lunes, agosto 29, 2011


EL CAMINO DE SANTIAGO. HISTORIAS Y ESTAMPAS DEL CAMINO. 3

    Taberna Farruco. Furelos es una pequeña parroquia de Melide, apenas 250 habitantes, a la que se entra tras cruzar un bonito puente medieval del siglo XII. En una revuelta de las que el Camino hace entre las casas de la población, un pequeño local sorprende al caminante. Se llama Taberna Farruco y ameniza la estancia y descanso del viajero con ¡sevillanas rocieras!

    Una lección de geografía política. O Pedrouzo es el final de la penúltima etapa, antes de afrontar la llegada a Santiago. En O Pedrouzo, al igual que antes en Palas de Rei, nos tomamos un día de descanso. Pero este descanso no era realmente tal, pues para mantener los músculos en forma nos buscábamos alguna ruta por el concello que nos permitiera conocer otras sendas que no fueran solo las del Camino. En Palas, en el hotel nos ayudaron a diseñar una de estas rutas: Palas-ribera del río-Carballal-Lalín-Palas. Aproximadamente, unos ocho kilómetros. En O Pedrouzo, paseamos por los bosques de los alrededores.
    Pero lo que quiero contar aquí es el galimatías administrativo que puede ser Galicia para quien no esté al tanto. La Comunidad está dividida en comarcas; las comarcas, en concellos (municipios); y los concellos, en parroquias. Pero, a veces, suceden cosas curiosas, como la que voy a comentar. Cuando el Camino llega, a falta ya de veinte kilómetros para Santiago, a una intersección con la carretera de Lugo a Santiago, un cartel reza: O Pedrouzo. Pero si a esta misma población se entra desde la intersección de la continuación del Camino con la carretera de Lameiros, el cartel que hay junto a la señal de stop dice: O Pedrouzo-Arca. Y en esta misma carretera, unos metros más adelante, un tercer cartel nos dice: Arca.
    Para complicar más la cosa, cuando pedimos información sobre la situación de la iglesia de O Pedrouzo, pues queríamos sellar la credencial del peregrino, en el frontal del templo al que nos enviaron pudimos leer: Iglesia de Nuestra Señora de Arca; y en el sello que nos pusieron dice textualmente: Parroquia de Arca y Pino. Si alguien se ha perdido a estas alturas, le aviso que no hay error en el relato, que igual de perdidos nos sentimos nosotros. Así que, al salir de la iglesia, nos dirigimos a una señora que venía en dirección opuesta a la nuestra y le preguntamos: “Señora, ¿cómo se llama este lugar donde estamos?” A lo que nos respondió: “Esto se llama O Pino”. Comprenderéis nuestra sorpresa. Intenté continuar el interrogatorio: “¿Pero esto no es Arca?” “Sí”. “¿Entonces…?”, añadí. La buena mujer, armándose de paciencia, dijo: “Es que Arca es O Pino. ¿No han visto ustedes ahí arriba la Casa del Concello (ayuntamiento)?” “Pero eso está en O Pedrouzo”, insistí, creyendo que nos tomaba el pelo. Y la señora, viendo las pocas entendederas nuestras, optó por una respuesta más larga: “Es que O Pedrouzo es Arca y Arca es O Pedrouzo. Y todo es O Pino. O Pino es el concello, cuya capital es O Pedrouzo, que es Arca. Por eso, O Pino es todo y lo demás son parroquias, que en este concello son doce (y las enumeró, según tuve después ocasión de observar, alfabéticamente): Arca, Budiño, Castrofeito, Cebreiro (que es distinto de O Cebreiro de Lugo), Cerceda, Gonzar, Lardeiros, Medín, Pastor, Pereira, San Mamede de Ferreiros y San Verísimo de Ferreiros”.
    Le dimos las gracias a la señora por su buena información y la dejamos con cara de estar pensando que éramos, pese a venir de tan lejos, personas que ignorábamos hasta cómo se llamaba la tierra que pisábamos.

    Labacolla. Esta población se encuentra ya en la última jornada del Camino, a solo 10 kilómetros de su finalización. Actualmente, en ella se encuentra enclavado del aeropuerto de Santiago. Pero lo peculiar de esta población es, precisamente, su nombre, debido al del río homónimo que la cruza. ¿Qué importancia tiene tal corriente? En lo antiguo, mucha, ya que a sus aguas se les concedía un efecto lustral, es decir, de purifi-cación. Aquí es donde los peregrinos se paraban para lavar sus ropas y sus llagados cuerpos antes de presentarse, por fin, ante la tumba del apóstol. De ahí, de ese carácter lustral, purificador, tomaron su nombre río y lugar. Lo que muchos ignoran es el significado de tal nombre. Yo lo supe leyendo el primer volumen del Diccionario secreto (sobre coleo y afines), de Camilo José Cela. Porque dicho nombre significa, literalmente, ‘lavacojones’. El origen es fácil de rastrear. En el Liber Sancti Iacobi, sí, ese libro que han robado, su autor, Aymeric Picaud, habla de “un río que dista de la ciudad dos millas, en un frondoso lugar, al que llaman Lavamentula (‘lavagenitales’), donde los peregrinos lavan no solo sus mentulas (‘genitales’), sino todo su cuerpo y sus ropas”. La razón y el momento del cambio en el hidrónimo del latino mentula (más genérico) por el también latino colea (más específico) son aspectos que ya desconozco. Eso sí, aunque la lluvia ya nos había mojado bastante, yo quise cumplir la tradición mojándome las manos, al menos, en aquel río.

    Monte do Gozo. O mi gozo en un pozo. El caminante de Compostela tiene, cuando parte, dos objetivos: llegar a Monte do Gozo y llegar a Santiago. El primero es índice de que se han podido superar las fatigas del Camino (y, en consecuencia, de que nada impedirá ya el logro del segundo), de que se han vencido las ampollas, las torceduras de tobillos, el dolor de las rodillas, la incomodidad de la lluvia y el peso del calor, cada cosa en su momento, cuando no varias de ellas juntas. Monte do Gozo es una colina desde la cual ya es posible contemplar Santiago. Dicen que, en la antigüedad, los peregrinos, cuando llegaban a este lugar, se arrodillaban y daban gracias al apóstol por haberlos ayudado a superar todos los inconvenientes.
    Pero a mí, he de decir, me ha desencantado. Con lo que allí se ha hecho, Monte do Gozo tiene toda la fealdad y frialdad de un moderno centro comercial, y el monumento que se levantó en su cumbre para conmemorar la visita de Juan Pablo II en 1992 desentona, a mi juicio, con los humildes y bellos cruceiros y con las pequeñas iglesias que, esos sí, han acogido y animado al peregrino durante el Camino.
    No obstante, la visión de Santiago tan a tiro de piedra, conmueve el ánimo. Desde esta colina, ya solo queda algo más de una hora para poder dar el abrazo al apóstol. Entonces sí, el Camino habrá terminado.

lunes, agosto 22, 2011


EL CAMINO DE SANTIAGO. HISTORIAS Y ESTAMPAS DEL CAMINO. 2


    Las piedras del Camino. Es inveterada costumbre que los caminantes vayan dejando piedras en determinados lugares del Camino: en la base de los cruceiros (tanto en los tradicionales como en los más modernos), en las piedras miliares, en los muros de las iglesitas, en las fuentes, en algún altarcito levantado para recordar la muerte de un peregrino. La costumbre proviene, dice la tradición, de cuando se empezó la construcción de la catedral de Santiago, pues se pedía a los peregrinos que colaborasen llevando piedras. La recta costumbre es traer una piedra del lugar de origen de cada uno, aunque la verdad es que cada cual la coge de donde puede y quiere. Más modernamente, los caminantes han comenzado a dejar papelitos con mensajes escritos, fotografías, alguna prenda personal (hemos visto hasta zapatos desechados). Pero hay inconscientes que han llegado a más: como los que cubren hasta la saciedad las piedras miliares y los indicadores de ruta con sus nombres u otros mensajes. O, como vi en alguna de las etapas, quienes van dejando en cada árbol un pasquín que anuncia alquileres de apartamentos en la Costa del Sol.

    La primera guía. Cuando salgo de vacaciones, suelo olvidarme casi por completo de los periódicos y de la televisión. Solo de vez en vez compro algún ejemplar de un diario de la zona en la que me encuentro para informarme sobre los asuntos locales. Así, el día de descanso en Palas de Rei compré La Voz de Galicia y en sus páginas lo vi. Habían robado de la catedral el Codex Calixtinus, o Liber Sancti Iacobi, que es el título más propio de este manuscrito del siglo XII. Este códice no pasaría de ser un ejemplar más o menos curioso por su antigüedad pero de contenido muy común en todos los de la época: ritos y liturgia, colección de milagros, partituras musicales, leyendas sobre Carlomagno. Pero hay algo que le confiere su auténtico valor. Es, posiblemente, la primera guía de viaje de la historia y la primera en ofrecer una descripción pormenorizada del Camino de Santiago en su primigenio trazado, el que se conoce como el Camino francés. Aymeric Picaud, su autor, reseña hospitales, monasterios, iglesias, lugares, etapas, para quien quiera peregrinar hasta la tumba del apóstol, al tiempo que avisa de los lugares peligrosos para el viajero. Algunas etapas se mantienen aún hoy tal como Aymeric las describía. Sorprende de este robo la facilidad con que han actuado los ladrones y la deficiente seguridad que acompaña a muchas joyas de la antigüedad. Cuando leí la noticia pensé en la consternación que embargaría a los caminantes. Pero la verdad, según pude notar, es que eran muchos los que desconocían la existencia de tal libro y muchos más los que ignoraban que caminasen por una ruta que había sido ya recogida y explicada en libro por un monje francés del siglo XII.

