lunes, abril 25, 2011

(fotografía tomada de elpais.com)

CLIENTA


Hace unos días, me mostraba Zalabardo un recorte de prensa con una foto de doña Letizia en cuyo pie se afirmaba que la princesa de Asturias es fiel clienta de no recuerdo qué grupo de tiendas de ropa confeccionada y me solicita que le aclare si es o no correcta la utilización de tal sustantivo. Le contesto, en principio, que me pone en un brete porque podría contestarle tanto afirmativa como negativamente. Y trataré de explicarme.
Las terminaciones –ante y –ente españolas son propias de adjetivos y de sustantivos que proceden del participio de presente latino: de ser, ente; de amar, amante; de oír, oyente, etc. El Diccionario Panhispánico de Dudas dice que la gran mayoría de estos sustantivos funcionan como comunes en cuanto al género, en consonancia con los adjetivos de estas terminaciones. O sea que estos adjetivos (flamante, exuberante, floreciente, agobiante, etc.) no tienen más que una forma para los dos géneros. Igual de-bería pasar con los sustantivos (maleante, navegante, viajante, vigilante, etc.), pero… ¿Por qué tantas veces habremos de encontrarnos con un pero?
El pero es que, como dice el Panhispánico, la mayoría se comporta así, aunque no todos. Y aquí surge en cierto modo el problema, porque lo que tradicionalmente ha sucedido es que algunos de estos sustantivos admitían la terminación de femenino por alguna razón especial.
Veamos algunos ejemplos: hay casos en que se utilizan las dos terminaciones para expresar matices significativos diferentes; eso explica que frente a gobernante (‘hombre o mujer que dirige un país’), se use gobernanta (‘mujer a cuyo cargo está el personal de servicio de un hotel’) o que frente a asistente (‘soldado raso destinado al servicio personal de un superior’) se emplee asistenta (‘mujer que sirve como criada en una casa cobrando generalmente por horas’). En otros casos, el uso del femenino tenía un claro matiz despectivo; así, sargenta designa a la ‘mujer corpulenta, hombruna y de dura condición’ o parienta a la ‘esposa respecto al marido’. Y en bastantes casos más, el femenino designa a la esposa del varón que desempeña tal función; tenienta la ‘esposa del teniente’. También, en la marina, se emplean desde antiguo el femenino almiranta para designar la ‘nave en que va embarcado el jefe de una escuadra, armada o flota’. Y, finalmente, también desde antiguo se vienen utilizando como vulgarismos algunos femeninos de esta clase, como practicanta, ayudanta o comedianta.
Fuera de estos casos, le añado a Zalabardo, no veo razón para que se utilicen con terminación propia del femenino otros sustantivos de esta clase de que hablamos. Y es que este grupo no es comparable, a mi humilde entender, con otros en los que los sustantivos designan también profesión o actividad que se realiza. Quiero decir que junto a médico, abogado, arquitecto o ingeniero deben utilizarse sin ningún tipo de rubor médica, abogada, arquitecta o ingeniera desde el momento en que las mujeres han accedido a tales profesiones. Sin embargo, no creo que a nadie con dos dedos de frente se le ocurra decir cantanta, aspiranta, dibujanta o delineanta.
Y, sin embargo, nos encontramos con que el DRAE recoge en sus páginas las formas principianta, penitenta, danzanta, postulanta, tenienta, intendenta y no sé si algunas más. Me da por pensar que eso es igual que si, ahora, el diccionario, junto a electricista, pianista o maquinista quisiera dar entrada a formas "masculinas" como electricisto, pianisto o maquinisto. ¿No te parece?
Está todo muy bien, insiste Zalabardo, pero ¿qué pasa con clienta, está bien o está mal dicho? ¿Por qué me decías al principio que me podías contestar tanto sí como no?
Pues te lo aclaro. En un principio, yo te hubiese dicho que todo lo expuesto hasta ahora sirve como contestación y que cliente debiera ser una palabra común en cuanto al género. Pero, no sé por qué razón, he tenido un pálpito y me he ido a consultar mi viejo diccionario latino de bachillerato, el clásico Spes de Vox y, oh sorpresa, ahí me encuentro con que junto a cliens, -entis, ‘cliente, protegido’, figura clienta, -ae, ‘clienta, protegida’. ¿Quién nos lo iba a decir?  Pues nada, que doña Letizia es muy buena clienta de quien sea y a mucha honra.

martes, abril 12, 2011


CENSURA DEL ‘MASISMO’


Con el último apunte sobre el poema Espacio, de Juan Ramón, se agotan las entregas de El cuaderno escondido, de Zalabardo. Tened por seguro que lo he sondeado repetidas veces en busca de más material, de una continuación de poemas comentados, a su modo; pero él me jura y perjura que no hay más, que aquello fue producto de una debilidad momentánea, que no existen otros cuadernos escondidos ni nada que se le parezca. Y me aclara, además, que aquel cuaderno es algo que escapa por completo a sus ideas. Cuando le solicito que me aclare cuáles son estas ideas a las que alude, Zalabardo se lo piensa un poco y se dispone a saciar mi curiosidad.
Tú sabes, empieza diciéndome, que hay en el mundo una tendencia comparativista que lleva a enfrentar cosas, de la naturaleza que sean, con el único y exclusivo fin de determinar cuál de ellas es más: más alta, más larga, más ancha, más oída, más leída, cuál es la más entre sus iguales o semejantes, la mejor, la primera, la que está a la cabeza, etc. Da igual que sean edificios, libros, canciones, películas, puentes o recetas de cocina. ¿No hay un libro que se titula Las mil mejores poesías en lengua castellana? ¿Pero es que puede haber los mil mejores de algo?
Así, mi cuaderno pudiera dar a entender que recoge los considerados por mí los quince mejores poemas de nuestra literatura y no es así, ni mucho menos. Esos poemas tuvieron para mí un significado en su momento por muchísimas razones que no voy a enumerar; pero nada más.
Cuando se publican listas con los diez o los cien (o cuantos sean) mejores de algo, automáticamente las pongo en cuarentena. Me parecen tan poco fiables como los casos recogidos en el Libro de los récords Guinness. ¿Qué interés o qué valor tiene haber cultivado la más grande sandía obtenida nunca o haber escupido más lejos de nadie? Vivimos influidos por un masismo que no tiene parangón en ninguna otra cosa.
Lo interrumpo y le pregunto qué es eso de masismo, que de dónde se ha sacado el palabro.
Me da igual que lo llames palabro o lo que te dé la gana. Para mí, el masismo es la actitud de valorar aquello que poseemos no por lo que sea sino por cuanto sea. Nos interesa más la cantidad que la cualidad. Apreciamos cada cosa por lo que pueda tener que signifique rebaja o humillación del resto de elementos de su clase.
Trato de hacerlo caer en una trampa y le sugiero lo siguiente: Entonces, solo por poner un ejemplo, ¿tú no crees que el Quijote sea la mejor novela? Pero Zalabardo reacciona con rapidez y me responde: ¿Y por qué no Madame Bovary o Cien años de soledad? ¿O por qué esta última va a ser mejor que Pedro Páramo, pongo por caso? Cada obra de arte, pues no podemos negar que las cuatro novelas citadas lo sean, hablan de una manera a sus lectores en cada momento en que su lectura sea realizada. A veces, cada una habla del mismo modo a muchos y, otras veces, hablan de diferente manera. Podría decirte, aunque parezca que contradigo mi argumentación, que, para mí, cada una de esas cuatro novelas es la mejor a su manera. No sé, insisto, si el Quijote es la mejor; pero si sé que Madame Bovary no es peor. No sé si me explico.
Lo que importa, me continúa explicando, son otras cosas. Si el valor que concedamos depende de estos falsos más o menos, no valdría la pena apreciar nada. Y ahora soy yo quien te hace una pregunta para que veas la relatividad y poca entidad de estas cuestiones. ¿Qué calle de Málaga es la más larga?: la Avenida de Velázquez, la Avenida Ortega y Gasset o la Calle Navarro Ledesma? ¿A que es una estupidez lo que te propongo? ¿En qué puede esto alterar nuestra visión de la ciudad? Pues ahí te lo dejo.
Y, sin saber qué decirle, ahí lo dejo yo también.

