Hacia las siete de la tarde del pasado miércoles, madrugada del jueves en España, la tierra tembló violentamente en la región de Ica, Perú, dejando, son las cifras que leo hoy, alrededor de 500 personas muertas, unas 1.100 heridas y sobre 200.000 afectadas en mayor o menor grado.
Me hace notar Zalabardo que hay nombres de regiones o de ciudades que se hacen de conocimiento general por circunstancias bien desagradables, como sucede en este caso con Ica y Pisco, nombres que para la inmensa mayoría resultaban hasta el jueves inexistentes. Siempre pasa igual, pues tuvieron que ser también terremotos devastadores la razón que nos permitiera saber situar sobre el mapa la ciudad marroquí de Agadir, en 1960, o en 1966 Taskent, la actual capital de Uzbekistán.
Pero la intención de Zalabardo no es presumir ahora de sus conocimientos geográficos. Lo digo porque lo conozco y creo saber qué es lo que pretende al empezar a hablarme de esa manera. La radio, la televisión, la prensa nos han contado casi todo lo que por ahora se puede referir de la catástrofe. No queremos, pues, ser simples redifusores de lo que todo el mundo sabe. Persigue Zalabardo, sigo interpretando sus intenciones, que nos fijemos en otros aspectos.
Por ejemplo, que siendo Perú un país colocado por los datos del Índice de Desarrollo Humano que elabora la ONU en el puesto 82, lo que significa que hay que situarlo entre los países que experimentan un desarrollo medio, no debemos, sin embargo, engañarnos pues también es uno de esos países en que los beneficios del desarrollo van a parar a manos de unos pocos mientras la gran mayoría de la población subsiste sumida en unos elevados niveles de pobreza.
Ahora, tras el desastre, parece que la solidaridad se vuelca en ayuda de los damnificados. No está mal, me dice Zalabardo, pero, ¿por qué socorrer a los necesitados cuando la ayuda aparece disfrazada de caridad y no hacerlo en todo momento, cuando es cuestión de justicia? Si los damnificados peruanos hubiesen dispuesto de viviendas construidas con materiales que no fueran el humilde y débil adobe, los daños, aun graves, no lo hubieran sido tanto.
La calamidad se agrava porque, en estos casos, el caos en la distribución de las ayudas lo empeora todo. ¿Por qué los pobres afectados tienen que quejarse de que el presidente del país y el resto de las autoridades aparezcan por la zona rodeados de una cohorte de reporteros gráficos y televisivos, mientras falta lo más indispensable, agua para beber e, incluso, lo más trágico, ataúdes para enterrar a los muertos?
Preguntas de esa índole surgen a cada momento: ¿por qué comienzan a proliferar por todos lados, y sin que nadie lo evite, las hienas que huelen su fácil botín mediante el pillaje y la especulación de los precios? El transporte hacia la zona afectada, leía, ha experimentado un aumento de casi un 80 %. Justificación que aportan los empresarios: es algo ineludible en razón de la demanda. Pero quizá ni siquiera debamos llamarlos hienas, pues estas, al fin y al cabo, solo buscan su supervivencia cuando acuden a un cadáver; estos malvados, en cambio, están prestos en convertir en lucro fácil cualquier necesidad de un desgraciado.
Le pregunto a Zalabardo si no serán estos casos muestras probatorias de eso de que el hombre es lobo para el hombre. Zalabardo lo niega con fuerza y mantiene que por mucho que sea nuestro egoísmo y nuestra maldad, siempre prevalecerá la solidaridad. Y añade que, pese a que últimamente parece haber una cierta desconfianza ante la actuación de alguna que otra ONG, no debemos reparar en ello para retener nuestra ayuda a los damnificados de Perú. Siempre habrá organizaciones que merezcan toda nuestra confianza. Cruz Roja, Médicos sin Fronteras, Médicos Mundi, Save the Children, Intermón Oxfam... parecen instituciones alejadas de cualquier sospecha.
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