    It’s mine! Podría decirse que desayunar a las seis de la mañana con una barrita energética, un zumo de cartón y una tableta de vitaminas no es lo más apetecible para iniciar una jornada del Camino. Por eso el cuerpo exigía, sobre las nueve o las diez, un tipo de condumio más acorde con la costumbre de uno. Pero parece que, en Galicia, no es demasiado buena idea solicitar tostadas con aceite; y menos si en la petición se añade, además, un diente de ajo. No tanto por la cara de extrañeza sino por el mal aceite que te ponen. Y si hablamos de La Taberna de Coto, en el límite entre Lugo y A Coruña, donde no tenían tostadas, al mal café con leche que servían se unía un bizcocho aún peor.
    Por eso, cuando al día siguiente, cuarta etapa de nuestro Camino, azotados por una lluvia inmisericorde, llegamos a Boente, al mesón Os Albergues, los ojos nos hacían chiribitas al ver sobre una mesa del local una botella de aceite virgen extra del que, en aquel momento, disfrutaban una señora inglesa, algo metidita en años y en carnes, y su hija, de mejor buen ver. Pedimos nuestro café con leche bien calentito y las corres-pondientes tostadas, ese día con tomate. Yo, muy educadamente y pronunciando un fino “con permiso”, me acerqué a la mesa de las inglesas y cogí la botella de aceite y el salero. La inglesa mayor puso una cara de estupor que no es posible imaginar. Se levantó de inmediato y con voz tronante gritó: “It’s mine!”. Comprendí mi error y me excusé como pude. La inglesa, no obstante, reaccionó pronto y nos ofreció no solo su aceite (ya queda dicho que en el Camino se comparte todo) y su sal sino también un cartón de zumo que sacó de su mochila. Al final, aceptamos su ofrecimiento y pudimos desayunar tostadas con buen aceite. La duda que nos quedó luego y que nos dio tema de conversación hasta el final de etapa es cómo se las podría arreglar la inglesa para que en la mochila no se le abriera la botella de aceite, de plástico, ni se le derramara el zumo del cartón.

    Las peregrinas de Leboreiro. La etapa Palas de Rei-Melide es corta y de agradable recorrido. Casi toda ella discurre bajo una bóveda de follaje que conforman los árboles que orillan el Camino. Orvalla muy débilmente, había anuncio de lluvia para el mediodía, y se pasa junto a bellas iglesias: San Tirso, San Xulián do Camiño, Santa María de Leboreiro, San Xoán de Furelos. En Leboreiro, pasada la iglesia, saludamos a una señora mayor que nos desea, como todos, buen camino y nos anima diciendo que hace buen tiempo para andar. Esta indicación es motivo para pegar la hebra con ella. Se llama Magdalena y tiene unos labios de color cárdeno que atraen nuestra atención. Cuando le participamos la extrañeza que nos causa a los del sur que en pleno mes de julio haga esa temperatura que obliga a echarse por encima alguna ropa de abrigo y con frecuencia orvalle, ella nos responde que, por el contrario, ellos están preocupados porque hace meses que no llueve como debiera y los campos están secos (¿qué sabrán ellos, pienso, si no conocen nuestra tierra, lo que es un campo seco?).
    En el hilo de la conversación, Magdalena nos cuenta una historia. La de dos muchachas del pueblo (las dos muy listas y muy guapiñas) que, nada más terminar sus estudios universitarios, decidieron hacer el Camino desde la localidad (casi sesenta kilómetros). Salieron, nos cuenta, solo con las mochilas y aún de noche, a las cuatro de la madrugada, y dos días después llamaron desde Santiago diciendo que estaban muy bien y que no pensaban regresar al pueblo. Magdalena mueve la cabeza con aire de no entender que los jóvenes no encuentren futuro ni esperanza en estas parroquias casi dejadas de la mano de Dios.

lunes, agosto 15, 2011


EL CAMINO DE SANTIAGO. HISTORIAS Y ESTAMPAS DEL CAMINO. 1.

    Siempre que salgo de vacaciones, y este año he cumplido un antiguo sueño que guardaba desde hace tiempo, recorrer el Camino de Santiago, Zalabardo me pide a la vuelta que le haga una detallada descripción del viaje. He creído que, en lugar de eso, sería mejor transcribir algunas de las notas que iba tomando mientras avanzaba en el camino. No es una crónica al uso, sino breves estampas que perduran en el recuerdo.

    Por qué hacer el Camino. La vida de los hombres viene definida en toda su duración por un constante afán de búsqueda. Ya lo dejó dicho Gonzalo de Berceo: Todos somos romeros que un camino andamos. Y, de forma más laica, también lo afirmó Machado: Se hace camino al andar. Varias razones son las que nos pueden llevar a emprender el Camino de Santiago: culturales, religiosas, deportivas… En cualquier caso, una vez que comienzas a andar, todas ellas se pierden, o se funden, y se apodera del caminante un espíritu de aventura, o la atracción por seguir esa senda que han pisado antes millones de personas desde hace más de mil años, que ya no lo abandona hasta pisar las piedras de la plaza del Obradoiro. Cuando lo inicias (nosotros escogimos, cuestión de edad, un tramo no complicado en exceso, el que se inicia en Sarria), puedes estar seguro de que la razón de ese caminar se te olvida y ya no se piensa en otra cosa más que en seguir esa riada de gente que marcha toda en el mismo sentido, de esa gente que alberga la esperanza de llegar a Santiago.

    ¡Buen Camino! Porque el Camino es gente, gente que fraterniza con cuantos se van cruzando. “¡Buen Camino!”, es el saludo que hermana a todos. Y “¡Buen Camino!” es la respuesta. Es el deseo compartido de poder arribar a la meta con el menor quebranto posible; sin sucumbir al azote de las casi inevitables ampollas; sin sufrir las lesiones de rodillas motivadas por las despiadadas bajadas ni las torceduras de tobillos por los suelos irregulares; sin quejarse en exceso por el cansancio, pues siempre habrá alguien que está efectuando un esfuerzo mayor que el tuyo. Pero todos son merecedores de elogio y, al fin, el afán de rematar lo iniciado es idéntico e iguala a todos los peregrinos. Por eso, cuando alguna laceria nos asalta, ahí están el betadine, y las tiritas, y las vendas, y las rodilleras; si tú no llevas el botiquín básico del caminante, no importa, que no faltará quien te proporcione el suyo desinteresadamente. Y una vez completada la necesaria asistencia, la despedida es la misma: “¡Buen Camino!”

    Un paisaje hermoso. Valle-Inclán dijo una vez que le gustaba México porque su nombre se escribe con x. A mí siempre me gustó Galicia por su paisaje y por el nombre de sus pueblos; y la obra de Valle tuvo mucho que ver en ello. Porque el Camino, aparte de gente, es también paisaje. Se ve desde que abandonamos, con la amanecida, Sarria, aunque no sea esta la etapa más bella. El Camino nos permite recorrer la Galicia más profunda y tradicional. Sus bosques de robles, de eucaliptos, de pinos. Sus helechales y sus campos plantados de heno o de maíz. Sus pueblos imposibles, que creeríamos inexistentes ya y que apenas están conformados por un par de casas de piedra oscurecida por los años y muchas veces ya deshabitadas: Vilei, Mirallos, Gonzar, Ligonde, Carballal, Leboreiro, Parabispo, Rúa, San Paio... En cada revuelta del Camino, o en cada rincón de estos pueblos, creeríamos encontrar al tullido de Céltigos o al ciego de Gondar. Sus iglesitas acogedoras, casi todas acompañadas inevitablemente de su también pequeño cementerio: San Lázaro, San Xulián do Camiño, Santa María de Leboreiro, San Xoan de Furelos, Santa María de Melide… Y un cielo frecuentemente gris que derrama de manera incansable su orvallo, aunque, con frecuencia también, ese orvallo se convierta en lluvia inmisericorde con el caminante, como ocurrió entre Melide y Arzúa y entre O Pedrouzo y San Paio.