lunes, abril 04, 2011


ESPAÑOL URGENTE


Le comento a Zalabardo que, a veces, lo hemos de reconocer, hay propósitos que incumplimos no tanto por premeditación, por firme voluntad de infringir la norma, como por desidia y descuido y no sé, de verdad, qué actitud es más censurable. Y el bueno de Zalabardo, que es un pedazo de pan, me mira, deja lo que tiene entre manos y se dispone a atender mi queja de hoy.
Resulta que hubo un momento en que cada medio de comunicación que se preciase decidió redactar un manual de estilo que recogiera los principios de actuación del propio medio y las pautas a las que debería acogerse el uso de la lengua en ellos. Así, EL PAÍS, la Agencia EFE, EL MUNDO, ABC, TVE, etc. fueron uno tras otro dando a conocer sus libros de estilo. La moda, llamémosla así, se inició a finales de la década de los 70 del siglo pasado. Lo que sucede, le digo a Zalabardo, es que no cuesta mucho darse de bruces con usos, modos, comportamientos que rompen de manera flagrante con lo dispuesto en tales manuales.
¿Y no habrá ninguna excepción?, me interpela Zalabardo, tal como interpeló Abraham a Dios al preguntarle si no habría un número suficiente de justos que evitaran el castigo de Sodoma. ¡Claro que la habrá!, le concedo. Y, de hecho, quiero acompañar hoy mi queja del elogio de una institución a la que me parece que se le debe conceder más valor del que en realidad se le da. Quiero traer a esta agenda la labor que realiza Fundéu BBVA, la Fundación del Español Urgente. Nacida como tal en 2005 fruto del acuerdo entre la Agencia EFE y el BBVA, contando, además, con el asesoramiento de la Real Academia, del Instituto Cervantes y de la Fundación San Millán de la Cogolla, sus orígenes se remontan a la década de 1970, cuando Luis María Anson, a la sazón presidente de EFE, pidió a Fernando Lázaro que redactase un manual de estilo para uso de los redactores de la agencia. Aquel fue el primer paso para la creación del Departamento del Español Urgente.
Fundéu BBVA solo “pretende proporcionar criterios uniformes en el uso del idioma para evitar su dispersión y empobrecimiento y la invasión indiscriminada de extranjerismos innecesarios o neologismos superfluos.” Su página web, http://www.fundeu.es/, debiera ser un lugar de consulta frecuente por el interés de sus contenidos. No es solo un libro de estilo, es un departamento que resuelve, con loable prontitud, cualquier duda sobre el lenguaje que se le formule y ofrece, además, el envío diario a nuestra dirección de correo electrónico de su recomendación del día. No hay más que solicitarla sabiendo, además, que se puede uno dar de baja en el momento que desee. Y algo que quiero destacar es que la Fundación no se orienta solo hacia los medios de comunicación, sino que está al servicio de cualquier persona que sienta preocupación por la lengua que habla.
Entre estas últimas recomendaciones que he recibido, quiero destacar la que, con motivo del inicio del Mundial de motociclismo, incitaba a desechar una serie de extranjerismos innecesarios que emplean los expertos en tal tema porque en nuestra lengua disponemos de la expresión adecuada para decir lo mismo. Presento, resumidamente, algunos de ellos:
Aconseja que no se utilice slick cuando se habla de neumáticos lisos, los que se emplean para rodar en pavimento seco; como no se debe decir full wet si podemos emplear neumáticos de lluvia. Cuando se habla de la parrilla de salida, la disposición de los corredores en la salida, debe rechazarse pole position, que no es otra cosa sino la primera posición. Del mismo modo que debe hablarse de vuelta de calentamiento en lugar de warm up lap. El pit lane no es otra cosa que lo que en español se conoce como calle de garajes o calle de boxes. Para referirse al muro que separa esta calle de la pista principal, podemos usar muro de boxes en vez de pit wall.
Y así hasta completar una lista de once términos a los que debieran dar de lado no solo los comentaristas que siguen este deporte, sino cualquier hablante. Pero está claro que para que estos segundos lo hagan vendría muy bien que los primeros diesen ejemplo.
¿Puedo ya seguir con lo mío?, me pregunta Zalabardo. Y yo dejo que lo haga. Por cierto que ahora está enfrascado en la lectura de Fortunata y Jacinta, de Galdós. A Zalabardo, como a mí, le gusta, y cada vez más, volver a la lectura de textos leídos bastante tiempo atrás. Y confieso que es curioso, e interesante, enfrentar la impresión provocada por una lectura añeja con la que nos pueda provocar una reciente del mismo texto.

martes, marzo 29, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 15. J.R.J. (Leyendo a Juan Ramón Jiménez)


Hay autores que se leen con suma facilidad. Desde el principio, se entra en ellos como penetra el cuchillo en la mantequilla, sin apenas hallar resistencia.
En cambio, hay otros para los que se encuentra una mayor oposición y conviene ir paso a paso. Otros que, aunque en principio pudieran parecer tarea fácil, requieren mayor atención y dedicación para calar en el meollo de cuanto escriben. Porque van cubriendo etapas como quien mide sus pasos antes de lanzarse al vacío.
Bien es verdad que esto es muy subjetivo, que no se puede dar como dato irrefutable, que depende de cada una de las personas y, si nos apuramos, de cada uno de los momentos en que pretendamos iniciar la lectura.
Valle-Inclán, por citar un caso, es ejemplo de los primeros. Siempre resulta fácil, agradable de leer. En cambio, J. R. Jiménez es diferente. Requiere una mayor disciplina en el acercamiento. Recuerdo que lo primero suyo que cayó en mis manos fue Platero, en un volumen con encuadernación en tapa dura y bellas ilustraciones al que le faltaba alguna hoja del principio sin que ello afectase a la integridad del texto. Era yo pequeño y entonces ignoraba que aquel autor pudiese escribir cosas que no tratasen del borriquillo.
Más tarde, como por casualidad, me encontré en diferentes antologías con algunos poemas suyos que me atrajeron: La carbonerilla quemada, Ya están ahí las carretas, Mañana de la Cruz... Me impresionaron sobremanera dos de igual título, Adolescencia, y de ellos, más el que comienza Aquella tarde, al decirle / yo que me iba del pueblo, / me miró triste...
El viaje definitivo me ofreció una faceta diferente de su producción, sensación que volvió a presentarse con el soneto Octubre. Cada vez, me iba interesando más saber quién era quien escribía aquellos poemas. Y me llegaban noticias, como si alguien quisiera poner trabas a un acercamiento hacia él, de su ansia por lograr la expresión de la belleza y también de su fama de poeta antipático, cargado de suficiencia, encerrado en su torre de marfil.
Por entonces leí el Diario de un poeta recién casado, Eternidades y Piedra y cielo. Creí entender que en él había más de lo primero que de lo segundo. Como también creí entender qué era eso de “obra en marcha” a que tanto se refería Juan Ramón. Seguí buscando, buceando en su poesía. Y me atreví con Dios deseado y deseante y con En el otro costado. Aquello era asistir al exultante encuentro del poeta con la poesía, con la interna asunción de la poesía, de la belleza.
Hasta que un día me sorprendí leyendo Espacio, que, en palabras de su autor, es un poema seguido, sin asunto concreto, sostenido solo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesivas, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia [...], sucesión de hermosura más o menos inesplicable y deleitosa [...] la contemplación de la permanente mirada indecible de la creación: la vida, el sueño o el amor.
Uno de los mejores poemas que se hayan escrito nunca.


Juan Ramón Jiménez (1881-1958): Espacio. Fragmento primero: Sucesión (fragmento)


«Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.» Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ese, y si quien lo ignora, más que ese lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia: sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris cantando como canto yo. Adiós iris, iris, volveremos a vernos, que el amor es uno y solo y vuelve cada día. ¿Qué es este amor de todo, cómo se me ha hecho en el sol, con el sol, en mí conmigo? Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo, luz divina y terrena los fundía en clara, plata, oro inmensidad, en doble y sola realidad; una isla flotaba entre los dos, en los dos y en ninguno, y una gota de alto iris perla gris temblaba en ella. Allí estará temblándome el envío de lo que no me llega nunca de otra parte. A esa isla, ese iris, ese canto yo iré, esperanza májica, esta noche. ¡Qué inquietud en las plantas al sol puro, mientras, de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado! ¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera, más que ocupar el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar? En medio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos. Contar, cantar, llorar, vivir acaso; «elojio de las lágrimas», que tienen (Schubert, perdido entre criados por un dueño) en su iris roto lo que no tenemos, lo que tenemos roto, desunido. Las flores nos rodean de voluptuosidad, olor, color y forma sensual; nos rodeamos de ellas, que son sexos de colores, de formas, de olores diferentes; enviamos un sexo en una flor, dedicado presente de oro de ideal, a un amor virjen, a un amor probado; sexo rojo a un glorioso; sexos blancos a una novicia; sexos violetas a la yacente. Y el idioma, ¡qué confusión!, qué cosas nos decimos sin saber lo que nos decimos. Amor, amor, amor (lo cantó Yeats) «amor es el lugar del escremento». ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere? ¿Qué es, entonces, la suma que no resta; dónde está, matemático celeste, la su-ma que es el todo y que no acaba? Hermoso es no tener lo que se tiene, nada de lo que es fin para nosotros, es fin, pues que se vuelve contra nosotros, y el verdadero fin nunca se nos vuelve. Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: «Termínate en ti mismo como yo». Todo lo que volaba alrededor, ¡qué raudo era!, y él qué insigne con lo suyo, verde y oro, sin mejor en el oro que en el verde. Alas, cantos, luz, palmas, olas, frutas me rodean, me envuelven en su ritmo, en su gracia, en su fuerza delicada; y yo me olvido de mí entre ello, y bailo y canto, y río y lloro por los otros, embriagado. ¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa más que este vivir de cambio y gloria? Yo oigo siempre esa música que suena en el fondo de todo, más allá; ella es la que me llama desde el mar, por la calle, en el sueño. A su aguda y serena desnudez, siempre estraña y sencilla, el ruiseñor es sólo un calumniado prólogo. ¡Qué letra universal, luego, la suya! El músico mayor la ahuyenta. ¡Pobre del hombre si la mujer oliera, supiera siempre a rosa! ¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias, qué lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de pronto, esta dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro todo, donde debiera terminar nuestro horizonte...

