lenguaje no queda excluido de lo que decimos. No importa cuál sea la razón lingüística de un determinado uso; lo que cuenta es proscribir aquello que no nos gusta porque lo consideramos ofensivo. Sin reflexionar, en la mayoría de los casos, que tal ofensa no existe más que en la mente de quien propugna la prohibición.
Zalabardo parece que me va viendo la intención y me sugiere que deje aquí el asunto, sin entrar en más detalles; pero resulta que tales detalles son considerados por mí importantes. Veamos: hay en la lengua un proceso que se llama lexicalización y que consiste en el hecho de que un giro de palabras pasa a tener un sentido unitario y diferente del que tienen por separado las palabras que lo forman. Sirva de ejemplo el dulce llamado pedo de monja (que en otros lugares dicen teticas de monja) o el guiso que conocemos como olla podrida. Por otra parte, otros giros son simplemente descriptivos, sin encerrar la menor valoración de aquello a lo que se alude. Veamos, si no, la expresión estar más liado que la pata de un romano. Sin embargo, hay giros de uno y otro tipo que la corrección política nos pide desterrar. Creo que es suficiente con algunos ejemplos: engañar a alguien como a un chino, ser una reunión una merienda de negros o no hacer algo porque hay moros en la costa.
Te lo avisé, me indica Zalabardo; ahora atente a las consecuencias. Lo quiero tranquilizar, pero no lo consigo. Y es que, a ver, ¿dónde está ese chino, ahora que hay tantos entre nosotros, al que se supone fácil de engañar?; ¿sabemos qué se quiere decir cuando hablamos de merienda de negros? Pues sería igual que si unos suecos dijeran ahora de una reunión donde la gente habla en voz muy fuerte que parece una merienda de españoles, que en eso no les vamos a la zaga a los negros (¿o debo decir subsaharianos?). Y si alguien desea saber el origen de la expresión haber moros en la costa no tiene más que mirarlo en los muchos libros que la explican. Y ninguna de estas expresiones debe considerarse ofensiva ni vejatoria.
Le digo a Zalabardo, procurando tranquilizarlo, que no hay ofensa donde no hay intención, pienso yo, y que por este camino habría incluso que suprimir los chistes; por lo menos los que versan sobre homosexuales, o sobre curas, o sobre catalanes, o sobre leperos, o sobre maestros de escuela, o sobre putas (¿se puede decir putas?) o sobre guardias civiles, o sobre gitanos, o sobre... O habría que censurar a Eto'o por decir aquello de que quería trabajar como un negro para vivir como un blanco, o a Alfonso Guerra por cuando dijo aquello de que los socialistas iban a cambiar España de forma que no la reconocería ni la madre que la parió. ¿No parece ya mucha censura? ¿Cómo habré de pedir en una confitería un brazo de gitano sin que se me enfade nadie? Y, sin embargo, lo cierto es vamos cayendo, todos, en la postura de los intransigentes y terminamos por evitar aquello que alguien quiere que no se diga. Eso es lo malo.