    Un exalcalde cicerone. Es Portomarín un pueblo de unos 1700 habitantes al que se accede a través de una imponente escalera y en cuyo centro se topa uno con la no menos imponente mole de su iglesia fortaleza de San Nicolás. Alguien pudiera considerar suplicio entrar por la escalera habiendo posibilidad de hacerlo por la carretera para llegar, al fin, al mismo sitio. Pero tras los veintidós kilómetros soportados desde Sarria, al caminante le parece más llevadera la escalera que el rodeo por la carretera.
    Allí nos encontramos con Antonio, quien, según sus palabras, había sido alcalde de la localidad y se interesa por indicarnos el arranque del Camino para la siguiente etapa, o por indicarnos los lugares más recomendables para comer, o por saber si tenemos reservado alojamiento. Ya, de paso, nos interrogó acerca de nuestra procedencia y del origen de nuestra andadura. Al saber que éramos malagueños, nos contó que él visitaba con frecuencia Torremolinos y Fuengirola, lugares que le gustaban mucho.
    Nos puso al tanto de cómo el pueblo primitivo había sido inundado cuando se construyó el embalse de Belesar, en el río Miño, y cómo se levantó el nuevo en su actual emplazamiento, adonde se trasladaron, piedra por piedra, la iglesia de San Nicolás, la hermosa ermita de San Pedro, la balconada del ayuntamiento, así como una casa propiedad del obispo de Lugo, pues, decía en voz baja, “aquí la Iglesia siempre tuvo mucho poder”. Nos aconsejó visitar las ruinas del pueblo viejo y los restos del puente primitivo, visibles cuando las aguas del embalse están muy bajas, cosa que ahora sucedía. También aprovechó para criticar al actual ayuntamiento, que, en su opinión, no cuida el tramo de Camino de su competencia tal como lo hacía el ayuntamiento que él presidió. Incluso nos hizo una confidencia maliciosa. La que habla de la existencia de un pacto secreto entre el alcalde actual y los propietarios de albergues privados de la zona para no abrir los albergues municipales hasta que aquellos estuviesen cubiertos. “Vayan ustedes a saber por qué”, añadió mientras sus ojillos brillaban.

martes, junio 14, 2011


UNA HISTORIA (DE LA ACADEMIA DE LA HISTORIA)

Quien no conozca bien a Zalabardo puede incurrir en el error de considerarlo hombre de poco criterio, o de poca firmeza en el que tenga, que casi viene a ser lo mismo. A quien así piense, yo le digo que se equivoca. Lo que sucede, y hago la aclaración para quienes no lo conozcan lo suficiente, es que a él le gusta provocar las opiniones de los demás antes de ofrecer la propia aparte de que “todo el mundo tiene derecho a equivocarse, incluso yo mismo”, según las palabras que varias veces me ha repetido. Zalabardo es respetuoso con todas las personas, tanto si aciertan como si no, igual de respetuoso cuando sus valoraciones de las cosas y los hechos son coincidentes como cuando difieren.
    Por eso cuando ayer, día para el que se anunciaba una reunión entre el ministro de Educación y el presidente de la Real Academia de la Historia sobre el escándalo montado en torno al Diccionario Biográfico Español que dicha institución acaba de sacar a la luz, me preguntó qué pensaba yo sobre el asunto ya sabía que su opinión y la mía diferían muy poco. Aún así, le dije que, sin conocer de primera mano los textos que han originado las protestas, no quería ser categórico y prefería ser cauto. “Sin embargo…”, contestó él. “Sin embargo”, le dije yo, “si todo es tal como parece, no hay duda de que alguien se ha equivocado y gravemente; ya sea quienes han escrito unas biografías desde una óptica más dada al panegírico que a la verdad, ya sea quien ha elegido a los autores de las biografías objeto de la polémica, ya sea quien sufraga con dinero público una obra sin poner los medios para que la misma se haga dentro de los cauces de la imparcialidad debida”.
    Y entonces nos pusimos los dos a hablar sobre la historia y su función. Y lo que sigue es una transcripción, casi literal, de la exposición que Zalabardo me hizo. Defendía él que tan antigua como la propia historia como ciencia es la preocupación por cómo ha de contarse y cuáles son los fines que debe perseguir el relato. Hay quienes defienden, decía, que su función esencial es la de afrontar la narración de los acontecimientos del pasado para conocimiento de las generaciones actuales, al tiempo que mantienen también que lo principal del relato histórico es exponer ante los miembros de una comunidad todo aquello que supone la tradición de la que procede un pueblo.
    Pero hay un aspecto en el que los analistas no acaban de ponerse de acuerdo. Así, hay quienes defienden que una de las funciones de la historia debería ser la de condenar los crímenes y actos monstruosos cometidos en el pasado para tratar de que no vuelvan a producirse de nuevo. A esto oponen otros que el historiador no debiera nunca convertirse en un juez ni le asisten razones morales para condenar a sus antepasados.
    Y, como pasa en todo, existen los que se sitúan entre ambos extremos y mantienen que ningún escrito histórico que sobrepase la pura narración de un hecho podrá evitar la expresión de juicios valorativos.
    Lo que no encuentro en ninguna de las posturas expuestas, concluía en su exposición, es que se diga que, independientemente de que el historiador se muestre absolutamente neutral en la exposición de su crónica del pasado o la trufe de juicios de valor, lo que no debe aceptarse nunca es el falseamiento de la historia. Y resulta paradójico, me decía, que cuanto más cerca estamos de lo que narramos, más peligro corremos de caer en falsedades, bien sea con intención o sin ella.
    Mira, intento decirle yo, siempre creeré que una obra de este tipo debiera ser en todo punto consecuente con la realidad de los hechos y estar alejada tanto del panegírico como del vilipendio, que son productos que ya tienen su ámbito propio. Y más si esta obra ha sido sufragada con dinero público. Por eso, los responsables debieran encargar siempre la redacción de la biografía a una persona imparcial, no proclive a dejarse llevar ni por el exceso de devoción ni por una insana aversión hacia el biografiado. Cosa, al parecer, difícil, porque tratamos de hechos relativamente recientes aún y, por desgracia, no hemos superado las heridas de la guerra civil. A nadie le habrá escandalizado, pienso, lo que se diga de Viriato, si es que aparece en la obra, porque nos queda muy lejos. Pero hablar de Franco, por ejemplo y por desgracia, parece que todavía resulta difícil. Y eso que, según decía Machado en su Juan de Mairena, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Aunque no debemos olvidar, según continuaba el texto, que mientras Agamenón se manifestaba de acuerdo, el porquero mostraba a las claras su disconformidad.
    Bueno, las calores parece que ya están aquí y hay que ir preparándose para las vacaciones. Por eso le propongo a Zalabardo que, como en años anteriores, cerremos la Agenda hasta la próxima temporada. En esto, compruebo, estamos los dos también de acuerdo.

martes, junio 07, 2011


TODAVÍA NO SE ENTERAN


Hace unos días me encontré a Zalabardo en la Plaza de la Constitución, en una esquina, muy pendiente de los acampados del movimiento 15 M. Le pregunté si había decidido unirse a ellos y me respondió, me pareció percibir en su voz un deje de tristeza, que físicamente no, porque a él ya se le había pasado el arroz para estas cosas, pero que en espíritu, se sentía bastante unido a la esencia de este movimiento de indignación que recorre el país y que parece haberse extendido, como mancha de aceite, por otros lugares.
En un momento de la conversación, me dijo: Tú que estuviste en la Universidad, ¿cómo viviste el mayo del 68? Y tuve que contestarle, para su asombro, que aquí, en España, aquel movimiento ya histórico que conocemos como el mayo francés del 68, igual que otro que tuvo lugar por las mismas fechas, la primavera de Praga, apenas si tuvieron repercusión. Sí se hablaba mucho de todo ello, pero apenas si se pasó de algunos intentos de huelga o de alguna que otra algarada estudiantil, huelgas y algaradas pronta y fuertemente reprimidas por la policía franquista. Recuerdo asambleas de facultad, intentos de tomar la calle, proclamas que pedían unir las quejas estudiantiles a los movimientos obreros; todo quedaba en poca cosa.
Aquí, por contra, tuvieron más eco otros sucesos anteriores, concretamente de 1965. Los movimientos universitarios en solidaridad con las reclamaciones obreras significarían la expulsión de sus cátedras de los catedráticos Enrique Tierno Galván, Agustín García Calvo, que había sido profesor mío en Sevilla, y José Luis López Aranguren, así como la dimisión, en solidaridad con los expulsados, de Antonio Tovar y José María Valverde.
Aquel año de 1968 conoció, sin embargo, dos hechos de muy diferente naturaleza: los primeros atentados de ETA y el recital (el 18 de mayo) de Raimon en la Universidad Complutense de Madrid. Años después, para otro recital madrileño, Raimon compuso una canción, titulada 18 de mayo en la Villa, que recogía la experiencia vivida entonces y en la que se decía: Per unes quantes hores / ens vàrem sentir lliures, / i qui ha sentit la llibertat / té més forces per viure (Durante unas cuantas horas nos sentimos libres y quien ha sentido la libertad tiene más fuerzas para vivir).
Pero pronto volvimos sobre la actualidad de este grito de los indignados que se inició en la Puerta del Sol de Madrid. Me pregunta Zalabardo si he leído su manifiesto. Le respondo que sí y que, salvo algunas cuestiones que parecen un poco utópicas y otras que habría que matizar, considero que recoge peticiones muy puestas en razón: exigencia de unos servicios públicos (educación, sanidad, transportes…) de calidad, supresión de los privilegios de la clase política, lucha contra el desempleo, derecho a la vivienda, control de las entidades bancarias, imposición de una democracia participativa…; en suma, grito contra tanta corrupción como hay en el sistema y queja por la indefensión en que se encuentra el ciudadano normal y corriente. Ya digo, un alto componente de utopía trufada de más de una y más de dos peticiones sobre las que alguien debería reflexionar.
Lo que le duele a Zalabardo es la indolencia y desprecio con que acoge la clase política estos movimientos. Me dice que le sulfura cómo, en los días previos al 22 de mayo, muchos políticos (desde el propio Zapatero hasta el último de los candidatos) decían comprender (que no es igual que entender) todas estas quejas. Incluso Rubalcaba decía que no enviaría a la policía contra ellos porque la policía está para resolver problemas y no para crearlos. Pero ya que han pasado las elecciones y se ha terminado el tiempo de las promesas, el movimiento 15 M es ya algo que molesta; en Barcelona, los mossos cargan contra los acampados y, en Madrid, Esperanza Aguirre pide a Interior que ponga fin a la ocupación de la Puerta del Sol. Y me dice, Zalabardo, no haber oído a ningún político que confiese haber escuchado las reclamaciones de los indignados ni que se muestre dispuesto a debatir sobre ellas. Como si estuviesen esperando a que el movimiento se diluya y acabe de desaparecer.
Y es que los políticos no se enteran. O no quieren enterarse. Parece que va a hacer falta un más amplio movimiento que grite con voz firme hasta qué grado llega la indignación de los ciudadanos y hasta qué punto la ciudadanía está asqueada de estos políticos que no se preocupan sino de sí mismos y que no merecen, la mayoría de ellos, sino una buena patada en el culo.