martes, marzo 22, 2011


EL HABLA MALAGUEÑA


Hay unos grandes almacenes que fundamentan toda su propaganda en el eslogan que afirma que, si no queda satisfecho, se le devolverá su dinero. Hace unos días que me compré un libro cuyo contenido es suficiente para poner en práctica tal eslogan. El libro se titula El habla malagueña y lleva por subtítulo Compilación de voces y dichos populares del habla de Málaga. Su autor, digámoslo ya todo, es Alfredo Leyva. Quienes me conocen, saben la afición que siento por la dialectología, no en vano fui discípulo de Manuel Alvar y Antonio Llorente, autores del impagable Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía. Ello hace que no me resista a adquirir cualquier libro que trate esa temática y la curiosidad con la que reviso aquellos libros que exponen el vocabulario o las peculiaridades lingüísticas de una zona.
Pero, le comento a Zalabardo, algunas veces se lleva uno un chasco muy grande al enfrentarse con una de estas obras, pues la dialectología es una disciplina lo suficientemente complicada como para que caiga en manos de simples diletantes.
El libro empieza por ser descuidado en su redacción, pues incurre bastantes veces en confusiones ortográficas (se escribe echa en lugar de hecha varias veces, se confunde sino con si no o se escribe el presente de saber, , sin la preceptiva tilde) y gramaticales, la más grosera la de llamar artículo a la preposición de.
Lo que más me ha llamado la atención de esta obrita es su declarado carácter de texto bilingüe. Cuando veo la cara de extrañeza que Zalabardo pone le digo que ha oído bien, que todo, o casi todo, el texto está escrito en idioma malagueño, como lo llama el autor, seguido de la correspondiente traslación al español. Para que os hagáis una idea, sirva de ejemplo el contenido de la primera palabra del Vocabulario, que es la parte fundamental del libro: Abanto: personahe inzenzible, ehtirao, orgullozo. Y, a continuación, dice que personahe significa en español persona y que los adjetivos andaluces inzenzible, ehtirao y orgullozo significan respectivamente insensible, creído y presuntuoso. ¡Mire usted qué bien!
No deja de ser curioso el capítulo dedicado a la caracterización de nuestro ‘idioma’. Me conformo con dar unas breves muestras del mismo. Cuando habla de semántica, por ejemplo, dice que “la utilización de los verbos en el ‘idioma’ malagueño es muy particular, cambiando unos por otros a su antojo de forma que a un vallisoletano le puede complicar su comprensión”. Vaya por Dios, no podía faltar el tópico de Valladolid como paradigma de buen uso del castellano. Pero es que uno de los ejemplos que da es Zi zigueh calentándome la perola, cojo la puerta y me voy, tras el cual afirma que el consabido vallisoletano no entenderá que calentar la perola (cabeza) significa molestar, dar la lata más de la cuenta ni que coger la puerta es irse.
En otra parte, al hablar de fonética, nos hace la siguiente “interesante” exposición sobre la aspiración: A veces, la “h” sustituye a la “j”, pero no se pronuncia; teheringo (tejeringo). O, también: En otros casos, la “h” se pronuncia como una vocal larga en sustitución de otra consonante; paloduh (palodul). A propósito, podría haber buscado una palabra más malagueña que ese extraño (aquí) tejeringo.
Pero entremos de lleno en el Vocabulario, que ya digo que es la parte fundamental del libro, que no es tanto un estudio del habla de Málaga cuanto una recopilación de vocabulario malagueño. Lo que más me ha llamado la atención es la ortografía utilizada. Me causa extrañeza el disparatado criterio empleado. Así, de forma sistemática marca el ceceo de la zona escribiendo indiscriminadamente z donde habría que escribir c, ya que ambas letras representan el mismo sonido, aparte de que la segunda letra es obligada cuando le siguen e o i (siendo el caso, además, de que la mayoría de palabras que él menciona no se pueden dar como ejemplos de ceceo). Y de esta forma nos encontramos con zarzilloh, zebollón, zembrao, zenachero, zierro, zinohoh o zipote. Y de la misma manera, si por un lado trata de esmerarse tanto el autor en dejar muestra de las aspiraciones de s o de j, resulta que nos encontramos con jersey, jubón, jábega, jamacuco, jaramagoh, jiñaera o jofifa, por citar algunos casos.
Pero, para terminar, los fallos más graves se cometen, a mi juicio, en el ya mencionado Vocabulario, cuando se ofrecen como malagueñas, palabras que no lo son. Ya he hablado en otras ocasiones de la dificultad de hacer un vocabulario malagueño, o sevillano, o cordobés, o de donde sea, porque resulta muy complicado establecer los límites de las zonas y porque, salvo unas cuantas, casi todas las zonas andaluzas utilizan las mismas palabras. Una cosa es que una palabra se use en Málaga, por ejemplo, y otra muy distinta que sea específica y exclusiva de aquí.
Por eso, y repito que quiero dar pocos ejemplos para no cansar, debe saberse que chavea, pinrel o andoba no son malagueñismos, sino gitanismos. Que barda, bardal o bardilla (‘valla, pared de separación’) es un aragonesismo que se usa en toda Andalucía. Que ajilimójili no es una zarza (salsa) malagueña, pues, como especialidad culinaria, se da en toda Andalucía, aunque hay quienes dicen que procede de Jaén; de cualquier forma, el significado peculiar de ajilimójili en Andalucía no es el que se relaciona con la cocina, sino gracia, donaire, garbo, con que ya lo utilizaron los hermanos Álvarez Quintero. Que picoleto es un término de argot para designar al guardia civil. Que almóndiga es un vulgarismo general de toda España. Que pleita, hatillo o jeta, como muchos otros que aparecen, son términos castellanos y no solo andaluces ni, mucho menos, malagueños.
Y acabo con un ejemplo peculiar, muestra de ese descuido general con que está compuesto el libro. Quebrao es el término que se utiliza también para designar al herniado. Una hernia, según los lugares, es una quebradura, quebrancía o potra. Ignoro qué relación tiene eso con la suerte, pero hay dos expresiones coloquiales que son tener potra, ‘tener suerte’ y tener más suerte que un quebrao. Por ello extraña que el autor de este libro redacte tal artículo del siguiente modo: quebrao: m. ehpr. 1. Tenéh máh suerte cun quebrao. Tenéh potra. 2. Herniao, roto. Ehem. Me quebrao un brazo.
Ah, las abreviaturas que utilizo son las que él usa: ehem. es ehemplo, ehpr. es ehprezión, tal como ehz. es etzétera.
Me indica Zalabardo que tal vez haya sido muy duro en la reseña que hago del libro y le respondo que, cuando uno no domina un tema, lo mejor es no meterse en berenjenales y que bastante hago con no ir a la librería para que me devuelvan mi dinero.