martes, abril 28, 2009


HOY LAS CIENCIAS ADELANTAN...
No mucha gente sabe que mi vocación frustrada es la de periodista. Desde una edad muy temprana me atrajo no solo la tarea de redacción de contenidos, la labor propia del reportero, sino el mismo proceso de producción periodística: la maquetación, la composición de páginas, la ilustración, la documentación, la impresión. Todo me parecía especialmente atractivo y en cualquiera de las facetas de creación del producto periodístico me imaginaba como pez en el agua.
Aún recuerdo la época, todavía no había conocido a Zalabardo, en que, de niños, y por la influencia que en nosotros tuvo una revista que conocimos en el colegio, nos propusimos editar la nuestra propia. Éramos tres amigos, Pepe Zamora, José Manuel Ramírez y yo, que habíamos fundado primero un club y, luego, fuimos lo suficientemente osados como para editar una revista, Urso fue su nombre. Nos servimos, primero, de una antigua multicopista de alcohol que estaba arrumbada en el Ayuntamiento y, después, de una no mucho más moderna de tinta que no sé de dónde nos consiguió un fraile, Fray Tarsicio, a quien acudimos en solicitud de ayuda. No sé cuál de las dos fallaba más. Podéis imaginar cómo terminaban de tinta nuestras manos y ropas y cuánto papel inutilizábamos en la confección de cada número. No sé cuántos llegamos a imprimir, pero, en cualquier caso, fue una bonita aventura.
Con el tiempo, aquella vocación no pudo hacerse realidad, porque hubiese tenido que marchar a Madrid y mis padres no me podían sufragar los gastos. Eso fue lo que terminó por decidirme a estudiar filología románica. Aun así, en mi interior queda todavía un pequeño rescoldo de aquella afición frustrada.
De entonces a hoy, la confección de un periódico ha cambiado mucho. Todas las profesiones han tenido, no cabe duda de ello, lo que podríamos llamar sus periodos románticos, considerando tales aquellos en que la intervención manual en la obtención final del producto tenía una importancia de primer orden. El avance de la técnica y la aparición de nuevos métodos más o menos automatizados de producción han ido relegando aquella primitiva elaboración manual a términos poco menos que testimoniales. Esto que digo vale no solo para el periodismo, aunque en eso sea en lo que ahora pienso.
Es claramente una exageración, pero diríamos que hoy es suficiente disponer de un ordenador y de una imprenta para sacar a la calle un periódico y lo que en tiempos fue un trabajo que se distinguía porque uno terminaba sin remisión manchado hasta las cejas de papel de calco y de tinta, hoy es una pulcra actividad, o casi. Los trabajos de redacción, maquetación, composición, etc., se hacen con ayuda de programas informáticos. De hecho, el procesador de textos con el que estoy escribiendo me permite organizar lo que escribo en columnas de diferente anchura, jugar con los tipos y darles el tamaño y forma deseados; en suma, todo eso que se conoce como edición de textos.
Pero tanta facilidad en la composición provoca más de una vez fallos no deseados y que se escapan porque hay tanta fe en los correctores que se utilizan, también programas creados ex profeso, que se descuida la función de los antiguos correctores que cuidaban con exquisitez que los textos presentasen el menor número posible de errores. Y todo porque se confía en exceso en los programas de corrección sin tener en cuenta que hay opciones que dichos programas no recogen, por la razón que sea.
No este domingo pasado, el anterior, en un periódico como El País, pude recoger unos cuantos fallos que afectaban a algo tan simple como la división silábica de las palabras a final de línea. Mira que las normas que regulan esto son fáciles, pues se reducen a solo tres, que pongo aquí: a) El guión no debe separar letras de una misma sílaba (así, teléfono se puede separar te-léfono, telé-fono o teléfo-no); b) Dos o más vocales seguidas no pueden separarse ya constituyan diptongo o triptongo, o formen hiato (así, can-ción, tiem-po, tea-tro, averi-guáis, pla-tea); y c) Cuando la primera sílaba de una palabra es una vocal, no se podrá dejar sola a final de línea (así, amistades, se dividirá amis-tades o amista-des). Cada una de estas reglas tiene su excepción: la primera: cuando una palabra está integrada por dos que funcionan independientemente, será potestativo dividirla separando sus componentes aunque la división no coincida con el silabeo (podrá dividirse nos-otros y des-amparo o noso-tros y de-samparo); la segunda: podrán separarse las dos vocales si pertenecen a elementos de una palabra compuesta (contra-espionaje); la tercera: esa vocal podrá quedar sola si va precedida de h (he-rederos).
Pues bien, en solo tres textos, pude contar hasta siete palabras mal divididas a final de columna: en un texto de información nacional se podía leer Rub-alcaba; en una crónica deportiva se leía por dos veces Ba-rça y Sto-jkovic, aunque en esta quepa la disculpa de ser una palabra de otro idioma; y en una colaboración de El País Semanal, se leía carabin-eros, adel-ante y sug-irieron. No quiero imaginar cuántos casos más habría en la totalidad del periódico. ¿Hay quien dé más? ¿Tan difícil resulta adaptar los programas de corrección a la normativa lingüística? Si esa fuese la razón, el remedio es simple: vuelvan los antiguos correctores, aunque eso suponga algún puesto de trabajo más. Tal como está el patio, no sería mala cosa.

