Así empieza, si no me equivoco, el libro del Eclesiastés, que trata, en definitiva, de mostrarnos que todo aquello tras lo que corremos, por lo que nos afanamos, no es más que humo y viento. Me pregunta Zalabardo por qué casi siempre que asisto a la celebración de la jubilación de un compañero vuelvo pesaroso y con el ánimo decaído. Intento explicárselo sin dar muchos rodeos. Primero, porque soy de la idea de que, como, dice Manrique, las galas, los honores, "¿fueron sino devaneos?, ¿qué fueron sino verduras de las eras?". Segundo, porque, no sé si de una manera equivocada, pienso que, independientemente de las filias y fobias que entre los diversos compañeros pueda haber, llega un momento en que hay que renunciar a ellas y aceptar que todos somos iguales, y no acabar, como en aquel mandamiento reformado de la granja de Orwell, con que, a la hora de la verdad, unos son más iguales que otros. Digo esto porque, como en los funerales antiguos, se dan jubilaciones de primera, de segunda y de tercera. Hay un refrán que dice: muerto el perro, se acabó la rabia; mutatis mutandi, lo mismo se nos podría aplicar a nosotros para evitar esos tratos discriminatorios en los que, a lo mejor sin querer, terminamos cayendo. Tercero, porque me molesta sobremanera que en toda celebración tenga que aparecer siempre alguien que, llevado de su propia vanidad, pretenda sobresalir por encima del propio homenajeado; me refiero a aquellos que propenden a ser el novio en las bodas o el muerto en los entierros y sufren si no lo consiguen. Cuarto, y último, porque a mí no acaban de gustarme estas celebraciones (no me gustan para mí) y siento un gran pudor ante el hecho de sentirme foco de las miradas y atención de los demás. Por ello sufro al no estar seguro de si mi dosis de vanidad, que debo tenerla como cualquiera, me impedirá, llegado el día, oponerme a este tipo de homenaje. Una vez lo dije y ahora lo repito: me gustaría jubilarme en silencio, terminar mi último día de profesor en activo y dar paso a quien me sustituyera en el puesto, sin más. Ya lo he soltado y ya me quedo tranquilo.
Le digo a Zalabardo que, tras lo anterior, cambiamos de tercio. ¿Cómo es posible que un medio como El País tenga dos tropiezos graves en tan solo tres días? Anteayer era lo de *cirujía con esa j chirriante; hoy, y en primera página, también en titulares, se lee: Un suicida se estalla en el Parlamento iraquí. Si ayer era la ortografía, hoy estamos en el caso de un verbo intransitivo (estallar lo es) que, alegremente, se construye como transitivo. Ser intransitivo (perdón por una aclaración que es innecesaria; lo que quiero es poner énfasis) supone que no puede llevar complemento directo y, consecuentemente, no admite construcción reflexiva como la del titular del que hablamos. Lo vemos en el DRAE y el Panhispánico insiste en ello, aunque ya no estoy de acuerdo cuando dice que "su uso transitivo es menos frecuente" porque lo que pasa es que no es transitivo. Salen del paso añadiendo que "Es más habitual, en estos casos, emplear la construcción causativa hacer estallar o algún verbo sinónimo." Añado que, en el caso de hacer estallar tampoco sería admisible la construcción reflexiva.
Si seguimos así, pudiera pasarnos como con cesar, también intransitivo, que, a fuerza de utilizarlo mal, acabamos confundiéndolo con destituir o deponer. Cierto que la lengua evoluciona, pero no es este el camino correcto de esa evolución.
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