martes, marzo 15, 2011

14. EL CUADERNO ESCONDIDO. 14. EMILIO (Leyendo a Bertolt Brecht)


Por los anchos y altos pasillos de lo que fue la antigua Fábrica de Tabacos, donde ahora estaban las Facultades de Letras, Derecho y Ciencias, su figura pasaba desapercibida, se diría incluso que resultaba insignificante. Su vestimenta casi siempre oscura, pantalón gris y chaqueta negra no sufría cambio en ninguna estación; si acaso, cuando llegaba la primavera y los calores comenzaban a sentirse por las calles de Sevilla, se despojaba de la chaqueta y aparecía siempre con camisa blanca.
Emilio, que ese era su nombre, había nacido en un pequeño pueblo de la sierra de Huelva, de la zona de donde proceden los fandangos. Entre los compañeros pasaba por ser persona discreta y callada. Si por algo destacaba era por su constante y apasionada defensa de las novelas de Pío Baroja.
Casi nadie sabía dónde vivía, aunque a mí me llevó un día a su casa con el pretexto de que revisáramos unos apuntes. Vivía en un destartalado edificio de la calle Golfo, cercana a la Plaza de la Alfalfa. Allí, en casa de una viuda gorda y de aspecto desaliñado, tenía alquilada una oscura y apenas ventilada habitación. La única nota feliz de aquella vivienda era una sobrina de la dueña que se pasaba el día con la radio a todo volumen y acompañando con su propia voz las canciones que emitían.
Emilio, tan discreto, tan silencioso, tan poco dado a explayarse con nadie, me hizo partícipe, sin que yo supiera por qué, de su mayor secreto, no sin antes exigirme que no hablaría de ello con nadie.
—Es que contándote esto puedo poner en peligro a muchas personas.
Tuve que terminar jurándole que sería mudo como una tumba.
—Verás, es que yo soy correo y necesitamos a otra persona que nos ayude en esta función.
Yo no tenía la menor idea de qué era aquello de lo que hablaba y, un poco en broma, le contesté que yo no conocía a otro correo que el del Zar, Miguel Strogoff, y a los carteros que cada día salían con sus enormes carteras del edificio de la Avenida.
Emilio me dijo que me hablaba de algo muy serio. Me contó que pertenecía a las Juventudes Socialistas y que sobre él recaía la misión de recibir cartas y comunicaciones de otras personas y organizaciones para evitar que los responsables fuesen descubiertos. Según me dijo, en Sevilla se movía en la clandestinidad un grupo con mucha influencia y había que evitar por todos los medios que la policía pudiese llegar hasta ellos. Y me mencionó, entre otros, a un tal Isidoro, del que hablaba con fascinación.
—Por supuesto que Isidoro es un nombre ficticio y yo de él no conozco salvo su nombre, pues todos cuidan muy bien de que no se sepa quién es. La cosa es que necesitamos alguien más que haga de correo y yo había pensado en proponértelo.
Le contesté que yo era muy miedoso y que no me atrevía a lo que me solicitaba, aunque podía estar seguro de que no hablaría de aquello con nadie.
Desde aquel día, sin embargo, fuimos muy amigos. Él me buscaba a veces por los pasillos de la Facultad y juntos nos íbamos bastantes tardes a pasear por los Jardines de Murillo o por las orillas del Guadalquivir.
Me hablaba de sus proyectos políticos, asunto del que yo casi no entendía nada, y me animaba a que asistiera a las asambleas de la Facultad. En alguna ocasión, me rogó que le guardara un libro, o un sobre cerrado, o algunos documentos. Yo le hacía el favor, sin preguntarle nunca nada y sin ser consciente del conflicto en que podía verme involucrado.
Periódicamente me prestaba libros que, decía, no se podían conseguir en España y me hablaba de poetas a los que yo no conocía y de una poesía distinta a aquella de la que nos hablaban en clase.
En casi todas sus conversaciones, antes o después tenía que salir aquello de “cuando muera el general...” porque, añadía, era muy difícil pensar en un triunfo revolucionario que devolviera las libertades mientras el general viviera. Y es que él no decía nunca “Franco”, sino “el general”.
Estábamos en 1966 y la Universidad era un foco de continuados conflictos. Por supuesto, ninguno de los dos, como casi nadie, éramos conscientes de que no mucho después estallaría lo que pasó a la historia como “el mayo francés del 68”, que tanto supondría en toda Europa, y del que aquí apenas si nos enteramos.
Poco después, cuando ese curso acabó, nos tuvimos que separar. Emilio seguiría en la Universidad sevillana mientras yo me marchaba a otra para completar mis estudios. Desde entonces, no hemos vuelto a vernos.


Bertolt Brecht (1898-1956): General, tu tanque es más fuerte que un coche


General, tu tanque es más fuerte que un coche.
Arrasa un bosque y aplasta a cien hombres.
Pero tiene un defecto:
necesita un conductor.


General, tu bombardero es poderoso.
Vuela más rápido que la tormenta y carga más que un elefante.
Pero tiene un defecto:
necesita un piloto.


General, el hombre es muy útil.
Puede volar y puede matar.
Pero tiene un defecto:
puede pensar.

miércoles, marzo 09, 2011


PONER EN VALOR


Estábamos Zalabardo y yo sentados en la terracita de un bar pequeño, leyendo el periódico y disfrutando de una copa de vino tinto al tiempo que gozábamos de una agradable mañana de este variable e imprevisible invierno que se nos ha presentado. Cada vez más, los años (que, según se dice, piden sopitas y buen vino) nos van exigiendo recrearnos con situaciones de ese tipo y olvidarnos de otras menudencias y quehaceres. Como digo, en esas estábamos cuando Zalabardo levantó la cabeza de su periódico y me lanzó, como si fuera un escopetazo, la pregunta: ¿Qué razón explicará esto? Yo, más atento a las páginas deportivas del periódico que tenía entre manos que a su pregunta, le respondí displicente: ¿Qué cosa? A lo que él añadió: Que se impongan en el lenguaje, así como así, modas que no tienen nada de atractivas ni de razonables. Con eso atrajo mi ateención
Debo aclarar, por si no lo he dicho en alguna ocasión anterior, que Zalabardo es enemigo acérrimo de las modas por las modas, sobre todo si quienes las siguen no tienen ni puñetera idea de aquello que adoptan con tan alto empeño. Y debo aclarar, y esto sí creo que lo he dicho, que a mí me pasa otro tanto cuando a lo que afectan estas modas es al lenguaje.
Le pregunto entonces qué es lo que origina su pregunta. Él me pasa su ejemplar de prensa y me señala con el dedo dónde debo leer. Y eso es lo que hago: Creo que se ha perdido una oportunidad (el texto habla sobre la puesta en marcha del proyecto de visitas nocturnas y guiadas de la Mezquita-Catedral de Córdoba) para poner en valor este activo en una ciudad que apuesta por ser capital cultural.
Ahí está, me insistía señalando con un dedo acusador, ¿qué es eso de poner en valor? Le digo que tiene razón en su queja, pero que ignoro cómo y por qué se ha impuesto este giro. Le añado, además, que la razón de muchos de los cambios en el lenguaje y de los usos que de ellos hace la gente resulta difícil de explicar.
Sea por lo que sea, la cosa es que hoy se oye por doquier, a cada instante y casi siempre en boca de políticos (ellos son quienes más tics idiomáticos asumen y, a la vez, contagian) esa feísima locución poner en valor. Conste que no es nueva en nuestra lengua; lo que sí es novedoso es su proliferación.
¿Y qué es lo que pasa con poner en valor? En principio, que no es más que un galicismo. En efecto, nuestra vecina lengua dispone de mettre en valeur, que significa, simplemente, poner de relieve; ¿a que eso suena más, y mejor, en nuestros oídos? Pero no es solo cuestión de eufonía; lo principal del caso es que en nuestra lengua, para eso, ya disponemos de destacar, valorar o valorizar e, incluso, revalorizar, es decir, ‘reconocer, estimar el valor o mérito de alguien o algo, aumentar el valor de algo’.
¿Y no se puede aceptar el préstamo? Se pregunta la gente. ¿Cuántas veces se ha dicho aquí que el préstamo es absolutamente legítimo solo cuando viene a rellenar un hueco, una carencia de nuestro sistema lingüístico, lo que no es el caso con la locución que tratamos?
El DRAE no recoge la locución de que hablamos, lo que no impide que la propia Academia cometa el desliz de usarla en una noticia difundida en su propia página web: el objetivo de la iniciativa (la presentación de los dominios multilingües en Internet) es poner en valor la lengua española en Internet. ¿Veis, en este ejemplo, lo que decía hace algún tiempo acerca de la humanidad de los académicos?
El Diccionario de uso del español de María Moliner, que me parece el más serio de los diccionarios españoles, tampoco la recoge. Y el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, es el único que le da cobijo en sus páginas (prueba de su novedad), aclarando que poner en valor significa ‘hacer que algo sea más apreciado, resaltando sus cualidades’. Y la página de la Fundación para el español urgente, http://www.fundeu.es/, deja claro que: Aunque muy empleada, esta expresión es un galicismo equivalente al castellano valorizar. Cuando se trate de reconocer o estimar el valor o el mérito de algo o alguien o de referirse a las acciones o medidas por las que se intenta aumentar el valor de algo prefiérase la forma valorizar.
Zalabardo me dice que le resulta suficiente lo dicho hasta el momento y que no necesita más explicaciones. Por tanto, seguimos enfrascados en nuestras respectivas lecturas, gozando de la agradable tibieza del sol y de las mediadas copas de tinto que tenemos sobre la mesa.

martes, marzo 01, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 13. EL FEO (Leyendo a Rafael de León y Antonio Quintero)