jueves, abril 23, 2009


EL MAR, LA MAR...
Siempre me han atraído de modo especial los paseos a orillas de mar. Ahora que dispongo de tiempo, son muchas las mañanas en las que me voy por el Paseo Marítimo de Poniente y lo recorro hasta su final y aún más. Por lo común llego hasta la desembocadura del Guadalhorce y allí, por sus riberas, sigo caminando. Aunque el regreso lo suelo hacer por el mismo itinerario, a veces vuelvo por el interior.
El mar (la mar), junto con el cielo, representan fielmente a todo ese conjunto de elementos de la creación que, siendo su naturaleza el cambio permanente, parecen mostrársenos siempre iguales. Tal como pasa con los árboles que, por días, por segundos incluso, van variando de modo imperceptible, sin que seamos conscientes de ello. Pero de estos procesos y de cualesquiera más que aportemos, el que a mí más me atrae es, como decía al principio, el del mar (la mar). Zalabardo me lo explica como consecuencia lógica de mi vida en el pueblo y es posible que tenga razón. Mi pueblo careció hasta muy tarde no ya de agua corriente con la que abastecer las viviendas; es que faltaba el agua. De hecho, uno de los recuerdos más vivos que guardo de él es el de las colas de cántaros en las fuentes públicas a la espera de las escasas horas de servicio de agua para poder coger la suficiente para las necesidades de cada casa. Y asociado a este hecho, no se me olvidan los aguadores, pues había personas que hacían de esa necesidad profesión , ya que iban por el pueblo vendiendo el agua que tan escasa era. Cuando se realizaron las obras de abastecimiento, el cambio experimentado fue más que notable; fue como entrar en la civilización.
Por eso, cuando visité Málaga por vez primera, en un viaje de final de curso organizado por el Instituto, lo que más me impactó fue el mar (la mar), esa inmensidad por la que, a la vez, sentía atracción y miedo. Por eso, también, una de las sensaciones más placenteras para mí es sentir cómo mana un chorro de agua, sea de grifo o de fuente natural, y dejarlo golpear con fuerza la palma abierta de mi mano. Zalabardo me dice, un poco en tono burlón, que termine de contar una de las consecuencias de esa atracción/repulsión hacia el agua; no me importa decirlo, esa es una de las razones por las que nunca aprendí a nadar.
Pues bien, a lo que realmente iba; uno de los días de esta extraña primavera que venimos disfrutando, con más fresco del que quisiéramos y con menos días de playa de lo que la gente preferiría, andaba yo por el Paseo de Poniente (en realidad, su nombre es Paseo Marítimo Antonio Banderas) y no dejaba de observar las nubes que casi cubrían todo el cielo y la soledad de las arenas, cosa extraña porque aquí en Málaga, pasada la Semana Santa, parece que abren las puertas de las playas y la gente siente necesidad de tumbarse al sol. Pero, como digo, al menos la de la Misericordia estaba vacía, como os demuestra la foto. O casi, porque al instante reparé en ella. Era una mujer de edad y aspecto indefinidos que paseaba arriba y abajo balanceando a derecha e izquierda su detector de metales. ¿Qué buscaría y qué iría pensando mientras buscaba? Lo gris del día y su soledad me trajo a la memoria el final del poema de Antonio Machado Es una tarde cenicienta y mustia: así voy yo, borracho melancólico, / guitarrista lunático, poeta, / y pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla. El mar (la mar), no lo he dicho, me contagia siempre un algo de su melancolía, porque el mar (la mar) es melancólico, y me hizo pensar que, como aquella mujer con su detector, todos vamos siempre buscando algo tal vez sin encontrarlo.
Me hace notar Zalabardo que voy dando saltos de una cosa a otra como si estuviera perdido. Le digo que no es así, que todo va relacionado, aunque no lo parezca. Porque ese choque de sentimientos contrarios del que hablo, distintos e incluso opuestos, pero siempre sentimientos firmes y reales, nunca ambiguos (ya salió el término), se me enredó con la reflexión sobre las formas posibles de la palabra: el mar y la mar. Bastantes veces se ha hablado en esta agenda del problema del género de los nombres y de que no solo hay masculino y femenino, sino que existe un género que llamamos común, que explica que solo debamos decir miembro, modelo, pianista, líder, etc. (pese a que defiendan lo contrario incluso ministras), porque son nombres que tienen forma única tanto para el femenino como para el masculino, que eso es lo que significa que sean de género común.
Y, repito, pensar en el mar (la mar) me llevó a pensar también que junto al masculino, al femenino y al común hay lo que se llama género ambiguo (y el epiceno, del que se hablará en otra ocasión), que es el que poseen nombres, por lo general designadores de seres inanimados, que admiten ser usados en masculino o femenino sin que ello implique cambio de significado: el/la mar, el/la vodka, el/la armazón. En nuestra lengua hay un centenar largo de nombres que son ambiguos en cuanto al género, pero doy solo unos cuantos como ejemplos: bajante, calor, cobaya, cochambre, doblez, enzima, esperma, margen, mimbre, reúma, tizne...
Quizá tendría que haber dicho algo acerca de que hoy es el Día del Libro. Pero vamos a dejarlo en solo decir que igual que había una serie de televisión en la que se afirmaba que la realidad está ahí fuera, podríamos afirmar nosotros que nuestra realidad, indisolublemente unida a nuestra ficción, está siempre en los libros.