martes, mayo 31, 2011


UN INFINITIVO VICIOSO


Un día en el que no teníamos un tema más interesante del que hablar, me planteó Zalabardo la cuestión de por qué se cometen tantos errores en el empleo de los verbos. Yo le contesté que hay una razón muy simple que es, y valga la aparente contradicción, la complejidad de la conjugación verbal. El hecho de que el verbo presente una amplia gama de formas debido a los diferentes morfemas que admite hace que más de una vez metamos la pata. De todos es sabido que algunas de las formas más complicadas de utilizar son las llamadas ‘no personales’, es decir, el infinitivo, el participio y el gerundio. Y una vez que ya Zalabardo me ha planteado la cuestión, le digo que le voy a poner un caso, el del llamado por unos infinitivo radiofónico (Libro de estilo de ABC), por otros infinitivo de generalización (Manual del español correcto de Leonardo Gómez Torrego) y que para la Nueva Gramática de la Lengua Española no es sino una de las formas del infinitivo de oración independiente.
La NGLE explica en su capítulo 26 que la carencia de tiempo, modo, persona y número en el infinitivo determina que aparezca de forma prototípica en las oraciones subordinadas. Quiere decir esto algo tan simple como que los infinitivos en español o son el verbo de una oración subordinada (le aconsejó hablar más despacio) o son el elemento auxiliar de una perífrasis verbal (se puso a llover), pero nunca pueden ser por sí solos el verbo de una oración principal. Digamos que esta es la regla general, puesto que ya la misma gramática académica reconoce que hay numerosos usos de lo que podríamos llamar infinitivos en oraciones independientes.
No voy a entrar en la descripción de cada uno de estos casos, aunque para que se sepa a qué nos referimos, me limito a exponer algunos ejemplos: Decirle nunca le dijo nada. Qué raro verlo a estas horas. ¿Qué hacer en tal situación? Sea quien sea, nosotros saludar y marcharnos. Y se podrían poner algunos otros ejemplos.
Aún así, deja bien claro la misma gramática que se recomienda evitar el uso del infinitivo independiente con los verbos decir, indicar, señalar y otros similares en los contextos en los que se introduce alguna información dirigida a alguien.
Son giros del tipo …señalar, por último, que…, …para terminar, indicar que tengan precaución en la carretera…, …y, en tal situación, decir…, etc. En este giro vicioso, el infinitivo, que no se apoya sobre ningún otro verbo, se convierte en verbo principal, con valor absoluto, de la oración, por lo que se hace equivalente de una forma personal, como bien señala Gómez Torrego. La fórmula correcta obliga a incorporar el verbo al que el infinitivo va subordinado: …hay que señalar, por último, que…, …para terminar, debemos indicar que tengan precaución en la carretera…, y, en tal situación, queremos decir…, etc.
Estos usos incorrectos (decir que, señalar que, añadir que, comentar que…) comenzaron a notarse en locutores de radio y televisión y, por ese afán que tantas veces hemos comentado aquí de imitación, ha ido desgraciadamente extendiéndose y no son ya solo los políticos, como hemos podido apreciar en los interminables actos electorales de estas fechas pasadas, sino la gente común y corriente quienes han añadido a su colección de vicios expresivos este que hoy comentamos. No estaría mal que nos desprendiésemos de él y, de paso, de tantos otros como cultivamos.

martes, mayo 24, 2011

                                                              Imagen tomada de elpais.com

GITANOS


Hace bastantes días, ya os hablé de las dificultades que tuve con la banda ancha y la imposibilidad de traer a esta Agenda algunos temas que se me iban quedando en el tintero; este, por desgracia, no creo que haya decrecido en interés. Pues a lo que iba: resulta que me encontré a Zalabardo trasteando entre mis libros con mucha aplicación y afán. Se me ocurrió preguntarle qué es lo que buscaba. Un libro, me respondió como si en una biblioteca hubiese muchas más cosas que buscar aparte de libros. Claro que en la mía, por el desorden, amontonamiento y otras causas es posible que sí, porque tengo en ella tal batiburrillo de cosas que en ocasiones más bien parece tenderete de buhonero. Al final resultó que, efectivamente, lo que buscaba Zalabardo era un libro, pues al cabo de un instante levantó su brazo y de una de las estanterías sacó un ejemplar de La gitanilla, de Miguel de Cervantes.
Curioso por saber qué interés tenía en tal novelita, esperé a ver en qué quedaba todo. Pronto abrió el libro por su inicio y me pidió que leyera. Como casi siempre sucede, le hice caso y leí el siguiente párrafo, que es el que, como digo, da comienzo a la novela: Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.
¿Qué te parece?, me preguntó. Y le respondí que aquello no era más que uno de tantos prejuicios como se levantan y que de Cervantes a nuestros días había llovido mucho. Pasa igual, quería yo argumentarle, que cuando se afirma que los andaluces somos vagos o que los catalanes son tacaños. Yo no creo que sea igual, me dijo. ¿No crees que es muy duro que todo un pueblo, una etnia, tenga que cargar con un duro estigma durante siglos sin que nadie haga por ponerle remedio? Así son las cosas, le repuse, y hay prejuicios que resultan muy duros de erradicar, por más esfuerzos que se hagan. Aparte de que, en ocasiones, no se trata más que de tópicos que se mantienen sin fundamento, alejados de la realidad. ¿Tú crees?, insistió. ¿Y qué me dirías si quienes más deberían luchar contra estos injustos prejuicios se ponen codo con codo junto a los que enarbolan enseña de la intolerancia?
Y me contó, a continuación, un episodio en el que yo apenas había reparado; posiblemente habría leído la noticia, pero la pasé por alto como tantas veces sucede: las autoridades de la ciudad de Roma habían desalojado a un grupo de unos 150 gitanos rumanos, entre ellos bastantes niños nacidos ya en Italia, del poblado chabolista de Casal Bruciato sin darles la opción siquiera a un realojo y pretendiendo que salieran del país y volvieran a su tierra de origen, Rumanía.
Un grupo de estos desalojados buscó refugio en el Vaticano, concretamente en la basílica de San Pablo Extramuros. Y aquí viene lo más grave; al mismo tiempo que el papa solicitaba comprensión y acogida para quienes huían de Libia, Túnez y otras zonas conflictivas de África y Oriente Medio, sucedía que la seguridad vaticana impedía a estos gitanos el acceso a la basílica. Y no solo eso, se le ofrecía quinientos euros a cada familia, que se sumarían a los otros quinientos que el Estado italiano ya les daba, para que regresasen a su país de origen. No importaban las causas que les hubiesen obligado a la emigración ni las condiciones de vida que debieran soportar en aquel mísero poblado chabolista. Lo que importaba era quitárselos de encima.
Mientras estos hechos suceden, añadió Zalabardo, el Vaticano y el estado italiano, como el resto de los estados europeos, gastan, aun en tiempos de crisis, ingentes sumas de dinero en actuaciones de difícil justificación.
Y es que al parecer, también entre los inmigrantes hay clases. Lo malo es que a los gitanos nadie, nunca, los ha querido. Y en España no podemos negar que sabemos bastante del tema. Porque hay prejuicios que se eternizan y no hacemos nada por derribarlos. El resultado, a la vista está, es que no les damos la mano para ayudarlos no ya en el legítimo deseo de mejorar que los ha conducido hasta nosotros, sino ni siquiera en el más legítimo aún deseo de conseguir un modo de vida simplemente digno.

