Todo el mundo conoce, y siempre se ha repetido, la fuerza que tiene la juventud. Los que están en el poder, a cualquier escala, lo han tenido en cuenta en todas las épocas. El político de más bajo rango, el alcalde de la más diminuta aldea, los directores de cualquier centro escolar, saben lo que es tener contentos a los jóvenes; ninguno de ellos duda en darse siempre que sea necesario un buen baño de masas juveniles, aunque tras hacerlo los escrúpulos ante tanto manoseo les lleve a quitarse una chaqueta que no se volverán a poner.
Eso tiene consecuencias que pueden derivar en problemas difíciles de resolver. O que se dejan como herencia con la que habrán de lidiar otros, me sopla por lo bajo Zalabardo. En la actualidad podemos ver dos ejemplos muy claros. Uno es el botellón. El otro es la disciplina en los centros educativos.
No hay hoy quien encuentre alguna cara amable y positiva al fenómeno del botellón. Ruidos, suciedad, problemas de salud (el alcoholismo aparece a edades cada vez más tempranas). En su día, no había político que no lo defendiera, alegando en su favor el legítimo derecho de los jóvenes al ocio. Hoy es considerado por muchos un problema nacional y municipal (de orden público y de salud) y las autoridades no terminan de hallar la clave para su solución. Algunos incluso han sugerido la creación de una especie de botellódromos, guetos alejados de los núcleos urbanos que, sin tener que decir que no, pues enfadaríamos a un alto número de hipotéticos votantes, nos permita al menos ocultar el problema a nuestross ojos. Y ya se sabe, ojos que no ven...
La disciplina en los centros escolares es un asunto parecido. Hubo una época en que algunos apóstoles de nuevas pedagogías predicaban la no intervención, la no prohibición, la abolición de las normas. Nada de reprimir, pues la represión podría conducir a la frustración, al traumatismo emocional. Así se llegó a una situación en la que los reglamentos de alumnos recogían una larga hilera de derechos acompañados de una mínima y testimonial muestra de deberes. Todo ello ha llevado a la situación presente, en la que los traumatizados son un alto número de profesores que apenas si pueden cumplir con su misión, enfrentados a unos alumnos que no quieren trabajar, a un sistema que induce a la vagancia, a una sociedad que los minusvalora, a unas direcciones de centros que prefieren mirar hacia otro lado y a una administración educativa que lo único que desea es que no haya suspensos, valorando más el objetivo que los medios, para no aparecer en la cola de los análisis de la OCDE y para no tener que recibir padres quejosos de que a sus hijos los hayan suspendido, aunque en la mayoría de los casos no les importe conocer las razones del suspenso.
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