martes, abril 21, 2009

CORREO ELECTRÓNICO Y LECTURAS

Existen inventos que son en sí mismos buenos, aunque debido al uso que de ellos hacemos podemos en ocasiones llegar a detestarlos. Eso es lo que pasa, por ejemplo, con el correo electrónico. ¿Habrá un servicio más ágil, rápido y efectivo que este cuando necesitamos contactar con otra persona, sea simplemente para comunicarnos con ella, para enviar o solicitar una información o para enviar o recibir algún documento que se precisa con la mayor inmediatez posible?
Zalabardo sabe que, y eso es cosa de los años, tanto él como yo tenemos todavía algún reparo en eso de resolver asuntos a través de Internet. Pero que nosotros, que somos de otros tiempos y costumbres, sintamos esa aprensión no significa que consideremos malo el servicio, que es positivo se mire por donde se mire. Y no digamos ya el correo electrónico. Eso de escribir una carta, introducirla en un sobre, franquearla y depositarla en un buzón y esperar a que llegue a su destino y pueda originar una contestación parece ya cosa de la prehistoria. Con lo sencillo que resulta sentarse ante el ordenador, escribir el mensaje, escoger una dirección y pulsar la tecla de envío. Sabemos que en cuestión de minutos habrá llegado a su destino y obtendremos la respuesta deseada si es que algo solicitábamos.
Pues con eso y todo, hay veces que el correo electrónico se vuelve insoportable. Cuando proporcionamos a una persona de confianza, ya sea amigo o empleado de una dependencia oficial, nuestra dirección electrónica, sabemos que con ello estamos abriéndole las puertas de nuestro equipo y dándole autorización para que se ponga en contacto con nosotros cuando lo desee, todo ello a cambio de un comportamiento semejante por su parte. Casi todos sabemos bien a casa de qué persona podemos llamar a una hora más o menos intempestiva y a quien no molestaríamos nunca porque entre nosotros no se da el grado de confianza suficiente. Con el correo electrónico pasa igual. ¿Qué defensa tenemos cuando nuestra dirección cae en manos de quien no sabe hacer buen uso de ella?
Me imagino que sabréis que con todo esto me quiero referir al correo no deseado. Y no se trata ya de esos mensajes basura en los que nos ofrecen desde la fácil obtención de la viagra hasta el mismísimo señuelo de la lotería nigeriana. Hablo de quienes sin encomendarse ni a Dios ni al diablo se dedican a reenviar cualquier archivo adjunto que les llega a toda su lista de contactos, lista en la que, sin saber por qué, nosotros nos encontramos. Zalabardo y yo tenemos algunos amigos con los que, periódicamente, intercambiamos mensajes de esta naturaleza y lo hacemos sabiendo que el otro los va a aceptar como divertidos o interesantes. ¿Pero por qué hemos de soportar a quien no tiene con nosotros ningún tipo de amistad que nos bombardee con archivos que no deseamos recibir?
Hablo de una persona concreta con quien no me une más que una circunstancial relación de conocimiento. En cuanto he escrito esto último, Zalabardo ya empieza a reír, pues sabe por dónde voy. Pues bien, no sé de qué manera ha llegado mi dirección a su poder y ahora me martiriza con envíos que él considera interesantes pero que a mí me repelen. Entre ellos, una relación de ¡179! libros que pueden ser descargados gratuitamente y que me recomienda leer. Zalabardo es que se desternilla de la risa cuando ve mi reacción ante este mensaje en que se me aconseja que lea el Quijote, la Biblia, Cien años de soledad o los Sonetos de amor, de Neruda. Supondrá que no los he leído. Me dice Zalabardo que no haga caso y que, simplemente, los borre. Pero quiero hacerle entender que lo que me subleva es que, tras ese escaparate, incluya a continuación en la lista cuanto existe de Paulo Coelho, de Khalil Gibran, Saint Germain, Alice Bailey, James Redfield o Jorge Bucay, así como títulos tales como El aura de nuestro arco iris, Las siete leyes espirituales del éxito, No piense como humano (de la secta Kryon) o El universo central y los superuniversos. Lo más ridículo del caso es que el mensaje termina aconsejándome que empiece leyendo ¡a Jorge Bucay!, porque, según él, es genial. Zalabardo ya está por ahí, por el suelo, tronchado literalmente de la risa.
Esta persona, digámoslo, se dedica a la enseñanza. ¿Qué lecturas recomendará a sus alumnos? La experiencia nos dice que, por desgracia, hay más gente así, e incluso toda una industria editorial detrás (confieso que alguna vez yo también sucumbí ante ella) que produce como si fueran churros una literatura para los jóvenes que parte de considerarlos cualquier cosa menos seres dotados de inteligencia y criterio propio. ¿Era Jordi Serra i Fabra quien decía hace poco, en una entrevista, haber escrito más de cuatrocientos libros para jóvenes y que era capaz de escribir otros tantos? Pensando en esas cosas no he podido menos que recordar una escena del comienzo de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, en que una abuela regalaba a su nieto, no sin escándalo de los padres, las "novelas campestres" de George Sand La charca del diablo, Francisco el Expósito, La pequeña Fadette y Los maestros campaneros porque no creía "que los grandes hálitos del genio ejercieran sobre el ánimo, ni siquiera el de un niño, una influencia más peligrosa y menos vivificante que el aire y el viento suelto." Y añadía que "nunca podría regalar a un niño un libro mal escrito." Ahora, en cambio, los libros para jóvenes se escriben obedeciendo recetas, cuando no consignas: libros que inculquen el valor de la amistad, de la solidaridad, de la integración... ¿Acaso Jack London, por ejemplo, pensaba en fórmulas de ese tipo al escribir? Sería bueno reflexionar despacio sobre el asunto.