martes, mayo 17, 2011


UN LIBRO, UN AMIGO


El bueno de Zalabardo y yo nos hemos vistos obligados a interrumpir el discurrir de esta Agenda por, según se decía en los albores de la televisión cuando la emisión se interrumpía, motivos técnicos ajenos a nuestra voluntad. El incendio en el nodo de comunicaciones de Movistar de la zona de Huelin dejó en la estacada a muchos usuarios, entre ellos nosotros. Carecíamos de línea telefónica y, en consecuencia de adsl. La em-presa enviaba notas a los medios en las que daba cuenta de lo bien que se iba solucionando el conflicto y de que ya solo quedaba un ínfimo tanto por ciento de usuarios afectados. “Seguro que esos somos nosotros”, me decía con socarronería Zalabardo. “La mentira es peor que la información sesgada”, le respondí yo, que desconfíaba de tales comunicados a la vista de lo que nos ocurre y viendo que los vecinos iban recobrando el servicio.
En fin, que después de no sé cuántos días aquí estamos de nuevo, lo que hace que algunos temas que teníamos previstos se hayan quedado ya pasados de fecha, como sucede con determinados productos que guardamos en el frigorífico y olvidamos consumir a tiempo.
Y, vueltos a la normalidad, quiero recuperar el hilo de estos apuntes haciéndome eco de un entrañable acto que tuvo lugar en el IES Pablo Picasso, la presentación de la novela de José Francisco Martín Caparrós El cráneo de la Araña, editada por Círculo rojo. El acto sirvió, entre otras cosas, para que, a propósito de un libro, nos reuniésemos en torno a un amigo lo que siempre es un placer. Porque José Francisco es, ante todo, un amigo. Aunque decir esto pueda inclinar a quienes lean este apunte a considerar que los comentarios vertidos son más producto de la amistad que del mérito de su libro, lo que desde ahora niego.
El cráneo de la Araña es ya la tercera novela de Martín Caparrós y, en mi criterio, la mejor de las tres, pues la experiencia acumulada dota al autor de una mayor soltura narrativa y le lleva a crear una sólida y coherente estructura. Ambos elementos hacen que la lectura avance de manera fluida y amena.
En El cráneo de la Araña, su protagonista, Luis Portillo repasa los años en que, siendo un periodista joven e inexperto, conoció al belga Pierre Bernó y a su sobrino André Sart. El primero viene invitado por unos amigos para colaborar en los estudios sobre el reciente hallazgo de un cráneo fósil en una cueva de La Araña; el sobrino aprovecha el viaje para buscar un socio con el que levantar una fábrica de cerveza. Tal cir-cunstancia permite al joven plumilla introducirse en los ambientes científicos e industriales, perfectamente descritos, en una ciudad, Málaga, que sufre la misma inestabilidad que en todo el país supuso el periodo de la Primera República, y le hace vivir una peripecia que acabará por moldear su personalidad y sus ideas.
Camilo José Cela, que tanto gustaba de decir patochadas, dijo una vez aquella de que “es novela cualquier libro en cuya portada ponga novela”. El libro de José Francisco no es de este tipo, pues se ajusta a todo lo que un lector normal considera que es novela lejos de cualquier intento experimentalista: tiene unos personajes verosímiles, mezclados con otros muchos otros que son estrictamente históricos, unos ambientes bien dibujados, una estructura sólida y a la vez nada compleja, y una trama creíble y cercana. Todo ello expreesado con un lenguaje sobrio y correcto, lo que hoy no es algo que abunde. Y, además, sin sobrepasar una extensión razonable, unas doscientas páginas, porque no es necesario para que una novela sea buena que se vaya a las seiscientas o más páginas, lo que más induce a desconfiar que a acercarse a ella. Pensemos, si no, que una de las mejores novelas escritas durante los últimos cien años en nuestra lengua, Pedro Páramo, fundamental para comprender el realismo mágico, del mejicano Juan Rulfo, apenas alcanzaba ciento veinte páginas.
El cráneo de la Araña es a la vez una inteligente mezcla de géneros, pues si el ambiente en el que los hechos suceden da para componer un relato cercano a la novela histórica (José Francisco no niega la relación que tiene con los Episodios de Galdós), el núcleo de la peripecia tiene rasgos propios de una novela de intriga e, incluso, podríamos decir que la evolución del protagonista recuerda a veces lo que se llama novela de aprendizaje. Pero lo que más me ha atraído es la fácil maestría con la que ha logrado el autor unir los personajes puramente novelescos con aquellos que tienen una entidad absolutamente histórica y el respeto y naturalidad con que los acontecimientos históricos de la segunda mitad del siglo XIX sirven de marco para la trama novelesca, sin que aquellos tengan que ser forzados ni esta termine convertida en un pastiche.
Zalabardo y yo ya tuvimos la fortuna de que José Francisco nos la diera a leer cuando aún tenía el texto en fase de corrección. Ahora, cuando la hemos leído de un tirón y con una mirada diferente, la primera y positiva impresión que recibimos se ha visto aumentada.
Desde aquí le deseamos que tenga suerte y la novela sea acogida como, sin duda, se merece.

lunes, abril 25, 2011

(fotografía tomada de elpais.com)

CLIENTA


Hace unos días, me mostraba Zalabardo un recorte de prensa con una foto de doña Letizia en cuyo pie se afirmaba que la princesa de Asturias es fiel clienta de no recuerdo qué grupo de tiendas de ropa confeccionada y me solicita que le aclare si es o no correcta la utilización de tal sustantivo. Le contesto, en principio, que me pone en un brete porque podría contestarle tanto afirmativa como negativamente. Y trataré de explicarme.
Las terminaciones –ante y –ente españolas son propias de adjetivos y de sustantivos que proceden del participio de presente latino: de ser, ente; de amar, amante; de oír, oyente, etc. El Diccionario Panhispánico de Dudas dice que la gran mayoría de estos sustantivos funcionan como comunes en cuanto al género, en consonancia con los adjetivos de estas terminaciones. O sea que estos adjetivos (flamante, exuberante, floreciente, agobiante, etc.) no tienen más que una forma para los dos géneros. Igual de-bería pasar con los sustantivos (maleante, navegante, viajante, vigilante, etc.), pero… ¿Por qué tantas veces habremos de encontrarnos con un pero?
El pero es que, como dice el Panhispánico, la mayoría se comporta así, aunque no todos. Y aquí surge en cierto modo el problema, porque lo que tradicionalmente ha sucedido es que algunos de estos sustantivos admitían la terminación de femenino por alguna razón especial.
Veamos algunos ejemplos: hay casos en que se utilizan las dos terminaciones para expresar matices significativos diferentes; eso explica que frente a gobernante (‘hombre o mujer que dirige un país’), se use gobernanta (‘mujer a cuyo cargo está el personal de servicio de un hotel’) o que frente a asistente (‘soldado raso destinado al servicio personal de un superior’) se emplee asistenta (‘mujer que sirve como criada en una casa cobrando generalmente por horas’). En otros casos, el uso del femenino tenía un claro matiz despectivo; así, sargenta designa a la ‘mujer corpulenta, hombruna y de dura condición’ o parienta a la ‘esposa respecto al marido’. Y en bastantes casos más, el femenino designa a la esposa del varón que desempeña tal función; tenienta la ‘esposa del teniente’. También, en la marina, se emplean desde antiguo el femenino almiranta para designar la ‘nave en que va embarcado el jefe de una escuadra, armada o flota’. Y, finalmente, también desde antiguo se vienen utilizando como vulgarismos algunos femeninos de esta clase, como practicanta, ayudanta o comedianta.
Fuera de estos casos, le añado a Zalabardo, no veo razón para que se utilicen con terminación propia del femenino otros sustantivos de esta clase de que hablamos. Y es que este grupo no es comparable, a mi humilde entender, con otros en los que los sustantivos designan también profesión o actividad que se realiza. Quiero decir que junto a médico, abogado, arquitecto o ingeniero deben utilizarse sin ningún tipo de rubor médica, abogada, arquitecta o ingeniera desde el momento en que las mujeres han accedido a tales profesiones. Sin embargo, no creo que a nadie con dos dedos de frente se le ocurra decir cantanta, aspiranta, dibujanta o delineanta.
Y, sin embargo, nos encontramos con que el DRAE recoge en sus páginas las formas principianta, penitenta, danzanta, postulanta, tenienta, intendenta y no sé si algunas más. Me da por pensar que eso es igual que si, ahora, el diccionario, junto a electricista, pianista o maquinista quisiera dar entrada a formas "masculinas" como electricisto, pianisto o maquinisto. ¿No te parece?
Está todo muy bien, insiste Zalabardo, pero ¿qué pasa con clienta, está bien o está mal dicho? ¿Por qué me decías al principio que me podías contestar tanto sí como no?
Pues te lo aclaro. En un principio, yo te hubiese dicho que todo lo expuesto hasta ahora sirve como contestación y que cliente debiera ser una palabra común en cuanto al género. Pero, no sé por qué razón, he tenido un pálpito y me he ido a consultar mi viejo diccionario latino de bachillerato, el clásico Spes de Vox y, oh sorpresa, ahí me encuentro con que junto a cliens, -entis, ‘cliente, protegido’, figura clienta, -ae, ‘clienta, protegida’. ¿Quién nos lo iba a decir?  Pues nada, que doña Letizia es muy buena clienta de quien sea y a mucha honra.

martes, abril 12, 2011


CENSURA DEL ‘MASISMO’


