jueves, octubre 19, 2006

HISTORIAS DE LA RADIO

Tengo que confesar que yo soy un enamorado de la radio. Mis recuerdos, desde la niñez, están casi todos ligados a una imagen de la radio. Mi madre era modista y muchos de mis primeros años transcurrieron en su taller, donde el trabajo se sobrellevaba escuchando la radio. No olvidaré nunca aquellos inacabables programas de discos dedicados, muy en especial los de Radio Andorra y Radio Córdoba, o las novelas de Guillermo Sautier Casaseca en la SER. Tampoco me perdía ninguno de los programas de Diego Valor, aquel héroe interplanetario que se enfrentaba a los malvados venusianos capitaneados por el Gran Mekong.
En mi pueblo había una emisora, Radio Juventud, que pertenecía a la cadena de emisoras de la Falange, la Cadena Azul de Radiodifusión; allí viví mi primera experiencia ante un micrófono. Era 1958, había muerto el papa Pío XII, y yo había escrito un panegírico de su figura que Bernardo Cuevas, locutor de la emisora que había sido mi preparador para el examen de ingreso al bachillerato me permitió leer. Tenía yo cuando leí aquello catorce años.
La radio en aquellos años era más variada. También más entretenida, o al menos eso me parece ahora. Tenía programas para todas las edades y de todos los formatos. Inolvidables son para mí Cabalgata fin de semana, Ustedes son formidables, Matilde, Perico y Periquín, Discomanía, de Raúl Matas, o el incombustible Carrusel deportivo, que ya por aquellas calendas nos mantenía toda la tarde del domingo pendientes del resultado de los partidos de fútbol.
Sigo siendo adicto a la radio, pero ahora me parece que es más monótona y que se abusa de las tertulias. A todas horas hay gente que cree saberlo todo hablando de cualquier cosa. Y, claro está, como siempre que se habla de más, se mete con frecuencia la pata. Me imagino que entonces habría igualmente fallos, pero yo no los percibía.
A propósito, salía la otra tarde del instituto, de una evaluación, y puse la radio del coche en el momento en que una tertulia de las que digo se despedía. Un tertuliano, no sé de quién hablaba, preguntaba si la persona de quien trataban había dimitido o la habían cesado. Esta misma mañana, oía a Rajoy decir que él, a no sé quién, lo cesaría.
Parece mentira que todavía no se hayan enterado, con lo fácil que es. En nuestra lengua hay tres verbos de significado muy claro y que se suelen usar bastante mal: dimitir, cesar y destituir. Dimitir significa 'abandonar por propia voluntad un cargo para el que uno ha sido elegido o designado antes de que concluya el tiempo para el que se ha sido designado'. Cesar es 'dejar de desempeñar un empleo o cargo por haberse agotado el periodo para el que se fue elegido o designado'. Y destituir es 'deponer, quitar, a alguien del puesto que ocupa por voluntad de quien lo propuso para él'. O sea, que yo puedo dimitir, cesar o ser destituido.
Y digo que se emplean mal estos verbos porque, primero, entre nosotros, es difícil, por no decir imposible, que alguien dimita. Segundo, porque no es posible cesar a alguien, ya que es un verbo intransitivo. Y tercero, porque, en todo caso, si alguien lo hace mal, lo que corresponde es destituirlo, cosa que casi ningún dirigente hace porque pudiera entenderse que se ha equivocado al hacer el nombramiento.

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