Sin duda corrían tiempos difíciles. No habían pasado tan pocos años como para que todos tuviesen plena conciencia de la negra experiencia de la guerra ni tantos como para que alguien pudiese creer que estaba libre de sus consecuencias.
Los niños, pues, corrían y jugaban sobre el polvo de las calles ajenos a la pesada losa que aún gravitaba sobre la cabeza de los adultos; los hombres procuraban allegar cada día a sus casas lo necesario para el sustento de la familia y las mujeres soñaban una vida menos ingrata identificándose con las heroínas de las novelas de la radio y escuchando los programas de discos dedicados.
Fuera de eso, el pueblo podía huir, siquiera temporalmente, de sus miserias en ocasiones contadas: el concurso de villancicos por Navidad, las procesiones de Semana Santa, la feria y la función teatral de los frailes del convento del Carmen.
Los frailes acostumbraban cada año a organizar una función a beneficio de la comunidad. Para ello solicitaban la colaboración desinteresada de artistas locales. La relación de actuaciones se alteraba poco de un año a otro: Maruchi Pulido, canzonetista amateur, como se decía en los programas de mano, interpretaba boleros y rancheras mejicanas; Adelardo Tabares, del comercio, ejecutaría maravillosos juegos de magia y prestidigitación; el Terele ofrecería un sentido repertorio flamenco acompañado a la guitarra por Paco el de la Puri; Rodolfo Ortiz, rapsoda, deleitaría al distinguido auditorio con los más destacados poemas de los mejores poetas de nuestra tierra; y fray Anselmo, de la comunidad, protagonizaría, secundado por alumnos del Colegio, un divertido entremés.
De todo el elenco, lo que más atraía al público era la actuación del rapsoda. Rodolfo Ortiz, hijo de viuda, pasaba casi todos los días de su vida tras el mostrador de la pequeña tienda de comestibles de su madre. Rodolfo Ortiz, decían las malas lenguas, era tan feo como buen hijo. Tenía labia y simpatía que desarrollaba atendiendo a la clientela, pero ya había sobrepasado la edad de treinta y cinco años y su fealdad había conseguido que ninguna mujer se enamorara de él. A esto había que unir que poseía una pierna más corta que la otra y que una exagerada suela de casi quince centímetros no lograba disimular su nada grácil cojera sino que incluso la acentuaba.
Pero Rodolfo Ortiz no vio agriado su carácter por tan poco atractiva figura. Y buscando una salida a las dotes que pudiera tener, se aficionó a la poesía, empujado por el ejemplo de los recitadores que escuchaba en Radio Sevilla o en Radio Madrid. Y de esta forma, de noche y en la soledad de su dormitorio, imitaba el estilo de las figuras a quienes admiraba, y procuraba conseguir la modulación de la voz, el sentimiento y el dramatismo que percibía en sus modelos. Hasta que, un año, Rodolfo Ortiz se ofreció a los frailes para el espectáculo.
Su actuación hizo furor. Durante días no se habló de otra cosa en el pueblo. Es verdad que, pese a su éxito, seguía sin que ninguna mujer se enamorase de él. Pero ya no era solo el tendero solícito y amable que atendía en la tienda de su madre. Ahora conmovía los corazones de quienes lo escuchaban recitar aquellos poemas populares de los autores de la tierra. En el pueblo, algunos llegaban a defender que recitaba incluso mejor que los actores que lo hacían en la radio.
Así, no había fiesta en el pueblo que no requiriera su presencia. A él, el poema que más le gustaba interpretar, porque, según decía, él no recitaba sino que interpretaba, era el del Piyayo, de José Carlos de Luna. Ponía un especial énfasis y todo su cuerpo parecía trasformarse cuando decía aquello de ¡A chufla lo toma la gente!... / ¡A mí me da pena / y me causa un respeto imponente! Tampoco le disgustaba el de La Chata en los toros, de Rafael Duyos. Sin embargo y pese a eso, decía entre sus amistades más cercanas que el que creía que le quedaba mejor era el de Gabriel y Galán Mi vaquerillo.
Pero, lo que son las cosas, lo que la gente más le pedía y lo que, por eso mismo, solía quedar para cerrar sus actuaciones era el Romance de “El Feo”, de Rafael de León y Antonio Quintero, pareja que con el Maestro Quiroga formaron la primera trinidad de la copla andaluza; la segunda, ya se sabe, la integraron Ochaíta, Valerio y Solano. Alguna vez receló si no habría intención malévola en tal petición. Pero su madre hacía desaparecer los nublados de su mente y lo convencía de que todo era porque lo recitaba muy bien y ponía en él mucho sentimiento. Y así, Rodolfo Ortiz se habituó a cerrar sus actuaciones con aquella melodramática historia.





Rafael de León (1908-1982) y Antonio Quintero (1895-1977): Romance de “El Feo”


Ya se me olvidaba, amigos,
que ayer prometí contaros
los motivos y razones
de por qué soy legionario.
Mientras leía esta carta,
lo estaba recordando.
Yo era el chaval más humilde,
más bueno y más desgraciao
que se inscribió en los padrones
de la Cabecera el rastro.
Y aunque mi madre era guapa,
según los que la trataron,
mi padre fue, por lo visto,
un feo tan exaltao,
que se miró en un espejo
y, al verse, palmó en el acto.
Y esta cara fue la herencia
que mis papás me dejaron:
moreno-verde-aceituna,
pelos tiesos, chiquitajo,
nadie me llamaba Antonio,
—que así es como me llamo—,
sino “El Feo”. Con el nombre
de “El Feo” me bautizaron
las comadres que llevaban
a sus retoños en brazos
llamándoles rey del mundo,
tesoro, mi cielo, encanto.
Yo jamás supe lo que era,
ni de limosna, un halago.
De pequeño, me vengaba
con los chavales del barrio;
patás en las espinillas,
mojicones, cascotazos,
a este le quito la gorra,
tumbo a aquel otro en el fango,
que polvos de pica-pica
por el cogote a puñaos,
que al que pesco en una fuente
lo empujo y al agua, pato.
Del Feo todos decían
que era de la piel del diablo,
y el Feo todas las noches
se adormilaba llorando...
Y al fin le salió la barba;
y allá va un mocito honrao
que sabe ganarse a pulso
la vida con su trabajo.
Le siguen llamando El Feo...
¡Qué más da! Si al fin y al cabo
los hombres pueden ser hombres
aunque no estén... ondulaos.
De novias, con mi carita,
¿pa qué iba a meterme en gastos?
Le digo a cualquiera “envido”
y, al verme, le da un colapso.
Pero el sino se presenta
cuando menos lo esperamos.
Un chaval que lo bautizan
a escote los de mi patio,
una madre que, en los ojos,
lleva escrito el desengaño.
Yo, que me muero de pena,
que me doy tres latigazos,
que se me olvida mi rostro,
que me acerco al cristianao,
y en una copla, a la madre,
mi corazón le regalo:


“Con esa fló de tu rama,
voy a hasé una caridá,
yo tengo cuatro apellíos,
los cuatro le voy a dá,
como si fuera hijo mío.”


Y lo cumplí; a los dos meses
yo era ya un hombre casao
con una mujer bonita, seria,
leal, de buen trato,
y con un hijo que, sobre el alma,
yo me lo puse a caballo.
Los que me llamaban feo
me lo siguieron llamando
con razón; pero ella nunca
puso tal nombre en sus labios
y yo, se lo agradacía;
y así vivimos tres años
sin ella decirme “El Feo”
ni yo nombrarle el pasao.
Recuerdo que fue un domingo...
Yo tenía al chico en brazos
cuando una sombra en la puerta
preguntó: “—¿está la Rosario?
—Está para mí —le dije—,
para usted ya la enterraron.
—Pues vengo a resucitarla
y a llevarme ese macaco,
porque lo feo se pega
y usté lo es un rato largo.”
No dijo más... Ni un suspiro...
Cayó como cae un árbol
cuando lo siegan de golpe
los cien cuchillos de un rayo.
Pero ella sí que me dijo
viendo en tierra aquel guiñapo...
Me lo dijo sin palabras...
Me miró de arriba abajo
de una manera tan fina,
diciéndomelo tan claro,
que nunca pensé que un mote
pudiera hacer tanto daño.


Los jueces dijeron: “¡Libre!”
Yo respondí: “¡Condenado!
¿A quién vuelvo yo los ojos?
¿Dónde encamino mis pasos?”
Y la bandera de España
me contestó: “—A mí, muchacho!
¡Ven, que yo seré tu madre,
que te daré amor y amparo,
y te enseñaré el secreto
de andar con la frente en alto
y a ser novio de la muerte,
que es la novia de los guapos!”
Y aquí estoy, con esta carta
que hoy ha llegado a mis manos,
donde un chiquillo me dice:
“—Papá, tengo tu retrato.
Me gusta mucho que seas
caballero legionario,
porque, con ese uniforme...
¡mecachis, que sí estás guapo!”

