Ni Zalabardo ni yo somos gente de mucho hablar, pues parece que a los dos nos va mejor eso de escuchar y observar. Tal vez sea esa la razón de que pasemos muchos momentos el uno junto al otro sin decir nada; cuando nos planteamos por qué somos así, que a veces nos lo planteamos, yo le digo que quizá porque también resulta agradable callar y él, que en ocasiones me sorprende con tópicos baratos, me replica con lo de que el hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Como le solicito que me aclare si lleva alguna intención en lo que dice, se limita a pronunciar casi en un susurro que a veces es mejor quedarse como uno estaba.
Y debe verme cara de asombro, porque se da prisa en continuar: ¿Tú no sabes la historia?; te la contaré: hay muchas versiones, pero me limito a exponer la más simple y extendida y, sobre todo, la que yo conozco mejor. Un hombre que tenía un problema de visión en un ojo decidió acudir al santuario de la Virgen de Consolación en Utrera. Habiendo oído hablar de lo milagrosa que era la imagen y los efectos salutíferos del aceite de la lámpara que ante ella ardía, optó por untarse con él en ambos ojos. Sea porque se pasó en la untura, o por cualquier otra razón, al abrir los ojos encontró grandes dificultades incluso para ver con el sano. Asustado, no se le ocurrió sino exclamar esta oración: ¡Virgencita mía, permíteme salir de aquí siquiera tal como entré!
¿Y adónde quieres llegar con esa historia?, le digo comprendiendo cada vez menos lo que pretende comunicarme. Pues es muy fácil, me replica con suficiencia; que hay ocasiones en que al hablar, llevados por el ansia de ser claros, precisos, novedosos o, simplemente, de llamar la atención del personal, incurrimos en el error de obtener un resultado contrario al pretendido y, en muchos momentos, desearíamos no haber dicho lo que dijimos y volver al estadio anterior.
Vamos a ver si me entero. Lo que quieres decir viene a ser, más o menos, como el talante del presidente Zapatero, que a lo mejor piensa que debería haber usado otra palabra que no se volviese, como esta, contra él. ¡Equiricual!, me suelta efusivo; ¿ves como te vas enterando? Y ya que pones el ejemplo de un político, sigamos por el mismo camino. Otro presidente, Felipe González, también debió luchar con sus tópicos; en su caso, fueron dos adjetivos los que parece que se le encasquillaron y no pudo desprenderse de ellos: obsoleto y torticero. ¡Mira que tuvimos que tragarnos juicios, intenciones o fines torticeros! Bueno, como dice el refrán, muerto el perro, se acabó la rabia (sin ánimo de ofender).
Basta que un político de cierto prestigio pronuncie una palabra para que, inmediatamente, salga toda la cuadrilla de segundones diciendo la misma palabra. Y así, hoy, nuestros políticos no creen, opinan, juzgan o piensan, sino que entienden; no aplazan, postergan o dejan para otra ocasión un asunto, sino que lo aparcan; no encuentran puntos, partes, aspectos o detalles sin resolver en un asunto o negociación, sino flecos; no hacen un cálculo de los daños causados por una catástrofe, sino una estimación. Y así llegamos a lo de que la sequía no es persistente, sino pertinaz, o lo de que un asesinato no es abominable, sino execrable. Y etcétera, etcétera.
Le digo a Zalabardo si se ha dado cuenta de que, aun escribiéndola yo, la página de hoy es toda suya. Ladea la cabeza, tuerce un poco el gesto y, con porte algo más que chulesco, me lanza a la cara: Ya iba siendo hora.
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