Con el último apunte sobre el poema Espacio, de Juan Ramón, se agotan las entregas de El cuaderno escondido, de Zalabardo. Tened por seguro que lo he sondeado repetidas veces en busca de más material, de una continuación de poemas comentados, a su modo; pero él me jura y perjura que no hay más, que aquello fue producto de una debilidad momentánea, que no existen otros cuadernos escondidos ni nada que se le parezca. Y me aclara, además, que aquel cuaderno es algo que escapa por completo a sus ideas. Cuando le solicito que me aclare cuáles son estas ideas a las que alude, Zalabardo se lo piensa un poco y se dispone a saciar mi curiosidad.
Tú sabes, empieza diciéndome, que hay en el mundo una tendencia comparativista que lleva a enfrentar cosas, de la naturaleza que sean, con el único y exclusivo fin de determinar cuál de ellas es más: más alta, más larga, más ancha, más oída, más leída, cuál es la más entre sus iguales o semejantes, la mejor, la primera, la que está a la cabeza, etc. Da igual que sean edificios, libros, canciones, películas, puentes o recetas de cocina. ¿No hay un libro que se titula Las mil mejores poesías en lengua castellana? ¿Pero es que puede haber los mil mejores de algo?
Así, mi cuaderno pudiera dar a entender que recoge los considerados por mí los quince mejores poemas de nuestra literatura y no es así, ni mucho menos. Esos poemas tuvieron para mí un significado en su momento por muchísimas razones que no voy a enumerar; pero nada más.
Cuando se publican listas con los diez o los cien (o cuantos sean) mejores de algo, automáticamente las pongo en cuarentena. Me parecen tan poco fiables como los casos recogidos en el Libro de los récords Guinness. ¿Qué interés o qué valor tiene haber cultivado la más grande sandía obtenida nunca o haber escupido más lejos de nadie? Vivimos influidos por un masismo que no tiene parangón en ninguna otra cosa.
Lo interrumpo y le pregunto qué es eso de masismo, que de dónde se ha sacado el palabro.
Me da igual que lo llames palabro o lo que te dé la gana. Para mí, el masismo es la actitud de valorar aquello que poseemos no por lo que sea sino por cuanto sea. Nos interesa más la cantidad que la cualidad. Apreciamos cada cosa por lo que pueda tener que signifique rebaja o humillación del resto de elementos de su clase.
Trato de hacerlo caer en una trampa y le sugiero lo siguiente: Entonces, solo por poner un ejemplo, ¿tú no crees que el Quijote sea la mejor novela? Pero Zalabardo reacciona con rapidez y me responde: ¿Y por qué no Madame Bovary o Cien años de soledad? ¿O por qué esta última va a ser mejor que Pedro Páramo, pongo por caso? Cada obra de arte, pues no podemos negar que las cuatro novelas citadas lo sean, hablan de una manera a sus lectores en cada momento en que su lectura sea realizada. A veces, cada una habla del mismo modo a muchos y, otras veces, hablan de diferente manera. Podría decirte, aunque parezca que contradigo mi argumentación, que, para mí, cada una de esas cuatro novelas es la mejor a su manera. No sé, insisto, si el Quijote es la mejor; pero si sé que Madame Bovary no es peor. No sé si me explico.
Lo que importa, me continúa explicando, son otras cosas. Si el valor que concedamos depende de estos falsos más o menos, no valdría la pena apreciar nada. Y ahora soy yo quien te hace una pregunta para que veas la relatividad y poca entidad de estas cuestiones. ¿Qué calle de Málaga es la más larga?: la Avenida de Velázquez, la Avenida Ortega y Gasset o la Calle Navarro Ledesma? ¿A que es una estupidez lo que te propongo? ¿En qué puede esto alterar nuestra visión de la ciudad? Pues ahí te lo dejo.
Y, sin saber qué decirle, ahí lo dejo yo también.

lunes, abril 04, 2011


ESPAÑOL URGENTE


Le comento a Zalabardo que, a veces, lo hemos de reconocer, hay propósitos que incumplimos no tanto por premeditación, por firme voluntad de infringir la norma, como por desidia y descuido y no sé, de verdad, qué actitud es más censurable. Y el bueno de Zalabardo, que es un pedazo de pan, me mira, deja lo que tiene entre manos y se dispone a atender mi queja de hoy.
Resulta que hubo un momento en que cada medio de comunicación que se preciase decidió redactar un manual de estilo que recogiera los principios de actuación del propio medio y las pautas a las que debería acogerse el uso de la lengua en ellos. Así, EL PAÍS, la Agencia EFE, EL MUNDO, ABC, TVE, etc. fueron uno tras otro dando a conocer sus libros de estilo. La moda, llamémosla así, se inició a finales de la década de los 70 del siglo pasado. Lo que sucede, le digo a Zalabardo, es que no cuesta mucho darse de bruces con usos, modos, comportamientos que rompen de manera flagrante con lo dispuesto en tales manuales.
¿Y no habrá ninguna excepción?, me interpela Zalabardo, tal como interpeló Abraham a Dios al preguntarle si no habría un número suficiente de justos que evitaran el castigo de Sodoma. ¡Claro que la habrá!, le concedo. Y, de hecho, quiero acompañar hoy mi queja del elogio de una institución a la que me parece que se le debe conceder más valor del que en realidad se le da. Quiero traer a esta agenda la labor que realiza Fundéu BBVA, la Fundación del Español Urgente. Nacida como tal en 2005 fruto del acuerdo entre la Agencia EFE y el BBVA, contando, además, con el asesoramiento de la Real Academia, del Instituto Cervantes y de la Fundación San Millán de la Cogolla, sus orígenes se remontan a la década de 1970, cuando Luis María Anson, a la sazón presidente de EFE, pidió a Fernando Lázaro que redactase un manual de estilo para uso de los redactores de la agencia. Aquel fue el primer paso para la creación del Departamento del Español Urgente.
Fundéu BBVA solo “pretende proporcionar criterios uniformes en el uso del idioma para evitar su dispersión y empobrecimiento y la invasión indiscriminada de extranjerismos innecesarios o neologismos superfluos.” Su página web, http://www.fundeu.es/, debiera ser un lugar de consulta frecuente por el interés de sus contenidos. No es solo un libro de estilo, es un departamento que resuelve, con loable prontitud, cualquier duda sobre el lenguaje que se le formule y ofrece, además, el envío diario a nuestra dirección de correo electrónico de su recomendación del día. No hay más que solicitarla sabiendo, además, que se puede uno dar de baja en el momento que desee. Y algo que quiero destacar es que la Fundación no se orienta solo hacia los medios de comunicación, sino que está al servicio de cualquier persona que sienta preocupación por la lengua que habla.
Entre estas últimas recomendaciones que he recibido, quiero destacar la que, con motivo del inicio del Mundial de motociclismo, incitaba a desechar una serie de extranjerismos innecesarios que emplean los expertos en tal tema porque en nuestra lengua disponemos de la expresión adecuada para decir lo mismo. Presento, resumidamente, algunos de ellos:
Aconseja que no se utilice slick cuando se habla de neumáticos lisos, los que se emplean para rodar en pavimento seco; como no se debe decir full wet si podemos emplear neumáticos de lluvia. Cuando se habla de la parrilla de salida, la disposición de los corredores en la salida, debe rechazarse pole position, que no es otra cosa sino la primera posición. Del mismo modo que debe hablarse de vuelta de calentamiento en lugar de warm up lap. El pit lane no es otra cosa que lo que en español se conoce como calle de garajes o calle de boxes. Para referirse al muro que separa esta calle de la pista principal, podemos usar muro de boxes en vez de pit wall.
Y así hasta completar una lista de once términos a los que debieran dar de lado no solo los comentaristas que siguen este deporte, sino cualquier hablante. Pero está claro que para que estos segundos lo hagan vendría muy bien que los primeros diesen ejemplo.
¿Puedo ya seguir con lo mío?, me pregunta Zalabardo. Y yo dejo que lo haga. Por cierto que ahora está enfrascado en la lectura de Fortunata y Jacinta, de Galdós. A Zalabardo, como a mí, le gusta, y cada vez más, volver a la lectura de textos leídos bastante tiempo atrás. Y confieso que es curioso, e interesante, enfrentar la impresión provocada por una lectura añeja con la que nos pueda provocar una reciente del mismo texto.

martes, marzo 29, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 15. J.R.J. (Leyendo a Juan Ramón Jiménez)


Hay autores que se leen con suma facilidad. Desde el principio, se entra en ellos como penetra el cuchillo en la mantequilla, sin apenas hallar resistencia.
En cambio, hay otros para los que se encuentra una mayor oposición y conviene ir paso a paso. Otros que, aunque en principio pudieran parecer tarea fácil, requieren mayor atención y dedicación para calar en el meollo de cuanto escriben. Porque van cubriendo etapas como quien mide sus pasos antes de lanzarse al vacío.
Bien es verdad que esto es muy subjetivo, que no se puede dar como dato irrefutable, que depende de cada una de las personas y, si nos apuramos, de cada uno de los momentos en que pretendamos iniciar la lectura.
Valle-Inclán, por citar un caso, es ejemplo de los primeros. Siempre resulta fácil, agradable de leer. En cambio, J. R. Jiménez es diferente. Requiere una mayor disciplina en el acercamiento. Recuerdo que lo primero suyo que cayó en mis manos fue Platero, en un volumen con encuadernación en tapa dura y bellas ilustraciones al que le faltaba alguna hoja del principio sin que ello afectase a la integridad del texto. Era yo pequeño y entonces ignoraba que aquel autor pudiese escribir cosas que no tratasen del borriquillo.
Más tarde, como por casualidad, me encontré en diferentes antologías con algunos poemas suyos que me atrajeron: La carbonerilla quemada, Ya están ahí las carretas, Mañana de la Cruz... Me impresionaron sobremanera dos de igual título, Adolescencia, y de ellos, más el que comienza Aquella tarde, al decirle / yo que me iba del pueblo, / me miró triste...
El viaje definitivo me ofreció una faceta diferente de su producción, sensación que volvió a presentarse con el soneto Octubre. Cada vez, me iba interesando más saber quién era quien escribía aquellos poemas. Y me llegaban noticias, como si alguien quisiera poner trabas a un acercamiento hacia él, de su ansia por lograr la expresión de la belleza y también de su fama de poeta antipático, cargado de suficiencia, encerrado en su torre de marfil.
Por entonces leí el Diario de un poeta recién casado, Eternidades y Piedra y cielo. Creí entender que en él había más de lo primero que de lo segundo. Como también creí entender qué era eso de “obra en marcha” a que tanto se refería Juan Ramón. Seguí buscando, buceando en su poesía. Y me atreví con Dios deseado y deseante y con En el otro costado. Aquello era asistir al exultante encuentro del poeta con la poesía, con la interna asunción de la poesía, de la belleza.
Hasta que un día me sorprendí leyendo Espacio, que, en palabras de su autor, es un poema seguido, sin asunto concreto, sostenido solo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesivas, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia [...], sucesión de hermosura más o menos inesplicable y deleitosa [...] la contemplación de la permanente mirada indecible de la creación: la vida, el sueño o el amor.
Uno de los mejores poemas que se hayan escrito nunca.