jueves, abril 16, 2009


¿NUESTRO ESPAÑOL PERDIDO?
Son muchas las ocasiones en las que Zalabardo y yo hablamos del peligro que corremos de repetirnos en estos apuntes, con el subsiguiente riesgo de provocar el aburrimiento del paciente lector. Sobre todo, si el propósito es no salirnos demasiado de los objetivos temáticos marcados para esta agenda desde su inicio. Le saco esto a colación ahora porque leí este pasado domingo el artículo Bachillerato con adultos, de Javier Marías, que publicaba El País Semanal. El fondo del artículo eran los usos incorrectos de los pronombres átonos lo, la y le y cómo quienes en ellos incurren llegan incluso a ver mal el correcto uso que otros hacen. En esta agenda hemos dejado nuestra opinión al respecto en variados momentos (De La Habana ha venido un barco..., de 24-10-06; Todo lo malo se pega, de 16-08-07 y Una de cal y algunas más de arena, de 13-11-08).
Por eso no voy a repetir aquí lo que en tales apuntes he dicho y remito al artículo de Marías, que en esencia dice lo mismo, aunque mejor que yo. Solo pretendo hacer una observación sobre una de sus afirmaciones. Hablando del uso de le como complemento directo de persona, dice: Rara vez se verá que la empleen [esta forma] ningún andaluz ni ningún latinoamericano, que observan más que otros hispanohablantes la mayor corrección de ese 'lo'. ¡Qué más quisiéramos que ello fuese así! Pero tengo la impresión de que el articulista no ha visitado recientemente Andalucía o, que si lo ha hecho, no ha reparado demasiado en nuestra habla. La lengua, como él bien dice, está en evolución permanente y entre nosotros, los andaluces, el aserto no es ninguna excepción.
Porque también es verdad que es mucha la fuerza y la influencia de la radio y la televisión como para no dejar su huella en los hablantes de todas las latitudes. Y como en la mayor parte del dominio lingüístico castellano se han impuesto esos vicios idiomáticos que conocemos como leísmo y laísmo, resulta que cada día son más los andaluces ganados, mal que nos pese, para tal causa, especialmente para la del leísmo. Ya comenté en uno de los apuntes citados arriba la frase aquella de un locutor que tenía la desfachatez de afirmar: me han dicho que lo correcto es decir le pegó [a la pelota], pero a mí me suena mejor la pegó, así que deberían cambiar el castellano. ¿Cómo va a evitar la gente normal ser contagiada si los que hablan mal no solo no se corrigen sino que se empecinan arrogantemente en el error?
Hubo una etapa en la que yo creí que el andaluz podía ser considerada algo así como la reserva espiritual del castellano. Esta opinión la aprendí de un profesor hacia el que guardo un encendido respeto y un cariñoso recuerdo, don Manuel Alvar López, que me dio clases en la Universidad de Granada. Y la opinión no se sustenta solo en que la primera gramática de nuestra lengua la compusiese un andaluz, Antonio de Nebrija, o en que el español fuese llevado a América, la actual reserva del idioma, por hablantes que empleaban lo que dio en llamarse la norma sevillana, o en que gran parte de nuestra literatura se sustente, en el pasado y en tiempos más cercanos, en plumas andaluzas. La opinión se basa en el simple argumento de que el andaluz, con todas sus innovaciones, ha sido tradicionalmente la forma más respetuosa con el castellano.
Podría aportar bastantes pruebas de lo que digo, aunque me limitaré a traer aquí palabras que dejó escritas Juan Ramón Jiménez en su ensayo Estética y Ética estética, que recoge notas compuestas entre 1915 y 1954. Dice en uno de los primeros apuntes: Francisco Giner fue siempre andaluz, o mejor, español andaluz [...] Nunca habló español como se habla en Madrid. Conservó siempre el fuego, el natural del andaluz. Y en el capítulo titulado Mi español perdido, se lee: Hoy, desterrado y deslenguado, creo que ningún español de los que conozco fuera de España habla en español, el español que yo voy perdiendo [...] El español que yo creo español, era mi madre, tan natural, tan directa y tan sencilla [...] Y sufro más que nunca que ella esté lejos de mí, más que muerta, tan callado y tan oculto su español de hoy bajo nuestra tierra andaluza, Osuna, Cádiz, Moguer. Por cierto, que Juan Ramón, otra de sus manías, siempre decía que su madre era de Osuna, cuando la verdad es que había nacido en Moguer; de Osuna era su abuela.
Hoy, ese español andaluz (que tiene que ver poco o nada con la fonética) va siendo engullido por ese otro español bastante desnaturalizado, tan estandarizado, que va perdiendo sus rasgos identitarios en las diferentes zonas por influjo de los medios. Cada día es más nuestro español perdido. Eso pensaba yo, así se lo digo a Zalabardo, cuando leía el artículo de Javier Marías.