lunes, febrero 21, 2011


CENSORES


Vivimos una época, le digo a Zalabardo, en la que con mucha frecuencia se confunden los valores y en la que cualquiera, y cuando digo cualquiera me refiero exactamente a eso, a cualquiera, se siente con derecho a imponer sus criterios sobre los de los demás, sin entrar siquiera en el inicio de eso que siempre se ha llamado contraste de pareceres: tú piensas esto, yo pienso lo otro; veamos si la razón nos asiste a alguno de los dos, si ninguno podemos reclamarla o si, lo que sería de desear, se puede llegar a un punto de encuentro que nos satisfaga a ambos.
Sabéis que nunca he sido partidario de eso que se ha dado en llamar corrección política, ya sea en el lenguaje o en cualquier otra faceta, porque, lo he defendido en múltiples apuntes, pienso que, por ejemplo, el lenguaje es un instrumento pero de ninguna manera un arma arrojadiza. El lenguaje, en sí mismo, es neutro; las palabras no dañan, daña la intención de quien las utiliza para ocultar tras ellas su mala baba. Porque vamos a ver, ¿qué matiz peyorativo puede ocultarse tras la palabra ciego, por poner un ejemplo fácil de entender? ¿Es que voy a tener que decir disminuido visual para no herir la sensibilidad de nadie?
Me pide Zalabardo, por favor, que no vuelva sobre el mismo tema y procuro tranquilizarlo diciéndole que no voy sobre lo mismo, sino que quiero ir un poco más allá. Porque resulta, le digo, que la corrección política, como sinonimia de hipocresía expresiva, se ha instalado en todos los pliegues de nuestro cuerpo social y cuesta trabajo no ya decir, sino incluso hacer algo, sin poder evitar que a cada momento haya alguien que se sienta herido. Ya no es lo que digo, sino lo que hago, lo que hay que cuidar para no entrar en conflicto con quienes tenemos a nuestro alrededor.
Y lo peor no es que alguien pueda, con o sin razón, aunque generalmente sin ella, dolerse de mis obras o de mis palabras; lo peor es que ese alguien se sienta con derecho a impedir que yo hable o actúe tan solo porque no le gustan ni mis palabras ni mis acciones. De esta forma, hemos devenido en una situación en la que la censura campa por doquier. Si a mí no me gusta una exposición, se pretende, no me limito ya a no acudir a ella, sino que me considero con derecho a impedir que tal exposición se celebre o que otras personas puedan visitarla; si considero obscena, por decir algo fuerte, tu canción, exijo el cumplimiento de “mi derecho” a que tú no cantes o a que los demás no te escuchen. Y esto pasa en todos los ámbitos: en la política, en la religión, en el fútbol, en los toros y qué sé yo dónde más. Es la actitud de los más intransigentes talibanes, que los hay por todas partes.
Y así sucede que se ha impuesto una corriente censora como hacía tiempo que no veíamos. Y le cuento a Zalabardo el último caso. En los Estados Unidos, el complejo cultural Smithsonian, de Washington, ha organizado una exposición de temática homosexual que pretende analizar el papel de la diferencia sexual y su representación artística. Una de las obras expuestas ha sido A fire in my belly, de David Wojnarowicz; se trata de un vídeo de 1987 que desea denunciar la indiferencia de la sociedad frente a los enfermos de sida. El vídeo gustará o no, quien lo desee puede verlo en http://vimeo.com/17650206 . Ofrece escenas de fuerte violencia (titulares de periódicos referidos a sucesos, lucha libre, peleas de gallos, corridas de toros, todo ello combinado con escenas callejeras que pudiéramos calificar de normales), pero lo que ha tocado la fibra sensible de alguien es que hay unas escenas en las que se ven hormigas correteando por la imagen de un crucificado. Una persona publicó un artículo contra el vídeo, y de paso contra toda la exposición, artículo que se convirtió en el punto de partida para una extensa e intensa cruzada de grupos católicos contra la muestra “anticristiana”. Resultado: el vídeo ha sido suprimido de la exposición. ¿Qué harían esas personas con la escena, pongo por caso, de la “santa cena” en la película Nazarín de Luis Buñuel?
Termino diciéndole a Zalabardo que yo soy partidario del respeto hacia todo el mundo, de que hay que procurar no herir, a propósito, a nadie; pero que eso no significa, por otro lado, que no respete el derecho de cada uno a su libre expresión y a su libre pensamiento. Nunca iré a casa de nadie a mostrarle lo que no desee ver o a decirle lo que no desea oír. Pero eso no le da derecho a nadie a censurar mi libertad de obra y de palabra.

lunes, febrero 14, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 12. NEVERMORE (Leyendo a Edgar Allan Poe)


Querido amigo B.:
Ya hace días que estuvimos hablando de la diferencia entre una obra científica y un poema, así como entre este y una novela, sin que pudiésemos llegar al final de la conversación. Le decía yo entonces que la poesía, para ser tal, no puede ser sino breve, de forma que lo que llamamos poema largo no es sino en realidad una sucesión de poemas breves, esto es, de efectos poéticos breves. La poesía es tal en cuanto excita inten-samente el alma y la eleva.
Quiero ahora explicarle lo que entonces no tuve tiempo, aprovechando el poema que estoy componiendo y que se titulará, posiblemente, El cuervo. En él estoy cuidando con detenimiento el efecto que deseo producir en los lectores (melancolía y terror), la extensión conveniente, el tono de fondo, el ritmo del verso, las repeticiones y las aliteraciones. He buscado el empleo de un estribillo que suponga la división del poema en estrofas, lo que convierte el poema largo en sucesión de poemas cortos.
El final, para que tuviera fuerza, debía ser sonoro y lleno de énfasis, lo que me llevó a pensar en la o como vocal altamente sonora, asociada con la r como consonante que ayuda a prolongar en sonido. De inmediato me vino a la mente la palabra nevermore [nunca más]. ¿Qué pretexto me permitiría el uso continuado de dicha palabra como cierre de cada estrofa? Necesitaba de un ser incapaz de razonar pero que pudiese hablar. Y aunque pensé de inmediato en un loro, pronto lo reemplacé por un cuervo, más acorde con el tono y efecto elegidos. Ya tenía un cuervo, ave de mal agüero, repitiendo monótonamente nunca más al final de cada estrofa, en un poema de tono melancólico y de una cierta extensión.
Sin perder de vista nunca el objetivo final del poema, la perfección de todos sus puntos, me pregunté entonces: De todos los temas melancólicos, ¿cuál concitaría universalmente mayor consenso? No me cabía duda de que debería ser la muerte. ¿Y cuándo este tema, considerado el más melancólico, se convierte a su vez en el más poético? La respuesta era obvia: cuando está asociado a la belleza. Por tanto, la muerte de una bella mujer no solo es el tema más melancólico sino a la vez el más poético. Y qué duda cabe de que los labios más adecuados para expresar este tema son los del amante que ha perdido a su amada.
Llegado a este punto, no me quedaba sino hallar el modo de combinar la idea del enamorado que deplora la muerte de la mujer amada y la del cuervo que repite continuamente nunca más. Con eso, el poema estaba ya conseguido.
Creo, estimado B., que esto le puede dar una somera idea de cuál es mi proceso de creación de un poema. Cuando concluya este del que le hablo se lo enviaré.
Entre tanto, espero noticias suyas.
Un abrazo,
Edgar.

[Elaboración libre a partir de Filosofía de la composición, de E. A. Poe]




Edgar Allan Poe (1809-1849): El cuervo


Una vez, en triste medianoche,
cuando, cansado y mustio, examinaba
infolios raros de olvidada ciencia,
oí de pronto, que alguien golpeaba
en mi puerta, llamando suavemente.
«Es, sin duda —murmuré—, un visitante...»
Solo esto, y nada más.


Recuerdo el mes helado de diciembre;
una a una, las ascuas moribundas
forjaban su fantasma sobre el suelo.
Deseaba con ansia la mañana,
buscando entre mis libros un consuelo
a la doliente pérdida de la virgen Leonora,
que es así por los ángeles llamada...
Sin nombre aquí, ya siempre.


Me estremeció el crujir de las cortinas,
de púrpura y de seda, y un espanto
jamás sentido paralizó de pronto
mi corazón. Y yo me repetía.


«Algún tardío visitante ruega
la entrada en la puerta de mi estancia.
En mi puerta golpea un visitante;
es esto y nada más.»


Reanimada mi alma y sin más dudas,
«Señor —dije—, o señora, si no,
vuestro perdón sinceramente imploro.
Pero es que dormitaba y la llamada
vuestra tan leve fue, que apenas
supe si había oído tal llamada.»
Abrí entonces la puerta por completo;
tinieblas, nada más.


En lo oscuro atisbaba con ahínco.
Temor, asombro y dudas me invadían;
soñaba sueños que ningún viviente
osó nunca soñar. Todo seguía
envuelto en el silencio y en la calma.
Una sola palabra murmuraba,
y el eco, aquel «¡Leonora!» murmuraba.
Solo esto, y nada más.


Volví a mi estancia; ardía mi alma entera.
Pronto se oyó de nuevo la llamada,
pero esta vez más fuerte, más cercana.
«¿Será —dije— ese ruido en la ventana?»
Semejante misterio he de explorar,
calmando el corazón, ese misterio
he de explorar, repito, en las tinieblas;
el viento es, nada más.


Abrí el postigo, y con gentil revuelo,
entró entonces un cuervo majestuoso,
como en los santos días del pasado.
No me hizo reverencia, ni siquiera
un minuto vaciló. Con prestancia
de dama o varón noble, se posó
en el dintel, sobre un busto de Palas...
Allí quedó posado, y nada más.


Con su grave decoro, el feo pájaro,
como el ébano negro, mi tristeza
en sonrisa trocó. Y yo le dije:
«A pesar de tu cresta desollada,
cobarde no eres, ciertamente, cuervo
torvo, espectral, errando por el margen
de la Noche Plutónica. Revélame tu nombre.»
El cuervo dijo: «Nunca más».


Atónito quedé por la respuesta
tan rotunda del ave desgarbada,
respuesta inoportuna, sin sentido;
mas convengamos que ningún mortal
haya nunca gozado la fortuna,
de tener sobre un busto, en el dintel
de su puerta, un pájaro posado,
con un nombre como este «Nunca más».
El cuervo solitario, desde el busto,
una sola palabra pronunció,
cual si su alma fluyese en el vocablo.
Calló después, inmóvil el plumaje.
Yo apenas susurré: «Otros amigos
volaron ya. Cuando despunte el alba,
este me dejará sin esperanza...»
El ave dijo entonces: «Nunca más».


Estremecido estaba por la calma
que truncara su rápida respuesta.
«Sin duda —dije—, son esas palabras
las únicas que sabe y ha aprendido
de un amo desdichado a quien persigue
el Desastre fatal, y cuyo canto
tenga este estribillo triste:
«Nunca más, nunca más».