Juan Ramón Jiménez (1881-1958): Espacio. Fragmento primero: Sucesión (fragmento)


«Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.» Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ese, y si quien lo ignora, más que ese lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia: sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris cantando como canto yo. Adiós iris, iris, volveremos a vernos, que el amor es uno y solo y vuelve cada día. ¿Qué es este amor de todo, cómo se me ha hecho en el sol, con el sol, en mí conmigo? Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo, luz divina y terrena los fundía en clara, plata, oro inmensidad, en doble y sola realidad; una isla flotaba entre los dos, en los dos y en ninguno, y una gota de alto iris perla gris temblaba en ella. Allí estará temblándome el envío de lo que no me llega nunca de otra parte. A esa isla, ese iris, ese canto yo iré, esperanza májica, esta noche. ¡Qué inquietud en las plantas al sol puro, mientras, de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado! ¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera, más que ocupar el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar? En medio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos. Contar, cantar, llorar, vivir acaso; «elojio de las lágrimas», que tienen (Schubert, perdido entre criados por un dueño) en su iris roto lo que no tenemos, lo que tenemos roto, desunido. Las flores nos rodean de voluptuosidad, olor, color y forma sensual; nos rodeamos de ellas, que son sexos de colores, de formas, de olores diferentes; enviamos un sexo en una flor, dedicado presente de oro de ideal, a un amor virjen, a un amor probado; sexo rojo a un glorioso; sexos blancos a una novicia; sexos violetas a la yacente. Y el idioma, ¡qué confusión!, qué cosas nos decimos sin saber lo que nos decimos. Amor, amor, amor (lo cantó Yeats) «amor es el lugar del escremento». ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere? ¿Qué es, entonces, la suma que no resta; dónde está, matemático celeste, la su-ma que es el todo y que no acaba? Hermoso es no tener lo que se tiene, nada de lo que es fin para nosotros, es fin, pues que se vuelve contra nosotros, y el verdadero fin nunca se nos vuelve. Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: «Termínate en ti mismo como yo». Todo lo que volaba alrededor, ¡qué raudo era!, y él qué insigne con lo suyo, verde y oro, sin mejor en el oro que en el verde. Alas, cantos, luz, palmas, olas, frutas me rodean, me envuelven en su ritmo, en su gracia, en su fuerza delicada; y yo me olvido de mí entre ello, y bailo y canto, y río y lloro por los otros, embriagado. ¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa más que este vivir de cambio y gloria? Yo oigo siempre esa música que suena en el fondo de todo, más allá; ella es la que me llama desde el mar, por la calle, en el sueño. A su aguda y serena desnudez, siempre estraña y sencilla, el ruiseñor es sólo un calumniado prólogo. ¡Qué letra universal, luego, la suya! El músico mayor la ahuyenta. ¡Pobre del hombre si la mujer oliera, supiera siempre a rosa! ¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias, qué lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de pronto, esta dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro todo, donde debiera terminar nuestro horizonte...

martes, marzo 22, 2011


EL HABLA MALAGUEÑA


Hay unos grandes almacenes que fundamentan toda su propaganda en el eslogan que afirma que, si no queda satisfecho, se le devolverá su dinero. Hace unos días que me compré un libro cuyo contenido es suficiente para poner en práctica tal eslogan. El libro se titula El habla malagueña y lleva por subtítulo Compilación de voces y dichos populares del habla de Málaga. Su autor, digámoslo ya todo, es Alfredo Leyva. Quienes me conocen, saben la afición que siento por la dialectología, no en vano fui discípulo de Manuel Alvar y Antonio Llorente, autores del impagable Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía. Ello hace que no me resista a adquirir cualquier libro que trate esa temática y la curiosidad con la que reviso aquellos libros que exponen el vocabulario o las peculiaridades lingüísticas de una zona.
Pero, le comento a Zalabardo, algunas veces se lleva uno un chasco muy grande al enfrentarse con una de estas obras, pues la dialectología es una disciplina lo suficientemente complicada como para que caiga en manos de simples diletantes.
El libro empieza por ser descuidado en su redacción, pues incurre bastantes veces en confusiones ortográficas (se escribe echa en lugar de hecha varias veces, se confunde sino con si no o se escribe el presente de saber, , sin la preceptiva tilde) y gramaticales, la más grosera la de llamar artículo a la preposición de.
Lo que más me ha llamado la atención de esta obrita es su declarado carácter de texto bilingüe. Cuando veo la cara de extrañeza que Zalabardo pone le digo que ha oído bien, que todo, o casi todo, el texto está escrito en idioma malagueño, como lo llama el autor, seguido de la correspondiente traslación al español. Para que os hagáis una idea, sirva de ejemplo el contenido de la primera palabra del Vocabulario, que es la parte fundamental del libro: Abanto: personahe inzenzible, ehtirao, orgullozo. Y, a continuación, dice que personahe significa en español persona y que los adjetivos andaluces inzenzible, ehtirao y orgullozo significan respectivamente insensible, creído y presuntuoso. ¡Mire usted qué bien!
No deja de ser curioso el capítulo dedicado a la caracterización de nuestro ‘idioma’. Me conformo con dar unas breves muestras del mismo. Cuando habla de semántica, por ejemplo, dice que “la utilización de los verbos en el ‘idioma’ malagueño es muy particular, cambiando unos por otros a su antojo de forma que a un vallisoletano le puede complicar su comprensión”. Vaya por Dios, no podía faltar el tópico de Valladolid como paradigma de buen uso del castellano. Pero es que uno de los ejemplos que da es Zi zigueh calentándome la perola, cojo la puerta y me voy, tras el cual afirma que el consabido vallisoletano no entenderá que calentar la perola (cabeza) significa molestar, dar la lata más de la cuenta ni que coger la puerta es irse.
En otra parte, al hablar de fonética, nos hace la siguiente “interesante” exposición sobre la aspiración: A veces, la “h” sustituye a la “j”, pero no se pronuncia; teheringo (tejeringo). O, también: En otros casos, la “h” se pronuncia como una vocal larga en sustitución de otra consonante; paloduh (palodul). A propósito, podría haber buscado una palabra más malagueña que ese extraño (aquí) tejeringo.
Pero entremos de lleno en el Vocabulario, que ya digo que es la parte fundamental del libro, que no es tanto un estudio del habla de Málaga cuanto una recopilación de vocabulario malagueño. Lo que más me ha llamado la atención es la ortografía utilizada. Me causa extrañeza el disparatado criterio empleado. Así, de forma sistemática marca el ceceo de la zona escribiendo indiscriminadamente z donde habría que escribir c, ya que ambas letras representan el mismo sonido, aparte de que la segunda letra es obligada cuando le siguen e o i (siendo el caso, además, de que la mayoría de palabras que él menciona no se pueden dar como ejemplos de ceceo). Y de esta forma nos encontramos con zarzilloh, zebollón, zembrao, zenachero, zierro, zinohoh o zipote. Y de la misma manera, si por un lado trata de esmerarse tanto el autor en dejar muestra de las aspiraciones de s o de j, resulta que nos encontramos con jersey, jubón, jábega, jamacuco, jaramagoh, jiñaera o jofifa, por citar algunos casos.
Pero, para terminar, los fallos más graves se cometen, a mi juicio, en el ya mencionado Vocabulario, cuando se ofrecen como malagueñas, palabras que no lo son. Ya he hablado en otras ocasiones de la dificultad de hacer un vocabulario malagueño, o sevillano, o cordobés, o de donde sea, porque resulta muy complicado establecer los límites de las zonas y porque, salvo unas cuantas, casi todas las zonas andaluzas utilizan las mismas palabras. Una cosa es que una palabra se use en Málaga, por ejemplo, y otra muy distinta que sea específica y exclusiva de aquí.
Por eso, y repito que quiero dar pocos ejemplos para no cansar, debe saberse que chavea, pinrel o andoba no son malagueñismos, sino gitanismos. Que barda, bardal o bardilla (‘valla, pared de separación’) es un aragonesismo que se usa en toda Andalucía. Que ajilimójili no es una zarza (salsa) malagueña, pues, como especialidad culinaria, se da en toda Andalucía, aunque hay quienes dicen que procede de Jaén; de cualquier forma, el significado peculiar de ajilimójili en Andalucía no es el que se relaciona con la cocina, sino gracia, donaire, garbo, con que ya lo utilizaron los hermanos Álvarez Quintero. Que picoleto es un término de argot para designar al guardia civil. Que almóndiga es un vulgarismo general de toda España. Que pleita, hatillo o jeta, como muchos otros que aparecen, son términos castellanos y no solo andaluces ni, mucho menos, malagueños.
Y acabo con un ejemplo peculiar, muestra de ese descuido general con que está compuesto el libro. Quebrao es el término que se utiliza también para designar al herniado. Una hernia, según los lugares, es una quebradura, quebrancía o potra. Ignoro qué relación tiene eso con la suerte, pero hay dos expresiones coloquiales que son tener potra, ‘tener suerte’ y tener más suerte que un quebrao. Por ello extraña que el autor de este libro redacte tal artículo del siguiente modo: quebrao: m. ehpr. 1. Tenéh máh suerte cun quebrao. Tenéh potra. 2. Herniao, roto. Ehem. Me quebrao un brazo.
Ah, las abreviaturas que utilizo son las que él usa: ehem. es ehemplo, ehpr. es ehprezión, tal como ehz. es etzétera.
Me indica Zalabardo que tal vez haya sido muy duro en la reseña que hago del libro y le respondo que, cuando uno no domina un tema, lo mejor es no meterse en berenjenales y que bastante hago con no ir a la librería para que me devuelvan mi dinero.