lunes, abril 13, 2009


CAPILLITAS
Afortunadamente, le comento a Zalabardo, ya ha pasado la Semana Santa. Habrá mucha gente que acuse a quienes no nos sentimos partícipes de estos eventos de faltos de fervor y espíritu religioso, así como de ser poco amantes de las tradiciones. Ninguna de estas acusaciones debe dejar mella porque carecen de una base sólida. Si lo miramos bien, la Semana Santa, al menos tal como se celebra en Sevilla, Málaga y otras ciudades de nuestro entorno, tiene más de folclore y de espectáculo que de fervor religioso, pues no otra cosa que folclore y espectáculo es lo que se ofrece en los desfiles procesionales; por lo menos, repito, en los de Andalucía, que son los únicos de los que Zalabardo y yo podemos hablar.
Folclore y espectáculo, aparte de un derroche económico sin parangón, con las cofradías compitiendo por ver cuál es la que estrena en sus vírgenes los más ricos bordados de sus mantos o la más valiosa de las coronas, la platería de los varales de los palios o la mesa de trono con más ostentosa talla estofada de panes de oro, si no con adornos de oro y plata auténticos. Y si ya es merecedora de crítica esta ostentosa manifestación de riqueza, no hablemos de la actitud de las jerarquías militar y civil que pierden literalmente el culo por presidir una procesión (sin que importen cuáles sean las creencias personales) tan solo por no recibir de la población la acusación de que no son amantes de las tradiciones y fervor populares (otra vez estamos con eso).
Contra la Semana Santa, contra esa forma peculiar de entenderla, se pueden lanzar toda clase de acusaciones sin que haya mucha oportunidad para la defensa lógica. Salvo que se quiera defender lo indefendible. Por ejemplo: ¿que defensa tiene que se cree el caos circulatorio que origina la necesidad de despejar una serie de calles para que los desfiles procesionales luzcan sin trabas su boato? Y esto no es un día concreto o durante unas horas determinadas, sino durante toda la semana y casi a día completo. Otro ejemplo: ¿qué manifestación de fervor supone, aquí en Málaga, el desfile de la legión entre los vítores y aplausos del público, entusiasmado por los malabarismos que realizan con su armamento?
A ello, este año se añade un elemento nuevo, el de la confrontación política, al solicitar la jerarquía eclesiástica que los tronos porten un lazo blanco como signo de oposición a la ley de aborto que propugna el poder civil. La propuesta del lazo, por otra parte, ha dado lugar a reacciones diferentes: división de criterios entre cofradías porque mientras unas han atendido la petición de la Iglesia otras se han negado a secundarla o la de los costaleros que han renunciado a portar las imágenes por ser estas portadoras de dicho lazo.
Le digo a Zalabardo que, sin embargo, hubo un tiempo en que yo también creí que esos desfiles eran en verdad prueba del fervor popular; puede que incluso para una cierta parte del pueblo lo sigan siendo. Pero los que mueven el cotarro, en especial las hermandades y las corporaciones municipales, no ven en ellos sino un producto más turístico que religioso que se convierte, como pasa también con la feria, en una fuente de ingresos para la ciudad nada desdeñable.
Ahora, le añado a Zalabardo, en esta barahúnda que supone la llegada de la Semana Santa, lo que a mí más me conmueve el ánimo es el recuerdo de la niñez en el pueblo y la añoranza de aquellos días en los que, en mi casa, como en todas las demás, se preparaban las deliciosas torrijas y las madalenas que mi hermana, pues mi madre no se podía ocupar de ello debido al trabajo, llevaba a cocer en el horno de la panadería de Lavado.
Aparte de todo lo dicho, la Semana Santa tiene sus tipos y su vocabulario. El personaje más típico de este tiempo es sin duda alguna el capillita, que es la persona conocedora a fondo del mundo de las cofradías y experta en todos los pormenores de los desfiles e imágenes. En Sevilla, de donde creo que es originario el término, el capillita, por lo común un hombre, se distingue hasta por una forma peculiar de vestir.
El vocabulario semanasantero es sumamente rico y variado y resultaría farragoso cualquier intento que no pasara de ser una breve muestra de este conjunto palabreril. En un mundo siempre dominado por hombres tiene papel preponderante el capataz, a quien corresponde dar las instrucciones que habrán de seguir ciegamente los costaleros (en Sevilla) o los hombres de trono (en Málaga) para que el movimiento del paso o trono sea el adecuado y contribuya al feliz desarrollo del desfile. Por cierto, que el costalero se llama así por el costal, tela enrollada que lleva sobre la nuca, que es la parte del cuerpo sobre la que descansarán las trabajaderas o maderos que cruzan el ancho de las andas que sostienen el paso propiamente dicho. Porque paso, en principio, era la imagen o conjunto de imágenes que representan un suceso de la Pasión; luego, por metonimia, el nombre pasó a designar las parihuela sobre las que se portaban.
La mujer se ha ido integrando poco a poco en este mundo, pero en origen no podían tener acceso más que a ser camarera, es decir, encargada del cuidado, vestido y ornato de las imágenes, preferentemente las vírgenes, cuya vestimenta responde al modelo denominado a la griega. El vestido de los nazarenos o penitentes, que recuerdan a los reos de la Inquisición, se compone de túnica, en ocasiones capa, y capirote. A veces, este carece del rígido cono de cartón que lo mantiene erguido y entonces recibe el nombre de capillo; y otro tipo de tocado, la pieza de tela que llevan sobre la cabeza, con una visera vertical y unas cintas para ceñirla a la cabeza es lo que se llama faraona, que es lo que, en Málaga, distingue a los hombres de trono.
En ocasiones, las imágenes no son de talla completa y el cuerpo viene simulado por un armazón de madera ligera, la devanadera; otro armazón o artificio de alambre fuerte o hierro ligero, el pollero, es el que va desde la cabeza de las vírgenes hasta la parte baja y final del paso para sostener el manto. Importancia especial tiene, en los pasos de las vírgenes, el palio, cuya parte superior se llama cielo, cada una de las caídas, entre varales, bambalinas y los remates superiores de estas, cresterías. Por fin, las hileras de cirios, en forma de grada, que llevan delante las vírgenes, forman la candelería. Se podría seguir, pero ya digo que podría resultar prolijo.