Pero el cuervo seguía e incitaba
mi alma a la sonrisa todavía.
Un sillón puse, frente al busto, al ave;
y hundido en almohadón de terciopelo
mi mente encadenaba fantasías,
pensando en lo que el ave desmañada,
fea, flaca, siniestra, a entender daba
croando: «Nunca más».


Sentado, meditaba. La mirada
del pájaro mi corazón quemaba.
Recliné la cabeza en el cojín
que la luz de la lámpara embebía,
deleitaba en el suave terciopelo,
pero ese cojín color violado
Ella no ha de oprimir ya más,
¡ah, nunca más!


Tornose el aire denso y perfumado
por invisible incienso. Balanceaba
el incensario un serafín; se oían
sobre el tapiz mullido sus pisadas. Grité:
«¡Miserable! ¿Te ha prestado tu Dios
o el nepentés te envía con sus ángeles?
¡Bébelo, olvida ya a Leonora!»
El cuervo dijo: «Nunca más».


«¡Profeta —dije—, ser nacido del mal!
¡Profeta, sí, o pájaro, o demonio!
Si el Tentador te manda, o la borrasca
te arroja a nuestra orilla desolada,
pero impávida, a la desierta tierra
mágica por el terror alucinada,
dime, yo te lo ruego, ¿hay bálsamo en Galaad?»
El cuervo dijo: «Nunca más».


«¡Profeta —dije—, ser nacido del mal!
¡Profeta, sí, o pájaro, o demonio!
Por ese cielo que en lo alto se comba,
por ese Dios que tú y yo veneramos,
di a esta alma triste si en el Edén distante
abrazará a la doncella santa
a quien llaman los ángeles Leonora.»
El cuervo dijo: «Nunca más».


«¡Que sea esta palabra la señal,
pájaro o espíritu diabólico,
de nuestro adiós! ¡Retorna en la borrasca
y al borde de la Noche Plutoniana!
¡No dejes pluma negra como prenda
de tu mentira! Mi soledad respeta,
¡quita de mi pecho tu pico, tu forma de mi puerta!
El cuervo dijo: «Nunca más».
El cuervo, inmóvil, sigue aún posado
sobre el pálido busto de Atenea,
encima de la puerta de mi estancia;
sus ojos son de un demonio que sueña.
La luz sobre él mi lámpara derrama,
proyectando su sombra por el suelo.
Y mi alma, fuera de esa flotante sombra,
¡nunca más se alzará!

lunes, febrero 07, 2011


DE SENECTUTE


Decía Alberto Moravia que la vejez es una enfermedad como otra cualquiera, con la única diferencia de que tras esta uno se muere irremisiblemente. La frase, que sin duda podemos catalogar como ingeniosa, no deja de tener su lado falaz, ya que, si bien nadie carece de fecha de caducidad, no es menos cierto que la muerte no repara en la edad, según podemos comprobar cada día. Solo que si cuando corta los hilos de la vida a una edad temprana consideramos la muerte como una gran desgracia, tras la vejez la consideramos como su más lógico corolario.
Por eso, por su proximidad con la muerte, muchas personas reniegan de la vejez y se duelen por no poder retener aquello que se considera que caracteriza la granazón de la vida. Frente a ellas, muchas otras son las que adoptan una actitud que pudiéramos llamar senequista ante lo irremediable, el constante paso de los años. Incluso hay una larga tradición literaria sobre esta especie de impavidez ante lo inevitable, adobada de, a veces, un velado tono de queja. Ya en el siglo XV, Jorge Manrique escribió aquello de que todo se torna graveza / cuando llega al arrabal / de senectud. Y solo un siglo después, aquel capitán sevillano Andrés Fernández de Andrada sería quien escribiera: ¿Qué es nuestra vida más que un breve día, / do apenas sale el sol, cuando se pierde / en las tinieblas de la noche fría?
Por su parte, el refranero está lleno de decires que insisten en diferentes aspectos que se defienden como propios de la vejez; por ejemplo, la decrepitud queda patente en aquellos que afirman que A burro viejo no le falta garrapata o que En casa vieja todo es goteras. La terquedad es lo que señala aquel que defiende que A burro viejo no le cambies el camino. Y la desconfianza en ellos es lo que mantiene el que afirma que Cuando hay santos nuevos los viejos no hacen milagros. Y me quedan dudas sobre cuál sea el sentido del que dice que Del jefe y del perro viejo, mejor cuanto más lejos.
Hablaba de estas cosas con Zalabardo porque, mientras paseaba, pude leer hace días en la portada de uno de esos periódicos gratuitos que cada mañana se nos ofrecen en todas las esquinas de la ciudad un titular que me hizo sentir un repelús: Jubilarse es sentarse a esperar la muerte. ¡Qué estupidez! ¿Quién podría haber dicho tal desatino? Por supuesto, alguien que no tenga ni puñetera idea de en qué pueda consistir la jubilación o que no sea capaz de disfrutar del placer de ir envejeciendo poco a poco.
Zalabardo me recomienda que no me altere y que comprenda que quienes de esta manera se manifiestan son quienes ignoran cuál sea el sentido de llegar a la vejez, quienes tienen miedo a cumplir años. Me dice que, ya que estoy con refranes, piense aquel dicho que denuncia que se es viejo cuando uno trata de demostrar lo joven que se encuentra todavía. Y, aún más, me enseña una entrevista con Juan Goytisolo, que recien-temente ha cumplido ochenta años, en la que afirma: la vejez es una época envidiable. Y no se queda en un simple decir, sino que argumenta su afirmación: cuando llega la vejez no necesitas competir con nadie.
Me insiste Zalabardo en que, del mismo modo que hay muchos refranes que menosprecian la vejez, algunos de los cuales he citado más arriba, hay otros que circulan por el camino contrario. A la cabeza de todos ellos está ese tan repetido de que Más sabe el diablo por viejo que por diablo, síntesis del valor de la experiencia. Experiencia, sabiduría y buen hacer demuestran también los que dicen que Buey viejo lleva el surco derecho o que Del viejo, el consejo. Y compendio de cuanto bueno puede significar la vejez son estos dos tan parecidos: Amigos, oros y vinos, cuanto más viejos más finos, que resume uno, mientras que el otro, algo más extenso, declara que Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer. ¿Y todavía habrá quien reniegue de haber llegado a viejo?

martes, febrero 01, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 11. DECÍAMOS AYER... (Leyendo a Fray Luis de León)


¡Dios del cielo! ¡Qué alboroto! ¡Cualquiera diría que estábamos en día de mercado de tanta gente como bullía por los pasillos! La voz se había corrido no ya solo entre los estudiantes, sino también entre cuantos vagaban por las calles o daban vueltas por los mercados, porque mucha gente de la ciudad se había congregado, curiosa por ver cómo se desarrollaban los hechos.
Casi cinco años habían pasado desde que el Santo Oficio lo despojara de su cátedra de Durando y decidiera recluirlo en la prisión de Valladolid. Casi cinco años en los que el debate no había apenas bajado de tono. Y no eran únicamente los agustinos y los dominicos quienes se tiraban los trastos a la cabeza, que eso había sido siempre así. Los mismos estudiantes formaban bandos entre quienes defendían al maestro León y quienes se pasaban al lado de sus detractores.
Yo era nuevo allí, apenas si llevaba dos años y debo reconocer que a veces me resultaba difícil no participar en la polémica. Como a otros estudiantes, aquel día la curiosidad me había llevado a abandonar mis clases para no perderme el espectáculo que se preveía. Incluso muchos profesores habían dado licencia a sus alumnos, deseosos ellos también de estar presentes en el momento del regreso a la docta casa.
A media mañana, su aula estaba ya abarrotada de un público expectante. Yo tuve la suerte de hallar un rincón en una de las gradas y allí me dispuse a esperar la entrada del maestro. Entre mis libros y cuadernos llevaba, como muchos otros una hoja que desde hacía días se venía repartiendo en Salamanca y que, según lenguas, era un poema que había compuesto durante su estancia en prisión.
Se diría que esperábamos al mismo Rey Nuestro Señor o a alguien no menor que el Nuncio. Tal era el ambiente de jolgorio reinante en el local. Sin embargo, había también muchos que hablaban por lo bajo y criticaban que al fraile agustino se le repusiera en su cátedra. Se rumoreaba, incluso, que el maestro León de Castro no había querido estar aquel día en Salamanca.
El maestro De Castro había sido quien prendiera la mecha del conflicto y muchos eran también los que referían las palabras que le echara en la cara al maestro León: “Yo prenderé el fuego en que os queméis tú y tu linaje”. Porque León de Castro no solo se oponía ideológicamente a Luis de León; no solo envidiaba, él, que se sabía menos estimado entre los estudiantes, el aprecio que hacia el otro sentían estos. Él, León de Castro, lo despreciaba porque, consciente de su medianía, no podía dejar de reconocer la superior inteligencia del agustino.
Y tampoco faltaban quienes acusaban al maestro esperado de poseer un carácter difícil e iracundo. Y muchos compañeros del claustro de profesores afirmaban de él que era un intrigante y un egoísta que no dudaba incluso en criticar y denunciar a sus propios amigos. Claro, que no contó con que Bartolomé de Medina, un hombre frío y calculador, se pusiera del lado de Castro, lo que en gran medida inclinó en su contra el proceso, en el que tanto pesaron sus antecedentes judíos.
En esas conversaciones estaba yo con los demás alumnos que me rodeaban cuando se alzó un murmullo que anunciaba la llegada del maestro León. Cuando penetró en el aula, se hizo un respetuoso silencio. El maestro, delgado, de mediana estatura, con la cabeza alta, avanzó por el pasillo que los presentes iban abriendo a su paso. Despacio, se subió a su cátedra. Se recompuso los pliegues del hábito, miró a su alrededor sin mover un solo músculo de su cara y se dispuso a hablar:
—Decíamos ayer...


