martes, enero 23, 2007

UNIDAD Y VARIEDAD

Cuando se habla de la unidad ideal que toda lengua constituye y que hace que los hablantes nos identifiquemos como pertenecientes a un mismo grupo (los españoles, los franceses, los alemanes, etc.), se suele insistir en que uno de los matices más característicos de toda lengua es su variedad, el conjunto de variantes internas que presenta y que hace que los hablantes nos consideremos diferentes aun respetando todos el mismo modelo. De esto trata el tema que mañana comienzo a explicar a mis alumnos.
¡Vaya, hombre, ahora vas a utilizar la agenda como sistema de preparación de las clases!, me dice Zalabardo. Yo protesto y le digo que no es así, que se trata tan solo de una asociación de ideas, puesto que al mirar lo que tenía que hacer mañana en clase me ha venido a la mente cómo, desgraciadamente, la influencia de los medios de comunicación provoca cada día una mayor uniformidad lingüística y hace que se pierdan muchas de las variantes dialectales, locales o jergales.
Y si esa uniformidad se produjera en torno a unos modelos de lengua correctos quizá la queja fuese menor, pero da grima ver cómo cada vez abusamos más de los de que, ser como muy, en base a, a nivel de y modismos de la misma laya. Para combatir esas modas, para no olvidar esta variedad que la maldita uniformidad va dejando cada vez más en la cuneta, Zalabardo y yo pasamos bastantes horas revisando las páginas de aquellos libros que recogen, mejor o peor, pero todos con muy buena intención, las formas populares que en nuestros pueblos se utilizaban como moneda corriente del habla y que hoy, lamentablemente, se van perdiendo.
De estos libros, el más clásico de todos es el de Antonio Alcalá Venceslada titulado Vocabulario andaluz; tras sus pasos, han seguido, en estos años, Juan Cepas, José Mª de Mena, Paco Álvarez Curiel, Pedro M. Payán, Juan de la Plata, Antonio del Pozo, Antonio Córdoba y muchos más, que se han esforzado por recoger las formas de habla de Málaga, Sevilla, Jerez, Cádiz, Cabra y no sé cuantos otros sitios.
Repasando las páginas de sus libros, voy recuperando las palabras que de pequeño oía a mi madre y al resto de las personas mayores del pueblo y que ya apenas si yo utilizo: cuando me reñían por ir desatacao, 'con los faldones de la camisa por fuera de la cintura del pantalón'; cuando me acusaba de ser un jarón, 'perezoso, vago, indolente', por no querer hacer algo que se me ordenaba; cuando los mayores nos calificaban a los niños de bilorios, 'inquietos', fuguillas, 'de genio vivo', y arbortarios, 'inconstantes', o nos pedían silencio y calma porque aquello parecía una belcarrana, 'lugar donde hay mucha confusión y griterío'. Los niños nos acusábamos unos a otros de hacer tranfullas, 'trampas', en los juegos o nos dábamos mecos, 'golpes que se propinan en la cabeza con un dedo'. En el campo, para llegar a un lugar, solo bastaba seguir la fuéllega 'marca que dejan las ruedas de los carros y tractores'. Años después, cuando llegué a Málaga, conocí qué eran los foeles, 'ropa estropeada y poco elegante' y el olor de las madreviejas, 'alcantarillas'.
Casi todas esas palabras se han perdido ya, poca gente las conoce y menos aún las utiliza. Me dice Zalabardo que ahora todos hablamos igual y que, si podemos, gritamos, siguiendo el pésimo modelo que nos dan los incontables programas de televisión donde parece que, a modo de las peleas de gallos o de perros, echan a la arena a dos, tres o cuantos hagan falta a ver quién lanza al otro la barbaridad más grande.
Cuando eso sucede, que es muchas veces, yo voy tratando de recuperar en los libros de los que he hablado más arriba el olor y el sabor de las sopaipas, aquellas tortitas de masa de harina frita que mi madre nos ponía, para cenar, con chocolate caliente. Y Zalabardo me acompaña.

1 comentario:

Anónimo dijo...

En muchas ocasiones uno tiene la impresión de que el comportamiento general de la gente es una especie de belcarrana: reuniones de vecinos, restaurantes, colegios, botellódromos, etc. Todo el mundo habla fuerte y grita mucho.
SC