jueves, abril 02, 2009

CUESTIÓN DE TILDES
Como resulta que Zalabardo no realizó en su tiempo el servicio militar, sin que nos importen ahora los motivos de tal circunstancia, no es posible que entre nosotros se den las usuales charlas con intercambio de batallitas tan propio de la edad que los dos ya lucimos. A falta de esos asuntos castrenses, las conversaciones de los dos versan, felizmente, sobre otros temas. Así, es frecuente que nos remontemos a etapas más alejadas en el tiempo, como por ejemplo la niñez, tema igualmente recurrente en los de nuestra edad. El otro día, nuestros recuerdos se remontaron a los tiempos en que, periódicamente, pasaban por el pueblo aquellas compañías ambulantes de teatro que a los dos nos deslumbraban tanto. Montaban su carpa, según yo recuerdo, aunque este sea un dato que Zalabardo me discute, en el parque de nuestro pueblo, a espaldas de la caseta municipal de la feria y junto a las tapias del asilo de las Hermanitas de los Pobres. Yo supongo, ahora, que tendrían un repertorio más amplio, pero lo único que ambos recordamos son La malquerida y Los intereses creados, de Jacinto Benavente, en cualquier época del año, y Don Juan Tenorio, de Zorrilla, si la visita se producía en fecha cercana al día de los difuntos, lo que, por otra parte, era bastante común.
A mí me gustaba especialmente Los intereses creados, de la que me entusiasmaba, sobre todo, aquella escena del final en la que se decía: Bastará con puntuar debidamente algún concepto... Ved aquí: donde dice "Y resultando que si no declaró..." basta una coma y ya dice "Y resultando que sí, no declaró..." Y aquí: "Y resultando que no, debe condenársele...", fuera la coma, y dice: "Y resultando que no debe condenársele..." ante todo lo cual Crispín se admiraba: ¡Oh, admirable coma! ¡Maravillosa coma! ¡Oráculo de la Ley! ¡Monstruo de la Jurisprudencia! Pero mayor que la de Crispín era la admiración que sentía yo ante aquella forma de jugar con las diminutas comas.
Hablando de esto un día, me preguntaba Zalabardo por qué yo no suelo colocar la tilde (que también es un elemento pequeño) en solo, cuando es adverbio, y en este, cuando es pronombre. Le respondo que no hago otra cosa sino seguir la norma académica. Como son palabras llanas acabadas en vocal no necesitan de tilde que marque cuál es la sílaba tónica. Pero en este, como en otros casos, nos topamos con dos palabras iguales de forma pero de diferente función y significado: solo (únicamente), adverbio, o solo (sin nadie más), adjetivo, y este (lo cercano), determinante, o este (el que está cerca), pronombre. Existe, para estos casos, la tilde diacrítica, que es la que se coloca en una de las formas para diferenciarla de la otra, aunque no corresponda por la norma general; la costumbre es decir que habrían de llevar tilde el adverbio y el pronombre. Pero lo que en verdad dice la norma es que no es necesaria la tilde en ningún caso si el contexto es claro y que se deberá utilizar cuando se perciba algún riesgo de ambigüedad.
Veamos un ejemplo. Si tenemos la frase Habla solo cuando se pone nervioso, es fácil notar que solo podría tener dos sentidos: Habla sólo (únicamente) cuando se pone nervioso o Habla solo (consigo mismo) cuando se pone nervioso. No debe existir duda de que el uso de la tilde en este caso es obligado para desahacer equívocos. Lo mismo pasa en Esta mañana (hoy por la mañana) tiene una reunión y Ésta (ella) mañana tiene una reunión. También la tilde es necesaria para diferenciar los dos sentidos. Pero en frases como Solo te acepto una respuesta, No es aconsejable vivir solo, Te acompañará esta y Esta tarde no viene nadie vemos que no hay ningún riesgo de ambigüedad interpretativa; por eso no es necesaria la tilde.
Igualmente es diacrítica la tilde que diferencia los interrogativos y exclamativos (qué, cuál, dónde, cuánto, etc.) de los relativos y conjunciones (que, cual, donde, cuanto, etc.). Pero aquí, sin embargo, la norma nos indica que debemos usar la tilde siempre.
Se diría, y debe decirse, que la norma es simple y fácil de retener. No obstante, son abundantes los casos de confusión. No hablo ya de los alumnos que, apelando a la ley del mínimo esfuerzo, no escriben ninguna tilde y encima pretenden que no se dé importancia al hecho. En textos escritos que deberían estar más cuidados se dan también usos incorrectos o inadecuados, porque nos ofrecen frases ambiguas que deberían haberse escrito de otra manera. Leía hace días en una información la frase No sabemos que buscaban (es decir, 'ignoramos que haya una búsqueda') cuando al seguir la lectura uno se daba cuenta de que lo que se quería decir era que 'se ignoraba el objeto de la búsqueda', es decir, lo que se buscaba, por lo que la frase tendría que haber sido No sabemos qué buscaban. No es lo mismo una cosa que otra y ahí faltaba una tilde que nos evitaría entender algo diferente a lo que se quería decir.
Otro caso que quiero poner quizá resulte un poco más enrevesado. No se trata ya solo de que falte o sobre ninguna tilde, sino de que se está diciendo algo que no es. Allá por la navidad, el Real Madrid se debatía porque no podía inscribir en la Champions a dos jugadores que había fichado, ya que eso iba contra el reglamento de la competición. Un periódico lo decía así: sólo un futbolista que haya jugado en alguna competición de la UEFA puede jugar con otro equipo en la misma temporada en Europa. Si prestamos atención, veremos que lo que podemos entender ahí es que 'es imprescindible haber jugado otra competición en la misma temporada para fichar por otro equipo'; el reglamento pretende en verdad decir otra cosa, que puede jugar con otro equipo en la misma temporada en Europa un solo futbolista que haya jugado en alguna competición de la UEFA. Nos debe quedar claro que no es lo mismo sólo un futbolista que un solo futbolista. Y es que el adverbio sólo modifica a puede jugar, mientras que el adjetivo solo modifica a futbolista. Le digo a Zalabardo que espero haberme explicado con claridad, pero su mirada me hace dudar.