martes, marzo 15, 2011

14. EL CUADERNO ESCONDIDO. 14. EMILIO (Leyendo a Bertolt Brecht)


Por los anchos y altos pasillos de lo que fue la antigua Fábrica de Tabacos, donde ahora estaban las Facultades de Letras, Derecho y Ciencias, su figura pasaba desapercibida, se diría incluso que resultaba insignificante. Su vestimenta casi siempre oscura, pantalón gris y chaqueta negra no sufría cambio en ninguna estación; si acaso, cuando llegaba la primavera y los calores comenzaban a sentirse por las calles de Sevilla, se despojaba de la chaqueta y aparecía siempre con camisa blanca.
Emilio, que ese era su nombre, había nacido en un pequeño pueblo de la sierra de Huelva, de la zona de donde proceden los fandangos. Entre los compañeros pasaba por ser persona discreta y callada. Si por algo destacaba era por su constante y apasionada defensa de las novelas de Pío Baroja.
Casi nadie sabía dónde vivía, aunque a mí me llevó un día a su casa con el pretexto de que revisáramos unos apuntes. Vivía en un destartalado edificio de la calle Golfo, cercana a la Plaza de la Alfalfa. Allí, en casa de una viuda gorda y de aspecto desaliñado, tenía alquilada una oscura y apenas ventilada habitación. La única nota feliz de aquella vivienda era una sobrina de la dueña que se pasaba el día con la radio a todo volumen y acompañando con su propia voz las canciones que emitían.
Emilio, tan discreto, tan silencioso, tan poco dado a explayarse con nadie, me hizo partícipe, sin que yo supiera por qué, de su mayor secreto, no sin antes exigirme que no hablaría de ello con nadie.
—Es que contándote esto puedo poner en peligro a muchas personas.
Tuve que terminar jurándole que sería mudo como una tumba.
—Verás, es que yo soy correo y necesitamos a otra persona que nos ayude en esta función.
Yo no tenía la menor idea de qué era aquello de lo que hablaba y, un poco en broma, le contesté que yo no conocía a otro correo que el del Zar, Miguel Strogoff, y a los carteros que cada día salían con sus enormes carteras del edificio de la Avenida.
Emilio me dijo que me hablaba de algo muy serio. Me contó que pertenecía a las Juventudes Socialistas y que sobre él recaía la misión de recibir cartas y comunicaciones de otras personas y organizaciones para evitar que los responsables fuesen descubiertos. Según me dijo, en Sevilla se movía en la clandestinidad un grupo con mucha influencia y había que evitar por todos los medios que la policía pudiese llegar hasta ellos. Y me mencionó, entre otros, a un tal Isidoro, del que hablaba con fascinación.
—Por supuesto que Isidoro es un nombre ficticio y yo de él no conozco salvo su nombre, pues todos cuidan muy bien de que no se sepa quién es. La cosa es que necesitamos alguien más que haga de correo y yo había pensado en proponértelo.
Le contesté que yo era muy miedoso y que no me atrevía a lo que me solicitaba, aunque podía estar seguro de que no hablaría de aquello con nadie.
Desde aquel día, sin embargo, fuimos muy amigos. Él me buscaba a veces por los pasillos de la Facultad y juntos nos íbamos bastantes tardes a pasear por los Jardines de Murillo o por las orillas del Guadalquivir.
Me hablaba de sus proyectos políticos, asunto del que yo casi no entendía nada, y me animaba a que asistiera a las asambleas de la Facultad. En alguna ocasión, me rogó que le guardara un libro, o un sobre cerrado, o algunos documentos. Yo le hacía el favor, sin preguntarle nunca nada y sin ser consciente del conflicto en que podía verme involucrado.
Periódicamente me prestaba libros que, decía, no se podían conseguir en España y me hablaba de poetas a los que yo no conocía y de una poesía distinta a aquella de la que nos hablaban en clase.
En casi todas sus conversaciones, antes o después tenía que salir aquello de “cuando muera el general...” porque, añadía, era muy difícil pensar en un triunfo revolucionario que devolviera las libertades mientras el general viviera. Y es que él no decía nunca “Franco”, sino “el general”.
Estábamos en 1966 y la Universidad era un foco de continuados conflictos. Por supuesto, ninguno de los dos, como casi nadie, éramos conscientes de que no mucho después estallaría lo que pasó a la historia como “el mayo francés del 68”, que tanto supondría en toda Europa, y del que aquí apenas si nos enteramos.
Poco después, cuando ese curso acabó, nos tuvimos que separar. Emilio seguiría en la Universidad sevillana mientras yo me marchaba a otra para completar mis estudios. Desde entonces, no hemos vuelto a vernos.


Bertolt Brecht (1898-1956): General, tu tanque es más fuerte que un coche


General, tu tanque es más fuerte que un coche.
Arrasa un bosque y aplasta a cien hombres.
Pero tiene un defecto:
necesita un conductor.


General, tu bombardero es poderoso.
Vuela más rápido que la tormenta y carga más que un elefante.
Pero tiene un defecto:
necesita un piloto.


General, el hombre es muy útil.
Puede volar y puede matar.
Pero tiene un defecto:
puede pensar.

miércoles, marzo 09, 2011


PONER EN VALOR


Estábamos Zalabardo y yo sentados en la terracita de un bar pequeño, leyendo el periódico y disfrutando de una copa de vino tinto al tiempo que gozábamos de una agradable mañana de este variable e imprevisible invierno que se nos ha presentado. Cada vez más, los años (que, según se dice, piden sopitas y buen vino) nos van exigiendo recrearnos con situaciones de ese tipo y olvidarnos de otras menudencias y quehaceres. Como digo, en esas estábamos cuando Zalabardo levantó la cabeza de su periódico y me lanzó, como si fuera un escopetazo, la pregunta: ¿Qué razón explicará esto? Yo, más atento a las páginas deportivas del periódico que tenía entre manos que a su pregunta, le respondí displicente: ¿Qué cosa? A lo que él añadió: Que se impongan en el lenguaje, así como así, modas que no tienen nada de atractivas ni de razonables. Con eso atrajo mi ateención
Debo aclarar, por si no lo he dicho en alguna ocasión anterior, que Zalabardo es enemigo acérrimo de las modas por las modas, sobre todo si quienes las siguen no tienen ni puñetera idea de aquello que adoptan con tan alto empeño. Y debo aclarar, y esto sí creo que lo he dicho, que a mí me pasa otro tanto cuando a lo que afectan estas modas es al lenguaje.
Le pregunto entonces qué es lo que origina su pregunta. Él me pasa su ejemplar de prensa y me señala con el dedo dónde debo leer. Y eso es lo que hago: Creo que se ha perdido una oportunidad (el texto habla sobre la puesta en marcha del proyecto de visitas nocturnas y guiadas de la Mezquita-Catedral de Córdoba) para poner en valor este activo en una ciudad que apuesta por ser capital cultural.
Ahí está, me insistía señalando con un dedo acusador, ¿qué es eso de poner en valor? Le digo que tiene razón en su queja, pero que ignoro cómo y por qué se ha impuesto este giro. Le añado, además, que la razón de muchos de los cambios en el lenguaje y de los usos que de ellos hace la gente resulta difícil de explicar.
Sea por lo que sea, la cosa es que hoy se oye por doquier, a cada instante y casi siempre en boca de políticos (ellos son quienes más tics idiomáticos asumen y, a la vez, contagian) esa feísima locución poner en valor. Conste que no es nueva en nuestra lengua; lo que sí es novedoso es su proliferación.
¿Y qué es lo que pasa con poner en valor? En principio, que no es más que un galicismo. En efecto, nuestra vecina lengua dispone de mettre en valeur, que significa, simplemente, poner de relieve; ¿a que eso suena más, y mejor, en nuestros oídos? Pero no es solo cuestión de eufonía; lo principal del caso es que en nuestra lengua, para eso, ya disponemos de destacar, valorar o valorizar e, incluso, revalorizar, es decir, ‘reconocer, estimar el valor o mérito de alguien o algo, aumentar el valor de algo’.
¿Y no se puede aceptar el préstamo? Se pregunta la gente. ¿Cuántas veces se ha dicho aquí que el préstamo es absolutamente legítimo solo cuando viene a rellenar un hueco, una carencia de nuestro sistema lingüístico, lo que no es el caso con la locución que tratamos?
El DRAE no recoge la locución de que hablamos, lo que no impide que la propia Academia cometa el desliz de usarla en una noticia difundida en su propia página web: el objetivo de la iniciativa (la presentación de los dominios multilingües en Internet) es poner en valor la lengua española en Internet. ¿Veis, en este ejemplo, lo que decía hace algún tiempo acerca de la humanidad de los académicos?
El Diccionario de uso del español de María Moliner, que me parece el más serio de los diccionarios españoles, tampoco la recoge. Y el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, es el único que le da cobijo en sus páginas (prueba de su novedad), aclarando que poner en valor significa ‘hacer que algo sea más apreciado, resaltando sus cualidades’. Y la página de la Fundación para el español urgente, http://www.fundeu.es/, deja claro que: Aunque muy empleada, esta expresión es un galicismo equivalente al castellano valorizar. Cuando se trate de reconocer o estimar el valor o el mérito de algo o alguien o de referirse a las acciones o medidas por las que se intenta aumentar el valor de algo prefiérase la forma valorizar.
Zalabardo me dice que le resulta suficiente lo dicho hasta el momento y que no necesita más explicaciones. Por tanto, seguimos enfrascados en nuestras respectivas lecturas, gozando de la agradable tibieza del sol y de las mediadas copas de tinto que tenemos sobre la mesa.