Fray Luis de León (1527-1591): A la salida de la cárcel


Aquí la envidia y la mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
con solo Dios se compasa
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.

lunes, enero 24, 2011


“JUSMO” Y “MÁRCHAMO”


¿No os ha pasado nunca tener deseo de alguna cosa que, por cualquier razón que sea, no se ve cumplida? En estas cuestiones del senderismo, ya sabéis que es una actividad que practico con placer, hace tiempo que deseaba realizar dos rutas que, por uno u otro motivo, nunca llegaba a realizar: una es la subida a la cumbre de la Maroma, esa altura máxima de nuestra provincia que sirve a la vez de límite con Granada. Muchas veces lo he intentado, pero siempre se presentaba una causa que imposibilitaba llegar a la cumbre: el hielo o la nieve, la niebla, la lluvia… Sigo aspirando a subir un día, pero dudo si se cumplirá el deseo.
La otra ruta es mucho más simple: la del Tajo de la Caína, en la Sierra de las Nieves, en Yunquera. No será porque no fuésemos a la zona. Simplemente ocurría que siempre orientábamos nuestros pasos en otra dirección. Pero, mirad por dónde, un soleado sábado de este pasado otoño pudimos cumplir este deseo y recorrerla.
La temperatura era deliciosa, más bien picando un poquitín de calor; el cielo lucía limpio y el sol iluminaba radiante. Nadie diría que era un día de un otoño ya casi mediado. Pero no quiero hablar de las condiciones climáticas del día ni siquiera de la propia ruta, sino de un encuentro que tuvimos, diría, que por pura casualidad. Un encuentro con personas sí, pero sobre todo con una palabra.
La zona del Tajo de la Caína está atravesada por una vía pecuaria, cuestión que desconocía, y dio la coincidencia de que cuando nosotros llegábamos arriba, un nutrido rebaño de ovejas transitaba por el lugar. Cuidándolo, tres pastores. Como a Zalabardo, igual que a mí, le gusta pegar la hebra con quienes nos cruzamos en los caminos, nos paramos un instante con ellos y departimos un rato sobre su actividad. Los tres pastores vivían en Tolox y habían subido ese mismo sábado a la sierra para recoger el ganado, que normalmente pasta libremente por aquellos montes, y bajarlo a una corrala cercana al paraje para separar las crías y las hembras preñadas y con ello evitar que jabalines, zorros y perros salvajes las atacaran y devorasen. Les preguntamos si abundaban por allí tales animales y uno de ellos nos dijo: Sí, pero en cuanto sienten el jusmo de las personas desaparecen. Y ya teníamos allí la palabra a la que aludía. El jusmo, con esa aspiración tan característica de nuestro dialecto andaluz, no es sino el husmo, así la recoge el diccionario de la RAE, ese ‘olor que desprenden de sí las cosas y las personas’. Ese sustantivo está relacionado, claro es, con los verbos husmar y husmear.
Cuando regresábamos, Zalabardo y yo quedamos citados para ver luego, en televisión, uno de los muchos partidos de fútbol que dan por televisión. Y durante el transcurso de la retransmisión, el comentarista del evento nos regalaría la otra palabra de las dos que forman el título de este apunte. En un momento determinado, dijo así: Era un balón que llevaba márchamo de portería. Zalabardo me miró y yo miré a Zalabardo. Los dos parecíamos decirnos: ¿Pero qué dice este hombre? Ese hombre quería decir, simplemente, que el balón, impulsado por uno de los jugadores, parecía llevar la dirección de la portería. Lo que sucede es que la palabra que este hombre quería utilizar no era otra que marchamo, llana, y no márchamo, esdrújulo tan feo e incorrecto como carácteres, telégramas, tángana, cónsola y algunos otros que circulan por ahí.
Pero hay más. Porque marchamo, según el diccionario, significa: 1. ‘Señal o marca que se pone en los fardos o bultos en las aduanas, como prueba de que están despachados o reconocidos’ y 2. ‘Marca que se pone a ciertos productos, especialmente a los embutidos’ (sí, esa chapita metálica que traían antes chorizos y salchichones). El marchamo, pues, es la marca, la señal de garantía y calidad de un producto. En la jerga futbolística nació, no sé cuánto tiempo hace, el giro tener [un balón] marchamo de gol para indicar un disparo que milagrosamente no ha terminado en gol, por interponerse un poste, por una intervención providencial del guardameta o porque un defensa lo ha impedido in extremis. De ahí, tal vez por contagio, sacó nuestro buen locutor ese feo giro de llevar márchamo de portería.
Luego, Zalabardo y yo considerábamos las dos palabras que se nos habían presentado delante ese soleado sábado. La una, jusmo, puesta en la boca del pastor, tenía toda la validez, fortaleza, naturalidad y espontaneidad del lenguaje vivo. Es vocablo directo y justo de lo que se quiere decir. La otra, márchamo, en cambio, puesta en boca de alguien a quien debe suponerse conocedor de, por lo menos, la jerga de su oficio, ofrecía la fealdad y artificiosidad de quien se deja arrastrar por la afectación y el rebuscamiento. Para esa clase de personas parece no contar aquella máxima de Valdés: Solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación.
O, al menos, eso es lo que nos parece a Zalabardo y a mí.

martes, enero 18, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 10. UN CORAZÓN LIBRE (Leyendo a José Mª Blanco White)


Corre el año 1810. El primer día de febrero, José Bonaparte hizo su entrada en Sevilla y se instaló en el Alcázar ya como rey de España. El día 23 de ese mismo mes y año, José María Blanco y Crespo (Blanco White), que ha tenido que salir precipitadamente de la ciudad hispalense, embarca en Cádiz con dirección a Liverpool.
Acodado sobre la borda del buque Lord Howard, contempla cómo, a la par que el sol asoma su faz por el horizonte, los blancos edificios de la ciudad de Cádiz van quedando sumergidos en las aguas. En ese momento ignora que nunca más regresará a su patria.
Piensa en su niñez, cuando en la refrescante y grata sombra de un patio sevillano gustaba de ver los grabados de atlas y libros de viajes. Entonces, abrir un atlas y pasar las coloreadas páginas donde aparecían reproducidos todos los países y todos los continentes era una evasión, un sueño; era dejar que la imaginación volase libremente; y era transportarse como en una alfombra mágica por todos los más recónditos rincones del mundo. Ahora, en cambio, sabe que su huida es una salida al exilio, un poner tierra, océano en su caso, por medio, para salvar la vida.
¿Cuántos más como él se han visto precisados a abandonar su tierra no ya solo perseguidos por la represión invasora, sino a la vez incomprendidos y hostigados por la intransigencia de los propios paisanos? ¿Cuántos como él, espíritus libres y deseosos de tener alas, se han visto obligados a tomar la resolución de autoexiliarse porque sobre ellos cae con saña la atmósfera opresiva y silenciosa del no dejar pensar, del no dejar hacer nada que no venga refrendado por los cánones del oscurantismo y la intolerancia?
Pero, en los años que vivimos, su ciudad, su tierra, España, no está preparada para que un espíritu libre pueda dar rienda suelta a sus pensamientos. Él, que había criticado a la Iglesia, al Poder, a la Sociedad, se enfrenta ahora, por si fuera poco lo anterior, al invasor francés.
Lo que nadie sabe, porque no lo sabe ni él, es que este espíritu sevillano, liberal e inquieto, que ahora navega hacia el exilio, habrá de permanecer durante años en el olvido de sus compatriotas. Aunque pronto escribirá un soneto que se habrá de considerar entre los mejores compuestos en lengua inglesa y aunque se convertirá en modelo e imagen representativa del artista romántico con otro poema en el que describe un mar tem-pestuoso y nocturno, reflejo de las inquietudes que confunden su alma.




José María Blanco White (1775-1841): Night and Death (Traducción de Jorge Guillén)


¡Oh, noche misteriosa! Cuando te conoció
nuestro padre inicial, según sacra noticia,
y tu nombre escuchó, ¿no tembló —ya nocturno—
por el dosel glorioso de fulgor y azul?


Pero tras la cortina —traslúcido rocío—
que traspasan los rayos de occidental hoguera,
Héspero con la hueste de aquellos cielos viene,
y a los ojos del hombre la creación se ensancha.


¿Quién imaginaría que dentro de los rayos
se ocultase la sombra, quién, oh Sol, pensaría
mientras se nos revelan hojas, moscas, insectos,


en orbes invisibles, porque tú nos cegaste?
¿Y en tal ansiedad luchamos con la muerte?
¿Si así la luz engaña, no habrá engaño en la vida?