lunes, marzo 30, 2009


MOGUER, MADRE Y HERMANOS (JRJ)
Este pasado fin de semana nos hemos dado una vuelta por tierras de Huelva. En el viaje de ida, la travesía de la provincia de Sevilla la realizamos bajo una fortísima lluvia que nos hacía presagiar lo peor e igual nos sucedió a la vuelta, aunque la estancia en Huelva estuvo presidida por un sol radiante y una suave temperatura. Eso nos permitió disfrutar del viaje cultural-naturalista que habíamos proyectado.
Me hace notar Zalabardo que hay ciudades en cuyo aire se nota aletear el espíritu de un escritor. Es lo que pasa en Soria con Antonio Machado y es lo que igualmente sucede en Moguer con Juan Ramón Jiménez. No es ya el cuidado con que se conserva su casa, convertida hoy en Casa-Museo Zenobia y Juan Ramón; es cada rincón, cada plazuela, cada calle del blanco pueblo onubense (Cuando yo era niñodiós / era Moguer, este pueblo, / una blanca maravilla). Allí, como en todas partes, nuevos rótulos dan nombres nuevos a las calles, que así pierden el que siempre tuvieron y el que la gente, de verdad, recuerda. Pero en Moguer, gracias a la inmortalidad que Platero y yo, junto a otros textos, le concedieron, alguien tuvo la ocurrencia, feliz, de reponer en bellos azulejos el nombre antiguo junto al moderno. Y del mismo modo, raros son el rincón, la plazuela, la calle en cuyas paredes no hay una cerámica que nos recuerde la relación de ese preciso sitio con una página de la obra del poeta moguereño.
Pero Moguer ha cambiado, me advierte Zalabardo. Verdad es; por ejemplo, las viñas y las huertas de las que hablaba Juan Ramón ya no existen, y casi todos sus campos se ven ahora cubiertos por plásticos bajo los que se cultiva el rico fresón. Reza la propaganda oficial que el 30% que se produce en toda la provincia de Huelva se da precisamente aquí. Hoy, pues, Juan Ramón no podría dar a Platero, mientras paseasen por estas tierras, higos y uvas moscateles, sino, como se llama en los folletos que nos dan en la oficina de turismo, este oro rojo también dulce que genera anualmente, sigue diciendo la propaganda oficial, 85.000 toneladas de fresas, 72 millones de euros y 350.000 jornales.
La casa de Juan Ramón y Zenobia, aparte de lo que cualquier casa-museo permite ver, guarda valiosos elementos bibliográficos: parte de la biblioteca personal del matrimonio, libros y revistas, así como un número considerable de manuscritos. A mí, personalmente, lo que más me llamó la atención fue el original mecanografiado por Zenobia, con correcciones a mano del autor, del fragmento primero del poema en prosa Espacio ("Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo". Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir). Enmarcada sobriamente cada hoja, el conjunto llena una de las paredes.
Estuvimos alojados en el Complejo Turístico Nazaret, en un bellísimo paisaje poblado de pinos, que se levanta sobre la que fue propiedad de Rafael Almonte, médico y amigo del poeta. Todas las dependencias del complejo son un homenaje al poeta, con fotografías y recuerdos por todas partes, además de una librería que permite a los alojados leer todas sus obras. A escasos pasos del hotel, apenas a doscientos o trescientos metros, está el paraje de Fuentepiña, con una casa que, si alguien no pone remedio, pronto será una pura ruina y el majestuoso pino a cuyo pie, dicen los del lugar, está enterrado Platero.
También visitamos el cementerio del pueblo, donde se alza el sencillo mausoleo bajo cuyo granito gris yacen el poeta y su esposa. En Moguer se dice, se usan muchos se dice referidos a este insigne hijo, que los cuerpos del matrimonio no reposan el uno junto al otro sino, por expreso deseo del poeta, ella debajo y él arriba, para que, así como Zenobia fue su apoyo y sostén en vida, lo sostenga también detrás de la muerte. Ante aquella tumba, Zalabardo me recordó los versos que parecen cerrar la obra de Juan Ramón: Cuando esté con las raíces, llámame tú con tu voz. / Me parecerá que entra temblando la luz del sol. El poeta, tan angustiado por la muerte, pensó siempre que moriría antes que ella. Por eso no fue capaz de sobrevivirla más que diecinueve meses.
Al día siguiente nos encaminamos hacia Doñana. La falta de previsión fue causa de que no pudiésemos realizar la visita guiada del parque en vehículo todoterreno, como era nuestro objetivo. Nos tuvimos que conformar con el audiovisual que pasan en el Centro de Visitantes de El Acebuche y con pasear por algunos de los senderos que existen abiertos al público, en especial el de las dunas móviles.
Y como nos sobró tiempo y nos cogía de paso, hicimos un alto en El Rocío. Pero eso es ya otra cosa. Mucho ambiente de feria y bastante fanatismo. En el marco, eso sí, incomparable de las marismas.